Pieza escrita por Pepe del Amo (@Faulkneriano_), economista por la UAM, y por Iker Madrid (@Ikermadrid12), politólogo y Doctorando en Historia Contemporánea por la UPV.
(I) Acotaciones previas
En ocasiones, atribuimos a la música, y a las artes en general, el poder de remover conciencias por encima del mero valor de uso como producto cultural de consumo. En un modo de producción (cultural y de subjetividades también, claro) en donde la segunda es condición para la primera, seguramente sea poco útil plantear la cuestión en esos términos, pues el proceso de mercantilización se produce en todas las esferas de la realidad sensibles de transformarse en plusvalor. Pero esta diferenciación, por muy ajena que parezca, puede sernos útil para entender escenas actuales como las del rap o el punk en los años 80. Diferenciaremos pues, en este apartado, y en otros siguientes, el proceso de fabricación y distribución de la música y el contenido explícito e implícito de las canciones. No como partes inconexas, como tantas veces se ha planteado la discusión entre la forma y el fondo, sino entendiendo la primera como parte de lo segundo, dándose una interacción entre ambas. Asumiendo la dicotomía (que a veces se plantea como antagónica) entre si la música es causa o producto de la realidad social, la entenderemos aquí de forma dialéctica; es decir, como una dinámica en donde las realidades subjetivas se alimentan de las realidades objetivables, y viceversa, sin una causalidad y direccionalidad unilateral, sino un mismo movimiento retroalimentado por ambas. Entroncando con esta manera de entender los artefactos culturales, no como meros reflejos de la sociedad sino en clave interrelacional con las coordenadas sociales de las que emergen, el sociólogo Simon Frith en el texto “Música e identidad” afirmaba que “hacer música no es una forma de expresar ideas; es una forma de vivirlas”[i].
Al mismo tiempo, distinguiremos, siguiendo el planteamiento de Roberto Esposito, la distinción entre lo impolítico y lo politizado. Asumiendo que “lo impolítico no es la negación de la política (eso es lo apolítico), sino más bien su negativo. Lo impolítico es la política vista desde su límite externo”[ii]. Toda realidad está atravesada por la política pero no siempre se entiende o percibe como tal; es decir, politizar una determinada cuestión, convertir lo político en politizado, es un proceso de construcción de una subjetividad concreta que, en la mayor parte de las veces, se realiza de forma antagonista. En palabras del propio Fisher: “nada es intrínsecamente político: la politización requiere de un agente externo que transforme en un terreno de batalla, lo que se da por descontado”[iii].
Este planteamiento nos conduce a una conclusión: muchas de las reacciones presentes en los discursos del rap no se expresan de forma plenamente politizada, en su representación consumada y lista para digerir, pero el fondo y los temas de estas letras encierran y contienen aspectos politizables. Remiten, en múltiples ocasiones, a las expresiones políticas más puras, más primigenias e instintivas del odio, el resentimiento latente y el orgullo de clase, pero sin ser conscientes de ello y sin proyectarlo estructuradamente.
(II) Una breve caracterización del rap español
Antes de proceder a un análisis sobre las precuelas y características del fenómeno que aspiramos a desentrañar, realizamos una sucinta descripción, a modo de encuadre, de los elementos más significativos de las escenas o las corrientes político-culturales más características del rap español. Esta caracterización deja muchos elementos claves fuera (y aún por tratar en profundidad desde los estudios culturales), por lo que no pretende ser una clasificación cerrada en torno a la cual discutir e investigar, sino catalogar una serie de retóricas en torno a las cuales poder seguir debatiendo.
Lo categorizado como rap emerge en España primariamente en aquellas zonas, como Sevilla (Morón de la Frontera), Zaragoza o Madrid (Torrejón de Ardoz), que cuentan con una base militar aérea estadounidense cercana. En este sentido, es a mitad de los ochenta, cuando por influencia de EE. UU., comienza a penetrar en el país el cosmos del hip hop. Se suele citar, como primer disco íntegramente de rap, el recopilatorio “Madrid Hip Hop” producido en 1989. En la siguiente década, el rap adquiere más presencia y comienzan a constituirse grupos y artistas conocidos por todos, de los cuales muchos siguen en activo como CPV, SFDK, La Mala Rodríguez, 7 notas, 7 colores, Violadores del Verso, Falsalarma o Nach. Para inicios del siglo XXI este género musical se había empezado a profesionalizar, conformándose revistas específicas y sellos discográficos. En esta primera etapa el tipo de rap que tendía a hacerse era de estilo virtuoso, centrado en la lírica, las rimas y los juegos de palabras y dejando en un segundo plano el sentido y el contenido de las letras. Primaba el cómo rapear, el cómo sonar, y no tanto el qué se decía o qué se expresaba.
