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Sobre el conservadurismo (I)

Tras la virtud, la obra maestra de Alasdair MacIntyre, se abre con una “sugerencia inquietante”: si, de pronto, las ciencias naturales fueran víctimas de una catástrofe sin precedentes, y todo su saber —laboratorios, grupos de investigación, facultades universitarias, cátedras, instrumentos, manuales, los científicos mismos— fuera devastado, pasto de hogueras luditas o víctima de atroces linchamientos, si las máquinas fueran destruidas y de la tabla periódica, la mecánica cuántica o la biología evolucionista no quedara más rastro que aquel que puede haber sobrevivido al Neolítico; y si, una vez consumada la catástrofe, la humanidad tratara de reconstruir el saber científico a través de estos restos indescriptiblemente menguados, fragmentarios y extraños, ¿qué forma tomaría esa ciencia renacida? Y aún es más: ¿podrían las filosofías en boga, tanto en sus formas analíticas como continentales, recomponer este saber destruido?

Tras esbozar este paisaje distópico, MacIntyre aventura su hipótesis: una catástrofe semejante a la descrita, pero larvada y silenciosa, ha desarbolado el lenguaje de la moral, y nuestros conocimientos sobre esta son tan precarios como la ciencia que aquellos hombres del futuro estarían abocados a construir. Partiendo de este escenario, este texto pretende defender una tesis similar a la del autor escocés: el mundo ha sufrido, en los últimos siglos, los efectos de un seísmo sin precedentes, y buena parte de las ideologías de nuestro tiempo reproducen el patético atavismo de los científicos de MacIntyre, que seguirían llamándose físicos sin conocer a Newton o Galileo. Todo ha cambiado, pero pretendemos, entre la inocencia y la negación, que todo sigue igual. Y entre las muchas víctimas hay una que destaca especialmente: el conservadurismo.

1. Aporías del conservadurismo

Perfilemos la hipótesis. No se negará la existencia de una voluntad conservadora, de una visión o actitud conservadoras —en la práctica todos somos conservadores en algún sentido—, ni la operatividad política del conservadurismo, sino su consistencia en tanto que ideología.

El conservadurismo moderno, y muy especialmente el contemporáneo, es esencialmente contradictorio. Contradictorio por la disonancia entre sus postulados (1), por haber sido absorbido silenciosa e irremediablemente por la citada catástrofe (2) y por estar, en general, más allá del principio de realidad (3).

En sus manifestaciones más paradigmáticas, el conservadurismo solo es una ideología en el sentido marxista del término: falsa conciencia, enmascaramiento de la realidad social. Y por falsa conciencia no entiendo algo tan tópico, nebuloso y a-racional (y por tanto infalsable) como creer en Dios; sino, más bien, el creer que uno embellecerá su jardín regándolo con lejía.

Este argumento será desarrollado en una serie de “tesis” (por llamarlas de algún modo), cuya coherencia interna es puramente argumental, no lógica (esto no es el jodido Tractatus).

1.1. Tras la caída de la Unión Soviética, el historiador Martin Blinkhorn formuló una pregunta afilada: “¿Quiénes son los conservadores en la Rusia de estos días? ¿Son los estalinistas irredentos o los reformadores que han aceptado las visiones políticas de derecha de los conservadores modernos, tal como Margaret Thatcher?”. El propio término conservadurismo parece sufrir de una cierta inconsistencia interna: si respondemos que los estalinistas representan, en el escenario dibujado por Blinkhorn, el auténtico conservadurismo, estamos violentando su significado habitual; si, por el contrario, asumimos su definición convencional, debemos concluir que el conservadurismo moderno tiene poco que ver con conservar.

1.1.1. Si queremos alejarnos de esta fórmula hueca —el conservadurismo como voluntad de conservar lo existente, el conservadurismo será necesariamente tautológico: la voluntad de conservar lo conservador. Asumiendo que lo conservador, es asociado, al menos desde Burke y De Maistre, con los valores y formas de vida propios del Antiguo Régimen, un programa conservador positivo solo podría ser, en la situación presentada, reaccionario —una suerte de revolución hacia atrás— o progresista —asumiendo, al menos parcialmente, el relato histórico de ideologías en principio contrarias, como el liberalismo—. Por supuesto, si se defendiera que un programa conservador positivo es una contradicción en los términos, estaríamos obligados a responder “los estalinistas” a la pregunta de Blinkhorn.

1.1.2. Por lo tanto, el conservadurismo presenta dificultades de improbable solución a la hora de definirlo como una ideología en el sentido fuerte —no-marxista— del término. El mero impulso de frenar los cambios, el escepticismo ante las grandes transformaciones y los sueños dorados apenas tiene nada que decir una vez acaecidos los cambios que una vez deploró. ¿Debería, en ese caso, adaptarse a la nueva situación, y defenderla frente a nuevos cataclismos? ¿O quizás guardar un melancólico duelo por el mundo que se fue? En su célebre texto de 1959, Por qué no soy conservador, Hayek subraya esta contradicción. Como pulsión puramente reactiva, el conservadurismo es estéril: “la filosofía conservadora, por su propia condición, jamás nos ofrece alternativa ni nos brinda novedad alguna”.

