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La solidaridad es la base del mañana

No hay momento en la vida que no sea capaz de demostrar aquella máxima que expone la relatividad del tiempo. Lejos de consideraciones científicas que haría falta estudiar detenidamente, el saber popular muestra con todo lujo de detalles que aquellos momentos que carecen de contenido, se convertirán en los más largos y insoportables de nuestra vida. Una demostración la tenemos los días que estamos esperando un acontecimiento importante, un examen, una cita con esa persona que amamos, un viaje con el fin de visitar cualquier lugar turístico, la situación no importa, lo que nos importa aquí es la demostración de que estos periodos de interludio se determinan por un grado elevadísimo de vacío, de un sin sentido inigualable, en resumen, se alargan en el tiempo y parecen infinitos. Solo los momentos donde experimentamos la alegría de vivir y podemos exclamar que somos imbuidos por la presencia de la felicidad son los que pasan rápidamente y se difuminan como un rayo en el cielo en días de tormenta. Las diferencias subjetivas respecto al tiempo son palpables, pero cuando multitud de personas están dentro de uno de estos momentos que se amplían en perspectivas sin fin, es porque existen unas condiciones comunes a determinar.

Ese es el pequeño, o no tan pequeño, plazo de tiempo que nos ha tocado vivir al común de los mortales desde que un inesperado virus llegó a convertirse en pandemia mundial en cuestión de meses. Algunos deberán rendir cuentas delante del pueblo, y la justicia pronto estará de nuestro lado, pero más allá de elucubraciones e hipótesis bienintencionadas, la verdad es que la sociedad española lleva más de 2 semanas bajo arresto en forma de estado de alarma, proclamado por el presidente del gobierno Pedro Sánchez el pasado 14 de marzo. En estas dos semanas hemos visto situaciones del todo surrealistas, aceleración de las penurias que vive cada rincón del país, acentuación de la crisis general que alcanza el sistema social vigente, todo esto decorado con un sentimiento de incerteza y memes a su alrededor.

Desde el primer momento que vemos con detenimiento la forma en que los poderes públicos actuaban delante de la emergencia sanitaria, despertaba en nosotros un sentido de preocupación y desconfianza, no por las sucesivas «traiciones» a las que estamos acostumbrados, sino porque es en los momentos críticos cuando nuestra estimada clase política española saca a relucir su impetuosa irresponsabilidad para acabar con ella. El ilustre presidente, salvador de la patria que tan maravillosamente gobierna para evitar que el fascismo asuma el poder, junto a sus guardarropas de la socialdemocracia decadente, debían dar un paso adelante para erigirse como el garante de la unidad nacional en tiempo caóticos, aportar esa seguridad que tanto necesitan aquellas personas que, por un motivo o por otro, depositaron en ellos una confianza inigualable. A pesar de todos los avisos que llegaban desde Oriente sobre la peligrosidad del virus, se decidió, cuando parecía que su expansión por tierras españolas era inevitable, decretar el estado de alarma, siendo así una de las primeras medidas a tomar por el nuevo gobierno que hacía poco que había sido investido. No podemos esperar medidas rápidas y contundentes por parte de los siervos del capital internacional y representantes de la aristocracia obrera venida a menos, y esta situación no iba a ser menos. Mientras aquellas élites gozaban de una posición más que elevada por contener el contagio (posición que no evitó que más de un miembro parlamentario cayera en sus garras), se podía ver desde las alturas cómo la población desmantelaba todo supermercado, toda tienda alimentaria, para llevarse el último grano de arroz, el último cartón de leche, el último trozo de papel higiénico, preparándose para unas medidas gubernamentales severas. La opinión pública no tardaría en condenar estas actitudes de insolidarias, tachándolas de egoísmo exacerbado y señalando a cualquier persona que pudiera comprar más de sus necesidades inmediatas. La falta de coherencia de un medio social que señala la insolidaridad individual sin mostrar como nuestras propias condiciones sociales fomentan el individualismo y el interés privado era la primera grieta que el COVID-19 abría en nuestra sociedad, pero la mejor parte estaba aún por llegar.

