De aquí a finales de abril un tema recurrente y que aparecerá de manera constante será el relacionado con las elecciones (europeas, generales, municipales, autonómicas). En el presente texto se tratarán algunos aspectos cruciales como la abstención, la articulación por parte del sistema de los sujetos políticos pasivos, la fatiga democrática o el eterno-retorno de los proyectos reaccionarios. En un primer bloque se fijarán las tres tendencias que recorren la política institucional parlamentaria, y en un segundo bloque se articulará un breve análisis de lo reaccionario.
David Van Reybrouck en su obra “Contra las elecciones. Cómo salvar la democracia” (2013) establece, en lo referido a las elecciones en las democracias burguesas, tres tendencias que venían dándose y que seis años después podemos constatar y corroborar. Éstas serían: 1) una cada vez mayor fluctuación electoral, 2) descenso considerable de los afiliados y 3) el aumento progresivo de la abstención.
- El trasvase de votos de un partido a otro es un elemento concluyente y que decide elecciones, jugando los votantes indecisos y de última hora un papel fundamental en el desarrollo de los resultados. La “volatilidad electoral” se ha visto elevada desde los años 90 en adelante, con fluctuaciones que rondan el 10, 20 y 30 por ciento. En las últimas elecciones andaluzas (2018) veíamos cómo Ciudadanos recibía 100.000 votos provenientes del PSOE, 178.000 “peperos” decidían dar su apoyo a Cs o cómo se confirmaba el auge de VOX recogiendo 178.000 votos que previamente habían ido a parar al PP. Un ejemplo para ilustrar y re-construir el “mapa electoral” que estamos tratando de desplegar: de las 1.409.000 personas que en 2015 votaron al PSOE sólo 846.000 afianzaron su apoyo tres años después (el 40% optó por otras opciones políticas o la abstención). Esta acusada fluctuación también tiene como consecuencia la incapacidad de los institutos y empresas de sondeo para acercarse con sus predicciones a los resultados finales (nadie vaticinó la victoria de Trump, el auge de Vox o los primeros resultados de Podemos).
- Cada vez menos personas optan por dar su tiempo, esfuerzo e inteligencia militando en los distintos partidos políticos institucionales. Desde 1980 (hasta 2013) en Francia, Noruega y Gran Bretaña los partidos han perdido la mitad de sus afiliados; en Italia se han dado de baja alrededor de un millón de personas y en Bélgica de un 9% de ciudadanos con carné de afiliado que había en los años 80 la cifra ha descendido hasta el 5,5% que hay ahora. Si nos trasladamos al caso español el proceso es el mismo, el PCE/IU pasó de más de 200.000 afiliados en 1977 a rondar los 22.000 en 2017, el PSOE, por su parte, descendió desde los 400.000 a principios del siglo XXI a 187.360 en 2017 y el PP bajó de 600.000 en los 2000 a poco más de 160.000 (aunque ellos afirman tener más de 800.000 sólo la cifra que arrojamos es la que se ajusta a la estimación corriente de pago).
- Por último, nos hallamos ante la abstención. La cantidad de personas que (de manera pre-(i)reflexiva o consciente) eligen no asistir a las urnas aumenta tras cada elección. En las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016 casi la mitad de los ciudadanos tomó la decisión de no votar; de mientras, ese mismo año, en las elecciones generales españolas el 35% no introdujo su voto en una urna. Pero el ejemplo más ilustrativo lo encontramos en las elecciones al Parlamento Europeo. Mientras que de media en 1979 participó el 63% de las personas con derecho a voto, hace cinco años solo el 42,6% acudió a votar (20 puntos porcentuales menos). Es decir, menos de la mitad de la gente ejerció la pequeña parcela de “soberanía” que ostenta. En España la participación pasó de casi el 70% en 1987 a no llegar al 44% en 2014 (25 puntos menos). En lugares como Eslovaquia solo votó el 13%. ¿Se puede hablar de una absoluta deslegitimación de las comunes instituciones europeas? Esta abstención (en España) afecta sobre todo a la izquierda parlamentaria. Si volvemos a tomar como referencia las elecciones andaluzas de 2018 comprobamos que de las 254.000 personas que en 2015 habían votado al PSOE y de las 298.000 que habían optado por Podemos deciden abstenerse. Preguntas que deberían ser planteadas: ¿han dejado las elecciones de causar interés?, ¿son incapaces los partidos políticos clásicos (mediante sus programas y formas de ser-actuar) de producir ilusión?, ¿ha asumido la ciudadanía de manera pre-consciente que cualquier cambio por estas vías es inviable?, etc. Para terminar el apartado, lanzo esta hipótesis: el triunfo o no de la izquierda parlamentaria residirá en la capacidad que tenga de atraer al abstencionista a su proyecto político.
