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Recuperar la utopía, pensar la emancipación

1- El ideal obstétrico:

        No creo que pueda afrontarse el problema de la utopía sin ponerla en conexión con otros dos conceptos de largo recorrido: la dialéctica y la crítica. Los tres tienen una gran importancia de la tradición marxista, especialmente por oposición: como críticos (cultivadores de la satirizada crítica crítica) estigmatizaron Marx y Engels al resto de Jóvenes Hegelianos; como utópicos pasarían a la posteridad Saint-Simon, Owen y Fourier después de que Engels les colgara tal sambenito. Y, si bien Engels oponía a estos últimos el socialismo científico (y no el dialéctico o algo semejante), conviene describir qué papel juega la dialéctica en relación con los demás. Y aunque la dialéctica tenga orígenes griegos y un notable pasado medieval, el concepto de dialéctica que nos interesa es el de Hegel.

        Muy simplificadamente, la dialéctica de Hegel parte de la premisa de que cada problema lleva encerrado en sí mismo su solución. A través del desarrollo de sus contradicciones internas, cada problema llega a su estadio más alto; y es ahí donde podemos encontrar su verdad, que es precisamente el paso a un nuevo estadio que conserva y supera el legado de lo anterior. La dialéctica es el método que permite demostrar la necesidad de esta transformación. Como ha señalado Gerald Cohen, esta “idea dialéctica” es fundamental en la historia intelectual del marxismo. Él la presenta en tres tesis, que, resumidas, quedarían así:

1- Si hay solución a un problema, esta se presenta cuando el problema se desarrolla del todo (“la verdad es esencialmente resultado”, dice Hegel en la Fenomenología).

2- Siempre hay solución a un auténtico problema (“El problema y los medios de su solución surgen de forma simultánea”, dice Marx en El Capital”).

3- La solución de un problema es la consumación de su completo desarrollo (su verdad, digamos).

        Como puede rastrearse en su correspondencia de juventud, esta idea dialéctica es el trasfondo filosófico desde el que Marx se lanza a su actividad política y científica (en el transcurso de la cual superará a menudo este marco inicial, pero ese es otro tema). Lo que nos ocupa ahora son las implicaciones sociales y políticas de este enfoque. Pues una vez este es aplicado al terreno histórico, los argumentos marxistas y engelsianos contra los críticos y los utópicos ya quedan delineados. A los segundos se les achacará, por un lado, que su comprensión del sistema social (el capitalismo) es deficiente, pues este aun no ha alcanzado un grado suficiente de desarrollo; y por otro, que si la solución surge de forma inmanente desde el problema (el socialismo desde el capitalismo, por decirlo claro) no tiene sentido molestarse en esbozar proyectos de sociedades ideales, castillos en el aire que luego aplicar a la realidad sin atender las particularidades de esta. Fourier, Saint-Simon y Owen, entre otros, se habrían dedicado a dibujar utopías, esto es, no-lugares (en su etimología más directa) en lugar de descubrir los lugares reales a los que la historia se abismaba. Los críticos, por su parte, estarían presos de la ridícula idea según la cual la fuerza de su negación de lo existente —de su oposición intelectual, por decirlo así— podría llevar por sí misma a la transformación de la sociedad. Frente a esa premisa idealista, el análisis científico-materialista de la sociedad permitiría descubrir en lo existente las semillas de lo nuevo. Esto es lo que Gerald Cohen llama “metáfora obstétrica”, o, lo que es lo mismo, la idea de que el capitalismo es una bomba cargada de socialismo. Véase el siguiente pasaje de Hegel en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia: “La forma superior, posterior, es el género próximo de la anterior especie, por decirlo así, y existe interiormente, pero todavía no se ha hecho válida; esto es lo que hace vacilar y quebranta la realidad existente”. Desde semejantes premisas, no era difícil pasar a identificar el “fantasma que recorre Europa” con ese “género próximo que todavía no se ha hecho válido” y “quebranta la realidad existente”. Por ello mismo, por la realidad inmanente (e inminente) del socialismo, podía Marx hacer declaraciones como las siguientes: “el comunismo no es para nosotros un estado de las cosas que deba establecerse a un ideal al que la propia realidad tenga que ajustarse. Llamamos comunismo al movimiento real que acaba por superar el estado actual de las cosas” (en La ideología alemana) o “el proletariado no tiene ideales que realizar” (en La guerra civil en Francia).

