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Acercamiento a la Posmodernidad (Configuración de nuestro período histórico)

Posmodernidad, posmodernismo, posmoderno. Conceptos que siempre me han llamado la atención y han captado mi curiosidad. Despojados, arrancados y vaciados del significado que podrían contener se utilizan indiscriminada e indistintamente y, casi siempre, con afán descalificativo. En este artículo, que pretende ser el primero de tres o cuatro sobre la cuestión, se intentará, en parte por una cuestión personal de aclarar las ideas, y, por otra parte, con carácter divulgativo, de dibujar las líneas que han ido constituyendo la formación y establecimiento de la Posmodernidad. Esta difícil tarea tiene la pretensión de esclarecer y desenredar algo, aunque sea una mínima parte, del tema a tratar. En los textos que sucederán a éste se tratarán otros aspectos: la profundización de algunos de los rasgos aquí mencionados, el análisis de un artefacto cultural concreto y algunas consideraciones finales.

Para ir clarificando el objeto de estudio es importante hacer una primera distinción entre dos nociones esenciales. Por un lado, tendríamos el concepto Posmodernidad, que alude a un contexto histórico y social concreto, es decir, a nuestro propio presente, y, por el otro lado, el término Posmodernismo, el cual estaría haciendo mención a un estilo o tendencia cultural, artística o filosófica[1] (y que, citando a Jameson, “expresa en muchos aspectos la lógica más profunda de es(t)e sistema social particular”[2]). Posmodernismo y Posmodernidad confluyen, se retroalimentan, se dan vida y oxígeno. Se explican mutuamente. Una es síntoma de la otra, pero entre ambas se apuntalan. En suma, como dice David Sánchez Usanos “(son) las marcas que designan el actual momento histórico: los nombres de nuestro presente”. A este respecto, (y sin negar nuestra propia agencialidad) vivimos, nos desarrollamos, crecemos y relacionamos en y bajo los parámetros y demarcaciones de la Posmodernidad, somos sus “hijos”. Estamos en ella, dentro de ella[3], inmersos en ella. Queda claro entonces que “lo posmoderno” no es un agente externo maligno (creado milimétricamente en alguna Universidad estadounidense) que viene a devorarnos, o el “arma” “argumental” que se pueda utilizar en cualquier estéril debate.

Antes de entrar en profundidad en la materia de nuestro análisis trataremos de despejar la manera que consideramos más adecuada para afrontar el trabajo de cartografización de la Posmodernidad. Siguiendo la estela de Jameson nos intentaremos alejar de la mera condena moralizante de lo posmoderno (valorarlo solo negativamente o, como su opuesto, enaltecerla y celebrarla acríticamente) para confrontar su estudio de forma ambivalente y bifocal (en sintonía con la propia ambigüedad de la Posmodernidad), viendo la evolución, y proyectando el foco tanto en lo positivo como en lo negativo de cara a entenderla como el presente que es. El estricto juicio moral no sólo nos impide dilucidar y desenredar la realidad, sino que nos encadena a la parálisis de la praxis política. “Una postura que sea al tiempo positiva y negativa, que afirme la emergencia de un futuro positivo a partir de lo negativo en lugar de condenarlo” (Jameson, 1991)[4].

Entre el modernismo y el posmodernismo no se produce un desplazamiento completo, un salto al vacío, sino una prolongación (o intensificación), como si el primero (Mod.) hubiese estado preñado del segundo (Posm.), y el segundo, en consecuencia, brotase del primero, de sus contradicciones (tensiones o malestares que el posmodernismo tratará de superar pero que terminará amplificando). Los elementos constitutivos ya se encontraban en el periodo anterior, y lo que se produce es una reestructuración, una alteración entre rasgos subordinados y hegemónicos. En su teoría sobre la Postmodernidad Jameson llega incluso a formular que es la compleción y conclusión de la modernización, en tanto que supresión de todo obstáculo, resquicio y residuo a lo moderno, lo que prefigura la aparición de lo posmoderno (ejemplos ilustrativos: la abolición completada de la oposición entre lo urbano y lo rural, o la colonización total -de espacios e individuos- por el capital -ya no existen mundos o tiempos múltiples, ya no hay una coexistencia de lo nuevo con lo arcaico-). Es decir, aquello que emerge en la Modernidad (innovaciones tecnológicas, disolución, delicuescencia y fragmentación de lo sólido, etc.) en la Posmodernidad toma su aspecto consumado, incrementado, vigorizado. Por eso, el crítico literario estadounidense cataloga a esta época como “capitalismo infantil”, pues “todo el mundo ha nacido en él, lo da por asumido y nunca ha conocido otra cosa” (Jameson, 1991).

Si le otorgamos al término Posmodernidad un carácter periodizador y, por lo tanto, lo significamos e identificamos como periodo histórico concreto, sería sugestivo proceder, con aspiración aclaratoria, a ir delineando la entretejedura de acontecimientos y procesos que lo fueron configurando. A este respecto, y tomando como referencia a Francisco Martorell, dividiremos el punto de arranque de la Posmodernidad en cuatro vertientes que van hilvanándose, retroalimentándose y explicándose mutuamente: (i) económica-tecnológica, (ii) política, (iii) filosófica y (iv) cultural-estética. Hay que tener presente que no se trata de compartimentos estancos y separados, sino de dimensiones completamente interrelacionadas que en su devenir van constituyendo y asentando las bases de la Posmodernidad.

(I) Tránsito del modo de regulación keynesiano-fordista al sistema posfordista

En la década de los 70, y más concretamente tras la recesión económica de 1973, se produce un hecho crucial: el paso de la configuración fordista-keynesiana al régimen de acumulación flexible (Harvey, 1990). Aunque con fecha iniciática situada en 1914, la configuración fordista se materializó a partir de 1945, tras la finalización de la Segunda Guerra mundial. Este régimen de acumulación, erigido sobre el equilibrio de poder entre trabajo organizado, capital y Estado nacional (alianza de clases fordista), presentaba una serie de objetivos: pleno empleo, aumento paulatino de los salarios, un propicio ambiente sindical, producción en cadena y en masa, control espacial del proceso de producción, etc. (Casariego, 1995). Y estaba a su vez atravesado por una serie de rasgos: extensión de la gestión científica por todas las esferas (económicas y sociales), racionalidad burocrática, estatismo del bienestar y mercantilización de la cultura. Era, como apunta David Harvey, más una “forma de vida total” que solo un sistema de producción en masa.