Estos tres síntomas en conjunto muestran una desafección ciudadana en relación con la política institucional, una desconexión entre individuo y partido político tradicional, una verdadera crisis de representación, una “fatiga democrática” (concepto de van Reybrouck) e, incluso, una deslegitimación de la democracia burguesa (no se puede hablar de democracia representativa o de que la soberanía resida en el pueblo cuando más del 40% no participa y muchos otros aun haciéndolo saben o perciben las limitaciones que esto presenta).
La política (institucional/parlamentaria) ha sido insertada/asemejada al no-mundo que es el mercado. El juego parlamentario está constituido (de manera esencial) como un mercado, con un marketing, con un “abanico” politico de opciones des-iguales, con unos medios de comunicación centrados en la sobreexposición de lo trivial con el fin de subir el rating, con figuras políticas que bien podrían ser actores y con un consumidor (sujeto político pasivo) cuyo único ejercicio de libertad se basa en elegir (votar) el producto (partido político) que supuestamente más se adecua a sus intereses (y si puede hacerlo de manera acrítica, mejor). Y a esto hay que sumarle la imposibilidad e incapacidad crónica (inherente al sistema, natural debido a su funcionamiento interno) que tienen los partidos a través del Parlamento de hacer frente (y enfrentarse) a las imposiciones de las clases dominantes (actuando tan solo como la correa de transmisión de los intereses de estos estratos sociales dominantes y/o dirigentes). El aparato del Estado es el marco institucional que permite y garantiza que la explotación capitalista siga reproduciéndose.
Lo que recorre todo esto es la apatía política, la conversión del ciudadano en un sujeto pasivo (donde asume todo como lo establecido, como lo ya dado e inmutable). Ante la muestra de que un cambio a través del aparataje político es imposible e inviable la resignación se plasma en el voto pasivo/defensivo o en la abstención. Y esta construcción (y extensión) del sujeto (político) pasivo está estrechamente relacionada con la característica nuclear y central del capitalismo tardío de generar conformidad y profunda indiferencia. El individuo al asumir la ideología dominante se convierte en mero observador de la realidad, sin capacidad (ni la creencia de que sea posible) de ser partícipe de la transformación radical del viejo orden social. Millones de votantes (o abstencionistas) pasivos son más útiles al sistema que el sujeto político consciente y positivo que supera la negatividad abstracta.
Respecto a los abstencionistas convendría distinguir dos grupos distintos. Por un lado, tendríamos a los que no votan por “apoliticismo”, y por otro, a aquellos que, tras un largo periodo reflexivo y como resultado de una actitud crítica con (y hacia) el parlamentarismo burgués deciden no participar (éstos además no ven en las elecciones un fin en sí mismo, sino simplemente otro día más del largo proceso de construcción de unas relaciones sociales distintas). Los primeros (aunque intuitivamente ya muestran cierto rechazo por el Orden instituido) se pueden asemejar a aquellos que hemos definido como sujetos políticos pasivos y que votan “negativamente” (no como construcción, sino como salvaguardia de lo ya dado). Y aquí lo edificante y realmente sustantivo pasa por convertir a dichos abstencionistas pre-reflexivos en ciudadanos conscientes del porqué y para qué de dicha decisión.
Para ampliar nuestra capacidad de entendimiento (y de ubicarnos en lo real) es necesario que se dé un paso a un lado para enfocar la abstención desde otro prisma. Por un lado, como uno de los síntomas que revelan que algo se está generando, moviendo gestando (rechazo intuitivo del partido político clásico, del engranaje parlamentario, etc.). Y por otro, no desde el optimismo corto-placista electoralista (pragmatismo en el sentido de acción (voto) – resultado, beneficio inmediato), sino desde una cosmovisión emancipadora que se inserte en el movimiento de construcción de (acumulación de fuerzas para) un Nuevo Orden (abriendo fracturas en la hegemonía de la ideología dominante). Por consiguiente, no se trata de ver potencialidades innatas en el acto concreto de abstenerse en si, sino en lo que esta tendencia y su expansión refleja, representa, revela.
Frente a todo lo ya mencionado, también es importante no quedarnos en los estrechos márgenes (como a algunos les interesa) que limitan la política únicamente a lo que rodea al parlamentarismo burgués. Hay más política (en el sentido amplio y extenso del concepto) en la paralización de un desahucio, en la decisión de un jubilado de participar y apoyar una movilización por las pensiones, en una charla-debate crítica con lo establecido que remueva conciencias (o inspire a reflexionar y dudar sobre lo asumido e instituido), en las movilizaciones sociales que presionan una decisión del gobierno que en el mero acto -aislado- de depositar cual individuo indiferente un voto en una urna.
