Artículo escrito por Daniel Vega, militante del movimiento de vivienda en Madrid en la asamblea de Carabanchel.
Con el presente texto se trata de generar debate en torno a la cuestión de la organización. El texto es fruto de los límites políticos que nos encontramos día a día y de la experiencia concreta de intervenir políticamente en estructuras locales y en el movimiento de vivienda madrileño. No tiene ni una propuesta ni una pretensión diferente que la de pensar en torno a esta cuestión y abrir un diálogo en consonancia: busca, en resumen, suscitar debate, controversia y discutir en torno a esta cuestión, buscando las posibles contradicciones que pueda tener y, en definitiva, iniciar el camino hacia una posición más colectiva.
De la hipótesis movimiento a la hipótesis barrio
La experiencia de la lucha social que, durante las últimas décadas, ha desarrollado esa difusa multitud militante que nos precede, de una marcada tradición autónoma y una práctica política enraizada en espacios comunitarios de ciudades como Madrid, ha sido una que buscaba intervenir activamente y fundirse en el curso de los movimientos sociales. La hipótesis era acumular el mayor número de fuerzas posibles para, en el momento del siguiente estallido social, poder cabalgar el movimiento para situarse en una mejor posición que ampliase el campo de lo posible. Bajo esta premisa, se podrían moldear los ciclos del movimiento, partiendo de que las clases populares organizan sus iniciativas por temporalidades, por oleadas o flujos, y que en momentos de flujo intenso se pueden generar grandes movilizaciones que resitúan un conflicto a gran escala. Sin embargo, estos momentos no terminaron por determinar una mejora cualitativa y sostenida de nuestro propio mundo común, incapaz, así, de solidificar por sí misma estructuras y aumentar sostenidamente el conflicto hasta una fase en que el cambio fuese irreversible. Esta es la experiencia que juega y compone la lucha social de las últimas décadas en los países occidentales, desde el movimiento antiglobalización a los años de las plazas.
Durante los últimos años, desde varias sensibilidades políticas, comprendimos los límites de esta forma de intervención, excesivamente dependiente del contexto y de los ciclos del movimiento. A partir de ahí desarrollamos lo que en algunos lugares denominamos como “hipótesis barrio”: tratar de generar instituciones y estructuras locales que intervengan allí donde el Estado no llega para, de esta forma, generar espacios populares y autónomos capaces de esquivar los reflujos del movimiento mientras, cada vez mejor, nuestras propias comunidades van aprendiendo a autosostenerse.
Tratamos de elaborar una hipótesis desde abajo en la que lo comunitario es el principio antagonista y nuestras propias prácticas son el principio revolucionario, pues éstas últimas conflictúan al tiempo que generan y sostienen comunidades. Comprendimos, en nuestro día a día, que lo comunitario es nuestra forma de sostenimiento y desarrollamos vínculos afectivos para reproducir esa propia forma de vida comunitaria. Al mismo tiempo aprendimos nuevas prácticas, las integramos en nuestra ética revolucionaria y generamos infraestructuras que nos permitieron plantearnos vivir de otra forma: ocupamos casas en que vivir colectivamente, nuestros espacios cotidianos empezaron a cambiar, nos fundimos en esas estructuras populares e incluso nuestro ocio se empezó a componer por ellas. Pusimos de relieve un hacer que rescataba y sostenía nuestras comunidades, pero, también, intuimos cómo descifrar el curso y despliegue de las luchas que se desarrollaban en nuestro territorio, interviniendo en pequeñas luchas locales y/o sectoriales. Empezamos a hablar de gimnasios populares, despensas solidarias, grupos de autodefensa laboral y, en general, de espacios de sostenimiento y apoyo mutuo, de autonomía material y afectiva, que conflictuaban de una manera y otra con el mundo del capital.
