Pablo Carmona, Emmanuel Rodríguez, Almudena Sánchez, Nuria Alabao, Marina Rubio
En los primeros años de la década de 1990, aún dando coletazos las luchas contra la reconversión industrial, era habitual hacer visitas solidarias a los trabajadores en lucha. En uno de estos viajes, organizados por diversos colectivos autónomos de Madrid, medio centenar de jóvenes subieron a un autobús para llevar una importante caja de resistencia a los protagonistas de uno de los conflictos más prolongados del metal asturiano.
La ciudad de Oviedo, donde algunos trabajadores se habían encerrado en la Catedral, era el punto de llegada. L*s aguerrid*s autónom*s —que creían haberlo visto todo en materia de algaradas callejeras— subieron al lugar donde se atrincheraron los trabajadores. Volvieron con la boca abierta y los ojos desbordados. Era la primera vez en su vida que veían conectados, uno tras otro, peldaño a peldaño, decenas de cartuchos de dinamita. En la cubierta, por si el intento de desalojo de la Guardia Civil llegaba por el aire, se habían instalado unos ingenios caseros que hoy nos recordarían a los misiles Stinger. Caso de ser desalojados estaban dispuestos a dejar a ras del suelo el edificio más emblemático de la ciudad.
Los jóvenes madrileños eran por fin testigos de una lucha de clases rayana en la guerra civil, con el máximo de radicalidad, insurgencia y crudeza, dinamita incluida. Tras compartir asamblea con los trabajadores se abrió, sin embargo, un fuerte debate. En palabras textuales de los compañeros encerrados: «La clase obrera también tiene derecho a luchar por comprarse una casa y un coche». De hecho, ese era para ellos el futuro deseable para sus comarcas: trabajos fijos, salarios altos y buenas posiciones de consumo para sí mismos y para las futuras generaciones. El encierro y la dinamita eran solo el medio.
En la contundencia de su lucha, nadie, absolutamente nadie, podría haber tachado de oportunistas a estos luchadores, embarcados y comprometidos en la defensa de sus derechos y los puestos de trabajo del sector. Pero cierta reflexión política, sigue siendo todavía pertinente: ¿qué era la lucha de clases en la España de los años ochenta y noventa? ¿No era en cierto modo una forma de integración (por radical y extemporánea que fuera) en la joven democracia española? Y, sobre estos mimbres, ¿qué es hoy la lucha de clases?
Autonomía y socialismo
En los últimos meses nos hemos visto embarcados en diversos debates sobre organización, autonomía y luchas sociales, que compartimos con muchos compañeros que defienden la construcción de un nuevo modelo de movimiento socialista.
Uno de los últimos textos en este debate —que esperamos contribuya a una larga serie de aportaciones— ha sido publicado por Gonzalo Gallardo en Contacultura con el titulo «Movimiento socialista y autonomía». Se trata de una reflexión que contesta a algunas cuestiones de las que planteamos hace unas semanas en el periódico El Salto en el artículo «Construir desde el impás». Este texto quiere servir, al menos en parte, de réplica.
Con el fin de animar esta discusión, planteamos algunas puntualizaciones históricas al análisis de Gallardo. La primera: la tradición autónoma es, por muchos elementos libertarios que contenga, una tradición marxista. Cierto tipo de marxismo ha nutrido el pensamiento autónomo desde las primeras décadas del siglo XX. Es el caso, por ejemplo, de la tendencia Johnson-Forest en Estados Unidos, sin duda uno de los espacios militantes de mayor riqueza intelectual y política del siglo XX. También se debe mencionar aquí la rica tradición del grupo de historiadores ingleses salidos del Partido Comunista Inglés y nucleados en torno a las tradiciones de la New Left Review y el Centro de Estudios Culturales de Birmigham. Igualmente debemos reconocer las aportaciones del consejismo europeo, desde Paul Mattick y Pannekeok, hasta en otra dirección la revista Socialismo o Barbarie. En otra dirección se incluyen aquí también elementos de las corrientes feministas autónomas y contraculturales de los años sesenta y setenta. Y, por último, aunque no menos importante, está el largo recorrido de la autonomía italiana que cubre desde los años sesenta hasta la actualidad, con su enorme riqueza de producción teórica entrelazada a los movimientos autónomos, que ha acabado por condensarse en más de cincuenta años de experiencias de centros sociales okupados.
