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Subjetividad capitalista y estrategia socialista: parte I

Texto escrito por: Etsai (@abwerten)

Imagen creada por: Zarkadi


La vanidad de la teoría comunista es la principal razón de su esclerosis. Tanto más se regodea en su hipnótico reflejo, más envejece y menos atractiva y vigorosa se siente ante la imagen que el espejo le devuelve. Desesperada ante su impotencia, busca en las viejas fotografías de su juventud el consuelo que le permita evadirse del hostil reflejo de su decadencia, para contemplarse en las opacas imágenes de su pasado y recordar lo esbelta que llegó a ser en su día. Es en este amargo proceso en el que marchita como crítica, para transformarse en nostalgia melancólica. En tanto que la crítica no existe a nuestro lado, sino que solo puede vivir si la encarnamos, solo de nosotros depende despertarla de su sueño narcisista y empujarla a romper el frío espejo que la mantiene cautiva, para ametrallar esos cristales rotos contra los hilos que sostienen una sociedad que no vive, transformando esas irregulares cuchillas de cristal en afiladas cuñas rojas.

Hace más de un siglo que toda crítica no es tal sin historia. Una crítica que no reconociera lo histórico de las cosas y en las cosas, así como lo histórico de nuestro acercamiento a ellas, difícilmente podría ser tomada en serio. Hacer ciencia, conocer, nos permite saber qué son, por qué y cómo ocurren las cosas. Desde Aristóteles sabemos que solo puede haber ciencia de lo necesario; de lo contingente solo puede hacerse historia. La subjetividad en la sociedad burguesa tiene ese mínimo de carácter necesario como para poder hacer ciencia de ella y descifrar algunos de los enigmas que llevan atormentando a la teoría revolucionaria desde más de medio siglo. De esta forma, lo que aparece como necesario se muestra contingente y lo contingente se revela necesario. Desvelar el carácter histórico de las formas de conciencia capitalistas y su relación con la lucha de clases puede habilitarnos para pensar una estrategia que supere los viejos moldes de la política socialista, que por ser victoriosos en su día nos atormentan sin cesar, restringiendo el marco de lo imaginable.

En lo concreto, la intención que persiguen las siguientes líneas es la de comprender cómo se produce la subjetividad en la sociedad burguesa y por qué ocurre que los proletarios se identifiquen más con el ciudadano que con el trabajador. Del mismo modo, se busca plantear la relación de esta conciencia con la conciencia de clase y las mistificaciones sobre las que se sostiene la política reformista en nombre de los trabajadores, política que denomino socialdemócrata. Todo ello, desde el punto de vista del sujeto.

I. El individuo abstracto

«Para una sociedad de productores de mercancías, cuya relación general de producción consiste en comportarse frente a sus productos como ante mercancías, o sea valores, y en relacionar entre sí sus trabajos privados, bajo esta forma de cosas, como trabajo humano indiferenciado, la forma de religión más adecuada es el cristianismo, con su culto del hombre abstracto». — Karl Marx

La forma subjetiva más básica dentro de la sociedad burguesa es el individuo abstracto y sus atributos principales la libertad, la igualdad y la propiedad. Así como el dinero todo lo puede y todo es en potencia, el individuo abstracto es pura potencialidad. Ahora bien, esta potencialidad es relativa, pues no es otro que el dinero quien le confiere esa capacidad de abarcar todo lo posible. Por tanto, el núcleo del infinito abanico de posibilidades del individuo abstracto reside en su bolsillo. Pero por disponer este bolsillo de una infinidad potencial, el individuo, por mucho o poco dinero que disponga, tiene que aparecer en todo momento como potencialmente rico. Dicho de otra manera, a diferencia de lo que ocurría en las sociedades estamentales y patriarcales, donde un individuo aparece de por vida atado a una determinada posición social, en la moderna sociedad burguesa el individuo abstracto dispone de la infinita posibilidad de acumular dinero y acceder en la misma medida a la riqueza material y, por supuesto, al poder que esta riqueza le otorga.