La crisis económica de 2008, cuyas mayores repercusiones se experimentaron en 2013 (más de 6 millones de desempleados, lo que correspondía al 27,16% de la población activa, y casi un 60% de paro juvenil), impuso una brecha, una fractura, un punto y aparte, en la evolución y el desenvolvimiento del rap. No insinuamos, cayendo en un ingenuo determinismo mecanicista, que la conmoción de 2008 provocase de forma automática un giro en la dinámica del rap. Más bien consideramos que la convergencia de transformaciones políticas, económicas, sociales, tecnológicas, emocionales y de expectativas dejaron marca e impronta en las canciones de rap. Como comentó Zatu en el documental Underground Kings, en ese periodo germinaron cantantes, como Natos y Waor, que captaron en sus temas el sentir de esa época, que narraron la cotidianidad de esos jóvenes de barrio que echaban horas muertas en el parque bebiendo, fumando y rimando (“De la ruleta y las familias en paro / del bájame aquello y mañana te lo pago”). Rapeaban acerca de lo que unas generaciones concretas estaban sintiendo, viviendo, sufriendo (“Hicimos lo necesario / cuando el mercado laboral nos cerró las puertas”). El profundo desencanto de percibir que el discurso clase-mediero no se ajustaba a la realidad ni a la perspectiva de futuro (“Nos vendieron un futuro pero por aquí no lo hay, no / sólo ruina y disparos”[iv]). El pospunk, escribió Mark Fisher en 2005, “fue el despertar de la «alucinación consensuada» del Kapital, un medio para canalizar, externalizar y propagar la desazón y la discrepancia”. Y, en cierta medida, algunas de las corrientes del rap que, sobre todo de manera autogestionada, brotaron por esas fechas expusieron el desasosiego y el malestar de los hijos de unos sectores socioeconómicos concretos.
A este respecto, podemos integrar este punto y aparte en la categoría del rap underground, como fenómeno ya extinto pero trascendental para entender algunos de los discursos y figuras más relevantes de la música urbana actual. Hablamos de grupos como Hijos Bastardos, Natos y Waor, Prefijo 91, Gadafi Click, Chacal Click, Suite Soprano, Agorazein. De nombres como Charlie, Chaman, Nasta, Roca, Arce, Cool, Zhas, Fer y Julio, Nova Mejías, Fab, Chase, Doser, Are, Magno, Soukin, Ramos, Juancho Marqués, Sule B, Crema, J. R. Gutiérrez, Sticky M.A, entre tantos otros nombres importantes. Muchos grupos desaparecieron y muchos nombres cambiaron en su éxodo hacia el trap o estilos de música poperos (y, por ende, con mayor proyección en nichos de mercado más rentables). Marcadamente masculina, desde la virilidad, la masculinidad patriarcal y una referencialidad constante a las drogas, tiene el “el barrio” y “la calle” como principal imaginario creativo y guarda una relación un tanto contradictoria entre lo que aspira a ser y de donde es. Entre el deseo y la identidad. Entre el querer tener lo que gozan los de arriba y al mismo tiempo no convertirse en uno de ellos[v].
La cultura de la ostentación ha estado muy presente en la culturas suburbanas y ha sido siempre un deseo insatisfecho, inoculado por el clasemedianismo, más que una realidad consumada. Y es en esta corriente, que más tarde evolucionará (en gran medida, y salvo algunas excepciones) a otros géneros, donde está más presente el lujo y la suntuosidad. El diferenciarse del resto pareciéndose a los que odias. Resulta manifiesto de una cultura inorgánica y de un discurso contradictorio entre sí, que algunos de los grupos o artistas que más cargaban contra las multinacionales y los ricos, tuviesen tan presentes, tanto en sus videoclips como en sus letras, los relojes, la ropa y los coches de lujo. Aun así, y con todo, es la corriente que, si bien de forma impolítica, mejor ha descrito a toda una juventud de clase trabajadora en los barrios. El mejor reflejo de las frustraciones, los deseos y los odios de toda una generación perdida que ha inspirado a los más jóvenes y brillantes raperos actuales.
