Entrevista de Pepe del Amo (@PepeDelAmo) a G. Juncales (@GJuncales)
Quizá porque el ritmo de la praxis es casi siempre frenético, lleno de inercias, o por los tan fervorosos deseos de emancipación, no existen muchos textos ni debates que hablen de la cuestión organizativa. De cómo nos organizamos hoy para organizar el futuro. Generalmente, es un debate interno que se da dentro de los movimientos y que se reproduce fuera de ellos en las distintas tácticas y estrategias organizativas. Algunas de ellas, más que coyunturales, dependen de los distintos proyectos de emancipación de las corrientes del movimiento socialista. Esta entrevista, y de forma consciente desde Contracultura (con la pretensión de servir a la voluntad transformadora, haciéndose cargo de las cuestiones de su tiempo) con la publicación reciente de otros artículos, pretenden salir de esa dinámica o, más bien, sin negar la importancia de los debates internos, hacer que permeen al conjunto de las tradiciones revolucionarias.
G. Juncales, con su libro “Anarquismos por venir”, pretende hacer un análisis crítico del último ciclo de movilización en todo el estado. Si bien desde la tradición libertaria, pone en diálogo y discusión al conjunto de corrientes socialistas y plantea una reconceptualización del espacio de fuerzas donde suelen operar todas ellas. Desde la nación, a los movimientos postmodernos, pasando por la cuestión del sujeto. Con el texto como preámbulo, charlamos sobre todo ello y más.
Comienzas el libro planteando que, durante las últimas décadas, los referentes teóricos del anarquismo, en pos de huir de cualquier ortodoxia, han contribuido a su vaguedad conceptual. Y lo acabas, señalando que una buena parte de las prácticas militantes, ya sea de forma consciente o no, han internalizado el funcionamiento libertario en su organización diaria. Pareciera como si el anarquismo hubiese conquistado la cuestión organizativa, el quehacer diario, a costa de su vaciamiento político o por la hegemonía ideológica de otras corrientes del movimiento socialista con menor inserción en la sociedad civil ¿Cómo se produce esta paradoja? ¿Son dos fenómenos que operan con su propia lógica o forman parte del mismo proceso? Asimismo, y al calor del último ciclo, ¿cómo crees que han respondido el resto de corrientes del movimiento socialista en los últimos años ante esta cuestión?
Creo que estas afirmaciones tenemos que verlas en el contexto en que se han dado y que conocemos, que son los movimientos sociales que surgen tras la disolución de la URSS. A nivel internacional se forma un clima entre el alzamiento del EZLN en 1994, las cumbres antiglobalización de 1999-2001 y las tesis teóricas de gente como J. Holloway que apuntan a un “nuevo anticapitalismo”, cuya plasmación organizativa más visible serían el Foro Social Mundial. A un nivel más local tenemos desde el movimiento de la insumisión a las expresiones locales del movimiento antiglobalización (contra la cumbre del Banco Mundial de Barcelona en 2001, por ejemplo), que tienen un peso importante en todo el movimiento okupa o en los siguientes ciclos del movimiento estudiantil.
Decir que el anarquismo era hegemónico en esos movimientos es poco honesto, aunque es la explicación que gran parte de nuestro entorno ha dado al giro post-soviético hacía unos movimientos sociales más heterodoxos y menos “dogmáticos”. Lo cierto es que las transformaciones de esa época calaron también en un anarquismo que se empezó a desdibujar, fusionándose con otras formas políticas (como lo que hemos conocido por autonomismo) y generando una dislocación entre un anarquismo formal con sus organizaciones, estéticas y un cuerpo teórico y un anarquismo limitado a prácticas y aspectos más formales. Las movilizaciones por una vivienda digna de 2007 o contra Bolonia en 2008-2009 adoptaban formas asamblearias y códigos que pueden remitir al anarquismo, pero que no se inscriben totalmente en él. Poco después llegó el 15M y el ciclo de luchas contra la austeridad con la fetichización del asamblearismo y la horizontalidad, que eran tan obvias que el propio anarquismo marcó distancias. En ese periodo nacen iniciativas como la FAGC en Gran Canarias, otras tantas asambleas libertarias de barrio, la FEL o los GAC; iniciativas todas ellas que responden a la percepción común de que se ha impuesto la forma –asamblea- sobre el contenido –transformación social-.
