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El papel de Instagram en la configuración de nuestra identidad

En los tiempos actuales seríamos, y más específicamente los sectores poblaciones más jóvenes, incapaces de concebir nuestra cotidianidad sin el teléfono móvil, la Tablet, el portátil o el ordenador. ¿Cuántas veces hemos intentado abstenernos de entrar en internet durante un espacio de tiempo prolongado sin lograrlo? Siempre retornamos, casi sin darnos cuenta volvemos a tener el móvil en nuestras manos, como si fuésemos autómatas, impulsados por autoreflejos que nos empujan de nuevo a emplear un aparato digital. Y es que el móvil se ha convertido en otro apéndice más del cuerpo humano. Hemos naturalizado su omnipresencia hasta tal punto que no imaginamos nuestro transcurrir y nuestra experiencia sin su incorporación y presencia en el quehacer diario.

De este cosmos digital, a medida que pasan los años, son las distintas redes sociales las que más aumentan exponencialmente su presencia e importancia en la sociedad y las que más tienden a monopolizar nuestras trayectorias vitales. Cada una de estas aplicaciones presenta unas particularidades y características disímiles, unas destacan por dar primacía a lo visual, otras sitúan el eje central en la música, en el texto o en los grupos profesionales. Para que nos hagamos un mapa mental de esta situación: Facebook tiene 2.449 millones de usuarios mensuales, Instagram más de mil, Tik Tok casi 800, Snapchat 382 y Twitter 340. Y en cuanto a impacto en nuestra vida se refiere, de media pasamos unas 6 horas y 43 minutos al día en internet, empleando casi dos horas y media en las redes sociales. Quizá pensemos que somos la excepción o que no es nuestro caso, pero no hay más que ir al registro de actividad de Instagram o al apartado “salud digital” del móvil para comprobar cómo sin percibirlo un cuarto de nuestro día a día lo invertimos en navegar absortos por la red.

En este sentido, no considero, por tanto, que se pueda establecer una separación y distinción entre “una supuesta realidad verdadera inalterable que se encuentra ahí fuera” y el mundo digital, como si fuesen dos espacios separados sin ningún tipo de vínculo, interrelación o interacción entre ellos. Es cierto que, en gran medida, en las redes sociales tienden a crearse burbujas que sobredimensionan algunos aspectos, trincheras que no escuchan a la otra parte, debates o discusiones no acordes a los ritmos cotidianos, o cámaras de eco de tendencias o aspectos que no tienen tal dimensión. Sin embargo, no hay que olvidar que, lo que somos está mediado, contaminado y afectado por lo que consumimos en Internet, por el papel que representamos en las redes sociales. La identidad que construimos de nosotros en Instagram o Facebook acaba afectando a nuestra subjetividad. Y, al mismo tiempo, la sociedad también se nutre y alimenta, en clave relacional, del universo digital. Como dejó anotado ya en 2011 Nathan Jurgenson y recoge Geert Lovink en su libro Tristes por diseño: “debemos despojarnos del sesgo digital dualista porque nuestras páginas de Facebook son, en efecto, la «vida real», y nuestra existencia offline es crecientemente virtual”.

Gran parte de nuestro tiempo, como ya hemos apuntado, queda concentrado en, y reducido al uso de las aplicaciones que componen el dispositivo móvil, pero al haberlo normalizado, al dar por asumido su excesiva presencia nunca llegamos a replantearnos el lugar específico que ocupan en la configuración de nuestras biografías. La pretensión de este artículo es descifrar y descomprimir las implicaciones tangibles que la utilización de las redes sociales, y más concretamente Instagram, tienen en la conformación de nuestra subjetividad, en la construcción de lo que vamos siendo, en el proceso siempre inacabado de articulación de nuestra identidad. Y es que como apunta la socióloga Amparo Lasén “el sujeto es un efecto generado por una red de materiales heterogéneos en interacción. (Y) las tecnologías de comunicación e información (conocidas como TIC) son parte de esa red”. Trataremos, por consiguiente, de ir explorando y rastreando el impacto que los distintos empleos de las redes sociales producen en la configuración de aquel individuo que está inserto en la comunidad digital. El objetivo es ver qué marca, efectos y repercusiones tiene IG en el devenir del sujeto, en lo que este llega a ser. Para sustentar lo que iremos exponiendo nos serviremos y tomaremos como referencia e hilo conductor a diversos autores, desde Zizek, Bauman y Byung-Chul Han, hasta Mark Fisher, Richard Seymour, Franco Berardi (Bifo), Ingrid Guardiola o los ya citados Geert Lovink y Amparo Lasén.

Antes de entrar en profundidad en el objeto de estudio, como aclaración preliminar, es cardinal tener en cuenta dos elementos: (i) todo aquello que genera Instagram o cualquier red social, bien adquiera un carácter positivo, bien produzca impactos negativos, ya está previamente presente en la sociedad, ya preexiste, no emerge de la nada; y (ii) las implicaciones de una red social solo se pueden entender si no obviamos su inserción en un entramado político-social, cultural y económico concreto. Instagram, Twitter o Facebook son lo que son porque están integrados en un complejo estructural determinado, es decir, en el capitalismo, capturados por un modelo de negocio concreto (en otro tipo de sociedad jugarían otro papel y tendrían otras características). Esto es, IG no crea o produce a partir del vacío comportamientos, conductas, pautas existenciales o procedimientos sociales nuevos, sino que los intensifica, anula, incita, rebaja, reformula o redirige. Se establece una relación interactiva entre los patrones sociales y las cualidades y características de Instagram, una acción recíproca y una influencia mutua entre las subjetividades y los usos y cualidades particulares de esta o cualquier red social. Hace ya unos cuantos años, allá por finales de los sesenta, el checo Fredy Perlman comentaba en un texto titulado “La reproducción de la vida cotidiana” que la tarea principal de la ideología capitalista, además de mostrarse como no-ideológica, como elemento natural, como sentido común, es la de mantener el velo que impide a las personas ver que sus propias acciones diarias e instintivas reproducen la forma social de la actividad capitalista. En este texto trataremos, entre otras cosas, de desentrañar cómo cierto uso de Instagram, o de otra red social, puede desembocar en un reforzamiento del sujeto prototípico que se ajusta a los intereses del capital. Delinearemos los contornos del usuario ideal (tipo) de IG (que en la realidad en cuanto tal no existe completamente) para observar los patrones de comportamiento que tienden a apuntalarse.

En la sociedad capitalista posmoderna se promueve un estilo de vida acorde a las necesidades de lo ya establecido, se impulsa un conjunto de comportamientos y actitudes que infunden oxígeno a los flujos del mercado: ritmo acelerado, productivo, de alto rendimiento y consumista. (Obviamente el sistema cataloga como productivo aquello que reproduce o es funcional a la lógica del capital, todo lo demás es considerado una pérdida de tiempo). A su vez, se proyecta como referencia y se instituye como hegemónica una manera de ser-actuar determinada: narcisista, extremadamente positiva, individualista, despolitizada, flexible y fragmentada, obligada a reinventarse, siempre conectada y disponible, cuyas relaciones con los demás se vertebren por el beneficio propio en detrimento del apoyo mutuo, etc. Y en este perpetuo proceso de re-crear y propagar la subjetividad dominante (una forma de ser, habitar y relacionarse concreta), y de construir “necesidades” superfluas relacionadas con el consumo, es donde emerge la figura de Instagram. Esta red social, como tal, en su presencia bruta y neutra, no tendría por qué apuntalar la forma-sujeto imperante, pero cierto uso, inserto en los engranajes capitalistas, refuerza el establecimiento y la extensión de las dinámicas del capital en nuestra vida, en nuestras actividades cotidianas.