En los años sesenta las contradicciones que rigen el -y son inherentes al- capitalismo se hacen insostenibles, excediendo la situación de estabilidad, e imposibilitando la continuación del modelo fordista. El problema central giraba en torno a la rigidez (en las inversiones, en los contratos de trabajo, en los sistemas de producción, etc.). Finalmente, la quiebra de los acuerdos de Bretton Woods, las sucesivas devaluaciones del dólar, el abandono del patrón oro, la crisis del petróleo y la recesión de 1973 (con la correspondiente hiperacumulación e inflación) obligaron (y empujaron) a que en las siguientes décadas se llevara a cabo una intensa reestructuración económica edificada y constituida sobre la (movilidad y la) flexibilización económica (en la producción, en el consumo, en el mercado de trabajo, etc.). A este nuevo régimen de acumulación que emerge Harvey lo denomina “régimen de acumulación flexible”.

Apuntar sintéticamente algunas de las características que integran y engranan esta siguiente etapa o configuración del modo de producción capitalista puede permitirnos elaborar un mapa mental del conjunto: deslocalización, desterritorialización y re-territorialización (a modo de fordismo periférico la producción fabril se va trasladando a espacios “subdesarrollados”); desindustrialización, subcontratación y tercerización (aumento del sector servicios); automatización e innovación tecnológica; autonomía y fortalecimiento del sistema financiero; y desempleo estructural, trabajo temporal y elevada rotación de la mano de obra (se desinfla el núcleo de la “aristocracia obrera”, emergiendo una “infraclase mal remunerada y desapropiada”). Ahondando en esta cartografía del posfordismo, Castells prescribe tres puntos nucleares: a) resquebrajamiento del pacto social sobre el que se erigía la fase anterior, debido en parte a la pérdida de poder sindical; b) el Estado ya no trata de redistribuir la riqueza sino de concentrarla (dándose un proceso de privatización, desregulación y reformas fiscales), y su función deriva al disciplinamiento y control de la fuerza de trabajo[5]; y c) se da una absoluta interpenetración de la economía y la colonización definitiva del capitalismo (Castells, 1989).

La producción flexible, junto a las innovaciones tecnológicas y organizativas, permitió que se redujera el ritmo de rotación del capital, pudiéndose así aplacar la crisis de acumulación y los malestares del fordismo. Pero esto hubiera sido inoperante de no haberse reducido también el tiempo de rotación de consumo: objetos perecederos, de rápido consumo y de sustitución sucesiva y constante, mitigación de la distancia entre usar y tirar, multiplicación, por medio de la publicidad, de los deseos, insistencia en las gratificaciones instantáneas, modas volátiles, etc. Y esto ensambla con el aspecto que nos interesa. La nueva conformación del consumo, integrada por una rápida modulación de las modas, una incesante producción de necesidades y la proliferación de consumo de servicios, eventos y espectáculos (una visita al museo presenta menor durabilidad que una lavadora), originó una profunda trasformación en la estructura psicológica y en la cultura. La producción cultural se asentó en otras claves, desde la masificación hasta la transitoriedad y efimeridad. Este régimen de acumulación flexible y sus propias características (flexibilidad laboral, inseguridad e incertidumbre, contrato temporal, corto-placismo, etc.), y aquí está la clave que debemos retener, no solo modificó aspectos culturales y de valores, sino que también alteró la forma que tenía el sujeto de experimentar el tiempo y el espacio en la Modernidad. Se originó tanto una discontinuidad de la experiencia temporal, como una deslocalización de las coordenadas espaciales (Carrasco, 2010).

La incapacidad del sujeto de unificar pasado-presente-futuro, de dotar a su existencia de coherencia conjunta e interna, quebrándose así la temporalidad, desemboca en un presente absorbente, omnímodo y perpetuo. La vida psíquica del individuo ha sufrido tal metamorfosis que ahora lo que le instituye es una mera concatenación de presentes sin relación, sin hilo conductor. El espacio (o “hiperespacio postmoderno”, Jameson dixit), por su parte, debido a las innovaciones tecnológicas y a las interconexiones telecomunicacionales, ha superado todas las barreras que lo contenían. La compleja red global descentralizada se ha re-convertido en un eterno acrecentamiento de superficies que son imágenes, adquiriendo tal amplitud que el ser humano se ha visto trascendido y atrapado, no pudiendo captarlo ni representarlo en su totalidad. Esta compresión espacio-temporal, que entendemos que es un aspecto cardinal de la nueva realidad dibujada por la Posmodernidad (como periodo histórico del régimen de acumulación flexible) será trabajada y descifrada más en profundidad en posteriores artículos.

(II) Derrumbe del “socialismo real”

El advenimiento de la Posmodernidad también se debe rastrear a través de los movimientos sísmicos políticos de los años 70 y 80: la disolución de la Unión Soviética y el desmembramiento del “socialismo realmente existente”, la extensión de la economía-mundo capitalista a todos los rincones, y la recomposición neoconservadora (Tatcher y Reagan) y neoliberal. El repliegue de la izquierda anticapitalista se explica, en parte, por la triple derrota[6] que sufren los proyectos anticapitalistas: a) en Europa occidental, las decepciones electorales de los 70, la crisis del eurocomunismo, el aplastamiento del movimiento obrero y la evaporación y absorción de mayo del 68; b) en EE. UU., la disolución de las movilizaciones tanto estudiantiles como las que se oponían a la dominación racial; c) y en América Latina, la proliferación de las dictaduras militares y la disipación de cualquier posibilidad de insurrección armada -extendiéndose el neoliberalismo por el Tercer Mundo- (Kohan, 2007). Habría que añadir también el deterioro de la identidad obrera, de la “clase para sí”; en un momento donde paradójicamente la proletarización es más intensa y global que nunca (con la extensión del proletariado a nivel mundial) la conciencia obrera se ha visto erosionada, mermada, reducida.

