Bajo el título ‘Razón y revolución’ ofreció Herbert Marcuse una defensa de Hegel como precursor inmediato del comunismo marxista. En el contexto de una Europa en la que el fantasma del fascismo empezaba a eclipsar al viejo fantasma rojo, quiso Marcuse reivindicar a Marx y su obra como únicos herederos legítimos del espíritu racionalista que inundó el viejo continente los siglos anteriores. La razón sólo podía seguir siéndolo si asumía su nueva forma histórica: la revolución. En cualquier caso, Marcuse no trajo nada nuevo al mundo, no hacía ningún descubrimiento. El propio Marx tenía conciencia de esta circunstancia. Una gran parte de sus escritos de juventud ya hablaban de la filosofía como una forma de la razón agotada históricamente. Si esta quería hacer progresar su contenido –la libertad— tendría que ser a costa de desprenderse de la forma filosófica que hasta entonces había asumido. Sólo así el cielo de la especulación filosófica podría aterrizar en el mundo de lo profano transformándolo conforme al canon de la libertad. Sin embargo, tampoco Marx descubrió nada radicalmente nuevo. Él es en gran medida la figura consumada de un proceso mucho más amplio: la Ilustración. En este ensayo trataré de reivindicar, desde la perspectiva de la filosofía kantiana, la Ilustración como una fuerza fundamentalmente liberadora que encontrará en la obra de Marx un epígono consecuente.
El hombre frente al mundo
En su conocido escrito ‘¿Qué es la Ilustración?’ responde Kant lacónicamente diciendo que Ilustración significa “el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo” (Kant, 2004, p.87), una minoría de edad caracterizada por el tutelaje al que se ve sometido todo aquel que no se atreve a guiarse por su propio entendimiento. No obstante, Kant nos advierte de que ya no cabe regodearse en la pretendida impotencia del siervo. Somos responsables de nuestra servidumbre y esta cesará cuando nos atrevamos a enfrentarla. Para el momento en el que Kant escribe este texto (1784) la conciencia filosófica ya ha podido captar el rasgo definitorio de toda una época, una conciencia que se inicia precisamente con el cogito cartesiano. La filosofía comenzó así a reflejar la centralidad de un sujeto del cual pendía la objetividad del mundo. En comparación con el medievo, donde la absoluta potestad de Dios inhibía cualquier pretensión de potencia humana, la Ilustración responde a un estado de cosas en el que no es pretencioso suponer que el hombre puede asumir las riendas de su existencia. Kant usará la metáfora del giro copernicano para describir este desplazamiento del centro de gravedad histórico desde Dios hacia el hombre, que no quiere decir otra cosa que la progresiva implantación de la libertad humana como fuerza objetiva sobre los acontecimientos. La ilustración es el proceso en el que el hombre asume que es potencialmente dueño y señor de su destino y, por eso mismo, libre.
Indaguemos algo más en este manoseado concepto. Es sabido que Kant ha pasado a la posteridad por haber producido tres grandes críticas. La primera de ellas, la Crítica de la razón pura, se centra en descubrir cómo es posible la objetividad de la experiencia que permite establecer conocimientos universalmente válidos y ciertamente necesarios en matemáticas, física y metafísica. Mientras que las dos primeras disciplinas han demostrado fehacientemente su validez científica, para Kant la metafísica no sólo no ha conquistado un terreno firme sobre el que sostener sus pretensiones, sino que es imposible que pueda conseguirlo, pues un saber positivo acerca de lo suprasensible es en sí mismo una contradicción. Claro que eso no nos ha de sumir en la resignación, ya que es esa brecha insondable entre lo existente y lo posible, entre lo dado y lo que puede venir, la que abre la ventana a esa fuerza que llamamos libertad. Será en el terreno práctico donde el ser humano pueda adecuar el mundo sensible a los principios de la subjetividad humana. Este es el objeto de su segunda crítica, la Crítica de la razón práctica. Vemos cómo ya en el siglo XVIII, bastante antes de la famosa Tesis sobre Feuerbach, está rigurosamente señalada la necesidad de transicionar desde la contemplación del mundo hacia su transformación práctica, no como una necesidad caprichosa, sino como la continuación consecuente de la misma. La razón teórica queda insatisfecha al no poder captar la totalidad del mundo, y no puede captarla porque la razón no es un objeto que se pueda contemplar, no es un objeto dado sobre el que teorizar, sino un objeto producido, una actividad libre en la que el ser humano se autodetermina. Sólo en la práctica alcanza la razón el contenido que le es propio.
