Desde que el pasado día 24 las tropas rusas pisaron suelo ucraniano, sin comerlo ni beberlo, los ciudadanos europeos “estamos en una guerra”, tal y como declaraba horas más tarde el jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell. Tan sólo un par de reuniones han bastado para que los burócratas uniformados de Bruselas, en coalición con los gobiernos de los Estados miembro, decida unilateralmente declarar la guerra a Rusia. Y la ocasión bien lo merece. Entramos en una nueva fase, sin precedentes en la historia reciente del viejo continente, de la relación entre Europa y su vecino oriental. Se rompen, como reconocía con alegre solemnidad nuestro alto representante, una serie de tabús. En el transcurso de unas pocas horas la Unión Europea se ha desprendido de la que parecía ser su baza propagandística más poderosa, a saber, que la alianza de los 27 no era un instrumento de guerra, sino de paz. Europa se ha de convertir en un “hard power”, y cualquier recurso es bueno si contribuye a ello. El estado de derecho y el comercio, según sostiene Borrell, no pueden vehicular la relación entre naciones. En otras palabras, no contribuyen al “hard power” europeo, y pretenderlo sería de una ingenuidad infantil.
Los funcionarios del gran capital europeo nos piden desde Bruselas que dejemos atrás los cuentos para niños que nos han venido contando durante tanto tiempo. Más vale tarde, dice el refrán. Y ya era hora de reconocer abiertamente que los principios de la Unión nunca fueron la paz y el respeto al estado de derecho, sino otros con algo menos de glamour: el acero y el carbón. Y si la defensa de los principios exige alimentar guerras que nadie ha decidido; si exige avivar un conflicto armado con declaraciones incendiarias y medidas económicas antipopulares; si exige, en definitiva, la participación militar activa y la renuncia a los viejos tabús, así sea. Ciertamente, muchas cosas parecen estar cambiando en apenas unos días. Pero el compromiso con la mentira, arraigado en lo más profundo de los defensores del interés desnudo del capital, es demasiado sólido como para esfumarse de un plumazo. Durante estas jornadas asistimos a un evento insólito, en el que el lema de “no a la guerra” se ha convertido en un arma de guerra, y el noble impulso de solidaridad en una coartada para la aplicación del “hard power” de nuestros oligarcas. Sin duda, las élites europeas están sabiendo explotar a su favor la indignación que nos ha invadido a todos ante la agresión injusta de Putin y su ejército. Del mismo modo que la política sin pasiones es vacía, la indignación es por sí sola ciega y visceral, susceptible de convertirse en una coartada para la hipocresía más abyecta, si no directamente en un instrumento al servicio de las maquinaciones de despacho, que son ilegítimas, antidemocráticas y, por descontado, más bien poco solidarias con el pueblo europeo, ruso y ucraniano.
Sabemos que la hipocresía de la clase dominante no conoce límites. Su sección española, que ya nos tenía acostumbrados a los golpes de Estado parlamentarios, no ha querido quedarse atrás en esta carrera de cinismo. Si un estado de alarma inconstitucional sabía a poco, las medidas de censura decretadas contra los medios estatales rusos Russia Today y Sputnik atentan abierta y deliberadamente contra el artículo 20 de la sacrosanta constitución. La ley se confirma como lo que siempre fue en manos de los poderosos: una excusa barata cuando se trata de someter al pueblo y un papel mojado cuando estorba los planes diseñados para conspirar a sus espaldas. La decisión, también unilateral, de colaborar activamente en este conflicto militar por parte del gobierno español así lo confirma. Si ni siquiera la ley es óbice para la toma de ciertas decisiones de urgencia, menos aún lo será la eventual mala prensa que pudiera suscitar el envío directo de “material militar ofensivo” al frente ucraniano. En estas condiciones, casi suena a chiste recordar que quizá el pueblo del que estos políticos dicen ser servidores tenga algo que decir y decidir al respecto. El gobierno más progresista de la historia se suma por el bien de todos a la escalada belicista, cuyas consecuencias son difícilmente previsibles. Tampoco esta vez ha podido impedírselo el tímido e impotente pataleo de su minoría morada. Haciendo gala de su habitual idealismo político, Unidas Podemos se lamenta de los efectos destructivos de un sistema que acepta como el único posible. Naturalmente, dejando incólumes tanto el sistema como sus efectos. ¿Habrá quien todavía se sorprenda de sus constantes batacazos? La candidata Yolanda Díaz, esperando poder explotar en algún momento su oportunidad, aporta el contrapunto de crudo realismo. La responsabilidad de gobierno, es decir, los cálculos electorales, la han llevado a adherirse sin ningún “pero” a la iniciativa del gabinete de Sánchez. Sí a la guerra y, si la imagen de unidad mejora las encuestas, que pase lo que tenga que pasar.
