Si hubiera de seleccionarse, entre las muchas corrientes y requiebros de la historia de pensamiento marxista, el más palmario ejemplo de “tirar al niño con el agua sucia”, el llamado “marxismo analítico” sería un candidato prometedor. Ansiaban —y quién no— un Marxism without bullshit, y acabaron teniendo un Marxism without Marxism. Como el proverbial borracho quien, ante la pérdida de su juego de llaves en una zona oscura, se afanara en buscarlas bajo una farola próxima (donde, al fin y al cabo, “había más luz”) los marxistas analíticos quisieron despejar las brumas de la tradición marxista buscando soluciones en el jardín vecino (la filosofía analítica; el individualismo metodológico; la filosofía política rawlsiana; el “utopismo real”). No es sorprendente, por lo tanto, que la práctica totalidad de ellos acabara habitando, en términos políticos, en el jardín vecino (el ala izquierda de la socialdemocracia, con suerte).
Por ponerlo de otro modo: el gran Thomas de Quincey escribió que “si un hombre se deja tentar por un asesinato, poco después piensa que el robo no tiene importancia, y del robo pasa a la bebida y a no respetar los sábados, y de esto pasa a la negligencia de los modales y al abandono de sus deberes”. Asimismo, uno pasa de constatar la dificultad de la revolución a abjurar de su necesidad, poco después piensa que la dialéctica es una jerigonza infumable, de esto pasa a la obsesión con los microfundamentos y, por último, a la defensa del reformismo más romo, a las loas a la Renta Básica (¡para apuntalar el sistema, ni siquiera subrayar sus límites!) à la von Parijs, a señalar que El Capital tiene poco que decir sobre economía (à la Elster), a cantar las virtudes de la Cooperativa Mondragón (à la Olin Wright) o a conformarse con enmendar ciertos aspectos de la teoría rawlsiana, como un Pepito Grillo tímidamente socialista (à la Jerry Cohen).
Dicho esto, despreciar simplemente el “marxismo analítico” resultaría tan dogmático como erróneo. La práctica totalidad de sus componentes son pensadores de primer nivel, algunas de sus obras (como La Teoría de la Historia de Karl Marx: una defensa, de Cohen, o Clases, de Olin Wright) son ya clásicos, e incluso quien considere su trayectoria, en líneas generales, como un fracaso, podrá encontrar, aquí y allá, auténticas perlas (la sociología de Wright; la finura argumentativa de Cohen, etc). Por otro lado, algunos (que no todos) de aquellos argumentos que denunciaron como Bullshit —la conversión de El Capital en una suerte de Summa Economica, la reivindicación casi chamánica de la posibilidad de acceder directamente a ciertas “verdades ontológicas”, etc— merecen hoy en día el mismo desprecio que merecían en 1980.
Centrándose en dos momentos cumbre —la publicación del ya clásico Karl Marx´s Theory of History: a Defense, y su crítica, meditada durante largos años, a la obra de Robert Nozick— este ensayo pretende analizar críticamente algunas de las claves del pensamiento de Gerald “Jerry” Cohen, padre del marxismo analítico. Reconozco sentir cierta ambivalencia con respecto a Cohen. Por un lado, no solo le admiro (Cohen es un portento de la argumentación filosófica) sino que no podría caerme más simpático. A quién se pregunte por qué, le recomiendo simplemente buscar su nombre en You Tube, o que lea los primeros capítulos de su genial Si eres igualitarista, ¿Por qué eres tan rico?
Por otro lado, creo que las dos principales tareas intelectuales que Cohen acometió a lo largo de su vida (la búsqueda de una teoría marxiana de la Historia; la filosofía política de corte rawlsiano) estaban a priori condenadas al fracaso.
En el caso de la primera, el texto ya explica el por qué, aunque quizás cabría comenzar mencionando que el propio Marx negó disponer de una teoría de la Historia en una carta enviada en 1877 al director del periódico ruso Otyecestvenniye Zapisky.