El siguiente día teóricamente laboral después de la instauración del estado de alarma éramos espectadores de un hecho incomprensible: las estaciones de metro inundadas por miles de trabajadores incapaces de perder una sola hora de trabajo, no por irresponsabilidad, sino por necesidad. Las masas laboriosas, aquellas cuya libertad fue expropiada desde el primer día de sus vidas, son plenamente conscientes de que un virus en el organismo es una enfermedad a largo plazo, pero un día sin trabajo es una penuria inminente. Las críticas no tardaran al llegar: ¿Cómo era posible que en una condición de extrema peligrosidad hayan personas que deciden ir a trabajar? ¿Cómo eran capaces de poner en peligro al resto de la sociedad, arriesgando su salud y la del resto, por un puesto de trabajo? Estas preguntas resonaban en todos los medios de comunicación, sabedores de que nunca entenderían el porqué de este fenómeno, porque no lo han intentado siquiera.

El individuo socializado en el actual modo de producción de mercancías es tan amo de su condición económica y social como aquel fiel a la gracia de Dios que delimita su vida a la veneración de las sagradas escrituras. Cualquiera que mire la realidad con determinación llegaría a la conclusión de que la libertad no es más que la libertad para subyugarse a los designios externos del fin absoluto capitalista, y cada vertiente de la vida cotidiana corrobora ese ciclo sin fin en una infinidad de maneras. Si cada día, a cada segundo, existen personas obligadas a romper el solemne estado de alarma no es por un profundo sentido de personalidad cerrada y dogmática, sino porque las fuerzas autoritarias e inhumanas del trabajo y el capital juegan con nosotros como títeres en un espectáculo mundial titulado (re)valorización del capital. La personalidad que tanto se pretende cultivar existe solo en la imaginación del liberal desclasado que sueña con llegar alguna vez a la cúspide de la montaña social y tratar con celebridades del momento. La libertad individual es la farsa que rige el funcionamiento de las sociedades contemporáneas, y la reflexión que cada uno de nosotros deberá hacer a partir de la culminación de esta crisis (si es que salimos) partirá indudablemente de la comprensión de esta verdad absoluta. Desde que nos levantamos por la mañana hasta que nos acostamos por la noche se hace notar el peso de la autoridad estatal, de la fuerza de la administración burocrática, de la dominación dictatorial del trabajo y el totalitarismo económico, poderes que no cesan su actividad, ni siquiera en nuestros sueños, ya que estos son simplemente una medida por prepararnos por una nueva batalla al día siguiente. Cada acción que tenemos durante nuestras largas jornadas son determinadas por innumerables factores, cada uno de ellos más lejano e incontrolable que el anterior. Es la violencia la que está presente en todas las circunstancias de la vida moderna, todas las instituciones sociales están basadas y se fundamentan en la violencia, dando la espalda a esa bendecida libertad personal que tanto tratan de inculcarnos. Irremediablemente, todo gobierno, toda ley y autoridad descansan sobre ese principio de la violencia y la fuerza, al imbuir el miedo a sus subordinados sino cumplen con la voluntad del líder, sea un partido político, una estructura social o incluso una Idea. Sí, una Idea, porque el espíritu humano actual también está completamente dominado por la autoridad espiritual de los valores de la mercancía y la rentabilidad, del capital y del máximo beneficio a la menor gasto, y es en ese marco donde nuestras ansias de libertad se ahogan y quedan ridiculizadas y reducidas a átomos. La autoridad, o el conjunto de autoridades existentes, regulan nuestra vida, pasada y presente, nuestra existencia es una constando invasión y violación, y en el momento en que nos percatamos que efectivamente no somos libres, nuestros sentimientos están tan sobrecargados de esa autoridad que intentamos limpiar nuestra alma vengándonos de los más desfavorecidos, motivados por el concepto de civismo y de «la ley y del orden», descubriendo así la figura del chivato, que la veremos en seguida. La vida entera acaba siendo una absurda combinación de autoridad, dominación y sumisión, de fuerza y represión constante, tanto en el interior de uno mismo como para la resto de individuos.