En general, la búsqueda de nuevas estrategias de intervención social está detrás de estos experimentos y cambios. El problema viene cuando, por una falta de estructuras y espacios, no se hacen balances críticos y simplemente se continúa repitiendo acríticamente determinados mecanismos. Ahí nos encontramos con una dialéctica entre inercias y modas que ha hecho de la militancia algo tedioso para tantas generaciones que ven cómo se repite todo cíclicamente sin que se produzcan avances. Esta dinámica es extensible a otras tendencias socialistas sin duda, pero no me corresponde evaluar sus posiciones por correr el riesgo de generalizar. Lo que sí ha habido es una lamentable lectura conspiranoica tan propia de estos tiempos en la que gente con bastante poca vergüenza intenta vender que esta hegemonía del asamblearismo es una muestra de los efectos de “la posmodernidad” o cualquier otro hombre de paja sobre el que volcar su impotencia.
Me querría detener en lo que comentas del “fetichismo del asamblearismo y la horizontalidad”. Me recuerda a cuando Manuel Delgado habla de la “institucionalización de la asamblea como instrumento por antonomasia” que genera “pequeñas o grandes burbujas de lucidez e impaciencia colectiva”. Si bien es cierto que esta lógica, al margen del particularismo que alimenta, tiende a ser inoperativa, propia de las clases medias y huérfana de una cultura política de lealtad a la organización: ¿no entraña el riesgo de ser la premisa para activar procesos de jerarquización dentro de las organizaciones que ambicionan ser revolucionarias? Hay una cierta convención, que actúa como pensamiento mágico, en pensar que reunirse en organizaciones grandes, inevitablemente más burocratizadas, conduce a mayores grados de despliegue organizativo y de conciencia revolucionaria, pero sin atender en demasía a que las grandes estructuras, en muchos casos, han sido incapaces de transformar el descontento social en organización popular y han sido menos sensibles y dinámicas a procesos de renovación política.
Sí, sí, por supuesto que existe ha existido y en otras geografías es muy habitual el recurso a pensar en esa gran organización que resuelve todos los males. Yo vengo del anarcosindicalismo y siempre ha existido ese mantra de “cuando vuelva la CNT unida”, que es un gran mito que encubre la incapacidad de adaptar las estructuras que existen hoy en día a la realidad en la que se desenvuelven. Esta mitología es nociva porque supone otro tipo de fetichización de la organización. Defiendo y defenderé aquello de que la función hace al órgano, sí creo que las asambleas tienen una determinada función igual que los grupos de afinidad, los comités y las organizaciones burocratizadas tienen otras. El tema es que necesitamos de todas las herramientas posibles.
Tampoco creo que una determinada estructura sirva más o menos para prevenir la jerarquización o lo que es realmente nocivo, que es el autoritarismo. El autoritarismo es una práctica que permea cualquier tipo de estructura y se manifiesta de muchas maneras, como por ejemplo en el sectarismo que bloquea toda renovación política. Esto ocurre en organizaciones horizontales y jerárquicas, con mayor o menor burocratización.
A colación de lo anterior, planteas que el vaciamiento político del anarquismo se debe, también, a reducirlo a un mero posicionamiento moral. ¿Cómo enlaza esta idea con las prácticas y la concepción del ciudadanismo socialdemócrata que, como señalas, al plantear al individuo como el sujeto político, reduce la acción al contrato social?
En este punto lo que está actuando es algo de mucho mayor calado, que es el retroceso de las posiciones socialistas en el plano ideológico de toda la sociedad desde hace décadas, con su efecto dentro del movimiento libertario. Siempre hubo concepciones utopistas del socialismo, pero la propia historia del movimiento demuestra cómo estas cedieron terreno ante posiciones más pragmáticas. Ahí es donde nace propiamente el anarquismo como movimiento capaz de actuar políticamente para operar transformaciones sociales. Igualmente, siempre hubo una concepción ética, un anarquismo moral que raya lo espiritual, lo filosófico y lo trascendente. No me meto con ello, el problema es cuando el pragmatismo se elimina y nos basta con la simple postura moral. En todo caso, creo que ocurre lo que denunciaba Luigi Fabbri en “Influencias burguesas sobre el anarquismo” con el anarquismo violento: la literatura burguesa caracterizaba el anarquismo como violento y hubo quien lo aceptó y naturalizó. Que tras ridiculizar y simplificar el anarquismo desde otras posiciones como una mera corriente utopista hay quienes acepta la caricatura y la hacen suya es exactamente el mismo patrón. Esto es lo que está detrás de no pocas perversiones que vemos circular por redes, desde anarcocapitalistas a esotéricos new-age, que hacen de “su” anarquismo un simple antiestatismo. El problema de esta reducción del anarquismo es que, al ser perfectamente compatible con un liberalismo radical, acaba fortaleciendo ese tipo de individualismo que desprecia a lo social.