El intercambio de valor, a través de su forma de mercancía o de su forma de dinero, es el punto central alrededor del cual giran todas las determinaciones del sujeto moderno. El individuo abstracto solo puede serlo en sociedad, ya que el intercambio requiere de al menos dos individuos abstractos que lo pongan en marcha. Además, para que el individuo abstracto se constituya como sujeto, este intercambio debe ser de carácter generalizado, a gran escala e ininterrumpido, lo que supone necesariamente una sociedad determinada a este fin. Cuando el intercambio ha sido un acto meramente anecdótico, los sujetos de dicho intercambio no han aparecido como individuos abstractos, sino como otras subjetividades sociales históricas, cada cual en su tiempo y su espacio. En cuanto el intercambio se generaliza y se convierte en el momento determinante de la totalidad de la vida social, los sujetos que participan en el acto de cambiar se presentan ya de antemano como individuos abstractos.

Para que el intercambio pueda darse, ambos agentes han de presentarse en igualdad y con la libertad de poder realizarlo. Uno pone sobre la mesa una forma del valor y el otro pone sobre la mesa su equivalente en la misma o diferente forma del valor. Ambos reciben lo que dan en la misma proporción, pero bajo distinta forma, y cada uno se marcha de la mesa de negociación con total indiferencia hacia el otro. La equivalencia en el cambio implica y presupone justicia; que el cambio se realice sin impedimento alguno implica libertad; que ambos sean formalmente capaces de traer materia al intercambio constituye la igualdad en la capacidad de posesión. Así, los principios igualdad, libertad y propiedad son los principios éticos que acompañan al individuo abstracto, causa y resultado de su actividad práctica en la sociedad burguesa.

El individuo es abstracto porque en el intercambio se prescinde totalmente de las determinaciones adicionales que cada individuo podría adoptar: ni el color de la piel, ni el género, ni la nacionalidad, ni siquiera la ideología política son determinantes que le conciernan al intercambio. Aquí, el individuo aparece como mónada libre, con la infinita capacidad de disponer de propiedad y de dinero, sin dependencias personales de ningún tipo. Eliminadas todas las determinaciones superfluas para el acto del cambio, el individuo queda puesto como abstracto. Si esto ocurre antes o después del acto del intercambio no importa. A este nivel de abstracción, las contingencias no son relevantes. Lo único que nos incumbe es constatar en qué forma se presentan esencialmente los humanos en esta sociedad.

Ahora bien, ésta no es más que la lógica desnuda y abstracta del intercambio de equivalentes. Pero, por abstracta que sea, es una magnitud histórica incuestionable y a la que todo el movimiento social tiende. Ni el tirano más sociópata tendría un mínimo de capacidad política sin defender, aunque fuera de manera hipócrita, la libertad y la igualdad del ser humano. La libertad individual está en boca de todos y constituye el centro alrededor del cual orbitan todas las teorías éticas y políticas en la época del capitalismo. Por esto mismo es importante el análisis del sujeto moderno en este plano de abstracción.

II. Las clases

«La sociedad no está formada por individuos, sino que expresa la suma de las relaciones y condiciones que los vinculan». — Karl Marx

La esfera del intercambio es la esfera donde diferentes valores de uso se ponen en relación cuantitativa, tomando como base su valor. Al operar con valor, la esfera de intercambio presupone una esfera en la que dicho valor es creado: la producción. Dicho de otra manera, producción y circulación son, en el capitalismo, dos momentos de un mismo proceso, pues su unidad resultante, el proceso mismo, es capital. Cuando lo producido se produce para cambiar, el producto aparece inevitablemente como valor —de cambio—: es mercancía y la producción, producción de valor. Pero para que la producción generalizada de valor ocurra, a su vez debe existir la necesidad generalizada de intercambio de valores de uso y las condiciones sociales que determinen que la forma en la que se dé la distribución de los productos del trabajo tenga que ser por medio del intercambio. Es en estas aguas donde el individuo abstracto comienza a determinarse.

