Marta Hernández, militante de la Coordinadora Juvenil Socialista
El pasado domingo marcharon entre Atocha y Sol decenas de miles de personas en defensa de la educación pública. El motivo que consiguió juntar a profesores, trabajadores no docentes y estudiantes de todos los niveles educativos era simple: la degradación de la educación pública debido a la infrafinanciación de esta por parte de la Comunidad de Madrid gobernada por Ayuso. La infrafinanciación se expresa de diferentes maneras en los distintos niveles educativos: falta de plazas en la formación profesional pública, la saturación de las aulas en la educación secundaria, introducción de empresas privadas en la universidad, la precarización del empleo o el deterioro de las infraestructuras.
Además, este proceso viene acompañado del endurecimiento de las sanciones contra cualquier actividad política y del control burocrático de cualquier atisbo de organización o iniciativa por parte de las estudiantes. La Comunidad de Madrid, en su habitual seguidismo de la retórica de la alt-right estadounidense, acusa a las universidades públicas de ser nidos de izquierdismo y fomentar la violencia política. En consecuencia, el gobierno de Ayuso, apoyándose en la ya de por sí represiva LCU (Ley de Convivencia Universitaria) aprobada en 2021 por el gobierno central —desde el Ministerio de Universidades en manos de Unidas Podemos—, planea aumentar la capacidad sancionadora de los decanatos y rectorados. Por un lado, esto implica un aumento de unas fuerzas de seguridad privada (empresas como Secoex o Eulen) que actualmente ya actúan sin ningún tipo de cortapisa en los campus, así como de una presencia policial cada vez menos disimulada. Por otro lado, supone una mayor capacidad de imposición de trabas burocráticas excusadas en justificaciones tan amplias y difusas como el “respeto” o la “convivencia”. En esta labor contarán con el apoyo pleno de rectorados y decanatos, como hemos comprobado en la facultad de ciencias políticas de la UCM, cuando la candidata a rectora más progresista de la historia ha saboteado la actividad estudiantil mientras fomentaba eventos de la OTAN o cuando salía en defensa de voceros reaccionarios amparándose en la “libertad de expresión”. De la misma manera, podemos esperar que la represión de movilizaciones en apoyo a la lucha palestina continúe, con decenas de estudiantes multadas con la complicidad de la rectores y decanos. La universidad pública, lejos de ser ese edén de las libertades democráticas, es uno de los frentes donde se concreta la ofensiva contra los derechos políticos que hemos experimentado los últimos años.
Una vez descrita la situación general, conviene radiografiar las condiciones concretas de este nuevo ciclo de luchas en torno a la educación pública. El éxito de la movilización fue el resultado de varias problemáticas solapadas. En primer lugar, Menos Lectivas, que integra a profesoras organizadas en asambleas en sus centros educativos y a varios sindicatos (CNT, CGT y STEM), está llevando adelante un conflicto por la reducción de las ratios, las horas de docencia, la eliminación de la segregación educativa, etc. En segundo lugar, el movimiento “FP sin prácticas”, con la participación de varias organizaciones, como el Sindicato de Estudiantes, el Frente de Estudiantes o Contracorriente, ha movilizado a estudiantes en varios centros educativos, desembocando en la huelga del pasado miércoles 19 de febrero. Y, por último, como hemos señalado, en las universidades, la discusión sobre la futura ley de universidades y las tensiones entre el gobierno central, el gobierno autonómico y la Conferencia de Rectores de Universidades de Madrid (Cruma) han llevado a un aumento del descontento en ese difuso y contradictorio colectivo llamado “comunidad universitaria”. Fundamentalmente por iniciativa de CGT y algunas organizaciones estudiantiles, se han lanzado asambleas abiertas en todos los campus para preparar la respuesta ante la creciente insostenibilidad de las universidades públicas madrileñas, incorporando a trabajadoras y docentes.
La convergencia de estos tres ejes ha resultado en el éxito de la convocatoria, a pesar de que muchas de las organizaciones mayoritarias, claramente alineadas con la izquierda institucional, no han participado, ni la han impulsado, limitándose a secundarla.
Sin embargo, un relato que se oía en la manifestación y también en muchas asambleas y reuniones previas era claro. El PP madrileño, sección española del trumpismo internacional, quiere acabar con la educación pública para favorecer el nuevo negocio de la privada y acabar con uno de los bastiones de la izquierda, el profesorado. Por tanto, la defensa de la educación pública y el Estado sería, en este relato, la punta de lanza contra la ultraderecha nacional e internacional. Quienes tendrían a su disposición los medios para ejecutar esta tarea son los sospechosos habituales: el PSOE, con Sánchez a la cabeza, y sus socios en el gobierno y el parlamento.
