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Reflexión sobre la identidad nacional

Hubo un breve lapso de tiempo en la historia contemporánea española donde el nacionalismo, ya sea nacional o regional, fue perdiendo importancia. Este fenómeno iba de la mano de muchos otros, como la recién introducción en el modo de vida europeo, la ansías de olvidar el dolor que es capaz de conseguir un concepto como “la nación”, el surgimiento de nuevos problemas que afectaban y afectan no sólo a una nación, sino a todos los países del globo, etc. En vista de estos aspectos, en comprensible querer olvidar o ignorar los nacionalismos, ya que estos habían llegado a representar la peor faceta de los individuos. Desde el nacionalismo inherente, el español, representado por un régimen dictatorial y sus herederos, que eran la imagen más aborrecible de lo español; a los nacionalismos “periféricos” del propio territorio, que, abanderados y justificados por la defensa de la libertad, cometieron actos cuestionables, y acabaron perdiendo de vista sus objetivos para acabar convirtiéndose en algo similar a su enemigo. Y no sólo en el ámbito estatal eran observables estos hechos, sino que, por ejemplo, a relativamente pocos kilómetros, al otro lado del continente europeo, murieron y sufrieron, en gran parte debido al nacionalismo, miles de personas.

Así, mediante un acuerdo no pactado, se dejó a un lado durante un tiempo, la manifestación más obvia del nacionalismo. Aunque el nacionalismo más visible estuviese oculto, el sentimiento nacional no se había marchado, sino que, el nacionalismo se estuvo cociendo a fuego lento, sin parecer una hoguera o un incendio, con grandes banderas y desfiles inmensos, más bien, lentamente fue desarrollándose, tejiendo sus telarañas, estableciendo su identidad, y, y en su oposición, la identidad del “afuera”. Algunos nacionalismos tenían un largo pasado, no tan extenso como el de sus convecinos, pero aun así largo, lo suficiente como para asentar sus cimientos. Estos nacionalismos se habían mantenido medianamente inactivos durante unas cuantas décadas, más por imposibilidad que por capacidad, y, aunque fueron fuertes en su día, necesitaban reafirmarse y cambiar su imagen y su esencia. Se desarrollaron como suelen evolucionar las identidades nacionales, mediante la música, a través de los valores, con las fiestas, por medio de los libros, gracias a la gastronomía, por medio de la lengua… Así se van fermentando todos estos elementos en uno solo, dando lugar a la identidad nacional. Este proceso no se da de forma homogénea en todo el territorio, sino que, las identidades con más capacidad económica y poder de movilidad social son las que fomentan la cultura, y mientras, las otras identidades, se mantienen, ni avanzan ni retroceden, se quedan en un limbo donde o no se ha querido o no se ha podido evolucionar.

De esta manera, tras décadas de relativa tranquilidad, las semillas que se han ido sembrando en la sociedad empiezan a dar frutos, surgiendo como solución a las distintas crisis sociales y económicas que azotan a la vieja nación. El discurso identitario es claro, la nación oprimida es una autoridad moral con respecto a la opresora, y así se caricaturizan y se simplifican las características de ambas. Se mantiene que lo viejo debe desaparecer para dar pie a lo nuevo, que será mejor, ya que lo antiguo no tiene capacidad ninguna de mejora, por eso ha de extinguirse.

A raíz de ello, se va dando paulatinamente, el surgimiento de nacionalismos que brotan con más capacidad que nunca. La identidad nacional de éstos se refuerza con cada hecho, con cada movilización, con cada discurso, pero, ¿qué pasa con su enemigo?, ¿qué pasa con el “nacionalismo” de la nación? Como se ha comentado, éste se ha mantenido estos años en un “standby”, pero, si bien es una pequeña parte de lo que fue, sigue siendo reproducido por millones de personas. Y, ¿qué pasa cuando los pilares del nacionalismo tradicional, el territorio y el nombre, están en peligro? Pues que la vieja nación responde, y se refuerza, como su rival, con cada acontecimiento, con cada enfrentamiento, con cada desfile. De esta manera, el nacionalismo va creciendo en sus distintas facetas, invade todos los espacios de la vida social, y acaba colmando la actualidad, de una manera por bien todos conocida.

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