A pesar de su diversidad, en todas estas tradiciones existe un hilo conductor, más o menos común, que podríamos enhebrar en una particular visión de la lucha de clases. Todas estas tradiciones enfrentaron la conflictividad de clase desde posiciones poco tradicionales: en primer lugar, otorgando una centralidad irrecusable a las expresiones de antagonismo y autonomía de clase sobre las funciones tradicionales del partido como dirección estratégica; y en segundo lugar, sabiendo reconocer ese conflicto y antagonismo más allá de los lugares tradicionales de la fábrica y el centro de trabajo.
Esta mirada, desarrollada en importantes revistas de tradición marxista y claro ascendente libertario, tuvo en las figuras de C.L.R. James y Raya Dunayevskaya a dos referentes, que pueden ser relevantes para nuestro caso. Agitadores incansables, aportaron además de una dura y contundente crítica a la tradición del capitalismo de Estado de la Unión Soviética y sus derivadas en la Tercera Internacional, dos puntos de vista esenciales. En primer lugar, mostraron una vocación incansable de investigación concreta sobre las formas de radicalización política que se producían en las salvajes luchas de fábrica (Wild Cats) de los años cincuenta en Estados Unidos. En segundo lugar, intentaron entender en sus particulares coordenadas —no solo de clase, también de género y racialización de la clase obrera—, tanto los patrones de lucha, como los aspectos subjetivos y de composición social de esas luchas que luego acababan en huelgas salvajes, sabotajes y un inasumible absentismo laboral. Por decirlo sintéticamente, desde esta perspectiva intentaron analizar el espíritu de su época, el deseo profundo de una nueva vida que llevaba a jugarse el pellejo a toda una generación de obreros negros y migrantes, tanto en Estados Unidos como el mundo entero.
Valga para el caso, la publicación en 1948 de un pertinente panfleto de C.L.R. James titulado «Crítica de la organización, desde mis notas sobre la dialéctica». En este texto se hacía una crítica a la reproducción reiterada de las dinámicas leninistas, en las cuales un cuerpo de revolucionarios especializados pretendían levantar la movilización de las masas sobre la base del voluntarismo, esto es, sobre la base del empeño, el trabajo, la presencia y también la vocación de dirección.
Para James, la diversidad de la clase y de las luchas, la «creatividad del proletariado», hacía imposible un patrón organizativo a priori, ajustable a todos los colectivos y a todas las luchas. Tal y como hizo con su compañera Raya Dunayevskaya a través de la revista Comité de Publicaciones y Correspondencia entre 1951 y 1955, y más tarde con News and Letters Committees y News and Letters en 1955, fundada por ella misma y que perduró durante décadas, la clave para entender la lucha de clases estaba a la vez en investigar y experimentar las luchas; en estar en las luchas pero sobre todo ser parte de las mismas.
No se trataba por tanto de investigar como un sociólogo que se acerca para escribir un trabajo de máster, al modo en que hoy en día se repite una y otra vez por tantos aprendices de la profesión universitaria más o menos progres. Se trataba ser un compañero o compañera más, alguien que lucha y a la vez piensa, interpreta y construye con otros los sentidos de radicalidad que, de modo latente, habitan en cada conflicto. Y a la vez, consistía en reconocer y expurgar todos los componentes que en esa misma lucha tendían a integrarla y a neutralizarla en las formas de reparto e integración de cada época.
Y esto, porque las luchas son siempre ambivalentes, están cargadas de elementos conservadores, de integración, de voluntad también de reconocimiento por parte del mando, de restauración en lo ya existente. Si se quiere las luchas son, también desde dentro, presa de líneas de captura por parte de las formas de mando e integración capitalistas. Por eso, la función intelectual (de investigación) tenía que ser parte integral de la lucha. Para C.L.R. James y para Raya Dunayevskaya, cualquier organización revolucionaria debe entender su contexto político y con este toda su ambigüedad: las experiencias de lucha y los deseos profundos de revolución, cambio radical, pero también los elementos conservadores y de integración que la lucha también arrastra.
Entonces ¿qué clase, qué lucha de clases?
Considerada desde esta perspectiva, la lucha de clases aparece con nueva luz. La postura del texto de Gonzalo Gallardo puede ser resumida en sus propios términos: «Para nosotros, en la sociedad capitalista la división en clases no se da sobre la base de la relación salarial, sino que está determinada por la separación entre aquellos que controlan las condiciones de la reproducción social (la clase burguesa) y aquellos que están excluidos del acceso directo a estas condiciones (el proletariado, los desposeídos); es decir, determinada en relación a las condiciones de la reproducción social».