Los grandes medios de comunicación progresistas, la burocracia educativa y sindical, y los partidos de izquierda intentan, mediante este discurso y sus maniobras en los diferentes espacios, garantizar su hegemonía. Delegados, aspirantes a políticos profesionales, rectores y decanos, desembarcan en asambleas, coordinadoras y comisiones donde nunca se les había visto. Sus formas, sus propuestas y sus métodos tienen un horizonte claro: demandar al Estado mayor gasto en educación y utilizar el descontento para alimentar a la oposición al gobierno del PP en la Comunidad Autónoma de Madrid; hacer de las decenas de miles de personas movilizadas por la educación pública una masa de maniobra del PSOE y sus socios.
Así, quieren que nos quedemos mirando el dedo. Y es que si cierran los centros de salud en nuestros barrios, si nos quedamos sin plaza en el instituto, si no nos llega el sueldo para pagar un máster o simplemente para pagar el alquiler, no es por la maldad de Ayuso. Ella sólo es la expresión más clara y abierta de la ofensiva contra las condiciones de vida de la clase trabajadora.
Sus adversarios en el parlamento sólo hacen juegos de trileros. Lo que nos quitan en impuestos, nos lo dan en la forma de servicios públicos deteriorados. Lo que financian a través del endeudamiento masivo del Estado, nos lo dan en la forma de becas y pensiones de miseria. Mientras tanto, los intereses del capital se mantienen intactos. Cada día tienen acceso a más mercados subvencionados en educación, en sanidad o en los cuidados a mayores. Cada día disponen de más privilegios fiscales y financieros para garantizar sus ganancias. Y cada día tenemos un margen de acción más restringido para organizarnos y hacerles frente.
La frágil situación del jardín europeo, entre una productividad estancada y un déficit crónico del Estado, no deja espacio para grandes mejoras. Por mucho que enreden Pedro Sánchez, Yolanda Díaz, Enrique Santiago o Ione Belarra, la educación estará sometida, directa o indirectamente, al imperativo de la acumulación. Es más, el papel de la educación no podrá ser otro que la producción de títulos, conocimientos y habilidades recogidos en nuestros currículums y disponibles para nuestros jefes. El ideal ilustrado de la educación pública, tan presente entre profesores, estudiantes e intelectuales, es poco menos que una ilusión ajena a la realidad de los centros educativos. Ideal que, ni siquiera bajo una coyuntura que permitiese ampliar la inversión en educación, estaría exento de la lógica y necesidades del sistema capitalista.
En cualquier caso, el panorama no es muy halagüeño. Una movilización sostenida en buena medida por sindicatos, organizaciones y asambleas independientes que, sin embargo, desembocan en el regocijo del PSOE, Sumar, sus medios y sus satélites en la sociedad civil. Las preguntas que se imponen son claras. ¿Cómo evitar ser meros espectadores insatisfechos en este juego de sombras de los partidos del régimen? ¿Cómo hacer de la movilización por la defensa de la educación pública un paso hacia la organización independiente de la clase trabajadora?
La primera condición, para que el conflicto en torno a la defensa de la educación pública no sea inmediatamente digerido por los partidos del régimen ya la hemos cumplido: que la iniciativa y el proceso de lucha no recaiga sobre sus aparatos políticos, mediáticos y sociales, sino sobre las trabajadoras y las estudiantes y sus organizaciones autónomas.
La segunda condición consiste en que esta organización esté guiada por unos principios organizativos y políticos claros. Aquí hay varios peligros que debemos evitar. El primero es la tradicional tensión entre el antipoliticismo, propio de autónomos y anarquistas, y el burocratismo, propio de organizaciones políticas de todo signo. El antipoliticismo es aquella tendencia a sospechar y perseguir a cualquier organización política (o incluso sindical) que interviene en un espacio amplio, entorpeciendo así la posibilidad de que diferentes corrientes expresen nítidamente sus diferencias, expongan sus aspiraciones y, en última instancia, puedan demostrar la coherencia de sus planteamientos. El burocratismo es aquella tendencia a intentar controlar espacios amplios mediante maniobras: situar a militantes en espacios de poder sin subordinarse a los acuerdos colectivos, desembarcar con militantes externos para dominar votaciones, etc. Ambas tendencias siembran la desconfianza entre diferentes sectores del movimiento, lastran su desarrollo y entorpecen su funcionamiento democrático. La alternativa debe ser la normalización de la existencia de diversas corrientes políticas en el seno del movimiento, que expresen sus diferencias y sus desacuerdos con la vehemencia y claridad que sean necesarias, así como la sanción de aquellas que recurran a maniobras, que obstaculicen y oscurezcan el desarrollo del mismo.