Parte de la corriente (también la que ha protagonizado su éxodo musical al trap) ha ido alejándose del “barrio” como espacio simbólico de creación y referencia para ir acercándose a estilos y narrativas poperas, emigrando hacia un lugar narrativo distinto donde el barrio ha quedado eclipsado por la cultura del lujo, la distinción. Cuando hablamos con El Coleta sobre aquellos raperos, referentes para la juventud, que han abrazado la fama y el dinero como único objetivo vital y artístico, contesta que “primero, que a mí cada cual con lo suyo y que no creo que ningún artista tenga obligación de ser ejemplo para nadie. Es normal que haya gente de origen humilde que le guste ostentar y hay canciones sobre obtener dinero y bienes materiales que están guapas… Lo que ocurre es que ya hay muchas, y para mí particularmente pierde toda la gracia cuando se repite hasta la saciedad”.
En ese sentido, sobre el barrio o si es necesario pertenecer a él para escribir desde ese lugar, a partir de su experiencia contesta que “el concepto de barrio es un tótem y una constante en mis trabajos. Se puede rapear sobre cualquier cosa sin haberla vivido, pero en teoría si alguien no ha pisao (sic) los barrios se le notará en sus letras”. En relación con esto último, acerca de si la crisis económica ha supuesto un cambio en la periferia de las ciudades, señala que “como dice un canción de CPV de hace más de 20 años ´Y así mi barrio sigue mal y tu barrio sigue mal, pero no resulta raro siempre han estado igualˋ. En esta crisis aumentaron los desahucios y eso entre otras cosas ha hecho resurgir algunos movimientos ciudadanos que anteriormente no existían o eran muy irrelevantes”.
Antes de esbozar lo que denominaremos como rap politizado, de protesta o subversivo conviene realizar una aclaración previa que iremos desarrollando a medida que avance el texto. La mera conceptualización de “politizado” hace referencia a una serie de temas que, si bien podían estar vaciados de conflicto previamente, son construidos de forma discursiva (y, en este caso, narrativa y musicalmente) como parte de estrategias políticas; es decir, han transformado cuestiones “potencialmente politizables” en cuestiones políticas de primer orden. Esto, claro está, no niega que toda realidad sea política en sí misma, pues todo lo que vivimos está atravesado por ella, sino que entiende toda cuestión politizada como una construcción simbólica de sentido no dada, una forma de conciencia. Siguiendo esta cadena argumental, el rap underground no niega entonces una realidad atravesada por la política (al contrario, quizá sea la expresión más primigenia de la rabia de clase), sino que no entiende determinadas cuestiones como parte de un conflicto y, menos aún, de un conflicto que necesariamente ha de subvertir su lógica de poder. He aquí la diferencia que radica, y pretendemos utilizar para nuestro análisis, entre el rap “impolítico” y el rap “politizado”.
Con una gran divergencia y sin un patrón ideológico claro (aunque nunca desde posiciones no progresistas, pues el origen del género ha conducido a una omisión de uso o a la ridiculización más burda desde otras corrientes políticas), desde las vinculadas a las tradiciones libertarias o las comunistas, hacen de su música (fundamentalmente, pues este sería su rasgo más característico aunque traten otras cuestiones) una herramienta de lucha a nivel cultural en pos de la transformación social, recogiendo un elenco de demandas dispersas o de luchas concretas y armándolas de forma narrativa y musical. Muy heredera del punk, encontramos nombres, entre otros, como los de Los Chikos del Maíz, Valtonic, Pablo Hasel, Zoo, Narco, La IRA, Mala praxis y Gatta Cattana (fallecida en 2017). En su caso, el enfrentamiento, inmanente al rap, tiene que ver con la radicalidad política y la coherencia ideológica en donde, en determinadas ocasiones, se trivializa al punto de ser una cuestión meramente formal, incluso de agresividad en las palabras. Digamos que se es más puro cuanto más a la izquierda te sitúes discursiva y políticamente, equiparando peligrosamente la agresividad a la radicalidad.
