Alex Fernández
Theodor Adorno escribió en una ocasión que los grandes debates de la historia de la filosofía nunca concluyeron en soluciones definitivas. Los términos de cada debate, la constelación conceptual en la que se desarrollaba en cada caso, dejaba su lugar a categorizaciones nuevas que desplazaban a las anteriores. Se avanzaba, precisamente, mediante la reconceptualización de los problemas. Algo similar ocurre con las grandes polémicas en el seno de la tradición marxista, desde el Anti-Bernstein de Karl Kautsky hasta el Imperialismo: fase superior del capitalismo de Vladimir Lenin. Más que soluciones, lo que encontramos en la tradición marxista son formas distintas de enfocar un problema que se perpetúa a lo largo del tiempo: ¿cuál es la relación adecuada entre la reproducción ampliada del capital –sus leyes económicas objetivas— y la acción organizada del proletariado –la lucha de clases—? ¿Qué tendencias del modo de producción capitalista justifican y fundamentan el intento de crear una nueva forma de organización social? La centralidad de estas preguntas nace de lo determinante que resultan las correspondientes respuestas, ya que de ellas se deduce un programa de acción determinado. Y la historia de nuestro movimiento, su pasado, su presente y su futuro, no es más que el intento constantemente renovado de articular esta acción racionalmente.
El Capital de Marx sigue siendo el principal instrumento teórico al servicio de esta complicada tarea. El Capital examina la forma que adopta un proceso en el que producción, distribución, intercambio y consumo se presuponen recíprocamente. Examina cómo estos aspectos conforman, si se quiere, una totalidad. La lógica que los comprende como momentos de un mismo sistema dinámico Marx la denomina reproducción ampliada o acumulación del capital, la lógica que explica la necesidadde que la sociedad se desenvuelva precisamente así y no de alguna otra manera. La lógica impersonal de la reproducción capitalista es, en este sentido, irreductible a una suma contingente de actos y decisiones particulares –de los individuos, los agentes económicos, el Estado o los partidos políticos—. Todos ellos actúan conforme a unas reglas económicas implícitas a las que están sujetos en su práctica cotidiana. Las consecuencias políticas de esta lectura de la realidad social son tan claras como radicales: sin situar los fenómenos coyunturales en contexto de la lógica global a la que obedecen –la reproducción del capital y su crisis sistémica— no sólo seremos incapaces de entenderlos, sino que seremos incapaces, sobre todo, de enmarcar nuestra respuesta en el proceso de construcción de una sociedad alternativa.
Esta perspectiva es la que permitió a Marx, entre otras cosas, destruir las ilusiones reformistas del socialismo redistributivo –hoy socialdemócrata—, que abstraía las relaciones de producción de las relaciones de distribución, por un lado, y los fenómenos coyunturales de la reproducción del capital en su conjunto, por otro. Asumiendo el presupuesto de que las leyes de la producción son ahistóricas en vez de históricamente específicas, la socialdemocracia reduce la lucha de clases, cuando se digna a mencionarla, a un conflicto en torno a la redistribución del producto del trabajo. Su paradigma, que convierte el antagonismo de clases tal y como se muestra desde el prisma de la reproducción del capital en una mera diferencia cuantitativa y contingente, sigue las reglas de un juego de suma cero: dada cierta cantidad de riqueza, cuanto más se apropian los ricos, menos se estarán apropiando los pobres. Que la distribución de esa riqueza sea una y no otra depende exclusivamente de las mejores o peores decisiones que se hayan venido tomando por parte de quienes la administran. En primera instancia, por parte los capitalistas. En última instancia, por parte de los representantes públicos con capacidad para poner límites a la avaricia de estos últimos. Parece obvio que el horizonte más ambicioso al que se puede aspirar partiendo de estas premisas es el del reequilibrio de la balanza entre ricos y pobres, y todo ello a través de un conjunto de decisiones políticas –una “gestión para la mayoría”— tan contingente como lo fueron las decisiones de aquellos que las tomaron en un primer momento. El problema no es el capital, sino su gestión, que no era suficientemente buena (justa, solidaria, decente…).
Por eso, al paradigma burgués de la redistribución le acompaña la naturalización fetichista del Estado, que representa el único canal de intervención factible para quien abstraiga fenómenos sociales como la pobreza o la desigualdad –que, por cierto, nunca interesó especialmente a Marx— de las leyes de la reproducción del capital y su eventual abolición. Al fin y al cabo, ¿cómo podrían recaudarse más impuestos, financiar servicios públicos, decretar medidas favorables “para la mayoría”, etc., si no es a través de la fuerza ejecutiva del Estado –una vez, eso sí, pasa a estar en las manos adecuadas? El Estado es el único poder constituido capaz de vertebrar políticamente la acumulación capitalista y neutralizar, en la medida de sus capacidades, los antagonismos que atraviesan el día a día de nuestra sociedad. Es, nos dicen, el instrumento que podría corregir los excesos que los ricos cometen contra los pobres.