La lucha contra los desahucios fue el vector de intervención escogido a partir del que empezar a trabajar en esta hipótesis y muchas de nosotras empezamos a intervenir políticamente en el movimiento de vivienda. Otras se volcaron en otros espacios locales en los que también se consolidaban y regeneraban otras comunidades militantes e infraestructuras comunes, desde Centros Sociales a pequeños espacios de producción material comunitaria. Desde ahí no solo es que generásemos otras formas de vivir en nuestros territorios, sino que empezamos a descifrar los flujos continuos de la lucha social y los mecanismos mediante los cuales se consolidan los sujetos que luchan. En el movimiento de vivienda aprendimos nuevas tácticas sindicales que nos permitían consolidar nuestra hipótesis de intervención y fortalecimos grupos en los que la comunidad está en el centro, mientras que en esos otros espacios, desde centros sociales a espacios de producción colectiva, aprendimos la importancia de las infraestructuras comunes para conservar y regenerar esas propias comunidades en lucha.
Nos fundimos en esos espacios y muchas de nosotras elegimos transformar radicalmente desde nuestras formas de vivir hasta el lenguaje que utilizamos para que otras nos entendiesen, y así conseguimos afianzar pequeños ámbitos de autonomía material y política, levantando los cimientos de pequeñas comunidades realmente sólidas.
Límites de la hipótesis barrio
No obstante, esta hipótesis de intervención presenta una serie límites. Contrariamente a lo que creíamos, los modos de hacer sí se pierden y las culturas políticas no sólo se debilitan sino que también se pueden evaporar. Siguen existiendo tiempos de insurgencia o “catarsis colectiva” en los que los acontecimientos se disparan, pero, sin embargo, a su conclusión la gente, poco a poco, vuelve a su casa. Esto se debe a que las clases populares organizan sus iniciativas por temporalidades, por oleadas o flujos, y nosotras, bajo esta hipótesis, no somos capaces de generar la fuerza suficiente para amortiguar los reflujos de esos momentos de insurgencia. Estos procesos se producen tanto en escalas locales como globales, de manera que en ciudades como Madrid asistimos a procesos de descomposición tanto en pequeños territorios o barrios como en movimientos completos. Vemos, de esta manera, pequeños ámbitos de lucha que se van debilitando poco a poco, sin amplias estructuras en las que apoyarse, incapaces, por su propia naturaleza, de generar espacios que superen la disyuntiva entre lo sectorial y lo local.
En este sentido, en la “hipótesis barrio” los retos siguen siendo tanto cuantitativos como cualitativos. Por un lado, el problema cuantitativo se resume a una cuestión de que aún con todo en momentos de reflujo, independientemente de la fortaleza de nuestras comunidades, los movimientos entran en fase de descomposición y perdemos militantes: “somos muy pocas” debe ser la frase más escuchada durante los últimos años. Por otro lado, el mayor reto sigue siendo cualitativo: la fragmentación de nuestras prácticas, estrategias e ideologías. La falta de ideologización y estrategia en los espacios más populares (grupos de vivienda, de autodefensa laboral, despensas solidarias, etc) les encaja en un límite cualitativo en el que a veces se proyecta que su fin es su propia existencia y no se acierta a dibujar el siguiente salto que, aunque pueda acabar con un desenlace no deseado, abra la posibilidad a un cambio de escenario sustancial. La fragilidad cualitativa de estos espacios les dificulta asumir el salto al vacío que a veces supone avanzar ética y políticamente, al tiempo que se ven presos de sus propias prácticas y haceres cotidianos.