En Instagram, aunque repito, sin obviar las particularidades y diferencias, esto puede hacerse extensivo a otras redes sociales (como Facebook o Snapchat), muchas de las pautas y características adheridas al sujeto posmoderno que hemos perfilado en el artículo sobre la Posmodernidad[1] quedan constatadas, reflejadas y apuntaladas en esta aplicación. A través de la configuración de nuestro perfil recreamos de forma insistente nuestra identidad (adaptándola a lo que queremos que perciba e imagine el otro) y refinamos la representación del yo-digital que pretendemos mostrar (el diseño de nosotros mismos, cual mercancías). La continua comparación y cotejo con lo que el resto de users proyectan sumado a la incertidumbre existencial que recorre esta época neoliberal aumenta la insatisfacción con nosotros mismos y enturbia nuestra autopercepción. La exigencia de mostrar una vida plena, activa y dinámica nos empuja a sostener un ritmo de vida frenético, acelerado e hiperactivo. Cual archivistas de nuestra propia biografía a veces llevamos a cabo actividades no tanto para experimentarlas en vivo sino para que queden registradas, para que quede constancia que hemos estado ahí, que hemos realizado eso.

El collage de las distintas publicaciones que componen nuestro perfil constituye una continuación de momentos puntuales, de puntos indiferentes del presente. Son momentums, instantes cuantificados, pero no generan una narración con sentido. La limitación de duración de las stories suprime la perdurabilidad, muestran la vida como una sucesión de momentos inconexos y fragmentados sin un hilo conductor coherente, no hay horizonte temporal que actúe como nexo enlazando pasado, presente y futuro. Estas historias pueden guardarse en destacados, pero siguen siendo una simple enumeración de sucesos que producen un relato entroncado. Los recuerdos solo pueden almacenarse 24 horas en nuestra memoria. La falta o supresión de narratividad queda proyectada en la posibilidad de reelaborar nuestro pasado. Con tan solo un click se pueden borrar imágenes y “suprimir” partes de nuestra vida. Cuando hay una ruptura sentimental o cuando se da un distanciamiento definitivo con un amigo tenemos la posibilidad de eliminar las fotografías conjuntas, y, aunque eso no sustraiga de nuestro pasado dicha experiencia, nos permite rediseñar nuestra trayectoria vital de cara al público. En estos mismos términos, es el propio Instagram o Facebook quien por medio de los recuerdos va dibujando nuestra memoria que de esta manera queda mediada por los algoritmos de estas aplicaciones. Al expandirse el presente y reforzarse su atomización ha desaparecido la amplitud temporal.

El urbanista y teórico cultural Paul Virilio teorizó un concepto que sintetiza bastante bien esto que estamos explicando. Se trata del término “tiempo cronoscópico”, el cual hacer referencia a un tiempo gestado por intervalos muy pequeños, por trozos de momentos. Lo que prima es la experiencia en tiempo real, la urgencia, el aquí y ahora, la desaparición de la duración, la velocidad, la compresión espaciotemporal, en detrimento de la acumulación de tiempo, de la idea misma de experiencia y de la memoria. Los pseudoacontecimientos cristalizan en imágenes fragmentarias que nos abordan mientras desaparece la evolución y la narración. En palabras de Geert Lovink “este colapso de la cronología ha creado un vacío que constantemente debe ser llenado con evidencia de presencia”. Somos cronómetros vivos insertos en la dinámica de la mercancía viviendo en un presente deshistoriador. Este tiempo fragmentado, encapsulado en instantes puntuales, cooptado por las urgencias del ciberespacio también repercute en la producción intelectual y artística, que tiende a ser homogénea y repetitiva. Los artefactos culturales necesitan de un tiempo prolongado de gestación, de energía, de un espacio que no esté cercado por la precariedad económica o por las exigencias de la interfaz, que no esté hostigado por las premuras del consumo o por la necesidad de insertarse en los ciclos del mercado, que no esté asediado por los estímulos de internet. La inmediatez, la precariedad existencial, la instantaneidad, la ausencia de lazos sociales comunitarios, la extirpación de la distancia narrativa impide que una cultura popular no anclada en explotar o rentabilizar un nicho del mercado pueda crecer. Como decía de forma provocativa Mark Fisher, en el punto en el que estamos solo los presos van a poder enfocarse de manera extensa en el estudio o la lectura. 

Uno de los rasgos centrales de la sociedad neoliberal que tiende cada vez más a permear en nuestra existencia y modular nuestra subjetividad es el espíritu de competencia. Como si estuviéramos imbuidos por una especie de solidaridad negativa, el otro no es visto como un igual, como un otro-mismo, sino como un competidor. Esta actitud de tener que posicionarnos a cualquier costa por encima del resto, a utilizar a los demás en nuestro propio beneficio, condición de ser y estar en el mundo que vamos interiorizando desde la infancia (a través de la educación, los productos culturales, los programas televisivos, etc.) se ve reforzada y retroalimentada por las redes sociales. El principio aprehendido de rivalidad, comparación y evaluación continua que tiende a regir nuestros “yo endurecidos” nos empuja a tratar de sostener un modelo de vida idealizado e inviable. Nos devoramos interiormente con la intención de aparentar una perfectibilidad imposible de alcanzar en esta era de la hipervisibilidad. Es más, como apunta Fernando Broncano, “la conversión del espacio social en un mercado de competencias de muchos órdenes produce la cosificación y la conversión del cuerpo en escaparate”. Siempre bajo la mirada perpetua de los demás, convertidos en objetos y bienes consumibles a calificar a través de “me gustas”.

Al tener que mantener y nutrir en redes sociales una fachada de felicidad absoluta y sin fisuras, ciertas emociones (tristeza, ira, sufrimiento, desesperación, ansiedad o furia) son sacrificadas u ocultadas. No hay espacio en Instagram para los momentos de dolor o angustia, o para dejar constancia de la profunda soledad que nos atraviesa. Éstos quedan suprimidos, no son exteriorizados, y, por consiguiente, terminan desgarrándonos por dentro. Y con esto no afirmo que las redes sociales generen por sí mismas de forma aislada, y siendo el único factor, erosiones en la salud mental. Pero contribuyen a sostenerlas, profundizarlas y amplificarlas. En las últimas décadas se viene dando un ahondamiento de la miseria existencial individual. Cada vez más personas sufren soledad, estrés, angustia o depresión, y tratan de mitigar esta situación con alcohol, ocio, evasión en internet y consumo escapista, grandes cantidades de antidepresivos y otro tipo de drogas. Parafraseando a Mark Fisher una tristeza desgarradora subyace tras la felicidad anfetamítica que nos vemos obligados a representar en las redes sociales.