Pero, es sobre todo el derrumbe del bloque soviético, con la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, y la derrota política del marxismo, esto es, la desaparición del tablero político de la única cosmovisión (y movimiento) antagónico, el que allana el camino al establecimiento total del capitalismo tardío[7] y, por ende, a la Posmodernidad como faceta societal. Se puede afirmar que la Modernidad finaliza su proceso de disolución cuando desaparece todo antónimo. En este sentido, muchas de las claves de la política actual quedan reveladas a partir de aquí. La ausencia de una oposición sistémica, de una alternativa real, de imaginar un proyecto a futuro (el “a largo plazo” ha desaparecido) reduce todo al presentismo absoluto, al pragmatismo, al instante, a la mera forma, al privilegio de la estética frente a la ética, a los resultados inmediatos, etc. Solo se aspira a gestionar lo dado, a ser un simple administrador de lo establecido, a minimizar los desbordes y las inestabilidades del capitalismo, a resistir a la contraofensiva reaccionaria[8]. En consecuencia, es la absoluta conformidad, la naturalización y aceptación de lo existente y la no-construcción ni invención de alternativas en perspectiva, lo que define y vehiculiza nuestro estar-en-política.

(III) La condición postmoderna

El primer autor en sistematizar, visibilizar y caracterizar los distintos elementos que enhebrarían el movimiento filosófico posmoderno fue Lyotard con su obra de 1979 “La condición postmoderna”[9]. Más allá de lo que se pueda esgrimir respecto a la calidad teórica de esta producción intelectual[10], el texto establece uno (quizá el principal) de los puntos cardinales que después vertebrará al posmodernismo: incredulidad frente a (y rechazo de) las metanarrativas (“grands récits”) modernas (Progreso, Ilustración, Emancipación). Los discursos modernos apelaban a un metarrelato (la fe en el progreso, la revolución del proletariado, e incluso el cristianismo o el psicoanálisis)[11], a saber, a vastos esquemas interpretativos teóricos de aplicación universal, para legitimarse y ordenarse. Y lo que se produce, por tanto, es una crisis en el cometido legitimador de la narrativa (Owens, 2002). Ya no se puede representar la totalidad, ni desarrollar explicaciones generales o universales, y estas grandes narrativas terminan liquidadas y fragmentadas en una multiplicidad diferencial de pequeños relatos (“petites narratives”) o racionalidades locales. La cuestión problemática radica en que al impugnar estas meta-teorías, que tienen como fin explicar, al menos el marxismo, los procesos económico-políticos, y al negar la totalidad de cualquier sistema, se está obstaculizando y paralizando cualquier intento de pensar contra el capital. De mientras, el gran relato del capitalismo, por su parte, tiene tierra yerma para dominar la realidad[12].

No es nuestra intención ni pretendemos dar a entender la existencia de un movimiento donde los posibles autores adscritos (a la fuerza o por voluntad) a la filosofía posmoderna conformen un todo homogéneo. Se trata de visualizar una pluralidad de intelectuales (desde Derrida hasta Rorty pasando por Deleuze) entretejidos y ligados entre sí por 1) el rechazo a los pilares fundamentales y sustentadores de la Modernidad: razón instrumental como vector del proceder y con facultad emancipadora, fe en la idea de progreso, ciencia objetiva, sentido único, objetivo y lineal del tiempo y el espacio, racionalidades centrales y visiones totalizadoras; y 2) por ciertos rasgos característicos comunes: juegos del lenguaje, microrrelatos sin pretensión interpretativa totalizadora, relativismo cultural, énfasis en la multiplicidad de voces, anti-fundacionalismo, preocupación por la otredad, diferencia y contingencia en vez de dialéctica[13].

El desarrollo que culmina en la configuración de la filosofía “postmoderna” no se engendra de manera autónoma ni se genera de forma espontánea. Está imbricada en (y entrelaza con) los procesos políticos, económicos y sociales que se estaban gestando en esas décadas; y tiene sus antecedentes y precursores en (y bebe intelectualmente de) autores previos que han criticado a la Modernidad o han materializado el malestar moderno: Nietzsche (nihilismo) o Heidegger. Es más, enlazando con lo formulado por Felix Duque, el proyecto ilustrado comienza a erosionarse con lo teorizado y expuesto por los tres “filósofos de la sospecha” (Marx, Nietzsche y Freud). Las críticas de estos tres autores restan soberanía y descentran al Sujeto moderno, comienza así la puesta en duda del sujeto en cuanto individuo autónomo y autolegislador, empezando entonces a escenificarse y cristalizarse la “muerte del sujeto” (Duque, 1999).

(IV) Estética y cultura posmoderna

La génesis del posmodernismo cultural, estético y artístico se encuentra, paradójicamente, en la arquitectura. Los primeros pasos se cifran en las críticas que hicieron Robert Venturi y sus colaboradores, a través del manifiesto “Learning from Las Vegas” (1972), al Movimiento Moderno arquitectónico (representado por Frank Lloyd Wright, Le Corbusier, Mies, etc.). Frente a los planteamientos, planificaciones y proyectos urbanos racionales, austeros y al servicio de objetivos sociales de la arquitectura moderna[14], los posmodernistas concibieron un estilo definido como populismo estético, con ciertos trazos imputables: espacio como elemento independiente y autónomo, anti-vanguardismo, orientación hacia el mercado y lo privado-corporativo, primacía del simbolismo y el ornamento sobre el formalismo, eclecticismo, collage de fragmentos, yuxtaposición y mixtura de referencias a estilos del pasado, etc. El itinerario, el recorrido transitado es ilustrativo y gráfico, se pasa de unos edificios que estaban pensados bajo parámetros funcionalistas, a unas construcciones que parecen diseñadas para ser fotografiadas[15]. El arquitecto Charles Jencks propone como fecha exacta del inicio de la Posmodernidad el 15 de julio de 1972 a las 15:32, cuando las autoridades del lugar demolieron el complejo de viviendas Pruitt-Igoe (San Louis, Missouri), construido según los parámetros de la “máquina para habitar” de los arquitectos modernistas Mies van der Rohe y Le Corbusier.