Y es que la transversalidad tiene un precio. No para ella, claro. Sí para el pueblo. El presidente Sánchez ya ha advertido en sede parlamentaria de que el contexto de guerra tendrá consecuencias negativas para la economía española. Sánchez, consecuentemente, pide “sacrificios”, pero no a la “economía española”, que sólo existe en los titulares y en la estadística de los expertos. Pide sacrificios al pueblo, que pagará con su ya de por sí mermado bienestar el precio de la solidaridad, que todos mencionan pero nadie explica. Como era de esperar, las plumas fieles al régimen, en consonancia con su temperamento servil, no han tardado en hacer suyo el espíritu belicista que impregna estos días la opinión pública. Tiempos sombríos aquellos en los que, como nos ilustra el izquierdista Berna León –que no por indie es menos fiel—, “una posición genuinamente de izquierdas” exige, no sólo alinearse sin matices con el bloque otanista, sino la intensificación de la política que ha seguido hasta el momento. La indecencia ha llegado a un punto en el que la resistencia antifascista española comienza a utilizarse como arma arrojadiza contra quienes se limitan a señalar lo obvio. Por un lado, que el envío de armas a Ucrania no garantiza en ningún caso la victoria sobre el invasor ruso, ni acerca el final de su ofensiva asesina, cuyas bajas civiles se cuentan ya a millares. Por otro, que su envío, en cambio, sí que aumenta en grado considerable las posibilidades de que el “material militar ofensivo” termine en manos de milicias ultranacionalistas ucranianas –que, qué duda cabe, seguro agradecerán la solidaridad de nuestros gobernantes.
Es a todas luces evidente que en este escenario sólo está en juego la influencia regional e internacional de distintas potencias mundiales. En último término, sólo está en juego la senda que seguirá el proceso de acumulación capitalista, el único contexto en el que un conflicto armado como el actual puede tener sentido. Abstraer la variable determinante del análisis no sólo contribuye a reproducir las condiciones que conducen al conflicto bélico, sino que colabora activamente en su recrudecimiento. Hay que decirlo claro: se está librando una guerra encubierta del capital contra el trabajo, cuyos ejecutores se empeñan en hacer cada vez más explícita. De ello se sigue inmediatamente una conclusión, la de que sólo un mundo emancipado de las garras del capital podría convivir en paz. El pueblo trabajador, sin embargo, asiste impotente a este espectáculo de barbarie y apenas puede participar en él para asegurar su propia supervivencia. Pero sólo él podría enunciar con toda la fuerza de su contenido la palabra “solidaridad”, precisamente porque en sus manos deja de ser una palabra y se convierte en un principio para la acción. Así lo ha demostrado en las calles de Rusia, donde la valentía de quienes protestan se ha saldado con la habitual persecución política, que sólo ahora se lanza a denunciar la élite corrupta que nos gobierna. La solidaridad del pueblo ruso con el ucraniano es un estímulo que debe azuzar la nuestra con ambos y con el del mundo entero. La unidad de los trabajadores, su asociación internacional, por encima de fronteras artificiosas y odios nacionales, es nuestro único principio, el más poderoso de cuantos existen, pues sólo él puede salvarnos de la catástrofe definitiva. Habrá quien piense, apelando al realismo, que esto no es más que una soflama sin fundamento o un brindis al sol, quizá bien intencionado, pero a todas luces inservible. La oposición radicalmente crítica a las opciones existentes, en circunstancias en las que la ilusión de que no hay alternativa hermana a los competidores más insospechados, es la forma de intervención más violenta. Eso no nos sitúa fuera de la realidad, sino en el núcleo mismo del problema. Sí, es cierto que por ahora somos minoría. Pero no hay tiempo para lamentarse. Pedir lo imposible, como decía el viejo Blanqui, es la única postura realista.
Texto escrito por compañero/a anónimo/a con pseudónimo Bruto.