Para finalizar este apartado voy a sintetizar las dos reflexiones que deben ser extraídas y que pueden servir como el punto de arranque de un nuevo mapa cognitivo. Por un lado, es crucial (y debemos) dejar atrás nuestra configuración como sujetos políticos pasivos (aceptando sin criticar las consideraciones impuestas por los agentes dominantes), y por otro, es necesario abrir la perspectiva, no reducir la política a lo puramente institucional, recordar las limitaciones propias del parlamentarismo, anular la fetichización de las elecciones democráticas burguesas, desvelar y desmontar la ilusión democrática y aceptar que el cambio no vendrá a través de los mecanismos institucionales establecidos.
En otro orden de cosas, y dando comienzo al segundo bloque del artículo (que va a colación de lo anteriormente planteado), no podemos obviar las referencias constantes que se hacen a la llegada, auge e implantación de la reacción (en el caso particular de España concretadas en VOX y en el PP de Pablo Casado). Muchos, tanto a través de las redes sociales como siendo ellos mismos los propios protagonistas de las campañas electorales, tratan de justificar el voto (e interpelar al posible votante) estableciendo que esta es la (única) forma eficaz de frenar la instauración de la reacción.
La expansión de las tendencias más reaccionarias bajo este modelo socio-económico es una constante, un hecho que cada X tiempo retorna, vuelve a coger fuerza y conquistar espacios sociales y culturales. Lo cual nos revela dos cosas: que la reacción (llámase bonapartismo, cesarismo -reaccionario-, fascismo, tercerposicionismo o populismo de extrema-derecha) no es un mero accidente (acontecimiento aislado) y que, por tanto, es algo inherente al sistema establecido.
Los proyectos reaccionarios actúan como freno o neutralización de los corpus emancipadores (los ya existentes o los que por las condiciones puedan darse), como forma de neutralizar las crisis cíclicas del capitalismo (impiden los análisis de las causas que señalan al sistema -articulando explicaciones que desvían “la culpa” hacia la inmigración, los lúmpenes, el multiculturalismo o incluso la “decadencia moral”-), y/o como continuación de la represión del sistema cuando el velo democrático ya no puede seguir actuando o ha sido desvelado. En síntesis, son, por mucho que se presenten como propuestas alternativas o regeneradoras, la baza del capitalismo para seguir desarrollándose. Es decir, y como afirmaría Gramsci, son procesos de cambio limitado (revolución pasiva) que permiten a las clases dominantes superar las crisis orgánicas y mantener sus privilegios (aún siendo fuerzas políticas nuevas no traen consigo -ni pretenden- el reordenamiento de las relaciones sociales).
Por lo tanto, y aunándolo con los párrafos precedentes, si es el propio modo de producción capitalista el que re-crea los intentos reaccionarios, la única opción que queda para realmente frenar la instauración del autoritarismo más despiadado es superar aquello de lo cual emana esta situación (esto es, el sistema capitalista). En consecuencia, la dicotomía no es reacción vs frente popular/antifascista o partidos socialdemócratas, sino capitalismo (como generador y sustentador de la reacción) vs comunismo (único proyecto efectivamente emancipador). Es decir, socialismo o barbarie.
Si la izquierda institucional, como pata izquierda del capital, en su propio actuar y devenir fortalece la permanencia del capitalismo, en última instancia (y derivándolo de todo lo que hemos comentado hasta ahora) es “cómplice” de que el pensar retrógrado conquiste cada vez más espacios mentales, morales, sociales y estructurales. Y aquí llegamos al quid de la cuestión, ¿se suprime-anula-abole la (ultra)reacción votando socialdemocracia? No, ni mucho menos, porque ni las elecciones son un fin en si mismas (ni tan siquiera un instrumento), ni la expansión de la cosmovisión reaccionaria se frena evitando que ciertos partidos entren al parlamento, ni el parlamentarismo (por muy progresista que sea) puede superar las limitaciones esenciales que presenta, y ni un mal puede “curarse” si no se mata la enfermedad que constantemente lo re-crea.
De modo que, es vital eliminar el cortoplacismo y apuntar más alto, pues solamente dirigiendo las críticas al sistema como causante tendremos la capacidad de revertir la situación. Las elecciones sólo son un pequeño paréntesis en la cotidianidad y el funcionamiento de las estructuras (el capitalismo se asemeja a un motor que nunca para haciendo de nosotros, incluso en las elecciones, la presa impotente de fuerzas ciegas), y el objetivo, por consiguiente, es abrir una pequeña brecha, fractura en lo realmente existente permitiendo que lo establecido como imposible (la emancipación) pueda entrar en juego.
En definitiva, y dando fin al artículo, nuestro compromiso (de todo aquel que desee la implantación de un nuevo orden social) pasa por acumular fuerzas, aprender de las experiencias pasadas, educarnos, (auto)criticarnos (como diría Lenin: ¡aprender, aprender y aprender!) y actuar. Esto hay que verlo como un proceso (largo) donde nosotros tenemos que volver a ser los sujetos políticos activos que, convirtiendo la indiferencia en ímpetu de transformación real, edifiquemos las bases de una nueva realidad.