Es esa la realidad que nos ha tocado vivir, donde el enfrentamiento de intereses privados y la conformación de un marco de combate común llamado mercado ha acabado constituyendo un poder extraño que domina con puño de hierro y que amenaza con destruir todo vínculo social basado en la solidaridad. Ausencia de apoyo mutuo, de intereses colectivos y coordinación conjunta, es el caldo de cultivo perfecto por pedir, sino exigir, una responsabilidad social para los ciudadanos. La materialización de esta responsabilidad debe ser el gran temor de nuestros gobernantes, porque la máxima expresión de la sociabilidad humana tiene un nombre y es el de comunismo.

Dos semanas de confinamiento y el pánico arrastra cada uno de los hogares del pobre trabajador español. Los movimientos en la calle han sido severamente confiscados exceptuando las necesidades más extremas y obligatorias, casualmente una de ellas trabajar, pero tenemos también la de ocuparnos de nuestros mayores o hacer la compra. Todo paseo por las vías públicas cuyo motivo no sea uno de estos será duramente castigado e interpretado como un ataque a la autoridad y, por qué no, a nuestros conciudadanos. Lástima que esta lección solos sea aplicable al individuo corriente y no también a las respetables fuerzas de seguridad del Estado, que se pavonean sin ningún método de control sanitario personal. No verás una mascarilla en ellos, a no ser a que pretendan esconderse la cara con la porra, en ese caso están perfectamente equipados. La presencia de la policía y del ejercito en la calle tiene un sentido muy definido y que supera toda perspectiva de limitación paternalista de la sociedad delante de una amenaza externa.

En cambio, otros profesiones están recibiendo una estimación que ni en sueños habríamos podido imaginar. Las tareas sanitarias, como enfermeros, médicos, conductores de ambulancias; los medios de transportes, especialmente los servicios públicos y el personal de los autobuses o líneas ferroviarias; el personal de limpieza y mantenimiento vial que procuran que los calles y establecimientos estén en las mejores condiciones posibles; un largo etcétera surgiría al enumerar todas las actividades que de repente han sido revalorizadas y se han catalogado a las personas que forman parte como héroes. Todos los días, alrededor de las 20:00h de la noche, numerosas ciudades, pueblos, barrios y calles, se han unido en una emocionando fraternidad por vanagloriar a los anónimos guerreros que cada día se ponen en primera línea de combate contra el virus, arriesgando su salud y la de sus familias, con una demostración de compromiso y de fuerza interior siempre presente en los momentos en que más se necesitan voluntades decididas. Estas muestras de respeto no son sino la cuna de la solidaridad humana que llama a desplegarse en su totalidad pero permanece en la prisión del egoísmo y el individualismo burgués. Este simulacro de unión, fundiendo las pequeñas almas en una sola voz, demuestran la existencia, tímida y humilde, de un espíritu social que aprovecha cada momento por darse a conocer, y que solo una transformación radical de los fundamentos sociales podrá desplegar en toda su potencia.

La solidaridad vecinal y las redes de apoyo mutuo deben ser el prototipo de la nueva sociedad, el sentimiento que debe prevalecer en aquel tipo de sociedad donde el único motivo para relacionarnos sea la satisfacción conjunta de las necesidades y facultades personales y colectivas. No es de extrañar como estas nuevas formas de sociabilidad, aún escondidas pero llenas de vida y en constante movimiento, han adelantado por la izquierda a todos aquellos núcleos que, prisioneros de viejas esperanzas sobre la base de categorías anticuadas, pretenden recoger paradójicamente las consignas revolucionarias más avanzadas y radicales. La bancarrota del comunismo actual se manifiesta en el momento en que la acción espontánea supera en contenido y en significado a la teórica actividad militante, foco de transformación. En un momento en que la vanguardia no es revolucionaria y las masas no son reformistas ni espontáneas como la actual, quizá estemos en el momento idóneo por replantear de nuevo el futuro de los movimientos sociales que desde un principio apuestan por la negación consciente de todo lo existente. Poner en duda nuestros principios, pasar nuestras convicciones por la más escrupulosa disección crítica, recuperar la actualidad del pensamiento libre y en oposición a los dogmas dominantes de nuestras sociedades industriales modernas, desarrollar nuestra independencia desde la praxis, estimular la comprensión, encontrar la luz en la oscuridad, crear una isla de alternancia en un océano de normalidad capitalista: tal es la misión actual de aquellos que honestamente predican la libertad y la justicia.

