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Libertad, justicia y democracia: una aproximación a los límites del sistema

Decía Locke en  “Segundo ensayo sobre el gobierno civil”, que los individuos decidíamos superar el estado de naturaleza agrupándonos en comunidad por 3 motivos fundamentales: el primero, para conseguir una ley estable, aceptada colectivamente, conocida y firme, que diferenciase lo justo de lo injusto; el segundo, para establecer una autoridad imparcial que se ajustase a esta ley y que mediase objetivamente en los diferentes litigios de la nueva comunidad y el tercero, para canalizar el poder suficiente para respaldar y aplicar los dictados de esa ley. Esta resultaba la forma más eficiente de garantizar el correcto, justo y libre desarrollo de la vida de los hombres, pues con ella se evitaría la situación de perpetua amenaza que cohíbe los hombres y mujeres en el estado de naturaleza.

Como bien sabemos, estas agrupaciones y comunidades han ido desarrollándose y transformándose con el paso de los siglos, erigiéndose en la actualidad el estado democrático como la mejor o la menos imperfecta de las formas en las que podemos organizar una sociedad garantizando estos tres elementos que recopilaba el filósofo inglés.  Según Anthony Arblaster, la democracia resultaba uno de los conceptos políticos más complicados de definir en tanto que su naturaleza se caracteriza por lo flexible y modificable del propio término. Así, no existe una concepción unívoca sobre la misma, nunca lo ha existido y probablemente nunca lo existirá pues la idea de democracia esta totalmente determinada por la realidad social, política y económica en la que se desarrolle, de manera que lo considerado como democrático en un contexto concreto no tiene porqué serlo en otro diferente.  A pesar de esto, para Arblaster existe un núcleo común, un elemento presente en todas las expresiones que hemos conocido de esta forma de organización: el poder popular. Toda democracia que se precie debe gozar del apoyo, la aceptación y la legitimación del pueblo, sin ella, no podríamos hablar de un sistema verdaderamente democrático.

Esta idea del poder popular y del pueblo como principal fuente de legitimación nos parece ahora de lo más correcto y mundano, no obstante, históricamente la democracia no siempre ha sido bien recibida. Entonces ¿por qué se ha consolidad como el modelo de referencia contemporáneo? En palabras de Robert Dahl, la democracia ha conseguido ostentar tal situación porque es el único régimen político que considera a todos los ciudadanos iguales, siendo soberanos, y gozando de las capacidades, de los recursos y de las instituciones necesarias para gobernar.

Ante esto, lo más normal es que nos planteemos, prácticamente de forma inmediata, una cuestión fundamental ¿realmente somos todos iguales? ¿todos gozamos de las capacidades, de los recursos y de las instituciones necesarias para gobernar? De no cumplirse esto, estarían pervirtiéndose claramente los fundamentos de toda democracia que se precie.

La respuesta a la primera pregunta es sencilla y sorprenderá a más bien pocos: no, no todos somos iguales. Esto no es un juicio de valor determinando por inclinaciones ideológicas concretas, es una realidad empírica. No solo es evidente la brecha económica y social entre países desarrollados y países en vías de desarrollo, la diferencia entre la vida de unas élites cada vez más adineradas y la vida de un grueso de la población cada vez más pobre, está presente incluso en los países de la OCDE. En total, el 20% de los más ricos realiza el 86% del consumo privado, mientras que el 20% más pobre, no supera el 1%. Las Naciones Unidas, con los datos en la mano, muestran como cualquier atisbo de desarrollo y de progreso queda diluido en un mar de desigualdades e injusticias globales que nos permite responder a la segunda de nuestras preguntas: no, ni todos tienen las capacidades ni los recursos necesarios para producir gobierno, ni todos pueden acceder a las instituciones necesarias para gobernar.

De esta manera debemos reconsiderar si realmente a la mayoría de la sociedad le ha beneficiado agruparse para salvaguardarse de la amenaza que les supone el resto de hombres y mujeres. Desde luego no parece que realmente nos encontremos en una situación de mayor justicia social, política, jurídica o económica; y desde luego, y como consecuencia, tampoco parece que exista realmente esa libertad que con tanto orgullo exhiben las democracias burguesas en las que cada vez resulta más difícil ocultar la limitada capacidad de actuación y de acceso a bienes y propiedades que tienen sus ciudadanos. Ante esta disyuntiva resulta interesante y necesario atender a las propuestas de referencia en filosofía política sobre justicia y libertaden vistas a  esbozar un humilde retrato de las limitaciones teóricas y prácticas que atraviesan a nuestro sistema y a las dinámicas que lo perpetúan. En primer lugar, y como es lógico, debemos retrotraernos, de manera sintetizada, a la óptica de John Rawls, para continuar con un par de teorías que nacen como críticas/respuesta a las bases que éste asentaría.

La propuesta de Rawls se basaba fundamentalmente en la existencia de un estado que garantizase a todas las personas una distribución igual de lo que él categorizaba como “bienes primarios”. Así, se crearía una situación de igualdad de la que partirían todos los miembros de un estado, permitiendo que cada uno configurase libremente su vida. Esto sería una coyuntura verdaderamente justa pues todos parten del mismo punto de salida, la diferencia residirá única y exclusivamente en lo que cada cual haga con sus recursos en función de su talento o capacidad. Esta idea coincide con la visión de democracia de Dahl, quien afirmaba que los estados democráticos modernos debían gestionar sus instituciones sociopolíticas para asegurar la igualdadde sus miembros.  No obstante, la principal crítica que nace dela propia propuesta rawlsianaes que no sirve de nada asegurar una gestión y un control de esos bienes primarios si no vamos a tener en cuenta la situación material e individual de cada ciudadano.  Que dos personas tengan los mismos bienes no les hace encontrarse en una situación de igualdad, pues van a estar condicionadas por su contexto social y por sus diferentes capacidades. Ante esto Rawlsconfiguraba el principio de diferencia, con el que se “obliga” a los más favorecidos a ayudar a quienes ostenten una situación de mayor desventaja.

