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Imaginar y organizar una alternativa: reflexiones sobre la llamada “guerra cultural”

La profunda crisis actual que afrontamos para tratar de reconstituir una alternativa seria y contundente al capitalismo se puede apreciar muy bien en la mayoría de las producciones culturales de nuestros días. No es casual lo tremendamente difícil que es encontrar una sola película o serie de ciencia ficción medianamente conocida (no digo ya mainstream) en la que el futuro del Planeta no siga rigiéndose bajo las relaciones de producción capitalistas. En todas ellas es mucho más probable que la Humanidad abandone la Tierra y huya a Marte (o que mal sobreviva aquí en un estado psicótico al estilo Mad Max) antes de que acabemos con el capitalismo y nos dotemos de una organización política y social donde las grandes mayorías vivamos mejor y nos relacionemos de forma muy distinta con la naturaleza. Imaginar hoy (¡que ya no organizar!) una alternativa al capitalismo resulta misión complicada, pero es una tarea esencial, ya que antes de organizar la revolución hay al menos que ser capaces de imaginarla. 

Este apunte, nada novedoso y sobre el que vienen trabajando en profundidad diversas compañeras mucho mejor de lo que podría hacerlo yo aquí nunca[1], pasa quizás por alto muchas veces la problemática del ambiente, las dinámicas y la industria cultural desde la que podrían (y deben) nacer dichas narrativas alternativas y revolucionarias. Todas tenemos claro que una serie en la que la clase trabajadora se organiza, lanza una revolución mundial que destruye las relaciones de producción capitalistas y da lugar a un mundo en el que las personas trabajan poco y disfrutan mucho de sus vidas, a través de un reparto equitativo y sostenible ecológicamente de los recursos naturales, no aparecerá jamás en Antena 3, Netflix, ni HBO. Las pocas producciones que se ven en este sentido suelen darse en espacios muy reducidos (los de los ya convencidos, siempre literarios) y están muy lejos de ser productos de consumo habitual para esa gran mayoría a la que cualquier proyecto revolucionario serio debe interpelar. Es por ello que este texto, que partía inicialmente de una reflexión sobre esta incapacidad nuestra para imaginar una alternativa y hacerla llegar de forma atractiva a las mayorías trabajadoras, acaba dirigiéndose sin embargo a la reflexión sobre el ámbito organizativo y estructural del futuro movimiento cultural revolucionario que debe venir, es decir, acaba centrándose en la articulación de la tan famosa “guerra cultural”. 

Nuevas formas de guerra cultural

Hablar hoy de “guerra cultural” es algo bastante común. No son pocas las definiciones  que se han dado sobre este término y es un jaleo en el quizás no merezca la pena meterse en exceso (siendo además de por sí bastante explícito). Siendo lo más simple posible, en el ámbito marxista creemos siempre que es una cosa muy de Gramsci (al que obviamente me veré  obligado a citar más adelante cumpliendo mi dosis de pedantería académica), uno de los primeros revolucionarios que advertirá de lo esencial que es el campo de la cultura en la disputa ideológica y en la configuración de todo el movimiento revolucionario. Desde que el sardo comenzara a alertar a todo el movimiento comunista de tal apunte se produciría un gran cambio dentro del paradigma marxista que daría lugar a toda una corriente llamada “Estudios Culturales”, de la que serán prominentes figuras Stuart Hall (del que también hablaremos, quese-cree-usted), Raymond Williams, E. P. Thompson, etcétera. Básicamente todos ellos coinciden en la importancia del plano cultural para configurar y difundir determinados significados y generar un sentido común transformador para la clase trabajadora (de ahí también su incidencia tantas veces en el plano discursivo), por lo que es una corriente muy centrada en los medios de comunicación como los grandes difusores culturales de nuestra época. Unos medios de comunicación (y unas enormes industrias culturales) que han cambiado muchísimo en los últimos veinte años, lo que nos obliga a repensar esta “guerra cultural”, centrándonos especialmente en sus nuevas formas y campos de disputa. 