En Gran Bretaña la enfermedad más tratada por el Servicio Nacional de Salud es la depresión, dándose un aumento considerable de los suicidios. En España, 1 de cada 4 personas sufre un trastorno mental común (ansiedad, estrés, etc.). Según los datos del documental de Netflix “El dilema de las redes” desde 2009 el número de ingresos hospitalarios de chicas entre 15 y 19 años por autolesiones no fatales ha aumentado un 62%, llegando hasta el 189% entre las de 10 y 14 años. Y el suicidio se ha incrementado esta década un 70% entre las chicas de 15-19 y un 151% en el caso de aquellas que se sitúan en la franja de edad 10-14. A diferencia del docuficción no situamos la causa primigenia y el origen en las redes sociales, sino en el contexto y las transformaciones económicas y socioculturales. Internet, siguiendo la estela de lo que ya hemos suscrito, intensifica la tendencia, no la genera.

Jorge Moruno en su libro “No tengo tiempo: geografías de la precariedad” establece una conexión entre particularidades del mundo laboral (paro masificado, flexibilidad, empleos esporádicos y mal pagados, inestabilidad financiera, etc.), ideología individualista y precariedad existencial. Esto es, dibuja un nexo entre condiciones económicas, culturales y de índole individual. Y es que, como vienen advirtiendo ciertos expertos, la desigualdad económica, no implica solo distinciones monetarias, también corroe y carcome los cimientos que sustentan la sociedad y los nudos sociales. Las diferencias profundas que separan a la minoría instalada de la gran mayoría desintegrada producen, para esta masa empobrecida, todo tipo de miserias, conflictos y patologías sociales: mala salud, resquebrajamiento de los lazos sociales, oportunidades educacionales perdidas, vidas dañadas, menor esperanza de vida, trastornos mentales, etc.

Pasando a otro punto, si por algo destaca el tardocapitalismo es por incentivar una subjetividad que necesita nutrirse de la satisfacción constante de los deseos. Deseos producidos por la publicidad, la televisión o los artefactos culturales y que hemos naturalizado, llegando a pensarlos como algo inherente al propio ser humano. Deseos que nunca terminan de satisfacerse del todo. La máquina de producir deseos que es el capitalismo flexibiliza e incluso borra los límites morales, éticos y tradicionales para otorgar absoluta centralidad al placer vacío. Citando a Francisco de la Peña: “el discurso del capitalismo favorece un tipo de subjetividad que está supeditada a la exigencia de goce del objeto, que es goce del objeto desechable y renovable por excelencia, la mercancía”. Todos somos y todo es potencial objeto de consumo, nada debe oponerse a la circulación de mercancías, y si no ya acudirán los mecanismos represivos para allanar el camino. Al final y al cabo, la sociedad de consumo se asienta en el binomio hedonismo-represión, control-descontrol controlado. Se enfatiza el placer, la excitación, el desorden, la desorganización y el caos (como estímulos para comprar) mientras por detrás acechan, contemplan y controlan los dispositivos estatales represivos. La imagen paradigmática la encontramos en el centro comercial, repleto de incentivos y alicientes para que te descontroles comprando, pero siempre con los vigilantes y las cámaras de seguridad en un segundo plano.

En lo que a nuestro caso respecta, el imperativo ¡goza!, intensificado por las lógicas consumistas que el sistema necesita avivar constantemente orientando el ocio a la compra y el gasto, se interrelaciona con la exigencia propia de revelar a los demás que nos hemos divertido. Porque no podemos pasar por alto que existe la necesidad social de interpelar al resto de individuos para que vean, crean y envidien lo bien que lo estamos pasando, e Internet es el escaparate para mostrarlo. Somos máquinas de jouissance que casi nos deleitamos más al recrearnos y contar el suceso que en el transcurso del propio momento en sí. No cuenta como hecho si no se sube a alguna de las plataformas digitales.

Esto que venimos manifestando se ejemplifica bien en uno de los chistes o historietas que Zizek narra en su libro “El ocaso de las fantasías”. Un campesino pobre naufraga y al cabo de un tiempo llega a una isla desierta en la que se encuentra con Cindy Crawford. Acaban manteniendo relaciones sexuales, y al preguntarle la modelo a este si está plenamente satisfecho, el campesino le hace una petición un tanto extraña. Le insta a que se disfrace con el aspecto de su mejor amigo (pantalones, bigote, etc.). No con el fin de llevar a cabo una fantasía sexual, sino de teatralizar cómo sería la escena de codearse y presumir antes su amigo de haber mantenido sexo con Cindy Crawford. Y con la moraleja que extraemos de aquí volvemos a lo anteriormente anotado. Aún más importante que el hecho en sí, en el ciberespacio capitalista de hiperexposición, se halla el instante de transmitirlo, el difundirlo a nuestros seguidores, aunque no los conozcamos.

Y en esa interacción (gozar-mostrar) es donde una aplicación como Instagram actúa como ventana al mundo, como escaparate virtual desde el que demostrar, manifestar y compartir esas experiencias, aunque a veces cueste discernir entre los momentos vividos y los performados, entre las poses propias y las adoptas. Registramos todo para que lo vea el otro convertido en audiencia, desde la comida hasta las noches de fiesta pasando por las vacaciones y las relaciones familiares (siempre exponiéndolo en su faceta positiva, sin mostrar la cara trágica, ocultando aquello que inspire negatividad). Citando a Zizek: “el placer privado no es nunca posible, (…) es siempre mínimamente exhibicionista, se apoya en la mirada de otro”. De ahí que, entre otras cosas, las redes sociales en general, e Instagram o Snapchat en particular, tengan tal capacidad de expansión entre la población.

La primacía absoluta de la imagen en Instagram, sometida a la aprobación permanente del resto a través de canales de validación como el “me gusta”, acarrea y origina el vaciamiento, la negación y el ocultamiento de nuestro contenido más espontáneo. La fotografía descontextualizada no narra la trama en la que está inserta, la historia que lo envuelve, el antes y después, el proceso.  Nuestro lado más directo y menos mediado queda desubjetivizado. Lo desvestimos en aras de mostrar crudamente el exterior, una apariencia debidamente medida, el yo que esperamos que la mirada del otro solitario de la pantalla contigua capte. La norma general, lo normativizado domina y regula el espacio digital; la otredad, las particularidades, lo diferente, lo que en secreto emerge, no puede ser escenificado en este “infierno de lo igual”. Ya señala Byung-Chul Han que “hay esferas positivas, productivas de la existencia y la coexistencia humana (…) que la imposición de la transparencia destruye en toda regla”. La exposición de todo sin barreras mata la interioridad. Moldeamos un sujeto digital que en cierta forma se distancia de, o entra en contradicción y discordancia con lo que somos, existe una brecha, un intersticio que separa lo expuesto, lo representado de lo oculto tras la superficie de la pantalla. Lo que no implica que lo otro sea falso, pues la apariencia también contiene verdad, y ambas terminan interrelacionándose. Lo que tenemos propio de disímil, nuestra especificidad individual queda suprimida para amoldarnos a la omnipresencia de la uniformidad y homogeneidad, a las propiedades estereotipadas marcadas por las dinámicas consumistas que enhebran Internet.

Cada vez más parcelas de nuestra vida íntima y cotidiana terminan expuestas y fijadas en publicaciones, tweets o stories. La espiral de hipervisibilización hace que todas las aristas de nuestro universo privado sean engullidas por la espectacularización. Si no se muestra parece que no tiene importancia, si no lo cuentas en redes parece que su existir no cobra relevancia. Y si decides recluirte y quedarte al margen te devora la sensación de estar ubicado fuera del mundo, de no formar parte de la comunidad. Como demuestran los castigos que se imponían en las sociedades de hace miles de años no hay nada que destruya más al individuo que el ostracismo, que la sensación de soledad. Hay un término en inglés que describe fielmente esa impresión de no formar parte del mundo si abandonas el universo digital. Se trata del Fear of missing out (FOMO), es decir, del miedo a estar excluido, del temor a perderse algo de lo que transcurre en Internet[2]. Y así, mientras en el pasado tenían que arrancarnos el testimonio de nuestro día a día, ahora somos nosotros quienes voluntariamente nos introducimos en la vorágine de exhibición constante, quienes registramos todos los pasos que damos.