Libertad y cosificación
Un segundo rasgo de la Ilustración, siguiendo a Kant, es que es un proceso abierto. Kant no habla de una sociedad Ilustrada, sino de una sociedad en Ilustración. Además, el progreso hacia una sociedad libre y racional no es un proceso mecánico que acontezca a pesar de los seres humanos. Ya hemos visto que una existencia racional presupone un ‘atreverse’ y sólo puede ser fruto de la voluntad. Es así que la razón se realiza tendencialmente, fruto del hacer humano, pero nunca se da por satisfecha. La razón, como el Fausto de Goethe, decretaría su propia muerte en el preciso instante en el que viese saciado su deseo de ir más allá. Por eso la modernidad es una etapa histórica tan irreversible como lo sea la libertad humana. Allí donde alguien señale, ingenua o perversamente, una razón realizada, plena y autosatisfecha; donde alguien exclame ¡he ahí la razón!; allí precisamente estará la prueba de la traición. Ya hemos visto que la razón no es una cosa y, por tanto, no puede contemplarse ni abarcarse conceptualmente. Esta es una clave para entender por qué para Kant la contradicción entre libertad y necesidad es insoluble. Lo que el ser humano sufre como necesidad externa, la naturaleza lo produce como autolegislación libre y viceversa. Sólo Dios puede arrogarse la suma síntesis de ambas. Sin embargo, es precisamente esta falta de identificación entre humanidad y naturaleza lo que garantiza la libertad humana, la inagotable ventana de posibilidades que brotan de esta tensión.
Sólo un nexo social cosificado reduce sus posibilidades y su libertad de progresar a lo meramente existente. En este sentido, una de las ventajas que Kant atribuye al examen crítico al que somete a la razón teórica es la de prevenir cualquier abuso que invada ilegítimamente el terreno soberano de la razón práctica, de la libertad, una potencia irreductible a la experiencia sensible. Estas precauciones tan minuciosas que toma Kant tienen una explicación clara. Si la completitud a la que aspira la razón se puede conquistar contemplativamente, ¿para qué dar el salto a la práctica? ¿Cómo podríamos ser libres si el mundo, conocido por completo, se mueve por leyes de pura necesidad?
En la Crítica de la razón pura, dice Kant:
Si se echa una ligera ojeada a esta obra se puede quizás entender que su utilidad es sólo negativa: nos advierte que jamás nos aventuremos a traspasar los límites de la experiencia con la razón especulativa (véase, teórica). Pero tal utilidad se hace inmediatamente positiva cuando se reconoce que los principios con los que la razón especulativa sobrepasa sus límites no constituyen, de hecho, una ampliación, sino que, examinados de cerca, tienen como resultado indefectible una reducción de nuestro uso de la razón, ya que tales principios amenazan realmente […] con suprimir el uso puro (práctico) de la razón. (Kant, 2010, p.23)
Kant nos dice que los excesos de la razón teórica actúan en perjuicio de la razón práctica, en la medida en que, cubriendo con abstracciones vacías los motivos que nos empujan a la acción, merman su radio de posibilidades hasta el punto de sumirnos en la impotencia. Por cosificación se entiende este proceso mediante el cual formas abstractas del pensar se transforman en cosas supuestamente cognoscibles y conocidas. En su búsqueda de los fundamentos últimos del ser, la razón teórica sólo puede comportarse “convirtiendo nuestros pensamientos en cosas e hipostasiándolos” (Kant, 2010, p.334) porque, para poder afirmar algo necesario sobre estos fundamentos, como decíamos, la razón tiene que convertir infructuosamente “sus propias representaciones en objetos” (p.334). Esta cosificación restringe por tanto el terreno de la acción y pretende clausurar artificiosamente la Ilustración diciéndonos que ya se ha conquistado el punto de llegada, que la razón abarca todos los dominios habidos y por haber; en definitiva, que todas las posibilidades se agotan en lo existente y no cabe un mundo diferente al que tenemos delante.
Kant, por supuesto, no asume este delirio. Su programa filosófico pasa por destruir estas pretensiones desde sus cimientos más elementales y salvaguardar con ello la libertad humana. El dogmatismo que dice conocer la totalidad de las cosas cae en una completitud falsa, aparente. Kant se referirá a ella como ilusión trascendental, una apariencia de objetividad, universalidad y necesidad plena que pueden atribuirse “al hecho de tomar por conocimiento del objeto lo que es condición subjetiva del pensar” (p.334). Esta apariencia de necesidad, al presentar el mundo como un objeto sometido a leyes necesarias del entendimiento, decreta la muerte de la Ilustración y, con ella, la de la libertad. Si el mundo nos parece necesario tal y como es, la libertad, nuestro sentido práctico, se ahoga en el océano de lo existente.