Las vanguardias modernas, que en su momento (principios del siglo pasado) se oponían a lo establecido, a lo burgués (y a la modernización), siendo capaces de transgredir, ofender y escandalizar las pautas morales y los códigos éticos de aquella burguesía “aristocrática”, terminan (en torno a la década de los 50), debido a la disneyficación y “plebeyización” de la cultura (extensión a cada vez más segmentos y estratos sociales)[16], totalmente integradas en el sistema y en la Academia (museos, universidades, galerías de artes, etc.), neutralizadas y desactivadas, cooptadas, canonizadas y apropiadas por el Estado, arrancadas de su aura anti-statu quo. Los artistas posmodernistas de los sesenta-setenta (como podría ser el ya mencionado Venturi, o Andy Warhol y su arte pop) se gestan en la reacción a aquella institucionalización que representaban los modernos (tardíos). Sin embargo, esta ofensiva posmoderna (que podía parecer o dar la sensación de ser subversiva en los sesenta) concluye en una re-institucionalización, atrapada en la dinámica del mercado. Cualquier dispositivo desafiante queda contrarrestado, ya no hay una moral o unos modales burgueses a los que oponerse, pues el “adversario” ha caducado, es un “perro muerto”. Y aquí emerge el atributo clave de los nuevos tiempos. Al adquirir la dimensión cultural un cariz comercial se produce la disolución, la difuminación y el desvanecimiento de la antigua distinción, de la línea divisoria y fronteriza que separaba la alta cultura de la cultura de masas o comercial[17] (barrera que, a juicio de Jameson, incidía negativamente en el consumo). Ya no hay ninguna esfera exenta de la influencia del mercado, y menos aún en el arte o la cultura; todo artefacto cultural deviene mercancía. Pero, aunque no haya ningún afuera completo, ninguna isla desierta o deshabitada, si se puede -y se debe- mediante las formas residuales y emergentes del arte político perpetrar acciones utópicas.

Al hilo de lo anterior, nos encontramos asimismo con el ocaso de los estilos únicos, la evaporación de las condiciones de posibilidad que permitían la ejecución de obras monumentales, y la volatilización del genio modernista. La “muerte del autor” implica la privación de la innovación estilística. Aquello que persiste es el simulacro, la imitación, la máscara, la copia de la copia sin referente. La superposición, combinación y reproducción de estilos del pasado es lo que copa actualmente la producción artística. 

La diferenciación entre (y las particulares de los) elementos culturales modernos y posmodernos puede vislumbrarse mejor si reproducimos el ejemplo de opuestos artísticos arquetípicos (en cuanto a tipos ideales representantes de cada momento cultural) esbozado por Jameson. Por un lado, tendríamos el cuadro “Un par de zapatos” de 1886 de Vincent van Gogh, y por el otro, la obra de Andy Warhol de 1980 “Zapatos de polvo de diamante”. En el cuadro de Van Gogh[18] aparecen en el centro unas viejas botas roídas de campesino, desgastadas del uso, descosidas, con marcas de tierra y rasgadas por haber sido utilizadas para el duro trabajo agrario. La centralidad de estos sencillos zapatos pone el foco en el contexto y la realidad que envuelve a ese simple objeto: el (ausente) mundo agrícola y rural, la dureza que rodea el trabajo del labriego, el paso del tiempo y la durabilidad simbolizado por las botas deshilachadas, etc. El espectador del cuadro puede completar el gesto hermenéutico y dibujar en su mente las condiciones históricas de la obra.

En contraste, en la producción artística de Warhol nos encontramos con una multiplicidad de zapatos de tacón, cada uno de un color, dispersos, abandonados, desahuciados, sin relación entre ellos, sin sustancia. Y tras el esparcimiento caótico de este calzado de tacón de aguja un fondo negro. Al contrario que el cuadro de Van Gogh, esta imagen fotográfica de Warhol no interpela al receptor ni le permite completar el gesto hermenéutico. Los fragmentos inconexos de la obra, los retazos descontextualizados y autorreferenciales, que no remiten a un más allá, revelan un par de claves (también de la cultura posmoderna en general): una nueva superficialidad que más bien es la falta, carencia o ausencia de profundidad; y la incapacidad del artificio cultural para dar cuenta de su crítica interna (el proceso de mercantilización de los objetos).

En otro orden de ideas, recordemos cómo en un apartado previo ha sido mencionado el fin de la temporalidad. La pluralidad de avances tecnológicos ha intensificado la rapidez de los procesos eliminando virtualmente el tiempo. Al romperse la cadena de unión del tiempo, el pasado ya no puede representarse ni referenciarse plenamente, encajados en un ahora absoluto solo podemos acceder y acercarnos a él a través de espectáculos y simulacros. Esta ruptura de la historicidad queda reflejada en los artefactos culturales, y más concretamente en la moda de la nostalgia o de lo retro. Películas, series y libros que tratan temas del pasado, o más exactamente se ubican en una época anterior, no consiguen captar ese periodo, únicamente lo presentan estéticamente, en formato pastiche (vacío, hueco). Se muestra una historia estereotipada, borrada, rebajada a cliché, a imitación vacua, siendo en verdad un presente revestido de la estética y moda (ropa, peinado, objetos, etc.) de esa época (las series de a media tarde pueden ser un ejemplo clarificador). Esta reconstrucción del pasado solo presenta, exterioriza y exhibe nuestros estereotipos y las imágenes y simulacros pop de (y acerca de) esa etapa histórica. En palabras de Jameson, “si el sujeto ha perdido su capacidad (…) de organizar su pasado y su futuro en una experiencia coherente, difícilmente sus productos pueden producir algo más que un cúmulo de fragmentos y una práctica azarosa de lo heterogéneo, fragmentario y aleatorio”. En esta escenificación presentada de la nueva temporalidad de la Postmodernidad hemos podido comprobar la interrelación que hila lo económico (capitalismo multinacional, especulación financiera), lo social (relación problemática con la memoria), lo político (sin sentido de la historia estamos abocados a esencializar el sistema actual, al fatalismo, a la inoperancia), la subjetividad (sujeto varado y fijado en la momentaneidad, incapaz de conectar los simulacros aislados) y la cultura (producciones culturales ancladas en la nostalgia).  