Como planteas en el libro, esta reducción del anarquismo al anti-estatismo, ¿qué de relación tiene con la propagación de propuestas antivacunas en los ambientes libertarios? ¿Es parte de este discurso?
La gran mayoría del libro se escribió durante el año pasado y el capítulo de Pandemia y Capital, aunque es bastante más reciente, no está tan actualizado como otras posiciones que vengo teniendo posteriormente en este tema. Yo considero, y puede que esté exagerando un poco, que hay un enormísimo riesgo en tolerar posiciones conspirativas como las que ejemplifican de manera extrema lo que vemos en las movilizaciones catalogadas de antivacunas/negacionistas. Y esto con independencia de lo que se opine sobre la gestión o no gestión de la pandemia y sobre las posiciones que deberíamos adoptar quiénes estamos en espacios políticos antagonistas. Hoy ya es innegable que el recurso a la conspiración y la simplicidad con la que se dan falsas respuestas a la enormemente compleja coyuntura en la que nos encontramos está haciendo germinar auténticos monstruos en toda Europa y eso tiene un eco claro en nuestros entornos, como cuando encontramos absurdas críticas a la agenda 2030 o se agita el concepto “globalismo”. Volviendo al tema, el surco sobre que germina toda esta confusión es exactamente ese anti estatismo y ese “rebeldismo” en el que parece que debemos encasillarnos para sostener una identidad política sujeta a más a una pose que a un análisis orientado a la acción política y la transformación social. Tenemos una esencialización identitaria de ciertas posiciones ideológicas que por ejemplo hace que ser anarquista no sea estar organizado en un movimiento anarquista con capacidad de intervención, sino adoptar una serie de roles para poder ocupar siempre la posición de mayor apariencia radical y rupturista. Creo que en nuestro entorno esto es lo que está llevando a nuestra gente a consumir discursos que nacen, literalmente, de medios nazis.
Saltando a la cuestión de época, en el texto haces una defensa reiterada de la actualidad del proyecto ilustrado y entiendes al anarquismo como representación última de dicho proyecto. Pero, al mismo tiempo, reconoces la idoneidad de la crítica por parte de la “posmodernidad teórica” a la modernidad. ¿Cómo conjugar estos dos elementos? Y, sobre todo, ¿cuál es el ya imprescindible papel de la raza, el género y la sexualidad en la refundación o continuación del proyecto ilustrado de la modernidad?
Aquí creo que hay que ceder la palabra a gente con la mirada mucho más amplia que la mía, que está constreñida a los límites de un movimiento y de una militancia política. Pienso en gente como Marina Garcés o Monserrat Galcerán que han trabajado ampliamente la crítica de la modernidad. En esa crítica, la clave, es que tendemos a confundir crítica con destrucción, y son cosas distintas. Hablando de esto con un compañero me decía, y es verdad, que la palabra criticar tiene una raíz etimológica compartida con cribar. Criticar es separar lo válido de lo que no es válido, y es exactamente lo que debemos hacer con la modernidad y con la ilustración. El pretendido universalismo del modo de vida “bueno” (el civilizado, el occidental) es una de las cuestiones que debe revisarse porque es por donde la hegemonía de la cosmovisión burguesa se apropió de medio mundo y es donde entra el legítimo cuestionamiento desde perspectivas descoloniales o feminista. Pero eso no invalida la pretensión universalista de la emancipación humana per se.