        No nos interesa aquí investigar hasta qué punto el pensamiento marxiano es deudor de este marco conceptual (ni hasta qué punto el pensamiento hegeliano, que solo levanta el vuelo al anochecer, es tergiversado en esta fantasía futurista). Nos basta con apuntar que, por un lado, este tiene un papel prominente, y que, por otro, es desde sus presupuestos desde los que se levanta la crítica a críticos y utópicos, ambos degradados a la categoría de “antepasados”. La concepción evolucionista y teleológica de la historia que se deriva de estos planteamientos será fundamental en el desarrollo ideológico del marxismo, especialmente tal y como fue institucionalizado dentro de la Segunda Internacional. Su resultado será el infausto optimismo histórico que caracterizará a la socialdemocracia, contra el que Benjamin se revolvería en sus Tesis sobre el concepto de historia. Pero lo que nos interesa aquí es que esta concepción de la historia se enfrentó rápidamente a graves problemas de carácter empírico; o, desde otra óptica y no sin cierta ironía, que en su propio desarrollo conceptual la idea quedó superada.

        Los tres eventos históricos que precipitarán la caída de este ideal obstétrico son los siguientes: el fracaso de la revolución en Europa a comienzos de los años 20, la experiencia del del fascismo y, años después y para los más renuentes a abandonarla, la caída de la Unión Soviética —no es casual que, ante la inminencia de la caída de esta última, el ideal obstétrico cayera en manos de los nuevos depositarios del optimismo: los conservadores americanos representados por Fukuyama, convencidos de que el futuro del mundo pasa por una aceptación gradual de la democracia capitalista estadounidense—. Lo que realmente nos interesa, y que pretendo describir brevemente, es cómo la caída del ideal obstétrico en el campo marxista, esto es, el fin de la ilusión de la que la historia juega secretamente en nuestro favor (y que nos obliga a repensar la utopía), contribuyó a resucitar a dos viejos antepasados: la crítica y la utopismo. Para esto analizaré el lugar de la utopía en la obra de dos autores que, a pesar de provenir ambos de ese amplísimo terreno que conocemos como marxismo, parecen estar en las antípodas: el frankfurtiano Theodor W. Adorno y el sociólogo Erik Olin Wright.

2- Wright y las utopías reales:

        El recientemente fallecido Erik Olin Wright publicó en 2012 su obra Construyendo utopías reales, en la que pretendía recuperar el impulso transformador y creativo del utopismo liberándolo, a través del rigor científico que caracteriza toda su obra, de su condición de mero wishful thinking. Una “ciencia social emancipadora”, como él la llama, debería servir para esbozar empíricamente y fundamentar normativamente proyectos políticos y sociales en los que la emancipación sea algo más que un sueño remoto. El abandono del “ideal obstétrico” es claro: la obstetricia vuelve a dar paso a la ingeniería, el construir sustituye al “dar a luz”, los fundamentos normativos se extraen del plano de la ética y no de un desarrollo inmanente de las contradicciones sociales. Para Wright, el proletariado (de cuya existencia empírica se ocupó en obras memorables) sí tiene ideales que realizar. Y estos ideales aparecen cristalizados en el concepto de “socialismo”, que él define como la ideología que promueve, por un lado, una justicia social entendida como acceso igualitario a los medios para alcanzar una vida plena; y, por otro, una justicia política entendida como autonomía, esto es, como posibilidad fáctica de control sobre las decisiones que afectan a la comunidad y, en última instancia, a la propia vida. Wright rechaza como ridícula la idea de que el advenimiento del socialismo es inevitable, y asume que este debe cifrar su futuro no solo en un diagnóstico crítico de la sociedad capitalista, sino también en la construcción de alternativas plausibles que traten de plasmar institucionalmente unos objetivos y premisas bien delimitados. En ese sentido, Wright supera encomiablemente uno de los principales defectos de la filosofía política posrawlsiana: su déficit de institucionalidad, que deriva de uno más grave: su ahistoricidad. Y en su tarea repasa propuestas y proyectos tan diversos como el socialismo de mercado, la renta básica, el cooperativismo o Wikipedia (de la que dice muy acertadamente que cumple a la perfección el viejo principio marxiano de “cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad”). Todas ellas apuntan —pequeñas utopías reales— hacia lo que Wright identifica como el objetivo principal del socialismo —la Utopía—: la construcción de un poder social que se imponga al poder político (entendido como poder separado, por usar una expresión de Debord), y al poder económico (entendido como el poder tiránico del mercado). El socialismo, para Wright, es poder social, y su depositario es una vigorosa sociedad civil que permite plasmar el viejo ideal de la democratización absoluta de la vida social. Creo que los méritos de Wright son básicamente cuatro:

—Identificar rigurosamente (y no desde el chapucerismo pseudoaceleracionista de un Toni Negri) la existencia de posibles gérmenes socialistas dentro de la sociedad actual, sin caer en la presunción “obstétrica” de que esos gérmenes van a acabar necesariamente con el organismo capitalista.