1.2. El abierto rechazo hacia toda forma de utopía y el escepticismo hacia cualquier noción de progreso son las características más importantes del conservadurismo clásico. Sin embargo: ¿qué sucedería si aquello que juzgamos el núcleo mismo de lo que ha de ser conservado, de ese mundo que rechaza el delirio utópico, es a su vez una fuente de desaforado utopismo? Esto es lo que sucede con la religión cristiana, y constituye la aporía fundamental del (neo)conservadurismo americano —principalmente—.

1.2.1. El utopismo de las ideologías ilustradas, ya sea en su versión liberal, ya sea en su versión socialista, es un hijo —legítimo— del milenarismo judeocristiano.

1.2.2. El posmilenarismo cristiano (s. XVI-XVII) abandona una visión meramente pasiva y catastrofista del Apocalipsis, y establece que las acciones de los hombres podrán adelantarlo.

1.2.3. El posmilenarismo surge en los albores del capitalismo comercial. Juntos darán a luz a la noción moderna de Progreso. El Progreso es una categoría de origen religioso, y el centro mismo de la sociedad cristiano-burguesa.

1.2.4. El capitalismo no puede existir sin la noción de Progreso. Sin la confianza en el futuro que este promueve, el crédito sería imposible o testimonial (como lo fue durante la Edad Media). En términos crasamente materialistas: el capitalismo es la noción de Progreso.

1.2.5. El proceso de secularización que dio lugar a las ideologías modernas solo se completó parcialmente en EEUU, donde el posmilenarismo cristiano clásico sigue conviviendo armoniosamente (como ha apuntado Wendy Brown) con el utopismo (neo)liberal. “La democracia estadounidense carece de una tradición política secular” (John Gray).

1.2.6. El neoconservadurismo americano, desde Reagan y los fanáticos de la Mayoría Moral hasta los halcones de Bush, es un utopismo capitalista militarizado. Gray de nuevo: “el neoconservadurismo es una mezcla de realismo descabellado y fantasía quiliasta”.

1.2.7. El neoconservadurismo de no es antiutópico, sino simplemente anti-socialista. Conservadurismo utópico es una contradictio in adiecto.

1.3. El culpable de la destrucción del mundo idealizado por los conservadores, el sistema que, por copiar un famoso párrafo, “echó por tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas. Desgarró implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus superiores naturales y no dejó en pie más vínculo que el del interés escueto, el del dinero contante y sonante, que no tiene entrañas. Echó por encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas. Enterró la dignidad personal bajo el dinero y redujo todas aquellas innumerables libertades escrituradas y bien adquiridas a una única libertad: la libertad ilimitada de comerciar” no es, por supuesto, el socialismo, sino el capitalismo.

1.3.1 Burke acusa a la inestabilidad financiera, la “circulación de noticias” y de “dinero”, a la “correspondencia del mundo monetario y mercantil” y a la creciente influencia de los “hombres de las ciudades”, las “clases medias” (la burguesía, en definitiva), esto es, a las características principales de la floreciente sociedad capitalista, de haber propiciado la Revolución Francesa. Para Burke, la temible energía (dreadful energy) liberada en Francia —el jacobinismo— es un producto natural del interés capitalista (monied interest). La autonomía económica del capitalismo produjo un estadio de autonomía cultural e ideológica (el “ateísmo filosófico”, en sus palabras) que derivó a su vez en autonomía política —un orden fervorosamente enérgico y enfrentado a la tradición; un (des)orden revolucionario—.

1.3.2. Sin embargo, Burke no rechaza estas características de la sociedad comercial. Observemos los siguientes pasajes, en los que se advierte la influencia de Adam Smith:

  • Sobre el comercio: “el comercio florece más cuando es abandonado a sí mismo. El interés, gran    guía del comercio, no es ciego. Es muy capaz de encontrar su propio camino; y sus necesidades son sus mejores leyes”.    
  • Sobre el mercado: “el mercado es el encuentro y conferencia del consumidor y productor cuando mutuamente descubren los deseos del otro. Nadie, creo, ha observado reflexivamente lo que el mercado es sin asombrarse de ello; de la corrección, celeridad y equilibrio con que establece el equilibrio de los deseos y necesidades […] en el momento en que el gobierno aparece en el mercado, todos los principios de éste se subvierten”.
  • Sobre el papel del Gobierno en la economía: “proteger y favorecer la industria, asegurar la propiedad, reprimir la violencia y evitar el fraude”.

1.3.3. Burke no es, por tanto, un crítico de la Modernidad, sino de (lo que el entiende por) sus excesos. La Revolución Francesa, el cataclismo por excelencia, no es una consecuencia necesaria de la Modernidad como tal, sino de una Modernidad incontrolada, desasida de las bridas civilizadoras de la religión y la autoridad tradicional. Burke defiende una tibia idea de Progreso; un progreso gradual, controlado, sujeto a los dictámenes de la Ancient Constitution (el derecho consuetudinario que refleja los hábitos, formas de vida y creencias inmemoriales).