Para concluir con este breve repaso, el libro más reciente de Alberto Santamaría[vi] nos puede ser útil para poner encima de la mesa una serie de anotaciones acerca de este tipo de rap. La tesis del último bloque de la obra insiste en que no existe el arte disociado o escindido de la propaganda política. Es decir, todo producto cultural, aunque se presente como neutral, propaga unas ideas, refleja o transmite unos valores y creencias, divulga unos afectos. Se insiste, desde coordenadas neoliberales, en publicitar el arte como elemento despolitizado, en proyectarlo como algo puro, imparcial, aséptico, pero no solo todo artefacto artístico tiende a estar atravesado por los intereses del mercado, sino que se adecua a un relato o a un modo de pensar y autopercibirse concreto. Enhebrando con esta reflexión, por mucho que ciertos raperos insistan en desmarcarse de lo político (en el sentido amplio del concepto), aquello que esbozan en sus canciones, aquello que narran en sus videoclips, el modo en que lo proyectan, propaga ideas, sentimientos, actitudes, formas de ver la realidad y de interpretar lo que nos rodea (desde el rechazo a las fuerzas represivas del Estado o el énfasis en el tejido barrial hasta la vinculación con el ocio escapista o la centralidad en la vida del hacer dinero).
En el capítulo quinto el autor rescata una cita de Hans Haacke sobre el Guernica (convertido en “mercancía chic”) que podemos tomar como referencia: “si haces cuadros de protesta, es probable que estés por debajo de la sofisticación del aparato al que atacas. Es emocionalmente gratificante señalar cualquier atrocidad y decir que ese de ahí es el bastardo responsable de ella. Pero, efectivamente, una vez que la obra llega a un lugar público, sólo se dirige a la gente que comparte esos sentimientos y ya está convencida de antemano”. En cierto sentido, es posible atribuir lo contenido en esta sentencia al rap protesta. Un rap, que en ocasiones, de lo visible, obvio y obsceno que llega a ser queda inoculado por la sofisticación del entramado político-económico al que se enfrenta, encerrado en la mera representación y transmitido únicamente por los que de manera previa ya estaban convencidos, sin traspasar esas barreras. La posible solución pasaría -quizá- por transitar de la simple señalización a la visibilización de estructuras, de conexiones, de las condiciones reales de existencia, de aquello que oculta el lenguaje hegemónico; pasar de lo panfletario a una contrapropaganda que logre reflejar y exponer el poder (cómo se constituye, cómo trabaja, qué efectos y repercusiones tiene, cómo entronca en la propia evolución del arte, etc.).
(III) El punk británico como precuela del “yo endurecido”
Decía Mark Fisher, a propósito de entender la música como motor del cambio social, que la “idea de que la música puede cambiar el mundo parece hoy irremediablemente ingenua (…) treinta años de neoliberalismo nos han convencido de que no hay alternativa, de que nada puede cambiar”[vii]. Lo escribía mucho después de los años 80, cuando el boom político y experimental del postpunk estalló en mitad de los gobiernos de Margaret Thatcher, con una antigua sociedad obrera deprimida (en todos sus sentidos) y antes de que se impusiese la idea de que no había alternativa. Según él, ese estallido de creatividad musical “fue en muchos sentidos la versión británica del Mayo francés. En línea con las teorías situacionistas y marxistas de las que bebió y a las que remitió, el postpunk entendió la cultura como algo intrínsecamente político (…) que iba mucho más allá del parlamentarismo”. Las similitudes son tan patentes que se extienden incluso a la solidaridad entre jóvenes y obreros[viii]. Y prueba de ello, fueron grupos tan icónicos como “Crass”, que llegaron a la Cámara de los Comunes por su canción contra la guerra de las Maldivas (How Does it Feel[ix]) y que decidieron dar su último concierto en apoyo a los mineros en un año tan simbólico como 1984; o The Clash, uno de los mejores grupos de esa primera oleada.
El punk, y sus géneros sucedáneos, supusieron una auténtica revolución musical que iba más allá de lo experimental. En una Inglaterra obrera derrotada, abrió la oportunidad a que los grupos de clase trabajadora encontrasen la forma de expresar sus vivencias, de exorcizar sus dolores y encontrar un altavoz para sus posicionamientos políticos. Al no necesitar de grandes conocimientos musicales, y junto a la democratización vía consumo de los medios logísticos, surgieron muchos grupos que al principio sonaban estridentes, pero que después fueron a conformar toda una escena musical nacida en el garage.