Esto va más allá de disputar los significados, aunque también haya que hacerlo. Hay una operación teórica de fondo en todo esto ya que hoy en día la noción de progreso y reacción siguen operando pero bajo apariencias confusas: se nos presenta como deseable sobrevivir al apocalipsis en una base lunar (una solución tecnológica y fascistizante). Por eso nos encontramos a anarquistas defendiendo determinadas instituciones –por ejemplo, los servicios públicos- ante un modelo social que propone PAUs, coche y seguros de salud. ¿Qué está en juego? No solo la supervivencia a corto plazo de nuestra gente, como estamos viendo día a día con la pandemia, sino el sentido de progreso entendido como mejora de las condiciones de vida de toda la especie. ¿Qué tenemos que conseguir? Extender la idea de que mejorar las condiciones de vida de nuestra especie pasa por tener plena libertad sobre nuestro destino para poder ocupar nuestro lugar en el universo. Claro, esto implica deshacerse de antigüedades como el capital, los estados o un sistema tecnoindustrial extralimitado y suicida. Esto implica igualmente levantar la mirada de mejorar en lo inmediato –los derechos- las condiciones materiales de existencia en las que vivimos.
Durante todo el libro, hay una tensión que se manifiesta especialmente cuando abordas la cuestión del sujeto. “El sujeto político sería la articulación de voluntades que permiten generar un campo de fuerzas en lo social”. Y planteas su construcción como parte de una articulación “y no un agregado informe de personas” contra aquellas interpretaciones que “enquistan la acción política en esculpir un sujeto político ideal buscando unas condiciones empíricas que lo diferencien del resto de la sociedad”. En ese sentido, te alejas de la concepción esencialista de los sujetos como agentes ya constituidos, sino como producto de una mediación de “significación-resignificación”. ¿Cómo se combina esto con que la práctica revolucionaria diaria todavía esté anclada en dicotomías como izquierda-derecha o la esencialización del “proletariado”? ¿Qué tipo de construcciones del sujeto están hoy al servicio de un proceso revolucionario o cuáles son las condiciones para que se propicie esta construcción del sujeto?
No puedo dar respuestas cerradas a esto último porque no creo que nadie pueda hoy en día, o estaríamos presenciando procesos revolucionarios de manera mucho más frecuente y cercana.
Lo que he asumido es que lo que Emilio Santiago Muiño llama presupuesto ontológico monista es efectivamente algo caduco. Concebir que lo social es un espacio homogéneo y continuo y que, por tanto, se puede intervenir en su totalidad, es altamente problemático e irreal. Sin embargo, tampoco podemos sustituir ese monismo por una pluralidad infinita que nos lleve a la impotencia: lo social tiene distintos espacios interdependientes que siguen distintas lógicas, sobre unos podemos intervenir y sobre otros, sencillamente, no. Y eso es algo que parece muy enrevesado teóricamente pero que no lo es tanto cuando, analizando la historia, se ve que una revolución social puede ser muy radical (pensemos en cualquier ejemplo que queramos) pero a una parte importante de la población afectada que le da completamente igual lo que ha pasado y sigue con su vida. Cuando hablamos de construir sujetos políticos, esta concepción implica que no vamos a obtener bloques sociales compactos y perfectamente definidos, sino más bien agentes con capacidad suficiente provocar cambios sociales. Que no vamos a ver una guerra abierta entre pares izquierdas-derechas, proletariado-burguesía, sino una tensión continua entre fuerzas de cada polo por hacerse hueco en cada espacio. Desde esta perspectiva, el principal cambio es que hay que asumir la pluralidad: va a haber que coexistir con otros agentes disputando cada milímetro de lo social (cada símbolo, cada práctica…cada conversación). No existe el estado de equilibrio político permanente al que se aspira cuando se esencializan conceptos como “la unidad”, “el partido” o “la clase” pretendiéndolos hacer pasar un puzzle perfectamente encajado. Ese equilibrio es más bien un estado de muerte térmica, en el que nada se mueve. Pero esto que digo, ni mucho menos, significa alentar la fragmentación. Hago este inciso porque me parece muy evidente que nuestras militancias están atravesadas por una racionalidad marcada por la dispersión y la insularidad que no tienen nada que ver con la pluralidad sino todo lo contrario: nacen de una enfermiza obsesión por la pureza, supuestamente, ideológica pero que en la práctica es un recurso con el que camuflar miserias personales en supuestas diferencias políticas.