Con todo esto, desde esta hipótesis, ¿cómo podemos generar la consistencia necesaria que esquive las fluctuaciones del contexto y del curso de las luchas presentes? Muchas de nosotras probamos a intervenir políticamente en el movimiento de vivienda por un análisis de contexto –con el que entendíamos que hoy la vivienda constituye uno de los principales focos de desposesión y por tanto de conflicto factible– y por la posibilidad que nos da de intervenir a escala local en el seno de amplias fracciones de las clases populares, pero ¿dónde nos vamos a situar una vez cambie ese contexto de intervención y ya no haya movimiento de vivienda en el que estar, o ésta ya no sea una opción estratégica? ¿Lo haremos local o metropolitanamente? ¿Bajo qué estructuras y con en qué condiciones? ¿Estamos dispuestas a empezar de nuevo en otro campo sectorial diferente, como podría ser el ecologista, el feminista o el laboral, o sin embargo vamos a optar por una lucha local? ¿Bajo qué marco ideológico lo haremos, una vez este se ve “transformado” por nuestra participación en instituciones populares a las que hemos moldeado y que a su vez nos han moldeado incluso en lenguaje? Más aún, ¿hemos creado con éxito espacios de orientación estratégica en este tiempo?
En este sentido, una de las fuertes carencias que hemos encontrado bajo esta hipótesis ha sido la desideologización tanto propia (nuestra) como del entorno (de los activistas que componen el movimiento). Al mismo tiempo, y al mismo nivel de importancia, tampoco hemos acertado a construir un tejido social que solidifique las relaciones a escala local y nos permita, una vez descifrado ese curso de las luchas, generar una estrategia desde abajo clara y consistente que atenúe los flujos y reflujos propios de la lucha social a escala supralocal. En otras palabras, bajo la hipótesis barrio, a pesar de modificarla hasta ser capaces de intervenir a nivel de movimiento, hemos reproducido una cierta carencia ideológica, estratégica y, además, aún no encontramos la herramienta que, junto a la construcción comunitaria, amortigüe las fluctuaciones de fuerzas.
Por una hipótesis militante: la cuestión de la organización
Una de las tareas fundamentales de un proyecto revolucionario es la de extender las condiciones materiales que posibiliten la expansión de las iniciativas comunitarias y apuntalen en el tiempo las condiciones del siguiente proceso revolucionario. No obstante, en el actual curso defensivo de las luchas, ancladas en un momento de reflujo, la brecha entre un posible programa revolucionario amplio y las reivindicaciones concretas de esas luchas se ha vuelto más grande que nunca, hasta el punto de que incluso ya no nos acordamos de la noción misma de “proceso revolucionario” y “estrategia”. En este sentido, a la hora de reconstruir las condiciones materiales de reproducción y los espacios autónomos de lucha social, nos hemos olvidado de generar espacios integrales de estrategia política, que son los que subyacen a esa condición de posibilidad de todo proceso revolucionario.
Para recuperar estos términos se necesita de un proyecto consistente con una estrategia de sociedad y un programa emancipatorio, pero, ahora mismo, desde el campo de la lucha social en curso una de las mayores carencias que tenemos es precisamente la estratégica. Durante estos años hemos aprendido a analizar situaciones sociales e intervenir difusamente en ellas, pero aún no hemos sido capaces de generar una estrategia revolucionaria clara desde un espacio de referencia o de estrategia política integral que nos permita rebasar los límites que hasta ahora hemos encontrado y superar la cuestión de la duración de nuestra propia forma de intervención.
La cuestión de la estrategia y el proyecto revolucionario puede parecernos ridícula y tremendamente lejana, pero explica los límites que tenemos día a día. Es una cuestión que nos resulta lejana en tanto que tendencialmente se puede acabar desarrollando en el campo de la lucha política. Ésta tiene la virtud de poder abrirnos la posibilidad de construcción de espacios de contrapoder con mirada estratégica, que, correctamente mediados, establecen la unidad entre la táctica de lucha cotidiana que realizamos y una estrategia de la lucha más general, amortiguando así las fluctuaciones de las correlaciones de fuerzas. En este sentido, una organización revolucionaria sólida puede suavizar los flujos y reflujos del contexto, la composición y descomposición de los movimientos, la fragmentación militante, etc. Cuando hablamos de la pertinencia de una organización revolucionaria hablamos desde estos términos y no desde una fantasía de la organización por la organización; y de la misma forma tampoco hablamos creyendo que vaya a cambiar la forma en que vivimos cotidianamente, porque si algo hemos aprendido es a vivir como hasta ahora: construyendo comunidades sólidas.