Junto a los cambios experimentales, se produjo también un estallido de mensajes muy heterogéneo fruto del proceso de atomización cultural de su tiempo y producto de un momento histórico muy concreto. El surgimiento del nihilismo vacío en las canciones, lejos de su sentido libertario, en grupos tan icónicos como los Sex Pistols condensaba, aunque no se manifestase como explícitamente político (es decir, impolíticamente) gran parte de las transformaciones socioculturales de su época. Es así como el punk, muy apegado a las corrientes anarquistas y los centros de okupación autogestionados, derivó, en parte, hacia un nihilismo inocuo, despolitizado y hedonista: el paso de una reivindicación colectiva a una exaltación violenta del yo con una cierta “sabiduría depresiva”.
Es en estos años donde, sumado a los procesos de transformación en las relaciones del trabajo, la conciencia obrera se destruye objetiva y subjetivamente. Los sindicatos se convierten en el primer enmigo del neoliberalismo, como estrategia para la desintegración de los lazos y estructuras sociales populares como formas de vida y de resistencia[x]. En el plano cultural, pasaríamos, según Wendy Brown[xi] a “un resentimiento de clase sin conciencia de clase o análisis de clase”. Una vez atacada la conciencia e inoculado el deseo de una clase media aspiracional, la frustración social se expresa a través del “yo endurecido”: “una forma de subjetividad que se enorgullece de su independencia de los otros”, un sujeto “consecuencia del abandono, tanto institucional como existencial, que ha sufrido esta generación”.
(IV) El punk español
El despliegue de la cultura de masas y los procesos de homogenización cultural como mecanismos de dominación simbólica, han traído siempre de la mano una serie de culturas resistentes o subalternas producto del rechazo a la “norma cultural”. A veces de forma alegórica o estética, y otras de forma explícitamente política. Pero siempre a consecuencia de un cierto patrón cultural más o menos hegemónico. Los fenómenos de resistencia cultural, en tiempos de modernidad líquida y consumo de masas, condujeron, desde sus inicios, a un proceso de atomización que en las geografías urbanas se hizo latente con la aparición de las tribus y la ghettización cultural. Mientras en Inglaterra, cuna de los movimientos punk, la irrupción musical y estética creaba subculturas urbanas provenientes de la clase obrera como los teds, los mods o los skinheads antifascistas, la España de La Transición vivió su particular proceso de fragmentación y homogeneización impulsando una “cultura de clase media” que eclipsase a las expresiones populares que mostraban la realidad silenciada de su tiempo.
Las culturas suburbanas se empezaron a extender por todas las grandes ciudades europeas de forma más o menos gradual y homogénea con determinados paralelismos formales y políticos. En el contexto español, el punk sirvió como herramienta estética y musical para expresar ciertos temores inherentes a la época, resentimientos de clase y reivindicar el hedonismo como forma de liberación social. Se creó, digamos, un campo de batalla ideológico-cultural (con el nihilismo como principal articulador) en donde pugnaban las versiones más desnaturalizadas y desclasadas, promovidas por el aparato cultural del PSOE en tiempos de Felipe González, y aquellas más o menos puras como el denominado “rock radikal vasco”.
Por un lado, La Movida, su reproducción más tergiversada y naif, que entendía el punk como un mero recurso estético y que tardaría poco en pasar de una corriente contracultural minoritaria a erigirse como el relato oficial de su tiempo: la necesaria renovación progresista, neutralizada a nivel político, que exacerbaba los valores neoliberales y le servía al régimen para consolidar su entrada en la modernidad europea. Tergiversada decimos porque convertía el nihilismo (y un cierto anticonservadurismo) en una exaltación permanente del yo y del placer.
Por otro lado, las versiones más desenfadas que, si bien, a veces no se expresaban como explícitamente políticas (politizadas), se hacían dueñas de las frustraciones y las rabias de esa década. Eskorbuto, Barricada, Cicatriz, Kortatu, La Polla Records, las Vulpes. Muy apegados a la cultura libertaria, y a esa brecha generacional que se abrió en las organizaciones anarquistas con el estallido del punk, las letras de estos grupos convertían el vacío existencial (el famoso “No somos nada[xii]”) personal y colectivo, en un rechazo simbólico a la autoridad: a la policía, al Estado, a incluso la política. Alejándose de los principios eticistas de los comunismos y en pleno auge del movimiento okupa, construyeron toda una cultura que aún hoy pervive en los movimientos antifascistas de todo el Estado.
