En este artículo desarrollaré un fenómeno muy conocido, al menos para el gran público del fútbol, pero no por ello analizado en profundidad o con el debido detenimiento (fruto en la mayor parte de los casos de un hondo desconocimiento de los “analistas”), lo que el que suscribe intentará realizar en la medida que permite la extensión de esta plataforma y teniendo en cuenta la accesibilidad del propio artículo. Este fenómeno no es otro que el de la “ideología” en las gradas españolas, o dicho en la jerga propia, en el ‘mundo ultra’ español.
En primer lugar, empezaremos por catalogar lo que, a mi modo de ver, constituyen los dos principales vehículos ideologizantes (sin perjuicio de otros factores que influyen a la hora de construir esa “pseudo-ideología”) dentro de ese ambiente que llamamos ‘mundo ultra’: por un lado, la simbología, y por el otro, el esquema tribal.
El primero de ellos, la simbología, se construye, como resulta obvio y evidente, mediante símbolos. Estos símbolos juegan en el ‘mundo ultra’ el mismo papel que juegan en cualquier fenómeno colectivo, sea de tipo religioso, político, cultural, etc., a saber, un papel de significación o de clasificación, normalmente con respecto al “otro” (lo que tiene que ver con el esquema tribal que se desarrollará más adelante). Al igual que sucede en muchos otros casos, estos símbolos vienen cargados de un contenido concreto de antemano o, al menos, se cree que esto es así, y se utilizan con el objetivo de clasificarse “para sí” y “para el resto”. De esta forma, en España y también en otras partes del mundo, símbolos como el Che Guevara, con su más que conocido retrato, o la estrella roja de cinco puntas, los más recurrentes y salvo honrosas excepciones diría que los únicos, sirven para clasificar a los grupos ultra “de izquierdas” o “antifas”, teniendo en cuenta el contenido ideológico de esos símbolos. Y para los grupos “de derechas”, en España considerados ultranacionalistas y neofascistas como norma general (al igual que en Europa, salvo la excepción de los neonazis, que en España por una cuestión derivada de la propia condición histórica del país no se puede dar, por mucho que algunos se consideren “para sí” neonazis), símbolos como cruces célticas o águilas imperiales sirven para clasificarse como tal.
Sin embargo, la peculiaridad española, como no podía ser menos, con respecto a los símbolos tiene que ver con “lo nacional”, algo que se extiende también a otros campos como la política o la cultura y que no ocurre en ningún otro país de Europa, tampoco en las gradas. En este sentido, la bandera española, con un evidente contenido político, que no ideológico, que es lo que parece que cuesta distinguir en ese mundillo, juega el papel principal. De esta forma, en las gradas “de izquierdas” españolas jamás se muestra una bandera española (lo que se hace extensible por lo general al resto del estadio, no solo a la grada de los ultras), salvo la excepción de los Bukaneros del Rayo y el estadio de Vallecas, que dejan ver algunas veces la tricolor republicana, nunca la bicolor; siendo las banderas regionales, con el añadido de la estrella roja correspondiente, las que sirven a las gradas “antifas” para significarse “ideológicamente” con respecto al territorio que las representa (salvo la ikurriña, que no sufre de ningún adendo “ideológico”). Del otro lado, las gradas “de derechas” muestran la bandera española, casi siempre sin el escudo monárquico o bien con el águila bicéfala o la de San Juan (en un ejercicio claro de anacronismo histórico) y, en caso de mostrar la regional, lo hacen sin la estrella roja que muestran los primeros.
La consecuencia de esta simbología es muy clara: la bandera española se asocia o viene asociada al ultranacionalismo, al neofascismo o, en el peor de los casos, al neonazismo, jugando el papel de espantajo para todas aquellas gradas “antifas”, que ven en ella un símbolo enemigo, amenazador y que hay que combatir. Esta absurda falacia asociativa viene motivada simple y llanamente porque el enemigo, que lo es por motivos “ideológicos”, la porta y en la medida que mi enemigo “ideológico” la porta, ese símbolo adquiere una carga “ideológica” por asociación que también la convierte en enemiga.
Sin embargo, este reduccionismo asociativo, según el cual todo lo que diga o haga mi enemigo se convierte en algo a combatir (ejemplo claro de argumento ad hominem), es racional y lógicamente desmontable, acudiendo al hecho, por ejemplo, del conflicto palestino-israelí, en el que gradas “de izquierdas” y “de derechas” coinciden en el apoyo a los primeros, por motivos se diría que distintos, pero en el que, utilizando aquella pseudológica asociativa, debería llevar a los grupos “antifas” a apoyar a Israel, y como éste algunos ejemplos más como el posicionamiento contrario a las casas de apuestas o al imperialismo estadounidense, que también ambas facciones comparten, aunque no se signifiquen demasiado públicamente respecto a todos ellos.