El no saber convivir con la presencia eterna e insistente de la soledad, la relación traumática con el silencio, el entender la distancia como aislamiento, se mezcla, confluye con la tendencia a, y la satisfacción psíquica de compartir compulsivamente la vida inmediata. Este incesante estar conectado, disponible a las peticiones y notificaciones de la red, emerge como falsa protección ante el tiempo a solas que nos sobrepasa. No podemos estar ni desconectados ni en silencio, siempre escudados tras un ruido frenético. Citando a Fredy Perlman: “el vacío siempre está ahí; es como el hambre; duele. Y, no obstante, nada parece capaz de llenarlo”. Y, por eso, aun ni cediendo gran parte de nuestro tiempo y esfuerzo a navegar como autómatas por las redes sociales somos capaces de superar nuestro naufragio individual.

Esta hiperexposición, este dejar siempre huella de nuestros actos, favorece la construcción de los cimientos del denominado panóptico digital. Décadas atrás, en la sociedad disciplinaria, las clases dominantes ponían a funcionar los aparatos ideológicos y represivos del Estado (cárcel, taller, Iglesia, escuela, fábrica, manicomio, etc.) tanto para producir y conformar individuos con una subjetividad concreta acorde a la sociedad política en el poder como para contenerlos, encuadrarlos y disciplinarlos. Hoy en día, somos nosotros mismos quienes, voluntariamente y creyendo estar actuando bajo los parámetros de una supuesta libertad individual, desnudamos, mediante la incursión en el cosmos digital, nuestra intimidad, nuestros secretos, nuestros pensamientos, nuestros actos cotidianos, nuestro itinerario diario. Como explica Byung-Chul Han en su obra titulada “Psicopolítica”, el poder ha pasado de controlar los cuerpos por medio de reglas, normas, prohibiciones y preceptos a colonizar las mentes mediante la seducción, el agrado y la creación de sujetos dependientes (sometidos por si mismos, sin coacciones aparentes). Nuestro hábito en la red, las publicaciones, las búsquedas, los seguimientos perfeccionan un trasunto de lo que somos que ni nosotros seríamos capaces de imaginarlo. Nunca el sistema había tenido tan fácil el control de las clases subalternas. El Big Brother digital sabe qué pensamos, sentimos y queremos con tan solo mapear y conectar nuestros “me gustas”. Ya lo decía Ingrid Guardiola “los dispositivos móviles son como las celdas transparentes situadas alrededor de la torre central de vigilancia”.

En otro orden de cosas, puede ser interesante poner encima de la mesa el utillaje teórico conceptualizado por la socióloga norteamericana Shoshana Zuboff. Para esta autora el capitalismo evoluciona colonizando áreas que hasta ese momento se encontraban fuera del mercado. Introduciéndolas en su lógica y transformándolas en objetos y servicios que consumirá la gente (véase la naturaleza o la cultura). En la época actual, que ella cataloga como “capitalismo de la vigilancia”, ese captar instancias que se encontraban situadas en el exterior de las dinámicas del capital se ha llevado a cabo a través de la apropiación de las experiencias humanas privadas. Nuestra cotidianidad se ha codificado en datos de comportamiento y se comercializa con ellos. Es decir, nuestra experiencia en redes, nuestro comportamiento (qué vestimos, qué pensamos, donde estamos y con quien) se traduce en datos que compilan las plataformas digitales empaquetándolos como productos de predicción y se venden a empresas y multinacionales. Todo lo que hacemos en redes sociales, nuestro navegar por Internet, todo aquello que puede atrapar el móvil permite que algunos generen millones de beneficios.

“Somos «siervos» digitales, (…) miles de millones de usuarios entramos en una red de vigilancia en la que actuamos de sirvientes suministrando interminables horas de trabajo gratuito” (Richard Seymour, 2019). Google y las redes sociales están pensadas para capturar nuestra atención, para retenernos, y así poder explotar económicamente el uso que les damos. Por eso los anuncios que nos aparecen lo hacen de una forma determinada y tienen un contenido específico. Como recoge Richard Seymour: “uno mismo es la mercancía, y lo es doblemente porque al mismo tiempo que producimos una versión de nosotros mismos semejante a la imagen de una mercancía, también estamos ocupados produciendo los datos sobre nosotros mismos que ofrecen a las plataformas de la industria social la posibilidad de vendernos a los anunciantes”. De esta forma, por un lado, guían nuestro comportamiento, producen y orientan nuestros deseos, generan nuestras necesidades y por otro, predicen nuestro comportamiento, lo encapsulan en datos y lo comercializan. Ya lo decía Jesús Ibáñez, sin negar la agencialidad del sujeto “el individuo es el objeto más cuidadosamente fabricado por el sistema capitalista”.

La autora, para ilustrar la configuración del “capitalismo de vigilancia”, siempre pone como ejemplo el caso de Pokemon Go. Este videojuego gratuito de realidad aumentada se hizo mundialmente popular hace cuatro años. Prácticamente todo el mundo jugaba a él o lo conocía. Se trataba de ir con el móvil por la ciudad buscando y capturando pokemons, recorriendo las distintas pokeparadas y enfrentándote a otros usuarios. Ahora bien, aquí hay una cuestión que suele desconocerse. Según Shoshana Zuboff ciertas multinacionales (Mc Donalds o Starbucks, por ejemplo), e incluso empresas locales, pagaban al juego para que las pokeparadas estuviesen al lado o en sus establecimientos, con el fin de que quien fuese ahí guiado por el juego terminase gastando dinero. Esto es, al igual que en el cosmos digital los anunciantes invierten en tasas de clics, las empresas pagaban a Pokemon Go por pisada garantizada, por orientar a los usuarios hacia sus establecimientos. De esta forma, quien jugaba, sin saberlo, estaba recorriendo los patrones desarrollados por una compañía.

Esto también se expone en el documental de Netflix “El dilema de las redes sociales”. Antiguos trabajadores, de puestos relevantes, de las empresas digitales más importantes del mundo (Reddit, Instagram, Youtube, Google, Facebook, etc.) narran la trastienda y el espacio subterráneo de estas plataformas. La intención de estas aplicaciones no es ofrecernos simples herramientas neutrales y altamente funcionales, sino recopilar nuestros datos para perfilar y mejorar la predicción de nuestros patrones de comportamiento y vender estos modelos que pronostican nuestra acciones a las empresas anunciantes. Es decir, persuadirte, atraerte, anclarte a la pantalla, aumentar tu uso hasta llegar a la adicción para perfeccionar la predicción de tus actividades y movimientos y así generar enormes beneficios económicos. Convertirte en un autómata o un fantasma que pasa horas mirando el feed de Twitter o decenas de post de desconocidos en IG mecánicamente, ensimismado, en suspenso, sin un fin claro, para ganar más y más dinero. Como apuntan al final de la docuficción, de la misma forma que un árbol o una ballena valen más muertos que vivos, nosotros somos, para las empresas digitales, más rentables si pasamos tiempo mirando absortos la pantalla que si aprovechamos ese tiempo.