Suena obvio que a día de hoy aún siguen siendo esenciales los intelectuales de artículo semanal en el medio progresista de referencia de la época, de paper mensual en colaboración con ese nuevo filósofo de moda tan gracioso y de libro nuevo cada tres años en los que se introducen magnánimos, novedosos y definitivos descubrimientos para las ciencias sociales críticas y las articulaciones de nuestros movimientos. Ahora bien, quizás no suene tan obvio que hoy aún son mucho más esenciales los comunicadores que sirvan de correa de transmisión de todas esas ideas, valores y estrategias desarrolladas de una forma accesible, directa y fácil para un público mucho mayor y más diverso del que jamás accedería a esos escritos. Hoy esos comunicadores han tomado la forma de presentadores de televisión, youtubers, instagramers, tiktokers, etc. Nosotros tenemos muchos de los primeros (lo que está muy bien, no se me vaya a revolver la intelligentsia), pero prácticamente ningunos de los segundos. El objetivo de este artículo es así pensar cómo podríamos dotarnos de una estructura que dé lugar y cobijo (generando nuevos y atrayendo a los ya asentados) a esos comunicadores, que pasarían a estar conectados unos con otros con una estrategia y táctica definida, centralizada y sistematizada de la que formarían parte y que, obvia decirlo, pudieran vivir bien de ella en el desarrollo de su labor en las mismas. Hablando en plata, se trata de una apuesta que viene a afirmar que hoy por cada Antoni Domènech y César Rendueles nos hacen falta diez Ibai Llanos y David Broncano con carnet del partido comprometidos con un proyecto vital revolucionario. 

En este sentido, y poniéndome aquí algo ortodoxo, creo que se debe discutir y polemizar sobre la imposibilidad de lanzar una revolución cultural hasta que no nos dotemos de una estructura propia desde la que preparar, organizar y sistematizar esa “guerra cultural”. Creo esencial así generar una «solidez orgánica» y «centralización cultural» que permita coordinar y dar un sentido único en clave transformadora a todos los diversos productos culturales (programas de tv, series, películas, gameplays, vídeos en youtube de todo tipo, canciones, videojuegos, etc) que nuestra gente comience a desarrollar. Si dichos productos están dispersos, son esporádicos y, aún más problemático, nacen desde la propia industria cultural neoliberal, serán mucho más fáciles de asimilar y neutralizar por la clase dominante. Entiendo que el objetivo primordial entonces debe ser conectarlos en canales de comunicación propios, desde donde se trabaje su sistematicidad y se asegure su sentido único transformador. Quizás solo así se puede dar lugar a ese «bloque cultural y social»[2] revolucionario necesario para dar (y ganar) la batalla. 

Cabe apuntar que la insistencia en esa centralización y sistematicidad no es en absoluto caprichosa. Como señala Gramsci en el texto recién mencionado, la construcción de un nuevo sentido común y la sustitución de las viejas concepciones del mundo imponen dos tareas fundamentales para todo el movimiento cultural revolucionario:  1) Repetir hasta la saciedad los propios argumentos, ideas y formas de entender el mundo, adoptando en cada momento diversas formas para transmitirlo (hoy en día: la radio al despertar, el podcast o el álbum de música para el tren o el bus, el programa de tv por la mañana, el programa de entretenimiento y salsa rosa por la tarde, la película o la serie por la noche, el latenight de madrugada, el video de youtube al acostarse, etc), dado que «la repetición es el medio didáctico más eficaz para actuar sobre la mentalidad popular»; y 2) Trabajar continuamente para elevar intelectual e ideológicamente a estratos populares cada vez más amplios (una elevación gradual que parta de la transmisión de los conceptos e ideas básicos en los productos de consumo masivos y diarios hasta llegar al manejo integral del pensamiento y la retórica revolucionaria) y «suscitar élites intelectuales de nuevo tipo, que surjan directamente de la masa y se mantengan en contacto con ella», lo que hoy obviamente pasa por dejar de reducir nuestro ámbito intelectual al ámbito académico y de los movimientos sociales.  

En efecto, se trata de contrarrestar y combatir el bombardeo masivo mediático-ideológico del neoliberalismo en los medios de comunicación y redes sociales en las que nos politizamos y pasamos enormes cantidades de tiempo en nuestras vidas (“¡okupas, menas, catalanes, comunistas, nos invaden!”), con un bombardeo propio que se desarrolle en una industria autónoma, con canales y formas propias (que sean medianamente parecidas a las suyas, al menos en un principio), que sirvan para mermar además su consumo y desarrollo y que progresivamente logren infiltrarse en sus producciones, hasta apropiárnoslas del todo. Algo así como dinámicas de adaptación-asimilación que salgan y entren de sus espacios y lógicas intermitentemente. Una difícil tensión que nos obligue a movernos entre cambiar lo suficiente para no seguir relegados a la marginalidad pero no para parecernos tanto a aquello que queremos cambiar como para que nos acabe cambiando a nosotros. 

