G. W. F. Hegel, en el día de su 250 aniversario, pasa por ser lo que todos los llamados clásicos terminaron siendo tarde o temprano: una obra aplastada por el peso muerto de su firma. Hablar hoy de él resulta anacrónico, y ese no es de los menores motivos por los que hacerlo es más que necesario. La pregunta por el significado de Hegel hoy, como ya dijera Theodor Adorno, está atravesada por la vanidad de un presente que se sitúa de antemano por encima; un presente que, desde su elevada perspectiva, podría elegir al gusto qué aspectos de su filosofía han perdido vigencia y cuáles no. Más adecuado resulta, a la inversa, preguntar qué significa nuestro presente ante los ojos de Hegel.
Una vez el imperativo de transformar el mundo hizo envejecer la necesidad de interpretarlo, la filosofía, que encontró en Hegel su última y más consecuente expresión, perdió la evidencia que en mayor o menor medida la había acompañado durante tantos siglos. Mirar el mundo con los ojos de Hegel quiere decir lo mismo que evaluarlo a la luz del fracaso de su transformación. No hay ninguna instancia de apelación que no sea la conciencia de este fracaso, una conciencia que, en virtud de tal fracaso, se ha vuelto contemplativa por fuerza de las circunstancias. El punto de partida vuelve a ser de nuevo, aunque desaherrojada de su primitiva ingenuidad, la interpretación del mundo. Ya que tal fracaso lo es, y con pleno derecho, también de la filosofía, esta debe poner la lupa sobre sí misma, lo cual, por lo que hoy nos atañe, significa que Hegel sea hegelianamente interpretado.
Podría empezarse diciendo que su figura no soporta la etiqueta de reaccionario. No más, al menos, que la filosofía de la cual es exponente: el privilegio de la contemplación patrocina la complicidad con lo existente en la misma medida que habilita la perspectiva de su derrocamiento. El mismo Hegel era consciente de que la experiencia filosófica solo era posible desde el distanciamiento de las representaciones familiares del pensamiento cotidiano y cosificado. Pero este distanciamiento lo es en un sentido doble. No consiste exclusivamente en el ensimismamiento propio del filósofo, para el que el examen minucioso de cada figura de la conciencia se da en un registro completamente distinto al de la experiencia ordinaria, en la que reina la representación y no el concepto, y de la que el filósofo tiene que abstraerse no solo mental sino incluso socialmente.Es, además, un distanciamiento de tipo histórico el que habilita la reflexión genuinamente filosófica, pues el concepto —que en Hegel puede perfectamente equipararse a filosofía— consiste esencialmente en contemplar y contener bajo sí el recorrido del espíritu humano, que aparece de esta manera a la luz de la razón como algo reflexionado, mediado, y no como un cúmulo de datos estáticos, una sucesión externa de objetos y eventos.
La contemplación es hija de la ociosidad. Es una vez cubiertas las necesidades básicas cuando el hombre puede dejar de producir y comenzar a filosofar. No obstante, la división social del trabajo distribuye asimétricamente el trabajo y el disfrute: mientras unos se ocupan de procurar a la comunidad los bienes necesarios para su reproducción, los hay que, sobre las espaldas del tiempo de trabajo de los primeros, pueden gozar de tiempo libre para admirarse, sorprenderse y, en definitiva, pararse a contemplar el mundo. Despegada de los quehaceres mundanos, la filosofía puede asimilarse a lo divino cuando, desde la distancia de la contemplación, captura lo incondicionado y universal de la experiencia, universalidad que, a pesar de todo, ha sido la mayoría de las veces la fijación rígida, ideológica, de las relaciones de clase imperantes en cada momento. Lo incondicionado resultaba ser, a fin de cuentas, lo existente.
No obstante, la conciencia debe instalarse en el elemento del pensamiento puro, el elemento que le es propio, para poder desplegarse atendiendo a su fin más íntimo: la búsqueda de lo universal. Elevada sobre la certeza sensorial —una conciencia meramente animal— y la representación —el pensar cosificado y abstracto de nuestro día a día—, la conciencia filosófica parte del concepto y lo desarrolla desde su ipseidad. Al no tomar la realidad desde las representaciones que esta ofrece de sí, en lo que tal o cual individuo o colectivo subjetivamente enuncia, la filosofía asciende a la expresión pensada de la realidad. Esta no constituye para la filosofía una unidad inmediata, sino una unidad reflexionada, abarcada por lo que Hegel llama concepto: universalidad desplegada en la concreción de sus determinaciones internas como un todo orgánico. El ejercicio filosófico no solo llega al concepto sino que, necesariamente, debe partir de él como su presupuesto: la razón es tal desde el principio y no, como en Kant, exclusivamente a partir de cierto punto.