En otro orden de ideas, un elemento inherente a Instagram, que también recorre otras plataformas digitales como Youtube, Snapchat o 21Buttons, es el de los influencers. Se trata de perfiles, que debido a la cantidad elevada de seguidores que acumulan en redes, tienen, por medio de la exhibición diaria de su intimidad cotidiana (algunos llegan incluso a exponer a sus hijos pequeños), la facultad de dictar tendencias, pautas de consumo, inspirar modelos conductuales, o prescribir formas y estilos de vida.  Es decir, a través de lo que filtran de sus vidas, previamente medido y calculado, sin dejar nada al azar, se sitúan como referencia en múltiples aspectos para muchos individuos. Algunas de estas personas ya eran famosas antes, y otras supieron manejar y utilizar esta red social racionalmente, haciendo de sí mismos (del personaje que encarnan) una marca personal en venta, para ganar seguidores y visibilidad.

Estos bloggers son contratados por distintas empresas para promocionar en sus publicaciones sus productos (a veces por dinero, otras por algo que venda esa marca -puede ser desde colonia a ropa pasando por gafas de sol-). Actúan como correa de transmisión entre las compañías y los potenciales consumidores (sus seguidores). Se convierten en maniquíes digitales cuyo escaparate es su propia vida. Mediante sus cuentas en Instagram consiguen una cercanía e inmediatez con el comprador que las propias marcas de productos serían incapaces de lograr en televisión, radio o mobiliario urbano. Con la transferencia de su vida contribuyen, al igual que hace la propia red digital, a romper la unidireccionalidad empresa-cliente y asientan la circulación global de la sociedad líquida. Las multinacionales se ahorran el ingente dinero que supone, por ejemplo, proyectar un anuncio en hora de máxima audiencia y logran introducirse en el espacio doméstico del ciudadano. Esta transformación del consumidor pasivo en emisor productivo, en código visual a sueldo de la moda favorece la intensificación de las tendencias consumistas. El seguidor de estos bloggers, que ya es de por si el nicho de mercado idóneo para los bienes y servicios que ofertan este tipo de marcas, se ve constantemente bombardeado por un catálogo inmenso de diversos productos, por ropas que visten y experiencias que viven sus ídolos, aquellos que se encuentran a un mero clic de distancia. Por lo tanto, estos nuevos actores sociales son capaces de influenciar directamente a las masas indicándoles la manera más gratificante de vivir la vida y los productos que deben consumir para lograrlo.

En suma, el papel que los influencers, consciente o inconscientemente, cumplen es el de (i) fomentar y estimular unas pautas de comportamiento orientadas hacia el consumismo desmedido y desaforado (tanto al emborronar las fronteras que separan la distancia entre empresa y cliente, como al inundar nuestros feeds con una forma de habitar y estar en el mundo plegada a la lógica de la mercancía); (ii) representar y personificar un estilo de vida inaccesible para la mayoría; y (iii) proyectar un modelo de cuerpo idealizado, mitificado e inalcanzable que deja fuera y menosprecia al común de los físicos. Estas dinámicas, la imposibilidad de lograr o mantener la vida irreal que proyectan (acelerada, frenética, llena de caprichos y supuestamente plena) y la incapacidad de llegar a tener esos cuerpos idealizados, retocados y, por ende, prácticamente inexistentes (otra práctica que viene extendiéndose, las cirugías y los cambios estéticos) provoca frustración, fatiga, impotencia y, en casos extremos, erosionamiento grave de la salud mental en algunos de los seguidores de este tipo de cuentas.

En contrapartida, antes de ensalzar o envidiar el tipo de vida representado por los (micro)influencers quizá debamos de llevar a cabo un ejercicio previo de reflexión crítica. Por una supuesta estabilidad laboral (que no todos logran) tienes que ceder tu privacidad, modular tu forma de existir en base a los imperativos de las marcas, mostrar un estado de felicidad y positividad perpetuo, aunque estés desgarrado por dentro, aunque te den una mala noticia, aunque ese día te cueste sonreír, debes soportar todo tipo de críticas y comentarios, ver que tu vida se evalúa al milímetro, etc. No sé hasta qué punto es un tipo de existencia apetecible. A principios del mes pasado me encontré en Twitter un extracto de una entrevista que le habían hecho a la influencer María Pombo. En ese fragmento la instagramer narraba cómo llevaba un año yendo al psicólogo (más concretamente al psiquiatra) por problemas de ansiedad, tanto por ser incapaz de gestionar las polémicas y los malos comentarios que recibía como por haberle sido diagnosticada esclerosis múltiples. Me sorprendieron dos cosas y quiero rescatar un tercer apunte más. Me chocó la cantidad de respuestas negativas de la gente, sobre todo porque establecían una incompatibilidad entre posición privilegiada y miseria personal. Esto se percibe mejor en la polémica que generó hace un tiempo una entrevista de Ibai Llanos. Estos empleos nuevos, relacionados con el cosmos digital, están atravesados por múltiples problemáticas: “burnouts”, dificultad para desconectar, ansiedad, ataques de pánico, complicaciones para descansar, miedo a perder visibilidad, obsesión por dejar de estar en el centro de la atención, problemas para adecuarse al ritmo frenético de Internet, jornadas laborales que no terminan, una cantidad ingente de subempleos mal pagados, etc. Lo otro que me llamó la atención es la imposibilidad que alguien inserto en estas dinámicas tiene de expresar o exteriorizar que está pasando un mal momento. El mismo día que te informan de la enfermedad grave que vas a pasar, mientras estas temblando por dentro, tienes que seguir generando contenido positivo en redes sociales. La felicidad siendo su antítesis más cruel.

Esta entrevista, y esta es la anotación que quería hacer, forma parte de una iniciativa que quiere poner en primer plano y visibilizar la situación de la salud mental. El problema, aunque el propósito sea loable, es que, como ya hemos comentado en apartados anteriores, privatiza el malestar, lo recluye en el ámbito particular proponiendo como única solución el tratamiento a través de un psicólogo. Sin negar la importancia que tiene acudir a un psicólogo, se debe comprender que el problema no es individual (paro, precariedad, imposibilidad para construir una historia de vida edificante, inestabilidad, etc.), sino un malestar que nos atraviesa y afecta a todos (estrés, ansiedad, agobio, inseguridad, miedo, etc.) y que está constituido por estructuras, por mecanismos impersonales que van más allá de nosotros mismos. En palabras de Fisher: “localizar el origen de esos sentimientos en las estructuras opresivas”. Y tras captar esto, se trata de dejar atrás las falsas salidas, los falsos escapismos fugaces (véase el ocio orientado al consumo) y colectivizar estas tensiones, hallar junto al Otro, el cual comparte nuestras dificultades, el proyecto que abra fisuras en lo realmente existente. 