Crítica de la economía política como crítica de la metafísica del valor
Esta lectura de la obra de Kant no le resultará del todo extraña a quien conozca los escritos de cierto barbudo de Tréveris. La tesis que quiero sostener a continuación es que Marx, lejos de hacer una crítica de la modernidad ilustrada, realiza, en la misma línea de Kant, una crítica de aquellos diques que frenan su progreso. Kant ejercitó la crítica de la metafísica entendida como ciencia, bajo el argumento ya mencionado de que no hay saber posible sobre lo que no es un objeto. Marx, por su parte, será crítico de una metafísica algo más arraigada, la metafísica del valor.
No en vano señala Marx que la mercancía, lejos de ser un objeto trivial, encierra cantidad de sutilezas metafísicas. Una vez comenzamos a interrogarla esta se presenta como un objeto “sensiblemente suprasensible” (Marx, 2000, p.103). Esto no es una licencia poética, un recurso estilístico. El valor es intangible, inmaterial. Para que nos entendamos, es un concepto. Pero un concepto vacío, una pura forma. No obstante lo cual se nos presenta en las mercancías como si fuese una propiedad natural de las mismas, como un concepto al que realmente le corresponde un objeto. Los individuos que interactúan bajo el régimen social capitalista toman las mercancías que intercambian como la objetivación espacio-temporal de una abstracción y decimos de esas cosas que poseen tanto o cuanto valor. Estos individuos –nosotros— dan a la forma de su relación social un carácter objetivo y reducen su actividad, su relación mutua, a cosas conmensurables entre sí, mercancías. Sin embargo, esta objetividad del valor es aparente, pues las cosas no pueden poseer valor como una propiedad natural suya. Es un mecanismo de cosificación el que convierte formas subjetivas –sociales— en cosas. Así, dirá:
La aburrida y absurda querella sobre el papel de la naturaleza en la formación del valor de cambio demuestra, entre otras cosas, hasta qué punto ha engañado a una parte de los economistas el fetichismo inherente al mundo de las mercancías, o la apariencia objetiva de las determinaciones sociales del trabajo. (p.115)
A pesar del carácter certero y científicamente apto de los principales economistas clásicos, Marx señalará que no supieron descifrar el secreto último del modo de producción burgués. Para estos economistas –Adam Smith, David Ricardo…—, el valor era una forma incondicionada, transhistórica y, por tanto, natural. Al afirmar esto, la economía política asumía que la sociedad capitalista es definitiva y que la historia se agota en ella, pues no se puede pensar –para ellos es imposible— en una sociedad al margen de la forma-valor. Y es que mediante la crítica de la economía política Marx estaba criticando una sociedad que ve sus propias relaciones sociales como una propiedad objetiva de las cosas, una forma social que por sus propios mecanismos de cosificación imposibilita que los humanos se reconozcan como los verdaderos responsables de su devenir. Al hacerlo, nuestra sociedad delega en el movimiento aparentemente autónomo de las mercancías la facultad de actuar o, lo que es lo mismo, la libertad de las mercancías se presenta para el ser humano como la más pura necesidad frente a la cual, como ya sabía Kant, nos queda el papel de contempladores impotentes. Este papel contemplativo al que se ve relegado el ser humano de la sociedad mercantil lo escudriñarán con bastante acierto autores como Gyorgy Lukács o Guy Debord.
El capital se presenta como una sustancia: causa sui, infinita y plenamente libre. Para Marx, como la ontología para Kant y por motivos ciertamente similares, el capital atenta contra la razón práctica. El mundo del capital se presenta como incondicional y, en esa misma medida, nos advierte con una palmada en el hombro de que no hay acción posible: el mundo es tal como es y sólo puede ser así. El capital, como el Fausto satisfecho, decreta la muerte de la razón. Señala el mundo, su mundo, y nos quiere hacer creer que es definitivo. Es un mundo cosificado en el que una abstracción nos hace siervos y pasivos menores de edad. Bajo el régimen del valor es inconcebible la autodeterminación en sentido kantiano, pues su ley no es la ley humana, sino la ley natural del capital, sustancia eterna y necesaria. Marx, por supuesto, no asume este delirio.