El caso de la segunda, por desgracia, no pudo ser desarrollado en el texto (que escribí el año pasado como requisito para entrar en el máster, y cuya versión en castellano presento aquí), por una simple cuestión de espacio. Además, la crítica Coheniana de Nozick es brillante, y la teoría de Nozick es realmente detestable. El problema, sin embargo, persiste, y es el siguiente: toda teoría que se reclame seguidora de Marx y de Lenin debería huir espantada ante la versión Rawlsiana de la “Filosofía Política”, en las que la Historia, antagonismos y el concepto mismo de Poder están notoriamente ausentes, y que establece como objetivo la discusión y clarificación conceptual de conceptos como el de “Justicia”. No quisiera entretenerme en este punto, así que apuntaré lo que considero como dos razones de peso:
—“En la medida en que Rawls desvía nuestra atención del concepto de Poder y el modo en que este condiciona nuestras vidas y formas de ver el mundo, su teoría es en sí misma ideológica. Pensar que nuestras intuiciones sobre lo que es justo constituyen un punto de partida apropiado para la comprensión de la Política sin reflexionar sobre el origen de nuestras instituciones, cómo se mantienen, o a qué intereses sirven, parece excluir a priori la posibilidad de que esas intuiciones sean en sí mismas “ideológicas […] La debilidad de las aproximaciones a la política desde las “intuiciones” es que dichas intuiciones tienden a presentarse como fijas y firmes, profundamente enraizadas en el fondo mismo de la naturaleza humana y absolutamente estáticas, aunque un mínimo nivel de análisis histórico (o etnológico) revelaría que la mayoría de estas intuiciones de naturaleza política son en realidad tremendamente variables y se transforman una vez que otros ámbitos de la realidad han sido transformados” (Geuss, 2008: 90-91). En resumidas cuentas, la filosofía política rawlsiana (y cuando alguien habla de “filosofía política analítica” se refiere a la filosofía política posrawlsiana) es desesperantemente abstracta —abstraída de la historia, de la ideología y las luchas por el poder—.
—Un segundo motivo podría esbozarse a través de la diferencia entre “crítica interna” y “crítica inmanente” que realiza Rahel Jaeggi (2018). De forma algo simplificada, podríamos decir que la diferencia consiste en que la crítica interna entiende la distancia (o contradicción) entre la realidad y los ideales que esta alberga sobre sí misma como contingente, mientras que la crítica inmanente la concibe como necesaria. La teoría de Rawls, en tanto que crítica interna, entiende que presentar un concepto de Justicia acorde con las intuiciones de los ciudadanos de democracias liberales puede promover, por arte de birlibirloque (utopía realista, lo llama él) la fusión entre el ser y el deber ser. La crítica inmanente, por su lado, entiende que los ideales de Justicia que albergan los miembros de las sociedades capitalistas son, en buena medida, una ilusión socialmente necesaria, destinadas a embellecer o enmascarar una realidad social que produce dichas ilusiones a la vez que garantiza su supervivencia como ilusiones. A esto se debe en buena la famosa ausencia de una “teoría de la Justicia en Marx” (en este sentido, Marx fue un fiel heredero de Hegel).
En resumidas cuentas, las discusiones en abstracto sobre la Libertad o la Justicia (especialmente cuando las opiniones personales del autor se enmascaran, a través de una suerte de ejercicio de ventriloquía, como las opiniones de cualquier ciudadano “razonable”, pero incluso aunque contáramos mágicamente con la opinión de todo “ciudadano razonable”) se parecen más a las disputas entre los teólogos de Bizancio (en el mejor de los casos) o a la simple legitimación del statu quo (en el peor) que a nada remotamente cercano a la tradición marxista (o marxista-leninista). Sin embargo, y como confío en demostrar (quizá algo paradójicamente, tras esta introducción), la crítica de Cohen a Nozick no carece de méritos. Vamos, pues, con el texto.
1- Marx en lo alto de la escalera
A finales de los años 70, el mundo del marxismo académico estaba dominado por el francés Louis Althusser. Conceptos como “corte epistemológico”, “revolución teórica”, o “sobredeterminación”, todos surgidos de la jerga grave y oracular del filósofo parisino (Althusser, 1967; 1968; 1974) se enseñoreaban en un espacio decadente, marcado por la desaparición de las principales figuras de la llamada “Escuela de Frankfurt” —Adorno murió en 1969; Horkheimer, en 1973, y Marcuse en 1977—, la agonía del proyecto de Sartre y la escaso atractivo teórico del marxismo soviético. Estaqueada entre el marxismo occidental (Anderson, 1976) y su marginalidad dentro del mundo anglosajón, la teoría marxista vivía un periodo de estancamiento, y ni siquiera la recuperación de figuras del periodo de entreguerras —Antonio Gramsci, Walter Benjamin— pudo insuflar la energía necesaria a un mundo cada vez más encerrado en sí mismo, crecientemente desligado de las preocupaciones propiamente marxianas —la economía política y la praxis transformadora— y que, una vez agotado el impulso sesentayochista y los ecos de la Revolución Cultural, veía evaporarse toda esperanza revolucionaria.