Creo que debemos de mirar nuestro entorno para ver el tipo de procesos que generan sujetos políticos de esta naturaleza. Pongo dos ejemplos:
– Primero, el movimiento feminista que en el Estado español se forma en torno a 2015 en amplias movilizaciones contra las violencias sexistas (organizadas sobre las redes desplegadas contra el recorte al aborto de Gallardón) y que alcanza sus máximos en las huelgas generales de 2018/2019. Este movimiento no está dirigido por una sola organización sino que está formado por una innumerable red de colectivos y entidades que comparten una serie de discursos comunes. La popularización de esos discursos ha sido capaz de permear prácticamente a toda la sociedad.
-El segundo, sería la nueva ultraderecha española organizada en torno a Vox, pero que no se reduce al partido. El españolismo tampoco se corresponde con una clase social en sentido sociológico, ni con una sola identidad. Es un proyecto político que está siendo capaz de articular distintas formaciones sociales (agricultores, policías, jóvenes resentidos con el feminismo…) a pesar de sus tensiones internas.
En ambos casos, la pluralidad es manifiesta, pero eso no impide tener capacidad de intervención política sino posiblemente lo contrario: amplifica, diversifica y distribuye la capacidad de intervención. Tomemos buena nota de ello.
Retomas esta idea al hablar de la nación, que no la entiendes como parte de una mentira. E, incluso, señalas que esta es un concepto político propio de la modernidad. Lo que es una auténtica excepción dentro de las corrientes libertarias. ¿Puede aún recuperarse, como planteas con la España ilustrada del proyecto cenetista, una idea del estado español articulada desde las distintas tradiciones del movimiento obrero? ¿No estamos lejos de poder utilizar la nación como vector de emancipación a semejanza de los proyectos de liberación nacional decoloniales? ¿cómo construir entonces las condiciones para que esté al servicio de la emancipación sin caer en posturas socialdemócratas a la usanza del populismo de izquierda?
Es obvio que en el librito se destina una parte desproporcionada a tratar la cuestión nacional, sobretodo comparado con otras cuestiones. También es obvio que mi tradición política es hostil al nacionalismo de forma casi innata, lo que ha llevado no pocas veces a tratamientos demasiado grotescos del asunto. Desde mi punto de vista, la nación tal cual se concibe popularmente no es recuperable. Ni la española ni ninguna sustitutoria. Son objetos fetichizados, cosas, identidades de consumo instrumentalizadas políticamente para amortiguar los conflictos sociales a un nivel ideológico. La cuestión es que esa nación reposa sobre realidades históricas, geográficas, lingüísticas, institucionales…que tienen una dimensión afectiva en las personas y que no deben negarse, sino, de nuevo, criticarse: rescatar los elementos que permiten definir proyectos socialistas y descartar aquellos que sencillamente llaman a la conciliación de clases. Tomemos la cuestión de la realidad histórica: el nacionalismo instrumentaliza de forma descarnada y vergonzosa los hechos históricos para amoldarlos a su concepción. Hace dos semanas de la matraca españolista con el 2 de enero y la conquista de Granada hace 530 años. Pero en esos sucesos históricos hay una memoria que rescatar en las gentes que fueron forzadas a la conversión y se rebelaron 7 años después. Gentes que se rebelaron ante una nueva oligarquía castellana alineada con el emperador y de espaldas al pueblo castellano que se rebeló también en 1521. Lo que no podemos es abandonar la historia y las sensibilidades territoriales de la población a una sola interpretación, en este caso nacionalista española. Ahí está el trabajo de descolonización que tenemos pendiente en esta península.