1.3.4. Los puntos 1.3. y 1.3.2 señalan una contradicción. La libertad absoluta del mercado; la conversión, estudiada por Karl Polanyi, de la tierra, el trabajo y el dinero en mercancías, es incompatible con una noción de Modernidad controlada. Las necesidades del mercado —sus mejores leyes, según Burke—, expulsaron a los campesinos de sus tierras y parieron el proletariado industrial, construyeron hórridas ciudades y fábricas de humeantes chimeneas, colonizaron y saquearon el planeta en busca de nuevos mercados y materias primas, inventaron la máquina de vapor, el teléfono, el avión y el trasto inverosímil que me permite escribir estas líneas, destruyeron pueblos e imperios y erigieron otros nuevos, llevaron a millones de hombres a la guerra y la muerte, lanzaron naves al espacio y pisaron la Luna, crearon riquezas inimaginadas y las atrocidades más indescriptibles, y, en última instancia, transformaron incluso el clima: nuestra etapa geológica ha sido llamada Antropoceno. El Dublín natal de Burke no es, desde hace 97 años, una colonia inglesa; en Londres, la Reina, engalanado símbolo de la tradición, convive con la rapacidad de oligarquías de todo el mundo, dispuestas a comprarlo todo y disolverlo en el aire. El auténtico e inconcebible exceso no es la Revolución Francesa, sino el propio capitalismo.

1.3.5. El niño de la tradición, su idealizada de Inglaterra de artesanos laboriosos, humildes campesinos y políticos honrados (como él), todos unidos bajo el respeto a las leyes ancestrales que traducen su espíritu, no puede sobrevivir si envenenas el agua. Libre de toda traba, el mercado puede transformar un mundo de labriegos en la tierra desolada de Wall-e.

1.3.6. Burke, como Smith, identificó algunas de las contradicciones culturales del capitalismo. Sin embargo, su encendida defensa de la libertad de mercado no puede sino llevar a exacerbarlas, y los (trémulos) mecanismos de contención contemplados hace tiempo que cayeron en el basurero de la Historia. Burke podría ser sincero en sus preocupaciones, pero su defensa del mercado libre lo convierte en un fervoroso utopista — y no en el ilustrado cauteloso y perspicaz que suele presentarse—. “La revolución permanente de los libres mercados niega todo valor al pasado” (Gray).

1.3.7. La idea de un mercado libre, ajeno a toda injerencia estatal —del Mercado Libre como institución natural, en suma—, es falsa y peligrosamente utópica: el mercado libre es una obra del poder estatal (cercado y privatización de las tierras comunales, creación de propiedad privada a través de la coacción a gran escala, en la época victoriana; ambiciosas privatizaciones, reforzamiento y recentralización del poder estatal, en la época thatcherista). El Mercado es un descomunal proyecto político; y la fantasmagoría de un mercado libérrimo, suavemente mecido por la perfección de sus leyes, es ideología en el peor sentido: mentira que oculta la realidad social.

1.3.8. Por ello, utilizo las expresiones “capitalismo libre de cadenas, trabas, etc” de forma irónica, y aludiendo a la forma del espectro al que se suele referir.

1.4. Margaret Thatcher, símbolo de la revolución neoliberal e insigne conservadora, contrajo una infección especialmente virulenta del virus que aquejaba a Burke. Thatcher, que añoraba la armonía señorial de la Inglaterra victoriana y clamaba por un Estado mínimo, acabó barriendo todo rastro de su Arcadia, a la vez que reforzaba el poder del Estado. Así que: ¿qué conservó Thatcher que no fueran los privilegios de la clase dominante?

1.4.1. Friedrich Hayek está aquejado de un mal similar. A pesar de reconocer la esterilidad de la filosofía conservadora, siguió defendiendo un cierto conservadurismo político y cultural: la defensa de las instituciones tradicionales, en las que siglos de conocimiento y actividad humanos se han sedimentado. Pero Hayek no comprendió que el capitalismo sin trabas que él propugnaba conduciría inexorablemente a la eutanasia de su idealizada tradición. Libre de cadenas, el capitalismo impone una ontología evanescente en la que nada es eterno salvo sus propias leyes (1.3.4 y 1.3.5). La Sociedad Mont Pelerin solo seguirá existiendo mientras alguien tenga a mano la billetera.

1.4.2. Si entendemos el conservadurismo como mero proyecto de conservación de privilegios, erigido sobre conceptos como el de “derechos históricos” (invocados tanto por el sionismo como por el nacionalismo vasco), este perdería su incoherencia, pero también cualquier peculiaridad. Y lo que es más importante: apuntalaría su descripción como ideología en el sentido marxista. “Esencia del pensamiento conservador: creer que existen las élites, y creer que, por algún motivo, tú eres parte de ellas”, escribe Iñaki Uriarte en sus Diarios.

1.4.3. El conservadurismo solo puede ser antimoderno y antiliberal (anticapitalista, en suma). Como recordara Karl Polanyi, una economía de mercado solo puede funcionar en una sociedad de mercado, que se reproduce profanando todo lo sagrado. El Gólgota es hoy en día un enorme mercado, como aquel establecido frente al Templo que tanto soliviantó a Jesús.

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