A modo de clausura del apartado podemos hacer una breve alusión a una sucesión de propiedades atribuibles a (y que permean) la cultura posmoderna: ausencia e imposibilidad de formación de vanguardias, yuxtaposición y superposición de mundos, espacios y yoes inconmensurables, más énfasis en las superficies y las apariencias que en la profundidad y el fondo, saturación de imágenes, disolución (por absorción y retención) de dicotomías que en el pasado fueron esenciales -original/copia, auténtico/inauténtico, función/adorno- (Owens, 2002), des-diferenciación y confusión entre ficción y realidad, mezcla de géneros, predominio de lo visual en detrimento de la trama y la narración, acento sobre los estímulos, las formas y las intensidades.

(V) Subjetividad posmoderna

A lo largo de las secciones precedentes han ido aflorando elementos que constatan las variaciones que el sujeto ha padecido a raíz de la nueva coyuntura histórica, social y económica. A medida que los tiempos cambiaban, nuestra propia subjetividad también se ha visto modulada y transfigurada. De forma dual y ambivalente se produce al unísono la muerte de la individualidad y el sujeto (en palabras de Jameson: “el fin de la mónada, o el ego, o el individuo burgués autónomo”) y el fomento del individualismo, del encierre en uno mismo. El individuo centrado de la etapa moderna se desintegra en un sujeto dispersado, fragmentado, compuesto por identidades múltiples. Identidades que, en una tarea constante, el sujeto debe re-construir, remplazar, rehacer, re-comenzar, re-fijar, yendo constantemente en busca de su singularidad, de la distinción frente a los demás -generalmente por medio del consumo-.

De forma dual -y tensional-, se produce además la abolición de la distinción entre el espacio público y la esfera más privada, doméstica, protectora y personal. Esto queda perfectamente ejemplificado en las redes sociales (Instagram, Twitter, TikTok, etc.). Ya no hay secretos ni intimidad, todo es revelado, exteriorizado, expuesto, obsceno, visible, transparente. “Los procesos más íntimos de nuestra vida se convierten en el terreno virtual del que se alimentan los medios de comunicación -y añado yo: Internet-” (Baudrillard, 2002). Los procesos más íntimos de nuestra vida se convierten en el terreno virtual del que se alimenta Internet.

Bajo la sentencia “el ocaso o mengua de los afectos” Jameson establece y delinea el subsuelo emocional que define a la Posmodernidad. Ya no pueden experimentarse los sentimientos típicos de la época moderna ejemplificados en la angustia y la anomia. El descentramiento y la falta de profundidad del sujeto le libera de esos síntomas, de esas sicopatologías, dándose una exageración e intensificación de la emoción, llegando a ser una sensación irreal, inasimilable. El individuo fluctúa entre “el júbilo del asalto a la mercancía, los ratos de embriaguez eufórica del espectador o consumidor, y el abatimiento al fondo del vacío nihilista más profundo de nuestro ser” (Anderson, 1998).

Enlazando con lo mencionado en el bloque previo, la ruptura en la cadena de significantes (esto es, en la relación de significantes que otorga significado al mensaje) desemboca en una quiebra en nuestra capacidad para cohesionar la vivencia temporal. Se resquebrajan los eslabones vivenciales, se ocasiona una desconexión entre pasado, presente y futuro, y un presente abismal nos engulle. En el vertiginoso ritmo de vida en el que nos vemos atrapados, el bombardeo de estímulos y la sobrecarga emocional nos empujan a enfocarnos en la intensidad del presente, desapareciendo el antes y después. Como decía Bauman, se prohíbe al pasado pesar sobre el presente, y este queda amputado en ambos extremos, fragmentado en episodios. Se cercena la historia y se abole el tiempo en cualquier otra forma que no sea la de una colección insípida o una secuencia arbitraria de momentos presentes, encerrados en sí mismos y autónomos. La acentuación en el mundo del consumo de lo fugaz y desechable, del impacto máximo y de la obsolescencia instantánea se extiende al individuo (siempre instados a prescindir rápidamente de valores, relaciones, estilos de vida o apego por las cosas). Y esta incapacidad para estructurar la experiencia temporal nos deja, debido a la pérdida del sentido de historicidad, varados en una eternidad fatalista, naturalizando las estructuras que nos encajonan y proyectando el sistema como algo imperecedero, ahistórico e inmortal, sin alternativa.

Y tirando de este hilo llegamos a lo que Jameson califica como “conciencia mariposa”, o a lo que, en los mismos términos, Linda Stone denomina “atención parcial continua”. Se trata de la imposibilidad, por el exceso de estímulos que recibimos, sobre todo desde la matrix comunicacional, de mantener la concentración en un elemento concreto. Nos llega tanta información, tantas excitaciones, tantas persuasiones que no podemos centrar nuestro interés, la velocidad de nuestra mente no puede adaptarse a los ritmos del ciberespacio. Hay más información que nunca, pero no solo no disponemos de las herramientas adecuadas para interpretarla o recibirla críticamente, sino que el ruido que la envuelve es tan fuerte que somos incapaces de entender nada con nitidez. No podemos tomar distancia, alejarnos y ver el exceso de contenido desde otro prisma, bajo otra luz. Las múltiples plataformas comunicacionales van capturando nuestra atención. Entramos en Twitter y nos desborda la cantidad de noticias, informaciones, opiniones y mensajes que se suceden en la pantalla. En Youtube múltiples videos van apareciendo y empezamos todos sin terminar ninguno. Hay una masa tan ingente de información, de interferencias emocionales que, como argumentaba Franco Bifo Berardi, el individuo, el organismo individual ya no está en posición de procesarla e interpretarla. Siempre conectados, sin descanso, desde que nos levantamos hasta que damos el último click tumbados en la cama.