Continuando con la analogía marítima, aquellas islas de solidaridad y redes de apoyo mutuo de las que hablaba desgraciadamente no pueden escapar a la dialéctica de su contrario. Efectivamente, y a pesar del respeto que se declara mediante la ovación pública, el aplauso no ha sido una herramienta exclusiva de los solidarios. También otros sectores sociales se han adherido a la tendencia, pero no por humanismo intrínseco, sino por objetivos mucho más partidistas. Agentes políticos, medios de comunicación e incluso bancos han aprovechado la oportunidad para mostrar su cara más tolerante, más amable, más… social. Intereses oscuros y mezquinos recorren las actuaciones de estas entidades con la pretensión de capitalizar hasta la más mínima gota de generosidad que las personas son capaces de producir. La visión más pesimista nos diría que cada movimiento surgido de la naturalidad de los barrios, de ese carácter de agrupación que se resiste a ser absorbido por la máquina productiva del capital, acaba sucumbiendo y convirtiéndose en otro mecanismo técnico de control social encargado de mantener a las personas bajo la norma establecida. La razón de esta premisa es condicional: si bien en un momento histórico donde la irracionalidad social se extiende como totalidad y no hay prácticamente ningún posibilidad de huir del tsunami de la mercancía y el beneficio industrial, siempre existe la posibilidad de brechas en el sistema, de una fisura en la cadena imperialista que desemboce el círculo vicioso y plantee una salida, una válvula de escape, cuyas cotas de éxito residen en su contenido histórico y social, residen en el uso concreto que le dé a todas las fuerzas materiales e intelectuales. Atender estas grietas, su potencial y dinamizarlas en su (auto)transformación consciente, dotar a su movimiento de una perspectiva total abre un interminable haz de posibilidades que no deben ser rechazadas rápidamente.

En otro orden de cosas, estamos viviendo una época de grandes fluctuaciones políticas y económicas. Presenciamos un proceso en que los vínculos entre las potencias imperialistas se están modificando, lenta pero progresivamente, para dejar paso a todos los colosos emergentes al lado de las viejas fuerzas mundiales. China, junto a la no menos poderosa Rusia, está decidida a combatir hasta el último aliento la hegemonía mundial contra unos EE UU que demuestran tener síntomas de agotamiento industrial y financiero. Nos encontramos, pues, en un período de transformación y de cambio en la correlación de fuerzas entre los diversos núcleos capitalistas mundiales para la obtención de mayores beneficios y un lugar privilegiado en los mercados transnacionales. Esta coyuntura no es ajena para todo aquel explotado por el cambio de amo, que verá como el antiguo capital estadounidense que antaño le usurpaba el fruto de su trabajo en concepto de plusvalía, ahora dejará paso a una nueva y renovada formación capitalista procedente del lejano Oriente, no por eso menos impositiva ni ambiciosa. Las fronteras nacionales saltan por los aires, los sentimientos patrióticos olvidan su significado, toda tradición y costumbre milenaria es corrompida por los grandes intereses del fin absoluto irracional del sistema de producción de mercancías, por esa máquina autofinalista que es el capital, junto a su fiel escudero, el trabajo.

La autoridad de este binomio es ilimitada, y aunque queramos consolarnos con una gran estructura estatal que pongo fin a esta masacre de extracción de plusvalor, la certeza es que el Estado no es más que el punto de apoyo legal para los actos más inhumanos y terribles que el capitalismo internacional está destinado a hacer. Miles de millones de personas pagan cada día, financian continuamente, contra su voluntad, esta depravación. La pagan a costa de sus vidas, resignándose a la más completa nulidad política y económica, al recorte de sus libertades, al abandono de todo espíritu internacionalista y solidario, en resumen, a la degradación a una simple bestia de carga adscrita así para toda su vida, hasta que sea sustituida por sangre más joven y más cualificada. En ese momento es cuando el sentido vital desaparece, ¿Cómo no va a desaparecer si lo único que le da sentido a nuestra existencia es la participación inconsciente y forzosa en el engorde de la gran construcción social actual, edificada sobre la base del capital y el trabajo? ¿No son el capital y el trabajo dos categorías sociales funcionales dentro del fin absoluto? ¿Dos intereses contradictorios pero unidos en la retroalimentación en el marco común del sistema productor de mercancías? Un pensamiento verdaderamente crítico deberá consultar esta dialéctica con detenimiento.