Otro tema completamente pragmático, supuestamente alejado de la disquisición teórica, es definir qué espacios territoriales permiten la articulación política de clase que nos interesa. En esto el problema es de escalas: mientras que la escala local y la estatal ocupa toda nuestra preocupación tenemos completamente descuidado el trabajo regional e internacional. ¿Cuántas coordinadoras de vivienda, ecologistas o sindicales existen más allá de lo local? ¿Cómo estamos articulando los proyectos y organizaciones antagonistas a nivel comarcal o regional? No lo estamos haciendo, y eso es un síntoma de la falta de referencias territoriales que tenemos en el llamado “interior”, la “restospaña” que viene detrás de Galicia, Euskadi, Cataluña, Andalucía… Cuando nos ponemos a hacerlo descubrimos que la carencia de relato “nacional” nos impide movernos, ver lo que tenemos en común las gentes de Valladolid, Palencia o Burgos. Y es donde el pragmatismo nos devuelve a la necesidad de articularnos más allá de la coordinación meramente funcional propia del federalismo. Vemos que necesitamos compartir análisis y herramientas de intervención sobre una realidad que tiene elementos comunes. Y para ello necesitamos conocer lo que tenemos en común y definir estrategias concretas para poder usar aquí, no hay más. ¿Necesitamos un proyecto nacional? No lo creo, como he dicho antes, pero sí que necesitamos elementos que están por debajo de ese proyecto nacional: un relato histórico compartido, una referencia geográfica y lingüística, un proyecto de institucionalidad emergente. Cuando empezamos, alguna gente, a hacer ese ejercicio nos encontramos sistemáticamente con una mole que lo ocupa todo: España. España ha borrado la historia, desarticulado la geografía y sometido toda institucionalidad bajo su lógica intrínsecamente imperial. Encontramos que 1936 es el principal punto de partida sobre el que se construye esa mole que arrasa con lo anterior a través de una guerra que no es exagerado tildar de colonial como está estudiando Pablo Sánchez León. Por eso, esa alguna gente, entendemos que España es una noción que es necesario enfrentar, sin que ello signifique eliminar el espacio de articulación de clase que debe existir a escala estatal para ser eficaces con cualquier estrategia política.
En el texto, también abordas la cuestión del horizonte revolucionario. ¿Cuál es el balance que haces de la crítica a las distopías extendido en la actualidad? Y, ¿cuánto han contribuido las visiones distópicas tan presentes en el imaginario colapsista?
Sostengo una defensa del horizonte como un referente atemporal, para poder entender el movimiento político más allá de nuestros márgenes vitales y generacionales. Es común escuchar que “no vamos a ver la revolución, igual nuestra descendencia…”, una frase que enuncia la pura impotencia y que se contrapone al inmediatismo y la gradilocuencia del discurso público de muchas organizaciones políticas. Aquí hay dos elementos: el primero una falta de análisis y autoestima propia de un militantismo sin estrategia, y el segundo –mucho más interesante- un clima de época tendente a la impotencia, la apatía y la dejadez. En este segundo punto es en el que entra toda la producción cultural de distopías y su contraparte optimista (como el solarpunk). En esto, el ensayo “Utopía no es una isla” de Layla Martinez es una referencia indispensable ahora mismo porque funciona como un manifiesto por la esperanza sin ser de un optimismo inconsciente ni negar la realidad.
Sobre esto último, diría que hay un muñeco de paja ciertamente injusto en torno a la cuestión del colapso, pero que merece algunas consideraciones. En determinados ambientes ecologistas hay un analfabetismo político tan preocupante como el analfabetismo ecológico que abunda entre mucha militancia socialista. El colapso es un concepto analítico imprescindible, como lo es la segunda ley de la termodinámica y también la categoría de proletariado o la Ley Tendencial Descendiente de la Tasa de Ganancia. Pero ninguna de ellas opera políticamente y cuando empieza a circular no lo hace bajo “nuestro control”. Quizá la reciente polémica del “gran apagón” y la reacción en forma de “preparacionistas” sea un buen ejemplo de esto: lejos de alertar a tiempo de los riesgos del sistema eléctrico y la necesidad de plantear alternativas colectivas, alimentó la ansiedad colectiva y las alternativas individualizantes. La comunicación política es una forma de intervención clave, que debe ser precisa y calculada así como estar inserta en una estrategia más general de construcción de alternativas y crítica de lo existente. De lo contrario, se está cosechando para quienes sí tienen sus estrategias.
Pero, anclados a la contra, al mismo tiempo que la crítica a lo distópico empieza a extenderse, no se plantean horizontes de emancipación nuevos, ni en las formas organizativas ni en la producción de subjetividades. Quizá sea lo problemático de entender en lo utópico la alternativa a la distopía, pues se descarta entonces lo que realmente sigue sin estar presente en los relatos de época: una descripción de nuestro momento histórico, mayores cotas de realismo y recognoscibilidad. Pienso en cómo, por ejemplo, la ficción hegemónica caricaturiza todo ápice de realismo llevándolo a la etiqueta del “género social”. La evolución del cine de Ken Loach lo muestra, pasando de un cine político épico a un mero reflejo de las nuevas realidades históricas.