La dialéctica, la famosa dialéctica, cuyo origen se remonta en la misma medida hasta los tiempos antiguos, es en Hegel el ínterin del concepto, la lógica de su automovimiento. Algo, por supuesto, totalmente alejado de la trillada tríada tesis-antítesis-síntesis que, más que ayudar, dificulta la recta comprensión de lo que la dialéctica significa en este autor. La simplificación en fórmulas vagas, fenómeno especialmente promovido por camarillas ávidas de poder, traiciona el espíritu mismo de la dialéctica: sustituye la concreción del pensamiento por la autocomplacencia de las consignas. Cuando uno lee a Hegel sorprende, por contra, su capacidad para rastrear exhaustivamente las posibilidades de cada figura sometida a examen, su capacidad para demorarse en lo que el objeto del pensamiento va ofreciendo a su paso. De hecho, es en la exhaustividad del examen donde reposa la necesidad de la famosa aufheben, que no es una tablilla que calcar sobre las cosas, sino, en todo caso, un trastrocamiento demandado por la cosa misma. Una vez el contenido de la conciencia es exprimido hasta el final, su identidad con la forma del pensamiento se revela aparente, falsa, y obliga a adoptar un nuevo punto de vista. Entretanto, la conciencia reinicia su andadura en un nivel de concreción mayor, en el que probaremos suerte de nuevo recorriendo detenidamente las determinaciones internas de esta recién surgida relación con el objeto.
Y es que Hegel es el pensador anti-formalista por antonomasia. Para él el pensamiento solo es digno de tal nombre cuando hace justicia al contenido. Y como pensar es pensar el contenido, esto es, pensar lo que no es pensamiento, la contradicción se antoja inevitable. Un pensar raciocinante, como él lo llamaba, que desde fuera de la cosa se conforme vanidosamente con sus propias ideas y preceptos, que hiciese caso omiso de un objeto que de esta manera pasa por delante sin verse afectado ni afectar lo más mínimo, no es pensar en absoluto: se queda a las puertas de una tarea a la que nunca da comienzo. El pensamiento concreto no procede metódicamente, no interpone un organon entre la conciencia y su objeto, ni se conforma con ciertos principios teóricos o doctrinarios que, por la ingenuidad de la conciencia satisfecha consigo misma, no se topan con nada que no hayan proyectado de antemano sobre la realidad. Al obcecarse en su quietud, el pensar raciocinante, formalista, no se adentra en la cosa, sino que permanece por siempre fuera de ella. Por eso la «fórmula» hegeliana es crítica con el «punto de vista»: la conquista de la verdad pasa por entregarse al contenido, no por sostenerse rígidamente frente a él.
En este entregarse consiste el pensar concipiente, el éter del concepto. Bajo su égida el sujeto no es ya más una entidad enfrentada desde fuera a la realidad, sino esta realidad misma en automovimiento.El sujeto, una vez se ha desprendido de su vanidad, tiene la sola misión de dar voz al contenido. Esta circunstancia, empero, no implica que ambos sean ya una y la misma cosa: persiste esa no-identidad que hace contenido y forma inconmensurables. Pero lo negativo, el factor paralizante que enfrentaba exteriormente sujeto y objeto, pasa a ser ahora el impulso de la dinamicidad, del automovimiento de la cosa. Aquella distancia entre sujeto y objeto es experimentada como negatividad en la propia sustancia, que desgarrándose interiormente y sosteniéndose en este desgarro es, además de sustancia, tambiénreflexividad, también sujeto. Como ambos respectos, el sujeto y el objeto, no son inmediatamente idénticos; ya que la conciencia experimenta la inadecuación entre la pretendida universalidad y el objeto que se la niega, la relación entre ambos se ve afectada de tal manera que la conciencia debe superar lo que se ha revelado como un punto de vista, es decir, una perspectiva parcial, subjetiva, que no alcanza lo que Hegel tiene por objeto de la filosofía: lo absoluto e incondicionado.
Este experimentar lo negativo, este integrar la diferencia desde la elaboración interna del contenido a partir de sí mismo es el esfuerzo tenso del concepto, el modus operandi del saber concipiente. La dialéctica no es en Hegel un método, un instrumento o un esquema que aplicar; bajo esta forma se escabulliría de cualquier esfuerzo. Ella, como no es un principio abstracto, florece en el curso interno de este examen. Mediante este demorarse en un contenido que aflora, que se exterioriza y forma, la conciencia se eleva de las posibilidades latentes de la cosa a su concepto o expresión pensada, a la cosa que se ha desplegado hasta hacerse idéntica con la forma que la agota hasta el punto de que ya no cabe hacer distingos entre esta y aquella. Con este agotamiento de la cosa en el recorrido de sus posibilidades se alcanza la necesidad lógica, que es lo que Hegel entiende por especulativo: la identidad de sujeto y objeto, forma y contenido.