En este sentido, uno de los mayores aciertos de la hipótesis barrio fue saber identificar la brecha de las sociedades mediterráneas contemporáneas e intervenir en ella misma, organizando a sectores de las clases populares y logrando que esta intervención sea cercana, cotidiana y, sobre todo, comunitaria. Ahora esta conquista ha de pensarse desde la capacidad que tengamos no solo de organizar comunitariamente a esos sectores frente a un enemigo común, sino también por nuestra capacidad de transmitir ideología, de incorporar una base militante sólida y de llevar el conflicto al terreno de la lucha política partidaria con más capacidad de intervención en el próximo ciclo de luchas. Aquí el papel de la organización revolucionaria se vuelve evidente, no solo por su capacidad formativa para con sus cuadros políticos, sino también por su capacidad histórica para funcionar como correa de transmisión de ideología. Una de las ventajas clásicas de las organizaciones revolucionarias es su capacidad de hacer simpatizar a sectores de las clases populares con su propio proyecto, además de convertir a activistas y/o militantes en cuadros de su propia organización.
Se trata, entonces, de generar las condiciones externas generales para la formación e incorporación a tu propio proyecto político. No obstante, en el contexto actual de reflujo, es más importante que nunca el lazo construido entre movimiento/s y organización, de forma que se puedan (y quieran) seguir mutuamente, pensando desde la una cómo articular los diferentes terrenos de lucha que toman cuerpo en la otra. En otras palabras: ¿no ha de moverse la organización revolucionaria por la preocupación de cómo reforzar la acción del movimiento en su lucha social, de cómo cuidar precisamente esa relación, bajo un programa mínimo que sostenga y permita ir acumulando fuerzas en diferentes frentes de lucha?
Pero, realmente, la organización revolucionaria no es solo una articuladora de movimientos, ni una herramienta portadora de ideas o un simple mecanismo formativo e ideológico, ni siquiera solo una cuestión de agrupamiento de militantes o una entidad que atenúe los ciclos y transmita experiencias entre generaciones. Es eso y más. La cuestión de la organización requiere de una estrategia política y un proyecto sólido mediante el que atravesar los flujos del movimiento, porque esta cuestión es, también, una elección estratégica que abre el campo de lo posible y nos permite perder el miedo a la disputa por el poder político.
Todas estas son las cuestiones y el marco que justifica la pertinencia de la organización revolucionaria: el nexo entre organización y movimientos, acompañando y organizando los ritmos, transmitiendo ideología y asegurando la interacción de las luchas en pos de un objetivo estratégico integral que abra las puertas de la lucha política a las clases populares. Pero no se trata de fantasear con la organización perfecta, sino que se trata de encontrar el proyecto político capaz de tender puentes entre sectores, entre un movimiento y otro, y entre las experiencias de una y otra generación militante. ¿No es desde ahí desde donde podemos darle una mayor una continuidad a nuestro trabajo cotidiano y a nuestras experiencias político-comunitarias hasta llevarlas a una escala de proyecto de sociedad? ¿No es la cuestión de la organización también una cuestión de continuidad del proceso revolucionario, con sus mecanismos de formación, su división de tareas y su transmisión de la experiencia revolucionaria generación a generación? ¿No es ahí donde generar una estrategia integral de sociedad, y no sectorial, que dé continuidad a un proyecto revolucionario a pesar de las fluctuaciones del contexto?
«Tocan tiempos difíciles, pero para un revolucionario los tiempos difíciles es su aire. Luchar, vencer, caerse, levantarse, luchar, vencer, caerse, levantarse. Hasta que se acabe la vida, ese es nuestro destino.»
Álvaro García Linera.