En 1978, un meteorito golpeó esta tierra baldía. El asteroide llevaba por nombre La teoría de la historia de Karl Marx: una defensa, y estaba firmado por Gerald A. Cohen, un filósofo canadiense de origen judío, formado en Oxford. El planteamiento de Cohen era realmente rompedor. Y no tanto porque su orientación— la comunión entre marxismo y filosofía analítica— fuera radicalmente nueva —figuras como Otto Neurath o Jean Van Heijenoort ya habían hollado ese terreno— sino por la magnitud de su proyecto: (re)construir una teoría marxista de la historia con las herramientas de la filosofía analítica. Frente a la “oscuridad” de la filosofía continental, claridad y rigor analíticos. Frente a la voluntariosa filosofía hegeliana de la historia, su reducción a una serie de “imágenes”. Frente al humanismo à la Sartre, una vindicación del determinismo tecnológico. Frente al nuevo dogma althusseriano —“la historia es un proceso sin sujeto” (Althusser, 1974: 75)— una ortodoxa teoría de la historia.
El planteamiento era tan sencillo como atrevido. Cohen (2001; 1986) entiende que la dialéctica hegeliana es una doctrina de la transformación de los entes a través del desarrollo de sus contradicciones internas (lo que es, dicho sea de paso, una notoria simplificación, si no una falsificación), y que en Marx esta es sustituida por una teoría de la historia. Como filósofo analítico, Cohen concibe la “teoría” un conjunto de proposiciones empíricamente contrastables. Y la teoría marxista de la historia sería una teoría del acontecer histórico basada en la primacía de las fuerzas productivas (Cohen, 1986). Partiendo del célebre Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política (Marx, 1989) Cohen defiende que la relación entre fuerzas productivas —identificadas con el grado de desarrollo tecnológico—, estructura —relaciones de producción— y superestructura, es funcional. Consecuentemente, los fenómenos de la superestructura—políticos, culturales, jurídicos— serían evaluados de acuerdo con su carácter funcional con respecto a la preservación de la estructura económica, que se evaluaría a su vez por su capacidad de promover el citado desarrollo —a través de las llamadas “leyes de consecuencia”, que establecen que si A —una determinada constitución, la organización de la vida familiar o lo que se quiera— es condición suficiente de B— el desarrollo tecnológico— entonces A podrá ser el caso (Domènech, 2009: 5). En otras palabras, la plausibilidad de los fenómenos (desde la promulgación de un decreto-Ley a la existencia de una determinado sistema de clases) es juzgada y explicada por sus consecuencias: más concretamente, por su capacidad de promover el libre desarrollo de las fuerzas productivas en cada estadio histórico.
El libro fue un curiosísimo ejemplo de un fracaso increíblemente exitoso. Fracaso, porque adolecía del defecto que lacera toda explicación histórica basada en el funcionalismo: la imposibilidad de encontrar, en el ámbito de la “teoría de la historia”, “algún equivalente mínimamente plausible del papel desempeñado en la biología evolutiva por los algoritmos darwinianos de maximización local o aun parcial de la adaptación ecológica” (Domènech, 2009: 6). No existe algo así como una “selección natural” de las instituciones, por lo que su nacimiento y ocaso está necesariamente marcado por unos niveles de contingencia inasumibles para la “teoría”. Y éxito, porque contribuyó a revitalizar al abotargado mundo del marxismo académico, catapultó a Cohen a la fama —la obra recibió el premio Isaac Deutscher, el más prestigioso entre la izquierda británica, y recibió numerosos elogios— y reivindicó, a pesar de su fracaso, el matrimonio entre marxismo y filosofía analítica que Cohen habría de convertir en el centro mismo de su labor teórica.
Si Wittgenstein insistía en que la labor de su Tractatus no consistía en decir, sino en mostrar; en mostrar, a través de proposiciones sin sentido, la falta de sentido de hablar de lo que no puede hablarse (Wittgenstein, 2012), puede decirse que la obra de Cohen cumplió —de forma ajena a la voluntad del autor— una función similar: tras subir la escalera de la teoría marxista de la historia quedaban demostradas tanto la inutilidad de emprender una tarea semejante como la posibilidad de defender la obra de Marx desde las posiciones de la filosofía analítica. Cohen había derribado la escalera —y le honra que pronto fuera consciente de ello—, pero Marx lo había acompañado en su ascensión. La cuestión, sin embargo, es si merecía la pena subir.