En el punto en que es preciso ubicar lo que Hegel tenía por cumbre del pensamiento, este momento especulativo, yace también aquello por lo que su filosofía debe someterse a crítica. Para Hegel, por decirlo simplemente, la suma de las negaciones se resolvía en algo positivo, en el sistema de la ciencia, el Todo que su filosofía tenía por lo único verdadero. No obstante, esta conquista, que es esencialmente un resultado del esfuerzo conceptual, debía estar presupuesta desde un inicio. El punto de partida y el de llegada estaban secretamente conectados antes de que el trabajoso camino de la ciencia arrojase luz alguna. Este hecho da un vuelco al proceso en el que el sujeto parecía entregarse al objeto y la forma dar voz al contenido. Lo que parecía ser un condicionante externo al sistema termina por condicionarlo interiormente; el presupuesto social que habilita la experiencia filosófica, véase, la división entre trabajo manual e intelectual, procura a este último un reino pretendidamente elevado sobre todo lo mundano.
El imperio filosófico, una vez satisface su amor por el saber alcanzando por fin el saber efectivo, debe mediar, en un nuevo giro dialéctico, lo que la filosofía como rama separada del saber creía tener por ab-soluto, flotante, incondicionado. La filosofía misma es en sí insuficiente en el sentido dialéctico, pues depende, como lo hace el trabajo intelectual, del sufrido y silencioso trabajo manual del que se ha separado. Este último, como condición del primero, revela que lo que la filosofía produce como sujeto-objeto idéntico es, en el fondo, solo sujeto. La universalidad del pensamiento resulta ser una máscara ideológica que encubre la posición condicionada de la que emana el discurso filosófico, que no es otra que la de las clases poseedoras. Por estar a su servicio, el entregarse al contenido termina finalmente inclinándose del lado de la forma, la del macro-recipiente o sistema en el que todo contenido termina por ser subsumido.
Que la subjetividad y las formas del pensar no son un dato inmediato a la manera de Kant y Fichte, sino un producto social e histórico, es algo que Hegel sabía. Según él las figuras del espíritu subjetivo —conciencia, autoconciencia y razón—, y con ellas el conjunto de recursos intelectuales que interiormente manejan, son momentos abstraídos del decurso general del espíritu objetivo, esto es, de la historia universal. Aquellas figuras de la conciencia presuponen el espíritu, esa intersubjetividad sustancial que, latente, absorbe a la vez que insufla vida a sus miembros particulares. Este hecho no debería pasar de largo como una interesante curiosidad: es una observación fundamental. Lo que Hegel está exponiendo cuando aclara que las figuras de la subjetividad son momentos abstractos de la verdadera sustancia —el espíritu en su confección histórica a través de las instituciones que la configuran—, no es simplemente que los humanos piensan determinados por su época, lo que sería poco más que una vaga verdad. Incluso las categorías más elementales del pensamiento, así como la lógica que les proporciona un enlace, deben comprenderse exclusivamente como producto sublimado de las relaciones sociales, como la forma consciente de las mismas. La percepción de los objetos, la conciencia del Yo, la comprensión de las leyes de movimiento de la materia, pero también las categorías más elementales de sustancia, cualidad o cantidad, no pueden ser sino expresiones unilaterales y abstractas del nexo social concreto —que Hegel llama espíritu— que media en todo momento la subjetividad. Por esta razón sabemos que la propia lógica mediante la que el pensamiento aspira a expresar la realidad, esto es, la dialéctica como conciencia consecuente de la contradicción, es también el correlato intelectual de una sociedad desgarrada por el antagonismo: sólo en virtud de las contradicciones sociales puede —y debe— la conciencia filosófica proceder dialécticamente, pues la contradicción es la figura lógica de la sociedad no reconciliada.
Si libre siempre fue, grosso modo, aquello que encuentra su fin en sí y no fuera de sí, la dialéctica no es otra cosa que la lógica de la libertad en movimiento. La razón, que es dialéctica, es también fuente de libertad exactamente por el mismo motivo. Ambas dimensiones están entretejidas y colaboran mano a mano en un mismo proceso. El esfuerzo mediante el que lo en-sí supera los límites de su exteriorización es el proceso mismo en el que la libertad pasa de ser meramente Idea para realizarse en su ser en-y-para-sí, unidad de sustancia y sujeto. Que Hegel persiguió esta reconciliación en el escenario de la historia universal es algo sabido. Individuo y sociedad —subjetividad y sustancia— buscan alcanzar por fin la unidad que ni los estadios más luminosos de la historia han conseguido realizar. La universalidad de los fines, encarnados en la sociedad, siempre ha terminado imponiéndose a costa de los individuos particulares que la han integrado en cada momento: estos nunca dejaron de ser ejemplares prescindibles. Ni siquiera el decimonónico Estado constitucional, a pesar de su empeño por aparentarlo, pudo suturar tal contradicción. El antagonismo irreconciliable entre burguesía y proletariado, que terminó por estallar en 1848, disolvió esta unidad como pura fachada ideológica: la universalidad concreta era en realidad abstracta.