—Explicitar los principios que alientan la lucha política socialista, poniéndolos en conexión con aquella tradición en la que, como demostrara brillantemente Antoni Domènech, siempre estuvieron inscritos: el republicanismo.

— Ubicar, en la mejor tradición marxista, la ciencia al servicio de la emancipación, sin convertir esta en un guisote althusseriano. Su ejemplo nos permite recordar que el materialismo histórico está vacío si cierra sus puertas a un futuro de liberación.

—Explorar las posibilidades reales de la construcción del socialismo, sin concesiones a delirios milenaristas, rastreando las potencialidades más apreciables de nuestro mundo y manteniendo la reflexión teórica en sintonía con la realidad institucional.

        Sin embargo, el proyecto de Wright está lastrado por una serie de dificultades epistemológicas que acaban ubicando sus utopías reales en una posición de notable proximidad respecto al utopismo clásico. La imposibilidad de generalización, la endeblez del método experimental, la posibilidad de la novedad, la complejidad de su objeto, la inexactitud de sus predicciones y la insuficiencia de los análisis cuantitativos son algunos de los elementos que diferencian las ciencias sociales —que se enfrentan a sistemas notoriamente indeterministas como son las sociedades humanas —de las ciencias naturales, poniendo en un serio brete las posibilidades de la ingeniería. Y si en este plano incluso la prognosis más “realista” —esto es, aquella que se limite a extrapolar al futuro las tendencias sociales realmente existentes— resulta problemática, la utopía —obligada a imaginar la desaparición de muchas de esas tendencias sin poder explicar cómo habrán desaparecido— se encuentra en un terreno pantanoso. Y estos problemas teóricos que plantea la anticipación de una sociedad bien delimitada devienen, en el caso de Wright, en problemas prácticos. Aunque su utopismo real hubiera proscrito cualquier recurso a soluciones semimágicas, Wright solo consigue mantener indemne su edificio teórico sacándose de la manga una especie de hombre nuevo, miembro de una sociedad civil vitaminizada, que, como una suerte de deus ex machina, acude a desfacer los entuertos institucionales. Y la imposibilidad de detallar rigurosamente la génesis de ese “hombre nuevo” condena al pensamiento a la tautología: si los seres humanos fueran buenos, la sociedad lo sería.