(V) El resentimiento de la clase trabajadora en el rap español
El rechazo a la autoridad, en ocasiones, devino en expresiones culturales “despolitizadas” semejantes a la frivolidad del pop e incluso “apolíticas” (de negación de la misma). Es así como muchas de las corrientes que antaño se presentaban como contestatarias o meramente trasgresoras, se fueron vaciando ideológicamente guardando algunas antipatías fruto de la impotencia más que de la rabia. Si bien nunca existió un orgullo de clase obrera semejante al de otros países (a consecuencia de ciertas condiciones históricas que hacían de la clase industrial, y de la sociedad obrera del trabajo, algo realmente minoritario en nuestro país), las condiciones culturales en el contexto español se hacen más evidentes que nunca en palabras de Fisher.
Frente al clasemedianismo español, o más bien ante la constatación de la fragilidad, inconsistencia y estrechamiento de aquello denominado como clase media, surge un resentimiento de clase, más presa de sus frustraciones que de sus orgullos, que no tarda en permear en la cultura musical y estética de los barrios. ¿No es acaso el odio “a las multis” y a la polícia, tan presente en el rap underground (desde Natos y Waor hasta Hijos Bastardos, con nombres y nombres de chavales que rapeaban en los parques y hacían temas para subirlos a youtube) y en las versiones menos desnaturalizadas del trap español, la muestra más evidente de este resentimiento, la “forma de subjetividad que se enorgullece de su independencia de los otros”? Frente a toda una escena hip-hop, pionera e influenciada por los ritmos americanos, trascendental para que este género se popularizase, pero inofensiva contra los valores dominantes, tras la crisis económica del 2008 surgió toda una escena que hablaba de la realidad en los barrios periféricos[xiii] y que venía a acabar con las ropas anchas y las gorras New Era. Es en ese momento donde mucha gente joven de clase trabajadora encuentra en la música un reflejo de su propia vida, una manera también de exorcizar sus frustraciones. El problema ha sido que en muy pocas ocasiones la experiencia vivida, las frustraciones, los obstáculos de clase, las heridas y marcas producidas por el origen social que transmitían en sus canciones se conectaba con la realidad estructural que las generaba. Se exteriorizaba la rabia pero no se vinculaba al entramado socio-político y económico del que emergía.
Otro rasgo característico del rap, como venimos comentando, es su vinculación a la calle, a la dimensión pública. No solo como referencia insistente en las letras, sino como espacio de articulación, de interacción, de producción de una identidad relacionada al rap. En el documental que hemos citado previamente se puede comprobar la centralidad del espacio y de lo colectivo. Natos y Waor (y Recycled J) se conocen porque comienzan a coincidir en las batallas de gallos que se llevan a cabo en distintos parques de Madrid. Y es que desde 2005 en muchas ciudades españolas (Madrid, Barcelona, Alicante, Bilbao) se van generando zonas de encuentro para chavales donde improvisan, rapean y batallan, tendencia que coge más fuerza a medida que pasan los años. Frente a una lógica que circunscribe el ámbito público a la circulación de mercancías, al circuito de la producción y del turismo, al ir y venir en el tránsito consumista, dando primacía al pasar y no al quedarse, frente a una dinámica que tiende impedir el encuentro y a expulsar a los individuos de la esfera urbana para empujarlos a los centros comerciales y zonas de consumo, los jóvenes comienzan a aparecer y desarrollarse en esos espacios públicos, a reclamarlos y permearlos con su presencia. Y en esos años el rap brota y coge fuerza en esa interrelación (en la interacción de jóvenes que proceden de puntos muy distintos y echan sus horas en el parque improvisando), se gesta en la identidad colectiva constituida por esos grupos sociales en esas localizaciones espaciales. Con el tiempo, aunque esto daría para otro artículo, se produce un repliegue y un profundo proceso de mercantilización, y el mundo de la improvisación y las batallas se vehicula hacia las discotecas, salas de fiesta y eventos patrocinados por multinacionales. Se pasa de la calle a los recintos con entrada previo pago, retornando todos al papel de ciudadanos-consumidores.