Pero la cuestión no acaba aquí, si atendemos a las modificaciones que el organigrama estatal está reproduciendo en las últimas semanas. No es una medida temporal y circunstancial, sino que estamos presenciando una verdadera preparación del Estado para un futuro no demasiado pacífico precisamente. El movimiento de reforma de la gran máquina política se divide en dos momentos, diferentes pero indisolublemente atados: por un lado, prosperan las tareas de precarización y militarización de la vida cotidiana con las que consigue subordinar al individuo a la condición alienada propia de las sociedades capitalistas; por otro lado, una fórmula de carácter exterior, el Estado busca responsabilidades en el exterior a medida que se enfrenta a su área de influencia por un mejor trato del capital internacional con respecto al temible virus. Esta dualidad se alimenta y produce así una transformación en las correlaciones de fuerzas que sostienen el pacto histórico del Estado. Esta ofensiva del nacionalismo más rancio y del cuestionamiento del papel de los organismos internacional o supranacionales como la Unión Europea no es sino el empuje de las clases medias y de los estratos de la burguesía nacional en recuperar el espacio perdido que el gran capital financiero ha gozado en las últimas décadas. Las acusaciones entre España e Italia hacia la Unión Europea por su falta de consideración no nacen del puro humanismo o del espíritu de la justicia, sino por la nostalgia de un pasado donde el Estado era el único y principal organismo que regía las sociedades y que paulatinamente acabó sustituido por la globalización.

Al mismo tiempo, esta alianza entre las capas medias de la burguesía y la oligarquía financiera se ve reflejada en un posicionamiento concreto del Estado, en particular hacia las clases más bajas de la sociedad, las más humildes, y es lo que hemos estado percibiendo en las últimas semanas. La restricción de movimiento fue la primera decisión de las autoridades por combatir el COVID-19, rodeado de un aura de solidaridad y responsabilidad que, en momentos críticos, obligaba a efectuar una respuesta rápida. Velocidad que, desgraciadamente, no apareció en este momento. Pero más allá de las formas, la naturaleza de todos los movimientos estatales ocupan un denominador común. En períodos de crisis institucional, cuando los organismos públicos no son capaces de «reconciliar» (si es que alguna vez han sido capaces) todas las vertientes sociales, nace de repente el autoritarismo clásico con el que poner en orden la situación. Y así ha sido, la presencia de militares en la calle, el aumento de policías en los barrios, la severidad con que estos han impuesto su dominio, todo responde a un único factor predominante, a saber, la indisputabilidad del Estado como líder social.

A esta campaña de reafirmación de la autoridad estatal se adhieren, como no podía ser de otra manera, todos los mecanismos de control material y espiritual que están a su alcance para convencer realmente a la población de que la actual situación está controlada coherente y enérgicamente por la máquina estatal, empezando por los medios de comunicación. A través de la prensa, oral y escrita, somos continuamente bombardeados por mensajes que aluden a la «buena fe» del pueblo, afirmando que «entre todos ganaremos al virus». El discurso garante del interés general está servido y, con él, la base para acusar a cualquier persona de saltarse el confinamiento de insolidario, de egoísta o de peligro público. Este enfrentamiento mutuo y masivo ha calado hasta las entrañas del individuo medio, que ha venido a perfeccionar, más aún, las estructuras de represión de las que se ha dotado el sistema para mantener a raya a las personas. La función del chivato, aquel ser sobresocializado, que ha interiorizado de manera espectacular la propaganda oficial y que está totalmente dominado por la dictadura democrática de la imagen, es la extensión del brazo policial a nuestra vida cotidiana. Cualquier salida a la calle para ir a comprar, cualquier paseo con el perro, cualquier movimiento que transgreda la voluntad estatal, estará fuertemente vigilada por este elemento, siempre hábil por ser un «buen ciudadano» y avisar a las autoridades de tal maldad que se acaba de cometer. La figura del chivato representa el grado de desarrollo adquirido hasta ahora por el capital en tanto que relación social que, en su naturaleza expansiva y dominante, atraviesa la frontera de la privacidad y coloniza nuestro ser, nuestra individualidad. Invade cada rincón de nuestra existencia para imponer sádicamente la lógica de la mercancía, del beneficio, de «la ley y el orden». La crítica a la formación social capitalista pasa por la crítica del civismo, por la crítica de la forma de comportamiento individual más interiorizada por la amplia mayoría de la población.