Antes de pasar al último bloque del texto quiero detenerme en otros dos elementos vinculados a Internet. Un elemento relacionado tanto con internet y el entorno digital como con las redes sociales es lo que tiende a denominarse como “Fake News”, noción que viene utilizándose de excesivamente desde hace ya algún tiempo. Este concepto hace referencia a aquellas noticias, reportajes o informaciones que aspiran a pasar por verdaderas, que tienen voluntad de serlo, pero que en realidad no son en absoluto ciertas. Es decir, las clásicas noticias falsas, pero que debido a internet cuentan con la capacidad de expandirse a todos los rincones del mundo en cuestión de minutos. La cuestión, o el problema radical, es que cuando se demuestra y se contrasta que no son verdaderas siguen produciendo efectos de verdad, continúan contaminando el debate y afectando al lector. Aquí nos vienen a la mente desde bulos retransmitidos por Twitter, hasta cadenas de mensajes con datos distorsionados o mentiras difundidas de forma masiva por Whatsapp, pasando por noticias descontextualizadas divulgadas y comentadas por Facebook.

En la práctica totalidad de las distintas citas electorales que se vienen dando en los últimos años la cuestión de las “Fake News” ha jugado un papel central. Al fin y al cabo, siempre históricamente se ha intentado enturbiar el debate y difamar al contrincante político, solo que ahora con una mayor diversidad de herramientas. En este sentido, quizá uno de los casos más sonado haya sido el de las elecciones brasileñas de 2018. Como explicó en su momento Iago Moreno[3], no sólo entraron en juego noticias falseadas o informaciones adulteradas, sino que Bolsonaro configuró una trama ilegal financiada por 156 empresas de ámbito nacional e internacional para sufragar la difusión de montajes en contra de Fernando Haddad, adversario y líder del Partido de los Trabajadores. Hay quien sostiene, recuerdo incluso un tweet en su momento al respecto de Pablo Iglesias, que una gran parte de la victoria de Bolsonaro se debe a esta estrategia, a la propagación intencional de bulos por Facebook y WhatsApp. Siendo cierto, esto no va más allá de la intensificación de lo de siempre, quien es dueño de la imprenta (periódicos en su momento, Internet ahora), quien posee grandes cantidades de acciones en los medios de comunicación, quien tiene la capacidad de invertir millones en propagar Fake News por Facebook, es quien canaliza la opinión, quien genera estímulos políticos y quien condiciona al receptor. Ya lo decía Marx en su momento, “la clase que tiene los medios de producción material a su disposición tiene el control, al mismo tiempo, de los medios de la producción mental”. En otros términos, “en la medida en que ellos dominan como clase y determinan la extensión y el compás de una época, (…) dominan también como pensadores, como productores de ideas, y regulan la producción y la distribución de las ideas de su tiempo”.

La pregunta que enseguida emerge es, ¿qué hacer?, ¿cómo responder a esta situación? Quizá, en contraposición a lo que se viene efectuando, la solución no pasa por crear mil organismos dedicados a rastrear y contrastar de manera continua e interminable las “Fake News” (proceso que, por otro lado, nunca terminaría), sino en asumir que todas las noticias que aparecen en las redes sociales o en el ecosistema informativo son en primera instancia potencialmente “Fake News”. Y, ¿a qué me refiero con esto? A que toda información emerge desde un determinado lugar, está dirigida a un segmento poblacional concreto y tiene la intención, consciente o inconscientemente, de producir unos efectos, de orientar al lector en su opinión y de salvaguardar y defender unos intereses delimitados y precisos. Detrás de la Fake News no hay una verdad impoluta que está esperando a ser revelada, sino una noticia que ha brotado desde una instancia mediática-político-económica, un discurso germinado y producido por relaciones de poder. Por consiguiente, hay que poner en cuestión todas las noticias, desvelar su procedencia y enmarcarlas en aquellas estructuras que las generan.

Y esto conecta con otro punto de las Fake News. Tal y como menciona y expone la profesora de la Universidad Carlos III de Madrid Pilar Carrera en su obra “Basado en hechos reales”, otra problemática que acarrea esta noción es que da a entender que las noticias falsas son simples brotes a extirpar, las malas hierbas que puntualmente aparecen y corrompen el impoluto espacio mediático. Y es que, con esto, lo que se nos está transmitiendo es que «simplemente hay una serie de agentes muy puntuales que viralizan las noticias falsas, pero que, en cuanto el Fact-Checking de La Sexta se encargue de desmontar esta desinformación, la pura verdad volverá a reinar en el sistema mediático». De esta forma se produce un simulacro de transparencia que enfoca la atención en las Fake News dejando a un lado el resto de los relatos, discursos y enunciaciones construidos por los medios comunicativos. Y así, volvemos al inicio de los tiempos, a que el programa (Newtral o Malditobulo) o el periodista de turno nos indique qué debemos creer y que no, qué noticias son verdad y de cuales en cambio no debemos fiarnos. Siguiendo esta lógica ya no hay que poner el foco en que Telecinco, El País, La Razón o El Mundo hagan un tratamiento de las noticias atendiendo a su línea editorial, sino en aquellas Fake News que de vez en cuando aparecen y ensucian el idílico panorama de las televisiones y la prensa. En palabras de la autora: con este procedimiento “se consigue desviar la atención de la lógica del propio sistema de comunicación y de los vínculos estructurales entre verdad y mentira, para centrarla en supuestos reductos de mentira que, por oposición, determinan espacios discursivos intachables y puros”. Al lector, al consumidor de noticias, por su parte, se le convierte en un sujeto pasivo sin receptividad crítica que debe esperar a que sea el propio medio de comunicación el que le diga de qué debe fiarse y de que no.

Con todo esto, la intención de la insistencia en las “Fake news” es (i) despolitizar los discursos mediáticos, insinuando que están libres de intereses y manipulaciones, (ii) sugerir la existencia de hechos objetivos que transcienden a (y, por tanto, no emanan de) las construcciones político-discursivas generadas por los dispositivos de poder, (iii) impedir que los medios de comunicación tradicionales pierdan el monopolio que hasta ahora tenían de difundir sus propias “Fake News”, y, finalmente, (iv) sustraer al espectador de sus herramientas analíticas, tratando de mitigar su posible predisposición a criticar las noticias presentadas como verdaderas (es decir, como ya se han desenmascarado todas las supuestas Fake News, el ciudadano ya puede ejercer como elemento pasivo que con enormes tragaderas engulla todo lo proveniente de los Mass Media).

En este orden de cosas, no hay que olvidar tampoco que los programas verificadores, algunos de los cuales hemos citado ya, no son imparciales o asépticos, al igual que los medios al uso también están atravesados por un claro sesgo político e ideológico. Hay un ejemplo que refleja bastante bien que este tipo de programas no se dedican a la desinteresada labor social y comunitaria de salvaguardar la veracidad periodística. Hace unos siete u ocho meses condenaron a la diputada de Podemos del parlamento autonómico de Madrid Isa Serra a 19 meses de cárcel por intentar paralizar un desahucio. La página web Maldita.es, cuya labor reside en desmentir Fake News, aseguró que el titular de la Agencia Efe que narraba esta noticia podía considerarse como bulo, ya que en verdad había sido condenada por varios delitos mientras transcurrió el suceso: atentado, lesiones graves y daños. En este caso, Maldita.es además de descontextualizar ese desahucio en concreto y dar por válida la versión de las fuerzas represivas (hay que tener presente que no se trataba de una sentencia firme y que la única prueba era la proporcionada por los antidisturbios), criminalizaba la labor de las plataformas antidesahucios y hacía propaganda en contra de esta diputada de Podemos. Vemos, por tanto, que tras una supuesta labor de Fact Checking lo que realmente arraiga es una clara intencionalidad política.