(VI) “Háztelo tú mismo”
El modelo de acumulación del capitalismo moderno, su despliegue histórico, se vertebró fundamentalmente en torno a la expansión del consumo. La sociedad de masas implicaba, necesariamente, un Estado keynesiano que generase las condiciones de mercado posibles (desde infraestructuras hasta normativas legales) para el abaratamiento de los costes productivos y de la fuerza de trabajo que, en consecuencia, hiciese del consumo de bienes materiales algo más o menos accesible o, sobre todo, deseable para algunos sectores de la población a los que antes se les hacía inimaginable. La “democratización del consumo”, que había conseguido un desarrollo de las fuerzas productivas inédito hasta entonces en el capitalismo, supuso que la clase trabajadora pudiese comprar bienes que antes les eran privados. Dentro de ellos, se encuentran los propios medios digitales que posibilitaban una cierta producción y distribución a nivel musical; muy lejos, claro está, de los recursos que tenían las grandes productoras y discográficas. Es por eso por lo que el proceso de abaratamiento de costes, a nivel logístico, vino acompasado de una explosión artística musical en los sectores populares. Nunca hasta entonces un grupo de origen obrero pudo convertirse en una estrella mundial.
El desarrollo del capitalismo tardío en el que vivimos tiene que ver con una contradicción interna, una tensión que constituye, en sí misma, su propia dinámica de acumulación: la precarización de la fuerza de trabajo con la necesaria inclusión de los sectores precarizados en la cadena de valor. Es decir, mientras trabajamos menos tiempo por menos dinero, el mercado nos da opciones más baratas para que podamos consumir lo poco que ganamos. Es el “capitalismo low cost” (frágil y precario, en un efímero y continuo presente) donde todo es barato pero la vida se encarece. Y es en este contexto histórico donde emerge el rap de nuestro tiempo.
Los estudios musicales de los raperos no tenían por qué ser en el estudio de una productora, alquilando por horas para poder grabar. Sino que podía ser en tu propia casa. De hecho así eran: muchas de las canciones que se grababan para las maquetas del incipiente rap underground se hacían en habitaciones y dentro de un armario de madera para insonorizar el sonido ambiente. Mientras el hip-hop de Nach, Violadores, Chojin o el propio Zatu comenzaba a tener cierta repercusión pública y a firmar con discográficas más o menos grandes, nacía toda una escena underground en donde chavales de clase trabajadora, sin una escuela, sin referentes musicales, hablaban de la realidad diaria que vivían en sus barrios con un discurso completamente distinto. Mientras unos comenzaban a tecnificar sus estudios y mejorar su distribución, otros grababan en centros okupas, en casas de amigos o en un local alquilado subiendo sus temas a Hip Hop Groups o youtube. Mientras unos podían confeccionar sus propias bases y diseñar ritmos a su medida, otros las robaban y rapeaban acelerados para llegar a los tiempos del bombo y caja. Ni unos ni otros podían anticipar que los chavales de chándal ajustado, AirMax y gorra de deporte para delante destronarían en cuestión de años a los hiphoperos de ropa ancha, voces graves y gorras de visera plana.
Las propias condiciones logísticas, de abaratamiento de costes, han ido generando las condiciones culturales de este fenómeno. Los mismos procesos de autoorganización y de acceso material a la producción musical han sembrado las posibilidades de un discurso forjado en torno al individualismo, y el enaltecimiento del yo, curiosamente creado a partir de lo que denominaremos como “comunitarismo competitivo”, inherente al rap. Un comunitarismo férreo con los tuyos y competitivo con los otros. Si bien los raperos desarrollaban una fidelidad ciega con su grupo o con amigos (no olvidemos que muchos de los raperos que hoy más venden pertenecían a una misma escena underground minoritaria y muy reducida de personas donde muchos de ellos guardaban una relación de amistad y todos se conocían entre sí[xiv]), algo muy presente en sus letras, también tenían dos animadversiones constantes en su discurso. Para con las multis y para con el resto; para con los poderosos y para con los semejantes.
Se quiera o no, siempre ha estado presente un cierto puritanismo vacuo e indefinido en donde cada rapero se autoproclama como el verdadero, el real a diferencia del resto. Para entender esta defensa tenaz, obstinada y repetitiva del barrio, del vecindario, del bloque, nos puede ser útil traer a colación una reflexión que John Clarke desarrolla en su artículo “Estilo”. Analizando las subculturas británicas de posguerra, y más concretamente a los skinheads, afirma que la centralidad que este grupo otorga a lo comunitario y a la salvaguarda del territorio no es más que la respuesta defensiva ante “el declive de las bases materiales reales de la comunidad que estaban intentando recrear”[xv]. Es decir, mientras el tardocapitalismo continúa, de manera aún más acelerada, resquebrajando los lazos sociales comunitarios y colonizando los territorios obreros, los raperos defienden «imaginariamente» su barrio (aunque sin visualizar o enfrentar el orden dominante que destruye su hábitat). El “doing yourself”, el no necesito una multi que me compre, ha convertido, en muchas ocaciones, la rabia de clase del “yo endurecido” en individualismo exacerbado, en el yo contra todos y yo portador de pureza.