2- Hacia la filosofía política: la crítica a Robert Nozick
“Irritación y ansiedad”: así describió Gerald Cohen los sentimientos suscitados por su primer contacto con la doctrina de Robert Nozick. Nozick, un libertario de derechas, había sacudido el mundo de la filosofía política con la publicación, en 1974, de Anarchy, State and Utopia, donde, desarrollando el principio de autopropiedad, de supuesta raíz lockeana (Nozick, 1991), trataba de refutar los postulados del liberalismo igualitario de John Rawls, quien publicara su ya clásico Theory of Justice en 1971. Con los años, y abandonado ya el campo de la teoría de la historia, la agotadora tarea de desmontar a Nozick, cristalizada en el minucioso y brillante Self-ownership, Freedom and Equality (1995), despertó a Cohen de su “sueño dogmático socialista” (1995: 4).
La postura de Nozick, que tanto irritaba a Cohen, puede resumirse así: “poseerse a uno mismo consiste en disfrutar respecto de uno mismo todos los derechos que un propietario de esclavos tiene sobre un esclavo” (Cohen, 1995: 214). La autopropiedad no es sino una soberanía absoluta sobre el propio cuerpo y los frutos de su esfuerzo-trabajo —la propiedad— sin establecer distinciones entre ambos. Dicho de otro modo: mi salario es tan mío como mi brazo izquierdo; mi jardín me pertenece en la exacta medida en que me pertenece mi vesícula biliar. El individuo libre es el individuo que se posee a sí mismo, y solo seguirá siéndolo en la medida en que todo servicio prestado a otros sea establecido mediante un contrato (Nozick, 1991), esto es, fruto de una transacción libre entre actores igualmente libres. La libertad, para Nozick, es simplemente la ausencia de interferencias. Los servicios de carácter no-contractual —como los impuestos— violan el principio de autopropiedad y convierten al individuo en un esclavo —parcial, pero esclavo en definitiva— de otros: no existen diferencias de naturaleza entre la usurpación de una parte de la renta para entregársela a los menos favorecidos y la extracción forzosa de un ojo para entregárselo a un ciego (Ovejero, 2018).
La teoría de la Justicia de Nozick podría enunciarse del siguiente modo: las transacciones realizadas en una situación “justa” —entre individuos libres de interferencias, y en ausencia de fraudes— serán necesariamente justas; mientras que toda violación de este principio dará lugar a una injusticia. “Cualquier cosa que surge de una situación justa, a través de pasos justos, es en sí misma justa” (Nozick, 1974: 154-155). Frente a la Justice as Fairness de Rawls, con su tono (vagamente) redistributivo, Nozick conseguía dotar de consistencia —de una filosofía política— a los postulados del (neo)liberalismo conservador —Estado mínimo, etc— que pronto devendrían hegemónicos.
En la tarea de refutarlos, Cohen desplegó sus mejores virtudes. En primer lugar, a través de un puntilloso análisis, desveló que la tautología de Nozick —la “justicia” produce justicia— solo se sostiene a costa de ignorar las veleidades del azar y las consecuencias de la —inalienable— falta de información: “accidentes, falta de conocimiento previo relevante y procesos combinatorios previos pueden razonablemente ser considerados como productores de injusticia situacional” (Cohen, 1995: 46). El carácter limitado de la información —un bien al que no puede aplicársele la lógica de coste-beneficio, pues no podemos conocer los beneficios que nos proporcionará sino después de haberla adquirido— lejos de resultar un accidente pasajero, es consustancial al funcionamiento de los mercados empíricos, “conceptualmente ligados a la idea de ignorancia sobre el futuro” (Cohen, 1995: 52). Para Cohen, el azar y la insuficiencia de la información pueden ser —y son—inevitables, pero ello no puede llevar a considerar sus resultados como justos. Lo resumió, años después, en una sentencia memorable: “la carne es débil, pero uno no hace un principio de ello” (Cohen 2008: 173).
Frente a la aparente simetría entre la idea de autopropiedad y la denuncia marxista de la explotación, Cohen desplegó dos líneas argumentales dispares. Presentadas en forma de tesis, podrían quedar así:
1- El aire de familia entre la doctrina de Nozick y el marxismo tradicional señala un punto débil dentro del segundo. Si el liberalismo igualitario (Rawls, Dworkin, etc) carece de esta debilidad es porque no asume el principio de la autopropiedad. En consecuencia, el marxismo debe adoptar una defensa más férrea de la igualdad fundada en principios morales en lugar de subordinarla a un —inevitable— estadio de futura abundancia (Cohen, 1995; 2001) —en el que la autopropiedad no presentaría ningún problema, puesto que habría suficiente para que cada uno pudiera apropiarse de cuanto fuera necesario—. Ovejero (2018) y el propio Cohen (2001) han señalado que el énfasis en la abundancia futura desvela un cierto pesimismo antropológico en la obra de Marx; y Zizek (2015) ha descubierto en la hipótesis de la abundancia la inquietante proximidad entre el filósofo de Tréveris y la fantasmagoría capitalista de una producción infinita, libre de contradicciones. Al partir de una situación de irreductible escasez, el “rawlsisimo metodológico” (Domènech, 2009), al que Cohen se adscribe, tiene la virtud de ser (en este punto, y solo en este punto) más realista. Según el viejo adagio kantiano, incluso un pueblo de demonios puede darse una constitución propia de ángeles, pero no debería subordinarla a la inminencia del Reino.