Trabajar para vivir, vivir para trabajar
Atreverse a tomar las riendas de nuestra existencia es un acto de libertad frente al que el capital nada puede, pues su solidez tanta como la de nuestra voluntad. Y, sin embargo, la libertad no es sólo un requisito de la revolución: es principalmente su resultado. Muchas de las cabezas destacadas de la historia de la filosofía –Platón, Aristóteles, Spinoza o el propio Kant— convienen en que el carácter coercitivo del Estado es producto de la conducta irracional de la mayoría de los hombres. Una sociedad de hombres racionales, un ethos en el que la libertad de cada uno concuerde con la de todos los demás exime a la sociedad del uso de la fuerza bruta. A hombres civilizados les corresponden medios civilizados. También aquí es pertinente la crítica marxiana del capital, pues ¿por qué si los hombres están igualmente predispuestos para el uso racional de sus facultades vemos que esta máxima no encuentra espacio en la realidad?
En el terreno de las costumbres cívicas, como sabemos desde antiguo, sólo puede educarse el ocioso. Si el tiempo es el espacio del desarrollo humano, la riqueza de una civilización se mide por el tiempo libre del que dispone. Claro que bajo el yugo de la división social del trabajo el tiempo libre está distribuido de manera totalmente asimétrica: unos pueden desarrollarse, mal que bien, en todas direcciones mientras otros, la gran mayoría, se limitan a ser animales de carga, productores de un tiempo libre del que no disfrutan y del que no pueden hacer uso para cultivarse. La vida activa, el cultivo de la virtud y el servicio a la República exigen tiempo libre, un tiempo del que los asalariados no disponen. Ya que toda República lo es de sus ciudadanos libres, los asalariados no pueden comportarse respecto de la comunidad política como si esta les perteneciese, igual que la comunidad política no acoge a los asalariados como sus ciudadanos libres ya que, de hecho, no lo son.
Tenemos, por lo tanto, que el capital es un estorbo doble para el programa de la Ilustración. Por un lado, nos hace siervos de abstracciones y nos presenta un mundo definitivo sobre el que nada podemos. Nos hace seres impotentes. Por otro lado, bajo la lógica anterior, reduce el disfrute de milenios de desarrollo cultural a una pequeña capa que no se ve sometida a la necesidad de trabajar e impide la aplicación consecuente de los principios de una sociedad libre y racional al excluir de la vida activa, de la esfera en la que los hombres se tratan entre sí en calidad de hombres y no como patronos o asalariados, a una mayoría social que no puede por tanto desarrollar su humanidad: cantar, bailar, pasear, leer, conocer, investigar, luchar, amar, debatir sobre lo común, crear… Aquellas prácticas que bajo el amparo de la libertad colectiva e individual podrían englobarse bajo el hermoso concepto de felicidad. Así, los hombres están sometidos porque no son racionales y no son racionales porque están sometidos. Ambos aspectos se presuponen y se complementan en un círculo vicioso sin aparente salida.
La Ilustración, su fracaso, nuestras tareas
Una vez presentadas estas breves reflexiones, es preciso advertir que la Ilustración y el capital no se enfrentan como dos entidades independientes. La ilustración está necesariamente entretejida con las formas de subjetividad que históricamente ha ido produciendo el capitalismo y no podría explicarse sin el concurso de este. Y, sin embargo, sería un error imperdonable identificar ambos aspectos como dos caras de la misma moneda. Las revoluciones francesa y rusa son, guste o no, resultado de la Ilustración. Con la derrota definitiva de las fuerzas revolucionarias la Ilustración dejó de ser un programa en desarrollo y sucumbió en aquello que tenía de emancipador. La conciencia de una posible alternativa de libertad quedó sepultada por completo y, con ella, la posibilidad hasta entonces abierta de transformar la vida social. La Ilustración ha muerto en manos del más sanguinario de los asesinos.
Como ya deja ver Kant, la libertad no viene dada, no es un producto de la naturaleza ni de las circunstancias. Es fruto de una conquista y exige siempre tomar partido, exige atreverse. Desde hace ya bastante tiempo, su fragilidad nos impele a una prudente retirada del escenario de la acción. La verdadera acción, esa de la que venimos hablando hasta ahora, es imposible en las circunstancias actuales. La razón práctica requiere, como siempre hizo, que se le allane el camino. Pues la crítica sin toma de partido es vacía, pero la toma de partido sin crítica es ciega. Hoy, más que nunca, necesitamos la vuelta de la metafísica entendida como saber del saber, como reflexión sobre los fundamentos y sobre supuestas verdades. Desde el punto de vista de la libertad humana, la Ilustración no debe ser superada en favor de otra cosa, no puede serlo. A lo sumo, y esta es nuestra tarea, podemos reanudar la Ilustración y, con ello, poner de nuevo en marcha la conciencia histórica que asume sin ambages la transitoriedad de cualquier estadio aparentemente definitivo. Nuestra arma predilecta es la crítica. Su objeto, todo lo existente.
Por Alejandro F. Barcina.