(VII) Objeto final
Con el presente texto hemos pretendido analizar uno de los géneros musicales más trascendentales y con más peso (pero al mismo tiempo, de los más olvidados en las grandes crónicas culturales) para entender la identidad, individual y colectiva, la manera de autopercibirse de la juventud en los barrios. El reflejo y la construcción de su pertenencia, de sus aspiraciones y frustraciones.
Nuestro artículo, como todo texto, no es neutral y pretende desprejuiciar un tabú (abrir un veda que necesariamente ha de abrirse, cerrando la brecha que separa lo oficial de lo real) e iniciar una nueva conversación colectiva en el estudio del fenómeno sin caer en posturas sobreintelectualizantes. Pero sobre todo, reúne a algunos de los grupos y raperos que más nos han marcado vivencialmente, que nos han acompañado tantas horas en mil viajes de autobús y tren, en el recorrido diario al instituto, que nos han reunido con nuestros amigos y que han contenido y reflejado parte de las cosas que vivíamos en nuestra cotidianidad. A ellos, en muestra de agradecimiento, les dedicamos todo lo escrito.
[i] Frith, Simon: “Música e identidad” en Hall, Stuart y Du Gay, Paul (comps.): Cuestiones de identidad cultural, Buenos Aires, Amorrortu, 2003.
[ii] Castro, Ernesto: El trap: filosofía millenial para la crisis en España, Errata Naturae, Madrid, 2019.
[iii] Fisher, Mark: Realismo capitalista ¿No hay alternativa?, Caja Negra, Buenos Aires, 2016.
[iv] Las tres barras pertenecen al tema de Natos y Waor “Generación perdida”. Aunque la canción es bastante reciente (2018) representa fielmente las trazas del periodo anterior. https://www.youtube.com/watch?v=cqJThyD0xX0
[v] Esta dinámica y contradicción encaja con la definición de subcultura que se realiza en la ya referenciada obra Rituales de resistencia: “Cuando las subculturas de clase trabajadora se encargan de las problemáticas de su experiencia de clase, suelen hacerlo de manera tal que reproducen los vacíos y las discrepancias entre las negociaciones reales y las «resoluciones» desplazadas simbólicamente. «Resuelven», aunque de manera imaginaria, problemas que en el nivel material concreto permanecen inalterados”. Hall, Stuart y Jefferson, Tony (eds.): Rituales de resistencia. Subculturas juveniles en la Gran Bretaña de postguerra, Traficantes de sueños, Madrid, 2014.
[vi] Santamaría, Alberto: Políticas de lo sensible. Líneas románticas y crítica cultural, Akal, Madrid, 2020.
[vii] Fisher, Mark: Los fantasmas de mi vida, Caja Negra, Buenos Aires, 2018.
[viii] Veáse la emotiva y emocionante película de Pride (2014) dirigida por Matthew Warchus.
[ix] Canción del disco Best Before 1984, contiene versos como estos: “You´ve got to make such a noise to understand the silence” (“Tienes que hacer mucho ruido para comprender el silencio”) “How does it feel to be mother of a thousand death? Young boys rest now, cold graves in cold earth” (“¿Cómo se siente al ser la madre de mil muertos? Los muchachos ahora descansan, tumbas frías en tierra fría”).
[x] Véase el célebre texto de Owen Jones, La demonización de la clase obrera (Capital Swing, 2013).
[xi] Wendy Brown, Regulatin Aversion, Princeton, Princeton University Press, 2008.
[xii] Famosa canción que da nombre al tercer disco de La Polla Records, publicado en 1987.
[xiii] Esto encaja con una afirmación que Simon Frith realiza en el artículo que hemos citado en el primer párrafo: “las formas dominantes de la música popular se originaron en todas las sociedades contemporáneas en los márgenes sociales: entre los pobres, los migrantes, los desarraigados, los «maricas»”.
[xiv] No olvidemos los vídeos de Barras Bravas y las acapellas de Snort Speed Players, Madriz044 y Madrid Live One Shoot.
[xv] Clarke, John: “Estilo” en Hall, Stuart y Jefferson, Tony (eds.): Rituales de resistencia. Subculturas juveniles en la Gran Bretaña de postguerra, Traficantes de sueños, Madrid, 2014.