No obstante, Hegel había realizado ya un paso de gigante en lo que a la comprensión de la libertad se refiere. Este es, sin lugar a dudas, el concepto central de la filosofía clásica alemana. En Kant y Fichte entra en escena como principio fundamental, y aquí reside gran parte de su mérito, aunque en ellos este principio está anclado aún en su primitiva forma abstracta. Solo Hegel supo ver que la libertad era un producto del esforzado desarrollo de la historia universal; que la libertad no podía ser únicamente un principio, sino que era esencialmente una figura concreta: la de la Idea que recoge las múltiples determinaciones de su despliegue, de su exteriorización. Frente a Kant y el pensamiento formalista en general, aquel comprendió la dimensión social de una libertad que no podía consistir en la inmediata autonomía del individuo —que es también un producto histórico—, sino en el entretejimiento de este con las instituciones que modulan las relaciones humanas, que sitúan a cada uno en relación con los demás, haciendo de la libertad, no una máxima subjetiva, interior, sino algo exteriorizado, mediado y, por tanto, concreto.
La nostalgia que desde mediados del siglo XVIII inculcó el clasicismo alemán por la Grecia clásica se tradujo en un ansia poderosa por reeditar la bella unidad de la polis bajo las coordenadas de una consolidada modernidad que, ya por aquel entonces, ofrecía razones para la insatisfacción. En este sentido, Hegel estaba lejos de la ingenuidad de un Schiller y su alma bella, a quien criticaría duramente por pretender que una vía puramente estética podría resolver semejante encrucijada, igual que, por otro lado, había dejado atrás las ilusiones revolucionarias que en su momento se extendieron desde Francia al mundo entero. La reconciliación de individuo y sociedad debía indudablemente integrar la principal conquista de la época moderna, la libre subjetividad, sin conformarse con la eticidad de la antigua Atenas —carente por completo de libertad en el sentido moderno—, tan imposible como indeseable. Que la objetivación de la libertad en el Estado constitucional resultase, en última instancia, abstracta, es algo que apenas cabe reprochar a Hegel.
Esta segunda naturaleza en la que el espíritu humano asumía una forma objetiva se reveló, tal y como Marx y Engels perspicazmente captaron, como continuación inconsciente de la primera. La historia universal, el camino que la libertad había trazado en el progreso de su realización, fue siempre al mismo tiempo el progreso de la necesidad, de una razón objetivada que, por enfrentarse a los hombres sintientes y sufrientes, por dotar de un sentido a su sufrimiento, no podía ser indicio de libertad humana, de una subjetividad interiormente ligada a los mecanismos colectivos de convivencia, sino una a la que estos se han opuesto siempre exteriormente. De tal forma, la historia universal se delató como historia natural, como un proceso no dominado por los seres humanos. Ya que la crítica inmanente, magistralmente exhibida por Hegel, no puede conformarse con un fin impostado, debe llevarse a cabo incluso al precio de no resolver lo posible en lo necesario, la cosa en el concepto, de tal forma que su carácter persista esencialmente crítico y revolucionario. La dialéctica nos dice hoy que la verdadera historia está aún por comenzar.
Insistió Hegel en la idea de que cada uno es hijo de su tiempo, igual que la filosofía es este tiempo aprehendido en pensamientos. Uno no puede saltar por encima del espíritu de su época, como no puede saltar por encima de la Tierra. Esto señala, por un lado, la futilidad de pensarnos dentro de la tradición de las generaciones muertas, que oprimen como una pesadilla el cerebro de los vivos. Nuestra conciencia no puede contribuir a ninguna farsa que pretenda reeditar, como los más ingenuos románticos pretendían con la Atenas de Pericles, añorados tiempos del pasado. Pero, por otro lado, si la conciencia del presente lo es principalmente de las posibilidades que este encierra, tampoco resulta factible señalar con el dedo un horizonte que yace paciente a nuestra espera. Una conciencia a la altura de los tiempos, desaherrojada del mito de sus antepasados tanto como del de la divina providencia, exclama, como siempre lo hizo la conciencia radical,
Hic Rhodus, hic salta!
Por Alejandro F. Barcina.