Es el doble juego de estar interpelados constantemente por el ciberespacio, y no ser capaces de orientar nuestra atención hacia un cometido concreto. Doblemente atrapados. El ciberespacio capitalista siempre tiene una nueva tarea para nosotros, una nueva urgencia, algo de lo que debemos ocuparnos: descargar otra actualización, probar la última red social que se ha puesto de moda, refrescar el feed de Instagram o leer los tweets recientes de personas que no conocemos y que en el fondo no nos importan. Muchas veces no somos conscientes de la repercusión psicológica que esta multiplicación infinita de líneas de conexión puede generar en nuestro estado psicológico: fatiga física y psíquica, estrés, depresión, pérdida de las motivaciones, desordenes de la atención, ansiedad, sentimiento de soledad, etc. E insistamos en ello, malestares individuales con raíces contextuales y sociales, producidos en y por condiciones sociales y económicas, no se trata de un mero hecho privado, o que deba privatizarse, sino el efecto de una causa sistémica.

Condenados a vagar de forma autómata y conectada por el universo digital sin tiempo ni concentración, invadidos por uno flujos mediáticos sofocantes y omnipresentes. En este sentido, Berardi comenta que como nuestro tiempo no puede seguir la enloquecida velocidad de la máquina digital hipercompleja, preferimos orientar nuestra atención a todo aquello relacionado con decisiones económicas o con mejorar nuestra carrera laboral o estudiantil, con aquello que nos convierte en más competitivos en el mercado de trabajo, y dejamos de enfocarnos en cuestiones más gratuitas y afectivas, que el sistema proyecta como no productivas, como son el amor, la ternura, la naturaleza o la compasión. Siguiendo con este autor podemos comprimir lo expuesto hasta ahora en tres vertientes: (i) saturación de la atención por efecto de la sobrecarga informativa, (ii) reducción del tiempo disponible para la elaboración de actividades independientes, y (iii) aceleración de los ritmos de la respuesta cognitiva.

En relación con lo que venimos explicando, hace ya un tiempo, en un programa de “Hoy no se sale” (del canal Ubeat), el youtuber Ibai Llanos, comentó extrañado como hay muchos chavales que ven películas a velocidad 1.25 (plataformas como Netflix, e incluso Youtube, por ejemplo, tienen disponible esa opción). Y es un claro ejemplo de la forma problemática en la que afrontamos y nos relacionamos con aquello que nos rodea. Por un lado, tenemos que permanecer perpetuamente estimulados, no hay que darle tregua al tiempo, no hay que dejar grietas para que aparezca el aburrimiento. En una hiperactividad constante debemos estar en todo momento en movimiento, dinámicos, sin parar, haciendo o viendo algo, sin dejar un minuto a la nada. Y, por otro, emerge la tendencia a enfrentarnos a todo con actitud depredadora y consumista. Nos llega, desde tantos ámbitos, tal cantidad de flujo de actividades, novedades, etc. que nos da miedo no abarcar todo, nos produce ansiedad, impaciencia y desesperación perdernos algo. Por ello, tratamos de cubrirlo todo, de devorarlo todo, siendo la cantidad y el número de lo consumido lo único que prima. Hasta el punto de ganar tiempo al tiempo viendo las películas a velocidad 1.25.

Este tener que estar siempre pendiente y al tanto, ganando horas al día para atender a todo, esforzándonos para estar en mil sitios a la vez, prolongando y estirando el tiempo de ser activos, explica la centralidad que los productos con cafeína tienen en la sociedad. De cara a aumentar nuestro rendimiento y productividad (en el trabajo, en el instituto o en el propio tiempo de ocio), y con el objeto de vencer al sueño y al cansancio consumimos una gran variedad de bebidas estimulantes (café, té o refrescos energéticos como Monster, Redbull o Burn). Productos adictivos con efectos perniciosos para la salud. En los últimos años, diversos autores (sobre todo de Estados Unidos y Alemania), vienen advirtiendo del aumento de la popularidad de las conocidas como “drogas para estudiar”. En la Universidad de Bielefeld un estudio concluyó que de los 3.000 estudiantes escogidos al azar más de un 40%, al menos en una ocasión, había recurrido a este tipo de drogas (y un cuarto de ellos tres veces o más). Y en Estados Unidos se calcula que el 7% de los estudiantes han tomado al menos una vez en su vida alguna study drugs. El documental de Netflix “Take Your Pills” se centra en y muestra bastante bien esto, en como muchos jóvenes estadounidenses toman medicamentos estimulantes (como Ritalin o Aderall) que contienen anfetamina y que en verdad están orientados a tratar el trastorno por déficit de atención e hiperactividad, para potenciar su rendimiento y poder seguir siendo competitivos.

Para finalizar con este bloque vamos a establecer otra conexión, esta vez entre trabajo, universo digital e individuo. El mercado de trabajo actual, que como ya hemos indicado se define por la flexibilidad y los contratos temporales, insta al sujeto a reformularse permanentemente. El trabajador, transformado ahora en empresario-de-si-mismo, en un “Yo empresarial”, en una persona que supuestamente se ha autodeterminado y autoconstituido a si misma, tiene que estar siempre en una formación continua, readaptándose a la novedad, reinventándose para poder encajar en el mercado. El individuo posmoderno se ve abocado a llenar y repletar el currículum, a perfeccionar la imagen (la suya, la que proyecta), a moldearla, a estar dispuesto a desplazarse geográficamente, sin posibilidad de generar arraigo. No tiene ya la oportunidad de construir una narrativa continua, los empleos temporales y a corto plazo no permiten planificar un futuro. Está marcado por la ansiedad, el riesgo y la incertidumbre, y tiene, si quiere subsistir, que sacar la máxima rentabilidad a su propia persona. Su vida ya no se rige por una distinción clara y fija entre espacio de trabajo y reproductivo, o entre tiempo de ocio y de trabajo. El trabajo en casa, tan extendido últimamente, a pesar de traer aparejado algún aspecto positivo, obstaculiza y enmaraña el ejercicio de separar espacio laboral y zona personal, el ámbito de lo privado. El ordenador, la Tablet o el móvil, a su vez, desdibuja el horario laboral y nos impide cortar el hilo que nos ata al trabajo (siempre hay una llamada a la que atender o un email al que contestar).