Llegados a este punto parece conveniente distinguir entre el paradigma socialdemócrata de la redistribución y la corriente, más radical, que entiende la redistribución y la instrumentalización del Estado como un mecanismo de acumulación de capacidades políticas y culturales. Las opiniones que se mueven en las coordenadas de esta última corriente vienen a plantear que esa acumulación de capacidades deberá servir para provocar un salto cualitativo en la correlación de fuerzas entre el trabajo y el capital que permita, llegado el momento, una ofensiva abierta, desplegada en condiciones más favorables, que ataque directamente las raíces de la sociedad capitalista. La tesis de fondo que sostengo en este artículo es que, en la medida en que el gradualismo de la política socialdemócrata reproduce e intensifica el poder del capital sobre el trabajo, una etapa estratégica socialdemócrata de acumulación de capacidades no puede fundamentar, puesto que no crea sus condiciones, el “salto” a una etapa estratégica comunista. Desde estas coordenadas sólo nos podemos representar dicho “salto” como un cambio absolutamente indeterminado, abstraído de toda mediación. Y sin mediaciones que la determinen, la transición de una etapa a otra cae en una regresión al infinito: desde la perspectiva del gradualismo abstracto nunca se acumulan fuerzas suficientes como para pasar a la ofensiva –siempre se podrían acumular más—, de modo que la pretensión de dar el “salto” siempre parecerá precipitada (idealista, utópica, izquierdista). He aquí la razón por la que la diferencia entre la corriente socialdemócrata radical y la corriente moderada es una diferencia exclusivamente nominal que se articula sobre la base de un programa idéntico.
La posibilidad real del comunismo no es separable del camino de su construcción efectiva. Su expresión intelectual, la crítica de la economía política, no adereza el antagonismo de clase con prudentes dosis de ideología igualitarista; lo reconoce abiertamente como el modo de existencia de las formas sociales que regulan la (re)producción del capital. Este marco teórico transforma la crítica utópica y abstracta, que no pasa del lamento o la protesta, en una crítica racional, científicamente articulada, que identifica las mediaciones que proporcionan un fundamento real a la política transformadora. Este énfasis en las mediaciones, la explicitación del vínculo interno de los fenómenos coyunturales con el contexto general de crisis capitalista y su superación revolucionaria mediante el comunismo, es lo que hace que para este último no se trate, como en ocasiones se quiere hacer creer, de la contraposición de un modelo ideal de sociedad a la sociedad realmente existente, del mismo modo en que tampoco persigue una acumulación de fuerzas cuantitativa desligada de la aplicación de su programa cualitativamente diferenciado y antagónicamente enfrentado al de la socialdemocracia.
La crítica de la economía política demuestra que la lucha coyuntural, incluyendo la lucha por reformas, es el medio en el que se despliega el programa comunista a la vez que se enfrenta la hegemonía e influencia socialdemócrata sobre los proletarios. Y lo hace difundiendo la idea, tan sencilla como cierta, de que el programa socialdemócrata, el propiamente reformista, no es equivocado desde el punto de vista de su lejanía respecto de un modelo ideal, el verdadero modelo, del que la socialdemocracia estaría representando una copia deficiente. El reformismo es equivocado porque, al abstraer los fenómenos coyunturales de la dinámica global de la reproducción capitalista, formula un programa imposible de aplicar desde el punto de vista de los imperativos que esta impone. Se trata, en otras palabras, de un programa que perpetúa los problemas que dice combatir. Y su impotencia responde al hecho de que el capital no tolera una armonización creciente y sostenida en el tiempo del antagonismo de clase: la tendencia necesaria de su reproducción ampliada es la de la intensificación de este antagonismo.
La inserción de las luchas en la reproducción capitalista y contra ella desde el marco de estrategia que intensifique y desarrolle dicho antagonismo contiene un momento de ruptura, no sólo con el programa socialdemócrata, sino con los supuestos ideológicos y las herramientas organizativas de partida sobre las que aquellas luchas se sostienen. Esto es, contiene una ruptura con el modo de existencia del proletariado bajo el dominio del capital. Esta ruptura emerge del proceso en el que la coyuntura a la que una lucha pretende dar respuesta pasa a ser comprendida dentro del contexto general de la crisis de reproducción capitalista, haciendo transparentes las condiciones en las que se despliega y aportando de ese modo un fundamento más amplio en el que pueda ser absorbida y transformada. Es a través de este vínculo entre coyuntura y crisis del capital como se inserta la iniciativa de la clase trabajadora en el proceso de construcción de un poder independiente, tanto del capital como del Estado y su ejército de políticos profesionales. Se trata de la negación concreta de las alternativas parciales desde la construcción efectiva de este poder, un movimiento que supera y anula la reproducción del capital produciendo y reproduciendo un nuevo sistema de asociación que invocamos con la palabra “comunismo”, para el que la lucha por cubrir necesidades inmediatas está subordinada al proceso que cubre de manera creciente las necesidades de la lucha.
Estos son algunos de los motivos por los que no debe ocultarse que el programa reformista, además de inviable en el largo plazo, encadena al proletariado al ritmo social que impone la acumulación capitalista y obstaculiza la puesta en marcha de un programa de acción transformador. No debemos alimentar la ilusión socialdemócrata de que una reorganización del capitalismo que respete sus categorías básicas –dinero, capital, salario, Estado…— y las dinámicas de su reproducción –explotación, dominio, crisis…— es compatible con la libertad y el bienestar general. Tampoco la ilusión de una etapa intermedia que nos acerque a un ideal que nunca llega. La consolidación de esas ilusiones se traduce en cientos y miles de militantes directa o indirectamente al servicio de “gobiernos del cambio” que nunca cambian nada –y no porque no quieran, sino porque no pueden—. La perpetuación al infinito de este progreso a ninguna parte deja a su paso generaciones enteras de militantes desmoralizadas y a una masa de proletarios educada sistemáticamente en el credo reformista. No es necesario renunciar a las reformas. Pero renunciar abiertamente al programa reformista y, con él, al sentido común burgués que trata de imponer, es un gesto que habremos de repetir a cada paso en el largo camino de la emancipación. Sólo este camino, que deja atrás al capital y a todos sus resortes, merece ser llamado alternativa.