3- Theodor W. Adorno: utopía sin imágenes

        Vamos ahora con Theodor W. Adorno, insigne representante de la melancolía frankfurtiana, deudora de la sensación, expresada por Löwenthal, de que ellos no habían abandonado la revolución, sino que, más bien, la revolución los había abandonado a ellos. Al comienzo de Apocalípticos e Integrados, Umberto Eco destaca la proximidad entre los frankfurtianos y la crítica crítica de Bauer y compañía. “El método de negación” de Horkheimer y la idea adorniana del “mensaje en la botella” en que unos pocos legan a las generaciones futuras un escueto mensaje: “nosotros no asentimos ante aquella barbarie”, conectan con la presunción de que la labor del pensador no consiste en “proponer remedios, sino, como mucho, en dar testimonio de su propio disentimiento” (Eco). Así aparece enlas formulaciones de los Jóvenes Hegelianos según las cuales “la crítica no constituye ningún partido, ni quiere poseer ningún partido para sí, sino hallarse sola, sola cuando se sumerge en su objeto, sola cuando se contrapone a él”. El propio Adorno concluía sus Minima Moralia abogando por un pensamiento que observe los objetos desde la perspectiva de la redención, así como aparecen bajo la luz mesiánica, pero consentía que en el desarrollo de esta actividad el pensamiento cae en lo “absolutamente imposible”, en la obligación de salir de sí mismo, por lo que la misma redención se vuelve irrelevante. Concediéndole a Eco lo que es de Eco, creo que el pensamiento de Adorno sigue albergando nociones importantes para pensar la utopía hoy. Examinemos el argumento que hemos mencionado, extraído del aforismo 153 de Minima Moralia. Este vendría a decir lo siguiente: si bien el único pensamiento que puede tener visos de verdad es aquel que niega la injusticia (como escribe en Dialéctica la Ilustración), en el momento en que este trata de esbozar una imagen positiva del mundo utópico incurre en una importante contradicción, derivada de la imposibilidad de salir sí mismo, del mundo deformado desde el que piensa (pues para ello necesitaría poder imitar al barón de Münchausen). La aporía del pensamiento utópico reside en su vocación de diseñar un estadio sustancialmente diferente con utensilios propios del presente no-utópico desde el que escribe. “Al que mira atrás —escribe Adorno— se le desvanecen todas las utopías sociales, desde la platónica, en turbia semejanza con aquello contra lo que fueron ideadas. El salto al futuro, pasando por encima de las condiciones del presente, aterriza en el pasado”. La razón utópica de la que Adorno es un crítico prominente y a menudo olvidado sigue siendo deudora de la ontología platónica: solo tras atisbar el edénico mundo de las ideas, el pensador puede condenar la existencia innoble de la vida en la caverna. La utopía, como la Ilustración, repite el mito, y encierra por lo tanto un potencial totalitario (pues cuando echa a andar acaba proclamando como verdad la esencia de lo existente, al estilo de la Constitución soviética de 1936, que declaró finiquitada la lucha de clases en el país). A esta utopía positiva, transformada en mito, opone Adorno su “materialismo sin imágenes”, deudor, como reconoce en Dialéctica negativa, de la iconoclastia de la teología judía (y en esto se muestra como un genuino marxista). Este opera con la fuerza de la negación, que condena la injusticia presente sin colorear remotas islas utópicas. En su renuncia a apelar a cualquier instancia trascendente —a un mundo feliz desde el que el nuestro aparezca gris y desolado— Adorno apunta hacia la construcción de una utopía inmanente en la que la emancipación aparece como reverso del espejo deformado de lo falso. Ya no estamos ante una negación abstracta, ante el horror sagrado frente a la barbarie, sino ante la posibilidad de una negación determinada que se fundamente en la inaceptabilidad de la barbarie misma. La utopía no es un sueño hermoso, sino el reverso del dolor, del hambre, de la opresión, que surge desde existencia desoladoramente material del hambre o la guerra: “el momento corporal recuerda al pensamiento que el dolor no debe ser, que debe cambiar […] Por eso lo específicamente materialista converge con lo crítico, con la praxis socialmente trasnformadora”, escribe. Y también: “el único fin que hace de la sociedad sociedad exige que esta se organice tal y como aquí y ahora sería inmediatamente posible según las fuerzas productivas. Semejante organización tendría su telos en la negación del sufrimiento físico aun del último de sus miembros y de las formas interiores de reflexión de ese sufrimiento”. En otros pasajes señala que la utopía se parecerá a un mundo sin hambrientos y a la paz perpetua —y también, y esto es de desoladora actualidad, a una relación con la naturaleza carente de violencia—. Porque la utopía es, digámoslo de nuevo, el reverso que surge inmanentemente desde la imagen falsa de la vida alienada. Lo expresó brillantemente en una conversación radiofónica con Ernst Bloch, invirtiendo la famosa frase de Spinoza para señalar que no es lo verdadero la medida de lo falso (la imagen utópica la que hace nuestro mundo injusto) sino lo falso —del dolor y el sufrimiento humanos, de la negatividad que reside en la historia— la medida de lo verdadero (la utopía). La clave de la negación radica en que, si bien no podemos conocer lo verdadero, sí podemos conocer y analizar lo falso; y, negándolo, abrir el camino de lo verdadero.

4- Los frenos de emergencia y el mensaje en la botella

Tras este recorrido, me gustaría concluir retomando un tema del principio, relativo a la dialéctica, y clave, a mi juicio, para pensar la utopía hoy. Porque retomando a Hegel, y ante la catástrofe ecológica, podríamos decir que el capitalismo, en su pleno desarrollo, ha mostrado su verdad, que no es otra que la destrucción de la vida en el planeta. Y en este agónico proceso podría revelarse como cierta la tesis de Carl Amery en su libro ¿Auschwitz: comienza el siglo XXI?:Que el nazismo no ha podido incluirse en la filosofía de la historia porque el auténtico carácter de Hitler es el de precursor, precursor de las políticas eugenésicas y genocidas que el desastre ecológico podría alumbrar. Primero como tragedia, luego como Apocalipsis, podríamos decir. En un momento así, las alternativas que Wright trató de esbozar, así como su compromiso en pos de una ciencia aliada con la emancipación, suponen un precioso legado. Allí donde alienta el peligro, deberíamos buscar la salvación. Pero conviene también recordar a Adorno y su utopía sin imágenes, porque es muy posible que, ante la catástrofe ecológica, la utopía no resida en la en el optimismo de los grandes saltos adelante, sino en la dignidad desesperada de los frenos de emergencia, en negarnos a aceptar la destrucción del planeta. Y si no lo conseguimos y al final todo se va al carajo, recordemos a Adorno y que la Nada tenga constancia de que al menos algunos y algunas dijimos “No”.

Esta comunicación fue presentada en el Congreso Internacional Historical Materialism de Barcelona, en junio de 2019, bajo el título “Recuperar la utopía, pensar la emancipación”.

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