Sin duda, cuando en «Construir desde el impás» lanzábamos la vieja sentencia de E. P. Thompson de la lucha de clases sin clase, no debimos explicar bien a lo que nos referíamos. Con ella, no se trataba de decir que las relaciones de explotación se circunscribían solo a lo económico o a lo salarial, tampoco se pretendía una crítica abstracta a los análisis economicistas, que seguro compartimos, y desde luego no queríamos ceñirnos solo al necesario análisis de «la clase para sí», por volver de nuevo a lenguajes clásicos al modo de Lukács.
Más allá, tratábamos de nombrar algo si cabe más importante. De forma obvia, pretendíamos decir que hoy la clase obrera no tiene existencia porque no hay instituciones y organizaciones de clase. O de una forma más simple: no hay clase obrera porque no hay movimiento obrero. Y esto porque también las condiciones objetivas se ajustan poco al marco de dualización social que se apuntaba el Manifiesto comunista. Por eso vivimos en una sociedad donde el ideal compartido es el de la clase media, y donde la inmensa mayoría piensa y vive en esa forma ilusoria propia de esa «sociedad sin clases» que son las democracias liberales relativamente ricas, donde una parte no pequeña de las mismas posee propiedades inmuebles, activos financieros, percibe una amplia protección por parte del Estado, participa en los pequeños juegos especulativos que se le permiten y aspira a ser algo más que simples trabajadores. Sin duda en estas sociedades hay pobres y amplios sectores proletarizados, pero difícilmente reconoceríamos en ellos algo parecido a la vieja clase obrera.
Consecuentemente también, queríamos señalar que hoy las luchas tienen una máximo de esa ambigüedad, que señalaban James y Dunayevskaya. En términos provocativos, se podría decir que en nuestro contexto lo que aparece como lucha de clases es una parte integrada, una función más del capitalismo actual. Y esto en dos sentidos: primero, porque en las sociedades en las que vivimos (léase el Estado español) los sistemas de integración económico, político y cultural funcionan aún con eficacia; y segundo, porque es difícil entender nuestra sociedad con una simple separación entre clase burguesa y clase desposeída.
De nuevo conviene considerar esta realidad masiva de la clase media en España y en Europa. Alrededor del 60 % de la población de estos países presenta niveles de vida y de integración político, cultural y económica completamente funcionales. Y solo el 30-40 % de la población restante, de los cuales una parte creciente son migrantes y otra son las capas más pobres de la población, manifiestan niveles de exclusión, pobreza o precariedad significativos. No por casualidad es en estos sectores donde encontramos todas la experiencias de sindicalismo de barrio, de movimiento de vivienda, de trabajadoras domésticas, racializados y tantas otras citadas en el artículo. Por este motivo, el territorio más vivo del debate sobre la organización se está dando en torno a estas experiencias.
De forma harto paradójica, sin embargo (y con solo algunas excepciones), el sector político que anima estas luchas no es precisamente el de los mismos excluidos. Estas experiencias están también participadas por amplias capas militantes –mayoritariamente de formación universitaria y con posiciones de clase media, solo relativamente precarizadas– que ocupan un papel relevante en la organización y dirección de estos procesos. Asistimos así a experiencias de lucha que no responden a la autoorganización de la clase, como a su tutelaje y dirección por un sector político particular, que podríamos dar el nombre, a modo de provocación, de la «clase activista». Y si bien esto no es un problema que esté fuera de las preocupaciones y reflexiones de la mayoría de estos espacios, constituye un límite difícil de superar.
¿Qué tipo de luchas de clases es esta? ¿Y a su vez, cuál es la organización política que debería resultar de este tipo de luchas? Sin duda, hay un imaginario vivo donde «los desposeídos» desean, piensan, se organizan y preparan una nueva sociedad (socialista, comunista, utópica, justa, da igual el nombre). Lo que apenas existe es la realidad que soporte tal imaginario. Además, conviene reconocer que el objetivo de estas luchas no sale del campo de lo que tradicionalmente llamaríamos «reformismo», concentrado en la reinvidicación, la demanda al Estado, las políticas públicas, la legislación o en otras palabras la digna «integración de los pobres».