En relación con lo anterior, y ya para enlazar con el otro de los principales elementos (el esquema tribal), hay que poner de manifiesto que esta “lógica” de símbolos es esencialmente deudora y heredera del principal suceso histórico de nuestro siglo XX, la Guerra civil española, a partir de la cual, para algunos, la sociedad se clasifica en dos bloques ideológicos: antifascismo y nacionalismo (periférico) por un lado (sin perjuicio de lo absurdo que es y la contradicción que supone que estos dos fenómenos vayan de la mano) y la derecha (o el “fascismo”) por el otro, siendo España y toda su simbología “propiedad” de los segundos, lo que tiene como consecuencia que el acompañamiento de nacionalismo y antifascismo adquiera lógica (para sí), en la medida en que comparten un enemigo común (España=fascismo). En este sentido, podemos afirmar que éste galimatías ideológico, absurdo de todo punto, es uno de los mayores triunfos políticos del franquismo, toda vez que fue éste el que determinó que debía ser así (rojos y nacionalistas aliados para destruir España), lo que supone, en el campo político-social, una capitulación ideológica funesta para los intereses de España y sus gentes, pero ese es tema para otro artículo.
Dicho lo cual, los dos bloques anteriormente comentados sirven para introducir el segundo de los vehículos ideologizantes, esto es, el esquema tribal, que funciona como causa y consecuencia de la simbología. Causa en la medida en que la pertenencia a un grupo o bando supone la irremediable necesidad de hacer propios unos símbolos, y consecuencia en la medida en que esos símbolos, que vienen dados y que por lo tanto no se crean ni se inventan, actúan como elementos diferenciadores del “otro”.
Ese “otro”, la idea de la otredad, es un mecanismo que funciona especialmente bien en la construcción del discurso político, toda vez actúa como un elemento simplificador de todo lo demás. En consecuencia, nada es susceptible de discusión, debate o análisis si el objetivo o el fin de lo propuesto se plantea en contra del “otro”, aunque ese otro sea minoritario, se sobredimensione o, en el peor de los casos, ni exista. Por tanto, con este planteamiento maniqueo todo se reduce a: estás conmigo o contra mí, sin aceptarse, por supuesto, matices, “grises” o puntos de vista diferentes al colectivo o bloque correspondiente.
En lo que respecta al ‘mundo ultra’, la idea de la otredad viene demostrada de la propia construcción de los “bandos”, en el cual uno de ellos se autodenomina “antifa”, construyéndose “ideológicamente”, por tanto, en base al “otro”, no por sí mismo ni en base a un planteamiento o desarrollo ideológico particular. Asimismo, el otro de los bandos, que no tiene una clasificación tan clara y unidimensional como el opuesto, ya que se puede clasificar de varias formas, ya comentadas con anterioridad (aunque strictu sensu vengan a ser la misma, salvo matices geográficos), vino a autodenominarse en algunas ocasiones como “anti-antifa”, lo que ya es el súmmum del esquema tribal, dejando la puerta abierta a que surja una corriente “anti-antiantifa” y así ad infinitum.
Si bien podrían decir que ésta es una forma cruda de exponer un planteamiento dialéctico, mediante el cual una y otra parte se contraponen (“pensar es pensar contra alguien”, que diría Gustavo Bueno), nada más lejos de la realidad, toda vez que la dialéctica exige razonamientos y argumentos para su desarrollo político, que en este caso no se dan, puesto que todo queda difuminado por ese dualismo de símbolos y tribalismo al que vengo haciendo mención a lo largo del texto, no conociendo ni sabiendo definir, en la mayor parte de los casos, ese “otro” contra el que se está. Siendo así que, por lo tanto, nos encontraríamos ante dos bloques antagónicos sociológica y culturalmente enfrentados, que no ideológica ni políticamente.
Para finalizar, diré que a lo largo del texto la razón por la que he venido entrecomillando en la mayor parte de las ocasiones, al igual que en el título del artículo, la palabra “ideología”, es porque en el ‘mundo ultra’ la definición de ideología que nos da la RAE (a saber: Conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político, etc.), no es aplicable. Esto es así porque, simple y llanamente, no existen ideas, sino un conglomerado muy complejo de factores psicológicos, antropológicos, sociológicos, históricos y culturales, por un lado, y un popurrí de simbología, idealismo, sectarismo e infantilismo, por el otro. Dicho lo cual, no le quito su sustrato político que, como todo en una sociedad política, lo tiene.
Por Sergio V. (Graduado en Derecho) – @sergio__1917 en Twitter.