Todas estas variaciones en las prestaciones del Estado, como decía, no son temporales y responden a la necesidad de este de continuar erigiéndose como la más elevada autoridad política de las sociedades modernas, combatiendo toda disposición exterior que pueda hacerle frente. Estas maneras de actuar, estos recortes en las libertades de los individuos, responden de nuevo a la pugna del capitalismo con toda realidad que pueda existir al margen de él, o peor aún, en contra de él, y precisamente en los últimos años hemos visto un contexto en el que, si bien la crítica al capitalismo como totalidad social no ha sido ni radical ni unitaria, sí que se ha manifestado cierto inconformismo hacia un sistema que ha demostrado por activa y por pasiva que necesita un cambio de aires, una nueva cara. Esa nueva cara es la que trata de ganarse para sí mismo, introduciendo todos los descontentos que es capaz de digerir sin cuestionar sus bases fundamentales, que no son más que el empuje de los estratos apartados de las clases dominantes que buscan de nuevo su presencia en el poder. De ahí el renacimiento del nacionalismo en su vertiente más opresora; de ahí las nuevas formas de actividad laboral, más flexibles, que otorgan al trabajador la posibilidad de «ser su propio jefe», que no es sino la renuncia, por parte de cualquiera empresario, de la poca responsabilidad jurídica que le quedaba; de ahí la nueva y reformulada moral social basada en la responsabilidad colectiva, cuando la colectividad actual no es más que una generalidad forzosa y extraña, cuya máxima expresión adopta la forma de monarquía a España. En resumen, los movimientos estatales son una reconversión de este en una nueva máquina de guerra, en un nuevo regulador económico, social, moral y cultural, en una refinada entidad que garantiza la cohesión de los ciudadanos bajo la autoridad impuesta del capital y su administración inhumana.

Mientras tanto, los ciudadanos, o al menos aquellos que han respondido afirmativamente a las directrices de la política oficial, continúan su cautiverio en su hogar. Toda consideración post-COVID-19 que no renuncie a la criminalización de los encarcelados en los campos penitenciarios y abrace la solidaridad con los que carecen de libertad de movimiento será una traición a toda devoción por el género humano, habremos fracasado como buscadores insaciables del camino hacia la justicia. Cada día que pasa, al igual que en una prisión, puede convertirse en un infierno, donde la soledad y la incertidumbre pasan a ser nuestros únicos aliados en este recorrido sobre nuestro interior. Más nos vale tener una buena excusa por no perder la cordura, si no el confinamiento puede reventar alguna que otra mente. El sentimiento de repetición, de «día de la marmota», sentimiento que alarga los días, las horas, los segundos, que te dice que el fin llegará en algún momento pero ese momento cada vez aparece más lejos, es la tónica general del toque de queda particular que atravesamos. Ciertamente, muchas personas han tratado de buscar, con una muestra de optimismo envidiable, el lado provechoso de la situación. Actos como salir a la ventana a cantar, hablar con los vecinos por el balcón, hacer ejercicio o simplemente optar por el entretenimiento puro de cualquier joya audiovisual son algunas de las opciones que más están triunfando actualmente. En tiempo de precariedad, el ser humano es capaz de crear lo imposible para mantener su salud física y mental, el espíritu de supervivencia aflora en nosotros y cada paso es una victoria frente al aburrimiento y la desesperación. Desgraciadamente no todo el mundo puede gozar de esta situación relativamente cómoda. Aparecen la falta de recursos, la alerta porque este mes no llegará un sueldo en casa con el que abonar nuestros tributos al sistema, además del ya conocido teletrabajo. Aludimos a la responsabilidad colectiva del individuo, pero, ¿Qué pasa con la responsabilidad individual del colectivo? ¿Dónde está la fraternal ayuda de la asociación general que salva a tantísimas familias de la miseria que puede suponer la reducción coyuntural de ingresos? No la encontraremos en el Estado.