Construir una alternativa no es, por eso, tarea sencilla. Los viejos lenguajes no se ajustan bien a las nuevas realidades. De una parte, de nada vale hablar de línea político-ideológica, de socialismo o de autonomía si no damos forma y articulamos formas de análisis de lo que sucede a día de hoy: el marco del capitalismo financiero, las lógicas de la deuda, las políticas públicas de integración, la fortaleza de las clases medias, la composición minoritaria de las clases desposeídas en nuestras sociedades, la política como caridad y razón humanitaria, etc.
De otra parte, la pregunta no es qué quiere o qué necesita la «clase obrera», sino quiénes somos realmente (los que aparentemente luchamos), qué queremos y qué quieren quienes están con nosotros. La vuelta al materialismo histórico exige analizar nuestras sociedades, incluso si para ello hay que renunciar a viejos esquemas. Cualquiera de nuestras luchas pueden llevar a reforzar las posiciones del progresismo o a abrir espacios de autonomía y autoorganización. De momento, sin embargo, la lucha de clases hoy existente (en barrios, vivienda, sindicalismo social) no ha despegado de su momento caritativo, integrador y dirigido por la «clase activista» a la cual, para bien o para mal, la mayoría pertenecemos.
Cuando os referís “a las sociedades en que vivimos (léase el Estado español)”, hubiera sido más preciso decir: (léase la Unión Europea). Aunque más adelante aclaráis, que la llamada “clase media” es igual en España y Europa, no es un detalle sin importancia,
La condición de “reformista” siempre va ligada a un Estado nacional, que es donde se pueden conseguir los privilegios diferenciales. Mientras que la condición revolucionaria trasciende esos límites. No por nada los campeones del reformismo, la poderosa socialdemocracia europea de preguerras mundiales , se derrumbó como un castillo de naipes, cuando optó con una mayoría abrumadora por su condición nacional y provocó la espantosa matanza entre obreros “en si”, siguiendo vuestra referencia histórica.
Y en esas estamos con la vuelta de los ardores guerreros a la escena europea.
Estoy muy de acuerdo en general con estas reflexiones. Pero como activista en este momento por salvar lo que va quedando de la sanidad pública, no comprendo el razonamiento de que al considerarla una lucha integradora en la estructura del Estado, se obvie que su perdida total va a ser una tragedia total que va a precarizar muchísimo más a las clases proletarizadas y subalternas. Quiero lanzaros una pregunta ¿Se puede mantener una posición autónoma cuando lo que se reivindica es el mantenimiento de ese servicio público, como es la sanidad?
¿”con posiciones de clase media, solo relativamente precarizadas”? ¿En serio? ¿Qué concepto de “clase media” manejan? Fuera de la M-30 y de Lavapiés-Arganzuela hay realidades diversas, y afecciones diversas que afectan a la construcción de las subjetividades sociales y políticas. La clase rentista es cada vez menor y la pobreza relativa se manifiesta en cada vez más dimensiones (vivienda, trabajo precario, privatización de servicios etc.). Una cosa es que personas con formación universitaria tengan imaginarios mesocéntricos más o menos legítimos, y otra cosa bien distinta es que en una ciudad depauperada y financiarizada como Madrid o Barna lo puedan conseguir con unos sueldos cada vez más estancados. Esa hipótesis de una clase media “solo relativamente precarizada” hace aguas. No confundamos poseer nivel medio o alto de capital cultural con estar en posiciones de privilegio en la escala social.
Por otro lado, sobre esa frase moralista de “investigar como un sociólogo que se acerca para escribir un trabajo de máster, al modo en que hoy en día se repite una y otra vez por tantos aprendices de la profesión universitaria”, ¿con tanta frecuencia se produce? ¿No pueden los estudiantes universitarios acercarse a los movimientos y ayudarse mutuamente, si así lo acuerdan ambas partes? Hay varias academias, diferentes posiciones en la academia, y diferentes posicionamientos de estudiantes y doctorandos con respecto a cómo producir conocimiento con los movimientos sociales. Si nos ponemos reduccionistas, también se podría cuestionar en si es más legítimo el conocimiento producido por intelectuales que se auto arrogan la potestad de escribir sobre los movimientos sin estar en ellos (con followers en Twitter y acceso privilegiado a columnas de Cntxt y El Salto para expresar la opinión ya estaría para dictar sentencia).