Sin salirnos de la categoría que Pilar Carrera designa como “spam conceptual”, esto es, términos de moda, sobreutilizados, virales, superficiales y vacíos, llegamos a la noción de “posverdad”. La que fuera, según el diccionario de Oxford, palabra del año en 2016 (curiosamente al año siguiente lo sería Fake News), hace referencia a la estrategia discursiva que prima y otorga más relevancia al ámbito de las emociones en detrimento de los hechos objetivos o de lo realmente existente. Al igual que el concepto desgranado en los puntos previos está noción presupone la existencia de verdades que se atienen y se ciñen exclusivamente a la pura realidad despojadas de cualquier elemento sentimental. Pero, ni la verdad (o lo que asumimos y damos por verdadero) es algo aislado, pues está atravesado por, y es el resultado y producto de disputas, intereses y conflictos de matriz política, ni los medios de comunicación hegemónicos se han dedicado a la mera divulgación de hechos objetivos, ya que estos siempre han tratado de afectar a la opinión pública y de moldear y orientar el plano de las emociones, de los deseos y de los afectos.

Recopilando y haciendo balance de lo expuesto en los párrafos anteriores podemos extraer un conjunto de ideas: (i) los aparatos informativos y de comunicación (cada vez más en su versión digital) re-transmiten unos marcos interpretativos que interiorizamos y que son con los que otorgamos significado a la realidad social, frames que dirigen y guían nuestros afectos, que articulan nuestra visión del mundo y la manera en que percibimos lo que nos rodea; (ii) no hay una verdad impoluta que deba guarecerse de la propagación de las Fake News. Lo que tenemos son noticias y relatos gestados por dispositivos de poder con una intencionalidad muy clara y que atienden a los intereses de las clases dominantes; (iii) la propia tarea, que encima implica un gran esfuerzo, de intentar llevar a cabo la distinción entre verdad y mentira, además de un sinsentido, obstaculiza la comprensión del asunto. La labor a realizar no pasa por descodificar cuanto tanto por ciento de veracidad hay en cada noticia que encontramos por Twitter o nos llega por WhatsApp. Lo que deberíamos hacer es desentrañar la procedencia de dicha información, los aparatos desde los que se difunde, a quien beneficia y en qué relato político se enmarca.

Quiero cerrar este bloque poniendo encima de la mesa dos reflexiones más, las cuales están interrelacionadas. La manera de contrarrestar la inmensa cantidad de noticias falseadas que se distribuyen desde el espacio político de la extrema derecha y que reproducen un sentido común reaccionario no pasa, a mi entender, por contrastar todas estas noticias con hechos objetivos y datos. Esta actitud, de primeras, ya implica ir a rebufo, supone ir detrás de ellos, tratando de limpiar las tergiversaciones y engaños que producen. Pues siempre quedan restos, siempre queda algo que impregna, nunca desaparece del todo. Por ello, quizá merezca más la pena dejar atrás este espíritu reactivo y personificar una postura estratégica proactiva. Que sean las tendencias de la izquierda transformadora quienes provean las explicaciones de la realidad, quienes suministren a las clases populares las herramientas con las que analizar lo que nos rodea, quienes conecten hechos, quienes expliquen qué produce qué y dónde están las causas y los orígenes de ciertos sucesos o acontecimientos sociales.

A este respecto, no debemos obviar tampoco la importancia de las emociones y los sentimientos. Cómo respondemos al sufrimiento de los demás, cuándo y porqué tenemos miedo o frustración, de qué forma nos indignamos o esperanzamos o qué nos genera rechazo está mediado y modulado por distintas instancias, desde los artefactos culturales y las redes sociales hasta la tradición política de nuestra familia pasando por la estructura económica en la que estamos insertos. En consecuencia, como advierte Butler, “nuestro afecto nunca es solamente nuestro: desde el principio, el afecto nos viene comunicado desde otra parte”. Hace poco vi un video en Twitter en el que aparecía Iván Redondo, politólogo que ha sido asesor de distintos partidos políticos (ahora mismo del PSOE), hablando de la centralidad de las emociones en las campañas electorales. La mayoría de las respuestas al tweet eran réplicas coléricas mentando la manipulación, a Maquiavelo y la necesidad de la instrucción para que no nos engañen. Pero Redondo decía algo que no debemos pasar por alto, algo que va más allá de los procesos electorales, y es que el individuo antes se emociona y luego piensa, primero siente y después decide. Enhebrando las dos cuestiones planteadas considero que hay que aportar un utillaje conceptual e interpretativo a la gente para que desentrañe su entorno y, al mismo tiempo, generar contra-afectos, formas distintas de sentir, maneras de reaccionar emocionalmente diferentes a las propuestas por las tecnologías del poder. La manera que tenemos de conmovernos y la verdad que produce la clase dominante no se neutraliza con la mera frialdad objetiva. Como decía Mark Fisher: “si el deseo no es una esencia biológica fija, entonces no hay un deseo natural de capitalismo. El deseo es siempre una construcción. (Por lo tanto), tenemos que construir un modelo de deseo alternativo que pueda competir con el que es impulsado por los técnicos libidinales del capital”.

El texto quedaría incompleto si no tuviéramos en cuenta, en clave bifocal, la doble faceta de las redes sociales, el reverso y los puntos de fisura en lo hasta ahora mencionado. Siendo cierto que el funcionamiento del ciberespacio inserto en las coordenadas capitalistas reproduce una forma de vivir, habitar y relacionarse que permite al sistema seguir perpetuándose, surgen a su vez subjetividades que escapan a los poderes y saberes establecidos, prácticas que subvierten la lógica hegemónica, puestas en acto que modifican las normas en formas no previstas. Es decir, en las redes sociales no solo se re-crea y apuntala la forma-sujeto prototípica, también se presentan desvíos al régimen de sentido imperante (desde el intento de dar visibilidad a cuerpos no normativos hasta la transmisión de ideas, conceptos e información antagónicos a los ejes políticos clásicos o al sentido común burgués).

La industria de la moda, los medios de comunicación de masas o los artefactos culturales transmiten unos cánones de belleza muy concretos, los cuales giran en torno a siluetas esbeltas, muy delgadas. Este tipo de físicos naturalizados como los únicos válidos, normalizados (a fuerza de insistir) y establecidos como los referenciales dejan fuera a toda la multiplicidad de cuerpos que no encajan en esos prototipos tan limitados y estrechos. Y han sido algunas mujeres, cada vez más, quienes, en mayor medida y valiéndose de la centralidad de la imagen en Instagram, han puesto en alza, han hecho emerger, a través de publicaciones y selfies, la existencia de cuerpos no-hegemónicos. Superando el miedo a auto-mostrarse se han ido construyendo tejidos organizativos, lazos de apoyo mutuo entre individuos con cuerpos marcados como no normativos. Y es que, como teoriza Butler, el cuerpo no es una entidad fija, sino una instancia enredada en una trama de relaciones sociales, un conjunto de relaciones vivas que no puede separarse de las condiciones infraestructurales y ambientales. Mediante la validación mutua y los comentarios positivos de gente cercana muchas personas han conseguido aceptarse a sí mismas y potenciar aquellos cuerpos que se alejan de los estereotipos de belleza imperante. A pesar de que una plataforma como Instagram tiende a magnificar y visibilizar los cánones hegemónicos, también puede servir para dejar evidencia de la existencia de una otredad (en términos corporales) que habita fuera de lo normativizado.