Recientemente hemos sido testigos de la prohibición de toda actividad laboral «no esencial» por parte del gobierno, convirtiéndose así en un nuevo intento desesperado de combatir la expansión del patógeno. En una economía terciarizada como es la española y el gran peso del sector servicios en nuestra producción, la restricción del trabajo no esencial supone la estocada definitiva para amplísimas pequeñas economías que dependen exclusivamente de esos ingresos en forma de salario. Sectores enteros paralizados, los calles vacías… y las bolsillos en números rojos: esa es la realidad que sobrevuela las casas del área metropolitana española. La caótica situación implica la revelación de que amplias capas de la población están adscritas en trabajos estériles, simulando trabajo, simulando utilidad social cuando lo único que producen es beneficio capitalista en contra de su voluntad. La sociedad actual vive una irresoluble contradicción entre el despertar de todos los poderes de la ciencia y de la naturaleza, que reducen el trabajo necesario hasta el mínimo posible, mientras que continúa midiendo esa gigantesca riqueza social en base al tiempo de trabajo, arrinconando así todas las producciones sociales a los acartonados límites del valor.

¡Claro que lo más honesto sería quedarse en casa, evitando así nuevos contagios y aliviando así las costosas tareas del personal sanitario! ¡Es del todo evidente que el más mínimo sentido común nos avisa de la potencial peligrosidad que acusa salir en el calle! No obstante, este sentido común no es sino la generalización de la ideología dominante, la transformación de esta en la cultura neutral de toda la población, y la racionalidad del pensamiento liberal nos muestra que cualquier impedimento para la autoreproducción de la Economía debe ser implacablemente destruido, porque su libre circulación es el fin absoluto de la máquina capitalista, y nadie se puede salir. Esta lógica amenaza, no solo a los trabajadores que no pueden permitirse permanecer en casa, sino también a los que han sido obligados a enclaustrarse en su hogar y que, con toda probabilidad, serán la próxima víctima de la «mano invisible». El mercado se autoregula, efectivamente, pero algunos son más beneficiados que otros, y aquellos cuya eliminación de su apoyo vital es una condena a muerte tienen un destino lejos de la supervivencia. El darwinismo social vuelve a ganar.

Varias voces, columnistas de renombre y opinólogos diversos ya comentan la posibilidad de una nueva recesión económica. La propia expresión resulta cómica para aquellos que han sufrido las consecuencias de un contexto de crisis permanente, no producida por una coyuntural caída de la tasa de beneficios que se solucionaría con la típica receta de expansión de mercados y medidas de austeridad para reducir la producción con el objetivo de digerir el excedente de mercancías. La esquizofrenia social que asola a las poblaciones postindustriales contemporáneas de ninguna manera puede ser el producto de un momento confuso en las relaciones económicas mundiales. Esto no es coyuntural, es permanente. No hablamos de una crisis económica, hablamos de una crisis categorial, y, incluso, antropológica.

Las últimas revoluciones tecnologías han provocado que la creación de riquezas cada vez esté más separada de la explotación de la fuerza de trabajo. La economía más «real» sucumbe delante la escisión de una nueva forma de rentabilidad que acapara todos los mercados internacionales: la actividad financiera. La especulación en Bolsa significa el provecho en el presente de una capacidad productiva del futuro que no llegará nunca. Ni siquiera las últimas transformaciones neoliberales, con las externalizaciones y el paso a los fenómenos del turismo y las ciudades-museos, han podido evitar que la creación de valor llego a su límite. La gran importancia que ostenta hoy en día las cotizaciones en los mercados de valores y los beneficios estratosféricos que reciben las industrias gracias a la especulación de acciones empresariales rebela hasta qué punto el capital se ha emancipado de sus obstáculos humanos y adquiere el control de la totalidad social, donde no solo no necesita el uso de la mano de obra por continuar creciendo, sino que su incontestable poder se ve reflejado en múltiples formas de vida, esfera última que le quedaba por traspasar. La oposición entre la vida pública y la privada se difumina, solo quedan varios aspectos descriptivos, vacío de cualquier connotación mínimamente crítica, con las que contribuimos a la lógica reproductiva, mientras que los mecanismos de control y represión continúan determinando nuestra individualidad y la de las futuras generaciones.