Así, aunque quizás el horizonte sea eliminar todo producto de entretenimiento audiovisual del estilo “Sálvame” (o “Jugones”), en el mientras tanto podría sernos bastante útil tener nuestro propio “Salvémonos” (o “Juguemos”), en el que desde la producción de un contenido cercano a eso que llamamos «cultura popular» (dios me libre del lodazal en el que me estoy metiendo), podamos comenzar a transmitir masiva y progresivamente nuestra nueva conciencia y visión general del mundo. [Y oye, he de admitir que un “Gran Hermano” en el que 20 jóvenes marxistas discutan sobre el materialismo dialéctico, los límites fisiológicos del Planeta bajo relaciones de producción capitalistas y las implicaciones patriarcales de las relaciones monógamas, mientras se emborrachan y retozan unos con otros, podría ser de lo más interesante, la verdad]. Como tan bien apunta Stuart Hall, casi todas las formas culturales son contradictorias en cierto sentido, estando compuestas por elementos antagónicos e inestables, de tal forma que «el significado de una forma cultural y su lugar o posición en el campo cultural no se inscribe dentro de su forma, ni su posición es siempre la misma»[3]

Estas nuevas formas de guerra cultural, en tanto que atravesarían enormes facetas y espacios de nuestras vidas, acompañándonos de mañana a noche, día tras día, podrían sernos muy útiles para trabajar y repensar la profunda crisis de conciencia de clase que atraviesa el movimiento obrero revolucionario. Este clásico quebradero de cabeza para el marxismo (que el postmarxismo ha tenido que negar en una curiosa huida hacia adelante) se ha visto acentuada en nuestro siglo por la capacidad de la clase dominante para imponer en estos medios de difusión ideológica que nos acompañan en todo momento su narrativa de movilidad y ascenso social, sus aspiraciones medio-clasistas que disgregan y eliminan toda capacidad de entendernos como una misma clase, con unas mismas problemáticas y, por lo tanto, con un mismo y único objetivo a batir. Siguiendo con la línea de un trabajo ideológico progresivo en estos massmedia que parta desde lo más simple hasta lo más complejo, me parece muy curiosa la anotación de Pierre Bourdieu (veis, ya me estoy pasando de pedante) al hablar de gustos de clase cuando afirma que las diferencias sociales más fundamentales para articular una conciencia de clase propia se pueden conseguir expresarse a través de «un paralelo simbólico reducido a cuatro o cinco elementos [..] más o menos tan completamente como a través de sistemas expresivos aparentemente tan complejos y refinados como los que son los universos de la música o la pintura»[4]

Bien, pero ¿quién y cómo debe organizar esa guerra cultural?

Claro, aquí la clásica pregunta. Pues bien, pese a la profunda crisis actual de los partidos políticos como actores revolucionarios, cada vez parece más claro que la encargada de tal tarea debería ser una única y gran organización política de los trabajadores (reciba el nombre que reciba dicha estructura en este siglo), que centralice recursos, esfuerzos y resultados. No parece conveniente seguir dejando tal tarea en manos de actores individuales (por muy súper comprometidos que estén ellos) o de los movimientos sociales, que tan fácil caen en esa dispersión y asimilación antes señalada, pese a la potencia y calidad de algunas de sus producciones, totalmente desconectadas entre sí. Así, hoy el partido político debe inevitablemente convertirse al mismo tiempo en una enorme productora audiovisual. Quizás el salto terminológico del Partido-de-masas al Partido-Productora pueda resultar impactante, pero básicamente estaríamos hablando de la adaptación del primero, de sus formas y dinámicas, a las nuevas necesidades revolucionarias a responder, al menos en una primera fase del ciclo.   

Cada día parece más claro que el futuro se disputará en gran medida en el ámbito de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC), por lo que bien el Comité Central del Partido (en la vieja fórmula comunista), bien el Consejo Estatal Ciudadano (como una de las nuevas fórmulas populistas), deberá tener como parte sustantiva de sus miembros a varios expertos sobre el tema y a su militancia muy preparada en este punto si no quiere verse abocado a seguir en la más absoluta marginalidad. Tras un quinto de siglo veintiuno consumido quizás es hora de empezar a postular el partido político como príncipe posmoderno. Eso que parece que tan bien entendió el primer Podemos al preparar su irrupción[5], pero que tan rápido olvidó y descuidó tras convertirse en una máquina electoralista más al uso (encontrándose hoy quizás por eso ya en los viejos niveles mediáticos-articuladores de IU), es que la problemática no reside solo en cuidar el discurso como configurador de un nuevo sentido común al adentrarnos en los espacios culturales neoliberales (se llamen Espejo Público o El País), si no que quizás la clave esté en dotarnos  de un espacio autónomo producción cultural de masas desde donde interpelar directamente a las grandes mayorías. 