Aquí entra en juego la postura de Ronald Dworkin, quien crítica que esta concepción que acabamos de ver es muy poco sensible ante las dotaciones y ambiciones individuales. Por un lado, como acabamos de señalar, no tiene en cuenta las diferentes situaciones sociales de cada persona, y por otro, y en un intento de solucionar esto, impone un sistema de transferencias para solventar -a modo de parche- las nuevas desigualdades que puedan ir apareciendo. Ante esto propondrá un nuevo punto de partida ideal en el que todos los ciudadanos tengan acceso a una redistribución en la que se disponga de todos los recursos existentes agrupados en paquetes, siendo cada uno libre de elegir lo que quiera, atendiendo a lo que más se ajuste a sus capacidades. Una vez distribuidos los recursos y superado el test de la envidia (todos están satisfechos con lo que tienen y no desean nada de los demás), cada individuo podrá valerse de éstos para construir su plan de vida y para acceder a seguros en caso de futuras situaciones de desventaja. De nuevo parece estar obviando que al final, será la diferencia de talentos y capacidades lo que determine qué recursos va a buscar cada persona, dependiendo, una vez más, de unas circunstancias materiales previas a las que no se presta atención.

En ambos casos no termina de incidirse en la importancia que tiene el contexto en el que crecemos y nos desarrollamos, pues los talentos y las capacidades de cada uno de nosotros no son mas que potencialidades que necesitan de unas circunstancias concretas y adecuadas para poder ofrecer su verdadero valor.Ante esto resulta de especial importancia la propuesta de Allan Cohen, quien viene a recordar que la igualdad y la libertad están determinadas en última instancia por cuestiones naturales, cuestiones no elegidas que nos son innatas y que en el marco liberal son, en demasiadas ocasiones, pasadas por alto.

La principal fuente de desigualdad para Cohen no reside en el estatus que alcances en la sociedad o en el uso que hagas de tus talentos: la principal fuente de desigualdad se encuentra en tu origen social, del que dependerán tanto ese estatus como la propia capacidad de desarrollo de los talentos, tal y como se viene señalando. Al final todo se retrotrae a las circunstancias materiales de las que partimos: de nada sirve preocuparse porla gestión y la distribución de bienes primarios u otros recursos si el acceso a estos y su aprovechamiento va a estar condicionado por una realidad material que no elegimos y sobre la que, con propuestas de este tipo, no se incide. 

Por tanto, todo país democrático que se precie a considerarse como tal, debería enfocar el problema de la desigualdad y la falta de libertad a través de perspectivas de este tipo que si que parecen dirigirse a la raíz del mismo al perseguir una verdadera situación de justicia, igualdad y libertad. Si como decíamos, las democracias se caracterizan por considerar a sus miembros iguales y soberanos, y por poner a su disposición los recursos y las instituciones para producir gobierno, va a resultar muy difícil garantizar el mantenimiento de las mismas bajo las dinámicas sugeridas por pensadores como Rawlso Dworkin es decir, bajos las lógicas del capitalismo. Como señala Cohen, y otros tantos antes que él, la distribución y la apropiación de recursos que se producen en el capitalismo, únicamente motivadas por la acumulación de riqueza, van acompañadas inherentemente a la creación de desigualdades, al enriquecimiento de unos pocos a costa de una mayoría cada vez más fustigada y cuya realidad ya no puede ocultarse por más que se intente.

Las posibilidades del sistema, en lo que refiere a garantizar igualdad de acceso a los recursos, acaban resultando superficiales y limitadas, por no hablar del prácticamente inexistentes interés por alcanzar la igualdad en materia de origen natural y social. Frente a estas carencias el recurso es siempre el mismo:la instrumentalización, de una forma u otra, del aparato estatal e institucional, haciéndose evidente la necesidad de que el estado regule las limitaciones naturales del capitalismo, tal y como estamos viviendo a día de hoy ante la presente crisis. Pero entonces, si son las propias lógicas que nos gobiernan las que acaba resultando un obstáculo para el igual acceso a bienes y propiedades por parte de los ciudadanos¿cómo va a garantizarse el correcto funcionamiento de la democracia, si realmente nunca existirá la igualdad política necesaria para que el pueblo pueda ejercer democráticamente su soberanía? El sistema en sí mismoacaba recayendo en importantes contradicciones frente a su actual modelo político de referencia; no obstante, la historia ya ha demostrado que éste puede manifestare en otros tipos de regímenes cuando las democracias alcanzan su límite. Si el capitalismo es capaz de adaptarse a otros modelos políticos, ¿qué se lo impide a la democracia? Quizá haya llegado el momento de que se asuma una reformulación definitiva del término que lo aleje del yugo del capital en pos de fortalecer el elemento democrático fundamental: la igualdad de un pueblo que no puede dejar escapar las riendas ni de la política ni de su vida.

Por Alberto Alcolea – @ganymedw en Twitter.

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