Una reflexión honesta y crítica de las bases sociales de nuestra existencia nos conduce necesariamente a la conclusión de que el triunfo de la economía de mercado y el beneficio ha supuesto el aborto de cualquier vínculo social basado en el libre desarrollo de las necesidades y facultades humanas, subordinando cada capacidad individual y colectiva a los deseos autofinalistas de la sociedad del trabajo y del capital.

En conclusión, la crisis del coronavirus no ha hecho sino mostrar las terribles contradicciones sociales que existen en el seno del sistema capitalista, contradicciones cuyo ritmo de desarrollo se ha acelerado con motivo de una crisis «especial» que servirá de preludio para la normalidad caótica persistente. Por parte de aquellos que honestamente pretenden buscar una alternativa histórica a esta espiral de barbarie y consumo frenético de mercancías, la recuperación de la teoría crítica radical de la sociedad contemporánea es condición única e innegociable a la hora de generar movimiento liberador. En un momento en que la tarea intelectual redunda a las obligaciones comerciales e industriales, no podemos escatimar en esfuerzos por la conquista de un espacio mental independiente para atrevernos a decir lo que nadie se atreve a decir: que esta vida no merece ser vivida. Esta nueva teoría crítica necesariamente deberá trascender los hechos a la luz de las posibilidades que el medio social dispone, revisar aquellos esquemas, conceptos, categorías, premisas o axiomas que se hayan perdido en el tiempo y necesitan una actualización. A falta de un movimiento eminentemente práctico, el rayo de sol que guiará nuestra actividad deberá ser el pensamiento libre, al lado y contra la dominación estándar capitalista. Esto implica un nivel de abstracción muy elevado, que pretenderá una comprensión total de la organización de la sociedad y de la utilización de sus propios recursos, materiales e intelectuales. Difícil, ¿Verdad? Pues precisamente por eso es la empresa a la que nos hemos de abocar en un momento de negligencia política por parte de la sociedad actual. Partiendo de una sociedad irracional, la apropiación de la Razón, de la solidaridad y de los vínculos afectivos, es el acto revolucionario por excelencia que la impositiva voluntad del capital no podrá incorporar a sus mecanismos técnicos de control. El Comunismo no solo es la introducción de unas nuevas relaciones de producción y la creación de nuevas fuerzas productivas a raíz de esta innovadora organización de la sociedad; es la remodelación de todos los nexos de unión entre humanos de manera que damos paso a la libre expresión de la individualidad que, como seres sociales, daría paso a asociaciones ricas, solidarias, cooperativas, con la capacidad de solucionar las necesidades de cada uno de nosotros y de la colectividad. Esa perspectiva ética e intelectual del comunismo no se ha de perder de vista, teniendo en cuenta que la revolución es un proceso bilateral: por una banda, barre todas las viejas instituciones sociales al estercolero de la historia, acaba con toda imposición social para limpiar el suelo humano, haciéndolo fértil de nuevo; sin embargo, también contiene una vertiente constructiva, de afloramiento de nuestros sentimientos de sociabilidad y apoyo mutuo, sobre la base del nivel histórico arrastrado por toda la humanidad. Construcción de nuevas formas de vida en libertad con respecto al capital: esas conclusiones llegarán una vez tengamos claro que el espíritu revolucionario se tiene que preparar, que hace falta una voluntad por la tarea constructiva, que se hace obligatoria la ruptura categorial con las premisas básicas de las sociedades postindustriales contemporáneas, desde donde empezaremos la nueva etapa de la humanidad: la era del Comunismo.

Por Sergi González Millán (estudiante de Ciencias Políticas en la UV) – @FinallySerx en Twitter

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