El segundo peligro es no favorecer métodos de acción que contribuyan a la acumulación de experiencias y capacidades en torno a este conflicto. Para ello es fundamental desarrollar un plan de lucha orientado a la expansión del conflicto más allá de sus límites actuales. Por un lado, en un sentido meramente sociológico, que desde nuestra modesta percepción de la movilización del pasado domingo se limitaron a la comunidad educativa —sujeto atravesado por incontables contradicciones y de claro carácter corporativista— y ni siquiera a su conjunto. Y, por otro lado, en el sentido que ya están apuntando diversas organizaciones, esto es, hacia una huelga general educativa, que merezca tal nombre y no sea simplemente una convocatoria de una u otra organización desde arriba. Las huelgas no se proclaman por decreto, sino que se construyen con trabajo político. Por último, excluyendo aquellas voces —partidos de la izquierda institucional, delegaciones de estudiantes, sindicatos burocráticos— que quieren encauzar su solución a través de las vías institucionales y los partidos del régimen, es decir, buscando la presión del gobierno central al gobierno autonómico mediante, por ejemplo, la condicionalidad de fondos.
El tercer peligro es desdibujar el contenido de clase del conflicto para llegar a sectores más amplios. Esto puede adoptar diversas formas. Desde centrarnos únicamente en problemas corporativos de tal o cual grupo de empleados, hasta dirigir la atención a los derechos de la ciudadanía, pasando por desdibujar el carácter de clase del Estado, ocultar la función social de la educación y segregar esta cuestión de la ofensiva general contra las condiciones de vida de la clase trabajadora. Asimismo, centrarnos en problemas inmediatos y absolutizar el consenso como regla para la toma de decisiones son algunos de los mecanismos que contribuyen a desfigurar el contenido este conflicto y lo orientan el marco del ciudadanismo y el interclasismo. El motivo es evidente: los sectores vinculados a los partidos del régimen pueden imponer su punto de vista, por ahora minoritario, a través de estos medios.
La tercera condición es apuntar hacia una serie de conquistas que permitan mejorar las condiciones de vida, ataquen a la ganancia, aseguren las condiciones de organización y alimenten un sentido común socialista. Hoy cualquier mejora en las condiciones de vida de la clase trabajadora —cuando resulta de una expansión del gasto público y no simplemente de un trasvase entre partidas presupuestarias— se sostiene sobre un incremento de la explotación de la clase trabajadora nacional e internacional, ya sea en la forma de impuestos que recaen sobre los salarios y el consumo o en la forma de endeudamiento que condena a las futuras generaciones. Por eso necesitamos la perspectiva de atacar a la ganancia. Hoy cualquier conquista debe ser el resultado y la garantía de la organización de la clase trabajadora. Sin una defensa de los derechos políticos la posibilidad de una política independiente será cada vez más tenue. Y, por último, hoy las luchas deben contribuir a alimentar un sentido común socialista, deben ser herramientas para la lucha cultural contra la reacción y el reformismo. Para ello, es necesario incluir criterios de gratuidad y la universalidad, pero sobretodo es imprescindible una labor agitativa y propagandística permanente, que vincule cada situación de miseria e injusticia con sus causas estructurales y que entienda cada lucha y cada reforma como pasos en un proceso más amplio, lejos de toda actitud autocomplaciente o indulgente.
Todas estas condiciones sólo se pueden construir en el día a día del movimiento, desde cada organización, en cada asamblea y cada comisión. En cambio, la última condición es aquella que no podemos solventar de manera inmediata y que tampoco se puede construir desde el propio movimiento: la existencia de una alternativa política revolucionaria, un partido de oposición al Estado capitalista y todos sus representantes, dotado de un programa que haga comprensibles los medios para construir un orden político y social superior. Sin esta condición, cada paso será frágil, cada conflicto podrá ser capitalizado por sus partidos. Careceremos de nuestra herramienta fundamental. Por eso, si su ofensiva se articula desde todos los frentes, desde el gobierno autonómico madrileño y su thatcherismo castizo al gobierno más progresista de la historia, y se dirige contra todos los sectores de la clase, desde el profesorado a la juventud trabajadora en las universidades, pasando por los alumnos de prácticas y el personal de administración, nuestra respuesta debe ser unitaria e independiente. Solo organizándonos contra los intereses de la burocracia estatal y el capital privado, en contra de políticos profesionales de todo signo, podremos obtener una victoria real frente a esta ofensiva, que no sea un mero espejismo reformista más que nos mantenga en la derrota, sino un paso en el camino hacia la construcción de una alternativa política revolucionaria.