Es cierto. Es cierto que no se están generando nuevas ficciones ya no utópicas, sino simplemente deseables. Menos aún a nivel de masas. Creo que aquí el problema lo tenemos en una falta de alternativas técnicamente posibles de mundos mejores que trasladar a la ficción y en ello hay muchos elementos que es posible rastrear en el presente. En ese sentido, creo que sí hay que señalar elementos de ficciones semi-hegemónicas como ejemplos de esto. No sé si me voy mucho del tema, pero creo que también tenemos que mirar muy de cerca el tipo de ficción que está produciendo y exportando China. Recientemente me ha acercado a Cixin Liu, un autor de ciencia ficción del línea bastante dura pero que viene precedido de tener una muy buena recepción allí. ¿Qué vemos en la trilogía “El problema de los tres cuerpos” o la película “La tierra errante“? Lo primero y más evidente, tal vez por el género, es una absoluta fe en el desarrollo tecnológico al más puro estilo Star Trek. Pero hay más cosas como por ejemplo la confianza ciega en que, ante retos globales como los que describen ambas ficciones, la humanidad se coordina de manera relativamente rápida para dar una respuesta conjunta. Esto es algo que el autor problematiza pero que es un presupuesto que parece dado por hecho y, sin embargo, es una cosa que en las ficciones occidentales que normalmente consumimos está completamente ausente sustituido por el caos y la guerra de todos contra todos de las películas de zombies. Creo que este tipo de elementos dibujan un internacionalismo valiosísimo y son ficciones que, sin que dibujen utopías perfectas y estáticas, nos recuerdan cosas que han desaparecido de nuestros imaginarios.
Y ya para terminar, al final del libro planteas que, de forma contra-intuitiva, si bien muchos movimientos tienen en la actualidad la impronta libertaria (en especial el feminismo autónomo) eso no ha cristalizado en estructuras permanentes de organización. O, en su defecto, son de suma fragilidad, sometidas a lo coyuntural del ciclo. Al mismo tiempo, crees que la “verdadera tarea pendiente del movimiento anarquista es definir su capacidad de intervención política”, algo que se hace extensible al resto del movimiento socialista. ¿Qué podemos aprender del anterior ciclo de movilización y cuáles son las fórmulas organizativas para no conducir, de nuevo, a la impotencia y la desmovilización (más aún en una sociedad como la nuestra donde no existe apenas sociedad civil)? ¿Reforzar la incidencia en la esfera de la producción o combinándolo con estrategias en los espacios de reproducción social?
Aquí haré mi aportación pública, pero debemos de ser conscientes de que estás cuestiones son de urgencia para debatir en nuestros espacios políticos, organizaciones y redes políticas informales para que puedan empezar a consolidarse esas fórmulas organizativas que están por venir.
Opino que necesitamos generar estructuras que permitan pensar algo nuevo que hoy, desde nuestra dispersión, no imaginamos. Pienso que necesitamos una nueva cultura política más acostumbrada a la organización que a la movilización y la protesta. Por poner un ejemplo de qué significa esto: tenemos la imagen del militante de izquierdas como que es alguien que lee mucho y tiene opiniones muy críticas de todo (especialmente con la otras familias políticas), que por otro lado es socialmente percibido como alguien con la piel muy fina, que está perdiendo las tardes en un hobby y que, cuando se percibe su actividad política, esta beneficia a terceros (generalmente, al PSOE). Debemos ser capaces de transformar esa percepción hacia la de que una militante es, simplemente, alguien que tiene capacidad de organización y que eso le permite reaccionar a lo que sucede o, incluso, provocar que sucedan cosas. Girar de la idea del militante caracterizado por su sectarismo y su aislamiento, por la defensa cerrada de su marca, y pasar a la idea del militante como persona que construye activamente algo más y más amplio. Si conseguimos eso, la próxima generación tendrá un asidero más firme sobre el que construir movimientos políticos.