2- La injusticia de la explotación capitalista puede defenderse sin aludir a la tesis de la autopropiedad. En este punto, Cohen despliega un argumento brillantemente circular: “podemos decir a la vez que la extracción [de plusvalor] es injusta porque procede de una desigual (y por lo tanto injusta) distribución de activos, y que esta última es injusta porque genera una extracción injusta. El flujo es injusto porque refleja un injusta división de recursos que es injusta porque tiende a producir precisamente dicho flujo” (1995: 199). La situación A —el trabajo bajo el capitalismo, la extracción de plusvalor— es injusta debido tanto a que parte de B —la injusta distribución inicial de recursos— mientras que B es injusta debido a que da lugar a A: una situación inicial injusta es la condición de posibilidad de una extracción injusta y producir una extracción injusta es lo que hace injusta la situación inicial.
Tras estas consideraciones, minuciosamente presentadas, Cohen carga las tintas, y desvela el argumento principal de su crítica: “la propiedad y la libertad son, tal como las presenta Nozick, incompatibles” (Lizárraga, 2003: 244). En el mundo de Nozick, la libertad es simple y exclusivamente la libertad de los propietarios. Al partir de una justificación implícita del azar de nacimiento —y por lo tanto, de posición social; esto es, de posición con respecto a la propiedad— Nozick se ve obligado a eludir un hecho fundamental: que “la propiedad privada absoluta restringe la libertad de los no propietarios al acceso a la propiedad” (2003: 244). Si ciertos individuos nacen privados de los bienes necesarios para su subsistencia, que son propiedad de otros, los contratos establecidos entre ambas partes no podrán ser considerados libres —pues una parte se verá forzada a establecerlos— (Cohen, 1995).
Lo fundamental, sin embargo, es lo siguiente: la propiedad y el dinero no pueden considerarse como atributos —tales como la altura o la belleza— pues bajo el capitalismo la propiedad y el dinero son libertad (Cohen, 2011). Si no poseo un determinado bien, me veo interferido a la hora de disponer de él: por lo tanto, una redistribución de los bienes aumentaría la libertad al disminuir la cantidad de interferencias existentes, “y en este sentido no puede decirse que la redistribución atenta necesariamente contra la libertad” (Ovejero, 2018: 223). Años más tarde, Cohen expresó esto en un párrafo vertiginoso: “Tener dinero es tener libertad, y la asimilación del dinero a los recursos mentales y físicos constituye una forma de fetichismo irreflexivo, en el buen y viejo sentido marxista de la palabra, es decir, en tanto supone una falsa representación de relaciones sociales de limitación como cosas de las cuales las personas carecen. En resumen: el dinero no es ningún objeto [sino una relación social, y por lo tanto susceptible de entrar dentro de los presupuestos de una teoría de la justicia]” (2014: 71).
Podríamos, por lo tanto, reescribir el adagio marxista según el cual “la riqueza de aquellas sociedades en las que prevalece el modo de producción capitalista se presenta a sí misma como una inmensa acumulación de mercancías” (Marx, 2000: 26), afirmando que en aquellas sociedades en las que prevalece el modo de producción capitalista, la libertad se presenta como la libertad de acceso a las mercancías. La elegante separación, obrada por Cohen, entre libertad y propiedad no solo levanta el velo fetichista que pesa sobre la doctrina de Nozick, sino que supone una acerada crítica de las relaciones sociales de limitación vigentes—léase: relaciones de producción capitalistas— que son, en última instancia, enemigas de su propia definición de libertad.
Con la minuciosidad de un experto en explosivos, Cohen, en su crítica, había agrietado el edificio intelectual de Nozick. Cabe preguntarse, sin embargo si sus conclusiones apuntan hacia aquello que, en sus propias palabras, siempre había sido el objetivo del marxismo: “liberar a la humanidad de la opresión a la que el mercado capitalista la somete” (2001: 243), o si pertenecen, por el contrario, al desván de los sueños socialdemócratas.
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