Entre la pérdida de poder adquisitivo, la erosión de los servicios sociales y de las conquistas obreras y la facultad que disponen las empresas para monitorizar a los trabajadores vía nuevas tecnologías, el trabajo ha terminado por absorber al ser humano. Trabajo y vida se han hecho uno. Si una persona nacida en 1935 trabajaba alrededor de 95.000 horas en el transcurso de su vida, y se calculaba que los nacidos en 1972 iban a tener que completar una vida laboral de 40.000 horas, ahora se prevé que aquellos insertos en el mercado laboral a principios del siglo XXI van a tener que trabajar más de 100.000 horas. Pero no se trata solo del tiempo en el que uno está ejecutando su empleo, el resto de la horas deben dedicarse a la formación para dicho puesto laboral (somos mercancías a perfeccionar y vender) o en descansar, sin fuerzas para nada más que para despejar la mente a través del ocio alienante, con el fin de volver a rendir al día siguiente. Y los periodos de paro, por su parte, además de conllevar una angustia existencial y de perpetua preocupación, se han convertido en un tiempo de no-trabajo en el que siempre tienes que estar instruyéndote o disponible por si en cualquier momento te contactan de cualquier empleo basura por horas (y no coger esa llamada en ese momento concreto implica perder la oportunidad y seguir en la categoría de descartable). Trayendo a colación a Fisher: “no hay descanso para los precarios, no hay oportunidad de sintonizar con nada excepto con los imperativos del negocio”. Lo que encaja perfectamente con la metáfora de Berardi “como ratones en una rueda, (todos) han de correr cada vez más rápido para pagar los costes de una vida que ninguno vive ya”.

(VI) Cierre

Recogiendo y sintetizando todo lo expuesto más arriba, y cerrando la elaboración de la cartografía mental que pretendemos configurar, la Posmodernidad emerge de la confluencia y entrecruzamiento de (i) las transformaciones económicas (régimen de acumulación flexible, prevalencia del capital financiero), (ii) los profundos cambios políticos (ruptura y desintegración del bloque soviético, repliegue del marxismo y hegemonía del neoliberalismo), (iii) la irrupción de permutaciones teóricas y filosóficas contrarias a los presupuestos que cimentaban la Modernidad y (iv) las novedades estéticas y culturales que se gestan en los años setenta y ochenta. Y esta simultaneidad de heterogéneas modulaciones a todos los niveles repercute en la subjetividad del individuo (ocaso de las emociones y preeminencia de las intensidades, mutaciones en la forma de experimentar el tiempo y el espacio, identidad regida por la inseguridad e inestabilidad, etc.). Pero, -apunte importante-, el sujeto no es un mero receptor pasivo de este conglomerado socio-cultural, histórico y económico[20].

Lo aquí plasmado solo ha sido un breve intento de acercamiento al proceso de formación de la Posmodernidad. Es esencial seguir creando “mapas cognitivos” que nos permitan ubicarnos y orientarnos en (y registrar como totalidad) la realidad que nos rodea (y nos “produce”). Este procedimiento no obtendrá ningún resultado si no tenemos también la capacidad de rastrear lo positivo, o las condiciones de posibilidad, que este estado de cosas nos proporciona. El simple rechazo, el encierro y la reclusión en lo negativo, la nostalgia por tiempos pasados, produce la mayor de las parálisis políticas. Fredric Jameson abogaba por la necesidad de un marxismo posmoderno, y si eso implica un marxismo que aprende del pasado, piensa en el presente y sobre el presente y actúa para la transformación cualitativa del futuro (y no se trata de una simple apropiación, como un Prometeo inverso, del utillaje conceptual marxista para fines Académicos o deformaciones políticas) entonces yo (que no soy nadie) lo suscribo.


[1] Separación conceptual que también recoge Terry Eagleton: “La palabra posmodernismo remite generalmente a una forma de la cultura contemporánea, mientras que el término posmodernidad alude a un periodo histórico específico. (…) El posmodernismo es un estilo de cultura que refleja algo de este cambio de época” (Eagleton, 1997).

[2] Más adelante, en su obra “El post-modernismo revisado”, habla del estilo artístico posmoderno como el síntoma del cambio sistémico que se estaba gestando.

[3] “La postmodernidad todavía está muy con nosotros, o quizá debería decir que somos nosotros quienes estamos mucho con ella y en ella” (Jameson, 2012).

[4] Me parece muy sugestivo reproducir íntegramente esta extensa cita del texto “El marxismo realmente existente” del propio Fredric Jameson: “encontrar una posición que ni repita los puritanismos y las denuncias moralizantes, ni se rinda ante las euforias insensatas de la retórica del mercado; (…)tratar de pensar un más allá del capitalismo tardío que no implique una regresión a etapas más tempranas y simples del desarrollo social, sino que plantee un futuro que ya está latente en este presente”.

[5] En palabras de Anxo Garrido “el Workfare State (…) adquiere un carácter fundamentalmente punitivo y se concentra en contener el descontento social pues, en la práctica, no es sino el garante de la reordenación productiva que hace primar el beneficio sobre los derechos redistributivos”. Siendo “la normalización disciplinaria” la “forma de contener la descohesión derivada de la internacionalización que el propio Estado gestiona y estimula”. No se da, por consiguiente, una volatilización del Estado, sino que éste deja atrás las políticas keynesianas propias del Estado de Bienestar y redirige su funcionamiento y su actuar hacia el encuadramiento del productor-consumidor. Aquí podemos ya descifrar la paradoja de la sociedad de consumo actual sustentada en el binomio hedonismo-represión, control-descontrol (descontrol controlado). Enfatización del placer, la excitación, el desorden, la desorganización y el caos (como estímulos para el consumo), mientras el control acecha, contempla y vigila por detrás. La imagen paradigmática de este estado de cosas podría ser el centro comercial, repleto de incentivos y alicientes para descontrolarte comprando, pero siempre con los vigilantes y las cámaras de seguridad en un segundo plano. “Un puritano de día y un playboy de noche” (Featherstone, 1991).

[6] Tanto Callinicos y Eagleton como Perry Anderson manifiestan que las raíces de la Posmodernidad se encuentran en la experiencia de la derrota (Anderson, 1998).