Así, esa centralización y solidez orgánica mencionada podría consistir en conectar todas estas plataformas, estructuras y producciones en una misma organización, lo que sería útil porque podría generar las dinámicas de retroalimentación necesarias para la repetición masiva antes mencionada. La idea es volver a crear “instituciones de vida social características de la clase obrera” adaptadas al siglo xxi que estén coordinadas y subordinadas «en una jerarquía de competencias y poderes, concentrarlos intensamente, aun respetando las necesarias autonomías y articulaciones»[6], en este caso en el ámbito cultural. Se trata, por tanto, de crear todo un entramado de organismos y estructuras populares culturales conectadas de las que podamos vivir mientras desarrollamos la labor militante. Esto es: que ningún chaval deje de crear contenido para youtube por falta de soporte informático si la idea nos es útil, que ningún grupo de chavales con talento deje de crear su grupo de rap contestatario por falta de estudio, que ningún director deje de desarrollar su serie rupturista por falta de productora, que ningún doctorando deje de investigar sobre nuevas formas de sindicalismo porque no llegue a la beca pública, etc. Ello supondría además democratizar eso que insistimos en llamar «cultura popular», dando verdadero acceso a la creación de contenido de los sectores menos acomodados de la clase trabajadora, sumidos hoy en una verdadera relación de pasividad respecto a ella[7].  

La idea es ir creando poco a poco una especie de estructura popular y democracia obrera paralela a la estatal que sea capaz de integrar en su seno el talento, el esfuerzo y el trabajo de la militancia en todos los diversos ámbitos en los que hoy se desarrolla la guerra cultural, permitiendo vivir en ellos y de ellos (porque a nadie se le olvide, la militancia implica antes poder comer, pagar el alquiler, etc.). Como recuerda Stuart Hall en el texto antes citado: «Escribir una historia de la cultura de las clases populares exclusivamente desde dentro de esas clases, sin comprender cómo aparecen constantemente en relación con las instituciones de la producción cultural dominante, equivale a no vivir en el siglo XX». Quizás en nuestro siglo sea aún más problemática y determinante esta cuestión. Así, no vale de nada una batalla cultural sin tener instituciones populares capaces de producir a la altura (esto es, con la intensidad, frecuencia, profundidad y calidad) de la maquinaria de guerra enemiga. Quizás nos juguemos el siglo con esto.  


[1] Muy recomendable en ese sentido este podcast del espacio “Contra el diluvio” junto a la editora y articulista Layla Martinez: https://contraeldiluvio.es/utopia-y-crisis-climatica-con-layla-martinez/

[2] Estos tres términos, eminentemente gramscianos, se recogen en «Notas para una introducción y aproximación al estudio de la filosofía y la historia de la cultura», de la obra del sardo “Cuadernos  de la cárcel” (1929-1935). Concretamente se encuentran en la Nota IV, un auténtico manual de guerra cultural.   

[3] En «Notas sobre la desconstrucción de lo ‘popular’», capítulo del libro “Historia popular y teoría socialista” (1984), otra gran guía de guerra cultural. 

[4] En «Gustos de clase y estilos de vida» (1983). 

[5] [1] “Nuestra intención se orienta a mezclar reflexión densa con los formatos ágiles típicos de los medios de comunicación mainstream, que son realmente los que impactan” reconoce el antiguo responsable de comunicación y discurso de Podemos, Iñigo Errejón, en una entrevista en la Revista Científica de Información y Comunicación sobre guerra cultural, que recibe el sincero nombre «Podemos como práctica cultural emergente frente al imaginario neoliberal: hegemonía y disidencia» (2014).   

[6] Otra potentísima idea desarrollada por Gramsci en un texto escrito junto a Palmiro Togliatti llamado “Democracia Obrera”, publicado en L’Ordine Nuovo en 1919. 

[7] Señala Pierre Bourdieu en el texto antes citado que: “La relación que los miembros de las clases populares mantienen con la cultura dominante, no es tan diferente de la que mantienen con su universo de trabajo. Excluidos de la propiedad de los medios de producción, son también despojados de los instrumentos de apropiación simbólica de las máquinas a las que sirven, no poseyendo el capital cultural incorporado que es la condición de apropiación del capital cultural objetivado en los instrumentos técnicos”. 

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