En las propias contradicciones de las relaciones sociales germinan márgenes que posibilitan usos distintos, prácticas con mayor potencialidad. Las propiedades de IG, por ejemplo, permiten el contacto directo e instantáneo entre usuarios de lugares remotos. Fotografías y videos concisos pueden llegar a todas partes. Y esto puede emplearse para transmitir discursos y relatos sociopolíticos opuestos a las certezas dominantes. Se pueden abrir pequeñas brechas en los marcos interpretativos hegemónicos. Existen cuentas que no aspiran a convertirse en simple mainstream político que se valen de Instagram o de Twitter para expandir sus ideas y conocimientos. Son cuantitativamente pocas, tiempo poco que hacer contra la capacidad de generar opinión de los medios de comunicación usuales, pero dan la batalla y trazan fracturas. Aun siendo cierto que no es la forma más apropiada para asimilar conocimiento de forma estructurada, pueden actuar como complementos, como medios de difusión, como canales que lleven ciertos temas a personas que nunca se lo habían planteado, como instrumentos que otorguen herramientas teóricas y argumentativas contrarias al sentido común burgués.

En vez de vivir subsumidos en la web, absorbidos por ella, moviéndonos por ella impulsados por hábitos inconscientes, sin saber porque ni para qué, deberíamos de articular una relación más instrumental con el universo digital. Tenemos que cortar amarras tanto con el cortoplacismo y las discusiones cíclicas que no llevan a ninguna parte como con el estado de indignación perpetuo. La indignación, como lo visualizó perfectamente Mark Fisher, además de ser impotente políticamente, retroalimenta los intereses del enemigo ideológico, viraliza sus tonterías, sus mensajes, sus mentiras, sus explicaciones de la realidad, les acerca a la gente, les saca de su pequeño estanque. Siempre hay algo por lo que indignarse, por lo que mostrar nuestro enfado, siempre hay una frase, un comportamiento o una declaración que esperan nuestra reacción airada. Pero, ¿de qué sirve indignarse por todo sin ni siquiera canalizar ese sentimiento hacia ninguna agencia política?

Movilizar el enfado y el cabreo sin plantear un proyecto alternativo como trayecto y fin puede ser hasta contraproducente. Los estados de hastío y desesperanza no encauzados pueden desembocar en populismo autoritario, violencia de extrema-derecha o en apoyo a teorías conspirativas. Mantener en redes sociales una actitud anclada en las respuestas indignadas nos sitúa en una posición reactiva, a la zaga, peleando en el tablero dibujado por el contrincante político, bajo sus coordenadas discursivas, dejando que sea él quien establezca las reglas de juego. Entonces, como decíamos antes, quizá merezca más la pena reformular nuestro actuar en redes y replantearnos tener una actitud más instrumental, enfocada a la difusión de saberes antagonistas, la distribución de conocimientos, la comunicación de ideas, la transmisión de herramientas analíticas.

En mayo de este año personas cercanas al ámbito de Unidas Podemos pusieron en marcha el medio digital “La última hora”. El periódico tiene presencia únicamente en Internet y todos los que lo conforman (periodistas, analistas, críticos culturales, etc.) pertenecen a una corriente ideológica muy concreta. Todo el contenido se ajusta, como es obvio, a los intereses de Podemos. Desde que surgió, muchas personas, que integran otros medios también, lo critican por su falta de neutralidad, su escasa objetividad, por no ser independiente y por adecuarse a las necesidades de un partido político. A mí, en cambio, la idea me parece interesante, y creo que habría que rescatar la intención del proyecto. ¿No existen ya múltiples medios de comunicación que divulgan una realidad social acorde a los intereses de partidos o relatos políticos, no estamos acaso rodeados de infinidad de medios que favorecen ciertos discursos o alientan un sentido común reaccionario? Igual una versión de “La última hora” encuadrada en la narrativa marxista no sea tan mala idea. Ya lo decía Gramsci: “toda revolución ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural, de permeación de ideas. (…) Las bayonetas del ejército de Napoleón encontraron el camino ya allanado por un ejército invisible de libros.”

A lo largo de este artículo hemos comprobado cómo el uso de ciertas redes sociales, cómo una utilización concreta, la más arraigada, la que se entreteje con las lógicas del sistema, ejerce, sin obviar el elemento vivo del sujeto, como sustentador, reproductor e intensificador de la forma de ser y vivir hegemónica de la sociedad posmoderna: privatizante y desocializadora, fluctuante, dúctil, frágil, distraída, adicta, voluntariamente dependiente, obsesionada por las apariencias, las superficies y los impactos instantáneos, acelerada, productiva, encauzada al consumo, de lazos sociales deshilachados, etc. Se trata de un escenario en el que todos, en mayor o menos medida, quedamos atrapados, sin un fuera habitable. Ahora bien, sin perder la perspectiva bivalente y bifocal, en esta última parte hemos constatado los elementos contradictorios, ambiguos y con potencialidad de las redes sociales, hemos evidenciado la existencia de formas alternativas y con recorrido de utilizar estas plataformas digitales (aceptación de cuerpos no normativos, difusión de proyectos emancipadores, trasmisión de ideas alternativas, etc.). La estrategia no pasa, por tanto, en adoptar una postura tecnofóbica nostálgica, sino en, como decía Rendueles respecto a los luditas, “transformar las condiciones sociales en las que se implanta el cambio tecnológico”.

Esta situación se asemeja en parte a la cuestión de la televisión. En su “Libro gris de TVE”, a principios de los 70, se preguntaba Vázquez Montalbán si “¿es legítima la actitud radicalmente condenatoria que lleva a la conclusión de que no hay que ver la televisión por su influencia alienante?” Y la respuesta a la incógnita aporta una reflexión interesante: para comprender y saber dónde y con quien vivimos, qué piensa el vecino, el sustrato cultural de la sociedad, la conciencia social que se está gestando hay que ver la televisión y en esta época estar en Internet. Hay que superar la dicotomía dentro-fuera y presentar batalla en ambos ámbitos al mismo tiempo. ¿Rechazar los productos televisivos o digitales, y mirar con desprecio a las millones de personas que ven a diario Salvame es solución de algo? ¿Qué merece más la pena, insinuar con actitud pedante que quien ve “La isla de las tentaciones” es un pobre ignorante alienado, o aprovechar el programa para hablar y hacer pedagogía y crítica, por medio de un video en YouTube, un hilo en Twitter o un artículo en un blog, sobre relaciones sentimentales, celos, amor y capitalismo, cosificación, etc.? En definitiva, tenemos que seguir indagando, ahondando y profundizando en los efectos que el ciberespacio tiene en la organización social, en lo que somos y en la construcción de nuestra persona, y a la vez, continuar buscando las potencialidades emancipadoras, las oberturas críticas que Twitter, Instagram, YouTube o Facebook pueden desencadenar.

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[1] https://contracultura.cc/2020/05/01/acercamiento-a-la-posmodernidad-parte-i-configuracion-de-nuestro-periodo-historico/

[2] No se trata solo de un temor o una sensación, tiene también repercusiones tangibles. No tener Facebook implica no enterarse de eventos, cumpleaños o fiestas, significa quedarse fuera de ciertos debates.

[3] Artículo: La ofensiva cultural de Bolsonaro: Fake News, Trap y Anti-feminismo – La Trivial

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