[7] Y tomando como punto de referencia la insistencia de Jameson en distintos escritos, es necesario recalcar que con “capitalismo tardío” nos estamos remitiendo a la “forma más pura de capital”, a aquella que profundiza el proceso de mercantilización, coloniza intensificadamente la naturaleza y el inconsciente y suprime todo enclave precapitalista que aún sobrevivía. “Lo que la mercantilización está haciendo es colonizar dos regiones, dos espacios que quedaban fuera del capitalismo: el inconsciente y la naturaleza” (Jameson, 2010).

[8] Contraofensiva que brota como reacción a la realidad posmoderna. En contraposición a la efimeridad y a la delicuescencia y disolución de todo lo seguro, estable y duradero, se produce una respuesta (nostálgica) que busca -y necesita- la autoridad, las raíces, la tradición, etc. Esta situación deriva, en parte, en el fortalecimiento del nacionalismo y el localismo.

[9] El libro fue un informe que Lyotard escribió para el Conseil des Universités de Quebec acerca del estado y las modificaciones del conocimiento en las sociedades avanzadas (posindustriales). El escrito también contribuyó a popularizar el termino postmoderno (Lyon, 2000).

[10] Significativas son las declaraciones de Lyotard que recoge Perry Anderson: “me inventé historias, me refería a una cantidad de libros que nunca había leído (…) Es simplemente el peor de mis libros, que son casi todos malos, pero éste es el peor” (Anderson, 1998).

[11] Los metarrelatos enumerados por Lyotard en un texto posterior son: “la emancipación progresiva de la razón y de la libertad, la emancipación progresiva o catastrófica del trabajo, el enriquecimiento de toda la humanidad a través del progreso de la tecnociencia capitalista y la salvación de las creaturas por medio de la conversión de las almas vía el relato crístico del amor mártir” (Lyotard, 1990).

[12] “(La) democracia liberal como horizonte irrebasable del tiempo. No podía haber nada más que capitalismo. Lo posmoderno era la condena de las ilusiones alternativas” (Anderson, 1998). Engarza con lo que hemos indicado antes, la imposibilidad de imaginar futuros alternativos, más allá de la catástrofe, el apocalipsis o la distopía.

[13] Un desarrollo mucho más completo y sistematizado de la filosofía “posmoderna” se puede encontrar en: Erice, Francisco: En defensa de la razón. Contribución a la crítica del posmodernismo, Siglo XXI, 2020.

[14] Un ejemplo característico de la arquitectura moderna la podemos encontrar en Bilbao, en el barrio de San Ignacio. El edificio denominado “Grupo Pedro Astigarraga”, aunque conocido por todos como “las casas americanas”, se construyó en los años 60 cogiendo como referencia (y reinterpretando) el bloque de viviendas Unité d´Habitation de Marsella diseñado por Le Corbusier. Los jóvenes arquitectos Rufino Basáñez, Esteban Argárate y Julián Larrea ganaron el concurso presentado por el Ayuntamiento de Bilbao en 1963 para la construcción de 227 viviendas (el fin era seguir desatascando los problemas de habitabilidad de la ciudad). En 2013, la Fundación Docomomo reconoció la estructura como patrimonio arquitectónico del Movimiento Moderno.

Fuentes: (i) https://www.revistaad.es/arquitectura/articulos/las-casas-americanas-de-bilbao/18770 y (ii) https://www.revistaad.es/arquitectura/articulos/las-casas-americanas-de-bilbao-ii/18804

[15] Las ciudades también se reformularon. David Harvey, con el ejemplo de Baltimore y la Feria de la ciudad de los años 70, muestra cómo por medio de la re-estructuración y re-urbanización de la ciudad (constituyéndose un espacio de la misma en un lugar de ocio y jouissance mercantilizado continuo) se pudo tanto neutralizar el fermento revolucionario del ocio popular como camuflar las tensiones y divisiones sociales (Harvey, 1990). Esta mutación morfológica se puede percibir también en Bilbao, que ha pasado de ciudad industrial a ciudad-sede, ciudad-folletin, ciudad-espectáculo. La fiesta ha sido institucionalizada (véase Aste Nagusi); la ciudad, iconizada y autorreferencial, en eterna autopropaganda, compite con las demás, como una mercancía, por acoger macro-eventos y turistas; y el ciudadano, desahuciado perpetuo, termina en turista de su propia casa (Gamarra, 2005).

[16] Esto presenta un aspecto ambivalente: en tanto que supuso al mismo tiempo una ampliación total (con la información y alfabetización) de la base de receptores de la cultura, y una erosión, al ser absorbido por el mercado, de la distancia crítica del producto cultural.

[17] Basándonos en David Sánchez podemos clarificar y afinar aún más esta proposición. No se culminaría la des-diferenciación entre “alto” y “popular”, pero esta distinción existiría dentro de la propia cultura de consumo. Lo que desaparecería, por tanto, sería la oposición y desemejanza del arte (como componente autónomo) y la cultura de consumo (Sánchez, 2010). 

[18] La interpretación del cuadro ha estado atravesada por el debate y la controversia. Jameson se basó en la explicación de Heidegger, años más tarde el historiador Meyer Shapiro concluyó que los zapatos eran propiedad de un habitante urbano y Derrida, por su parte, aseguró que las botas eran independientes y no conformaban un par.

[19] Esquizofrénico no en un sentido clínico o de diagnóstico sino descriptivo (Jameson, 1991).

[20] La obra Aragües, Juan Manuel: El dispositivo Karl Marx. Potencia política y lógica materialista, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2018. reviste un profundo interés para entender, ya en lo postulado por Marx, (i) la interrelación entre individuo y sociedad, (ii) lo que de propio y único tiene cada sujeto, atendiendo a las relaciones sociales que lo conforman, (iii) los efectos que mutuamente estas dos instancias se generan y (iv) la movilidad y fluidez que presentan las estructuras y el sujeto. “Individuo y sociedad como términos inseparables de una ecuación en la que la sociedad constituye al sujeto y en la que el sujeto contribuye a la constitución de la sociedad. (…) La subjetividad es efecto, pliegue de la sociedad, impresión de un conjunto de relaciones sociales constituyentes que, paralelamente, se proyectan, se expresan, hacia esa misma sociedad. (…) El sujeto, producto de la combinación de lo real, se convierte en instancia lectora singular de lo real.”

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