El intercambio implica lo siguiente: yo tengo algo que tú no tienes, y viceversa. Su contraparte absurda —igual que la contraparte absurda del cambio de dinero por dinero que veremos más adelante— consistiría en intercambiar una mercancía por otra mercancía con el mismo valor de uso y las mismas propiedades. En la sociedad capitalista, donde existe el intercambio generalizado de diferentes valores de uso, se presupone la producción privada, orientada al posterior intercambio de los productos del trabajo. Es más, la existencia del dinero como figura autónoma es imposible sin una generalizada producción privada. El dinero como dinero, no es ya una forma fugaz que desaparezca tan pronto se intercambia por otra mercancía, sino que representa un fin en sí mismo. Ahora bien, una cadena de cambios que comenzase por dinero y terminase en dinero (D-D), sería absurda por el mero hecho de que, respetando la ley de equivalencia del intercambio, se terminaría en el mismo lugar de partida: el dinero es un representante abstracto del universo de las mercancías; es una y otra, todas y ninguna a la vez; como equivalente general que es, sería fastidioso invertir tiempo y esfuerzo en intercambiar la misma cosa por la misma cosa. También digo que sería absurdo porque desde el punto de vista del individuo abstracto, quien tiene necesidades vitales y, por tanto, necesidad de cambiar ese dinero por mercancías que lo satisfagan en la esfera del consumo, debe buscar de algún modo obtener dinero a futuro o producir él mismo sus medios de vida. Pero como en la sociedad capitalista los medios de vida solo pueden obtenerse, por regla general, a través del mercado, es necesario acceder a ellos mediante el dinero.

Volviendo a la cadena que comienza en dinero y acaba en dinero, como una suma valor en la forma de dinero es cualitativamente igual a la misma suma de dinero, esta suma solo puede diferir en cuanto a la cantidad. Quien detenta una determinada suma de valor, grande o pequeña, da igual, no es aún capitalista, sino atesorador. Para que esta suma se aumente, es necesario ir a parar a la producción de valor, ya que en la circulación solo se intercambian equivalentes. En la producción de mercancías, se invierten determinados medios y materiales de trabajo —que dentro del capitalismo, por regla general, no pueden aparecer de otra forma que no sea en la forma de mercancía— y por medio del proceso productivo se aumenta su valor (D-M-D’). Así, el fin de la práctica capitalista, es decir, aquel motor aparentemente trascendente que hacer metamorfosear el valor de una forma a otra, es la obtención de ganancia —plusvalor—, por lo que deben existir ciertas condiciones para que dicha obtención de ganancia pueda tener lugar. Así, se introduce la figura del capitalista: el individuo, ya no tan abstracto, que asume para sí el objetivo de emplear su valor acumulado para acrecentar su cantidad. Es la personificación del movimiento del valor que se valoriza, es decir, del capital.

Pero todavía, aunque más determinado, no se puede prescindir del todo del individuo abstracto, pues en este punto todo el mundo es, en potencia, capitalista, ya que desde el punto de vista del individuo abstracto, este es potencialmente capaz de acumular valor y, eventualmente, invertirlo en poner las condiciones la producción de capital. A lo sumo, podríamos hacer una distinción entre individuo atesorador e individuo capitalista. Pero dentro de las condiciones de producción burguesas, la figura del atesorador, prescindiendo de contingencias, es imposible. Recordemos que el individuo abstracto, poseedor de dinero y propiedad, solo puede invertir el dinero en intercambiarlo por medios de vida o invertirlo, como capitalista, en la producción de más valor. En ambos casos, es imposible atesorar, porque en el primero de los casos se gasta continuamente, a medida que las necesidades vitales hacen aparición, y en el segundo se invierte continuamente —al menos una parte— en la producción de más valor. Aunque en este último caso se puede atesorar una parte de la ganancia, el individuo sigue siendo capitalista, debido a que pone continuamente en movimiento parte de su valor para ser valorizado. Así, vemos cómo el individuo abstracto sigue siendo tal, pues aunque tengamos la figura del capitalista, no hemos descubierto aún otra figura que divida en el género y, por tanto, individuo abstracto y capitalista siguen siendo una y la misma cosa.

Para que que el ciclo D-M-D’ pueda tener lugar, el capitalista tiene que encontrar una mercancía en el mercado que tenga la cualidad de poder acrecentar el valor de las mercancías invertidas en la producción. Ya que el capitalista cambia una determinada suma de valor en forma de dinero por la misma suma de valor en forma de mercancías (D-M), tiene que ser una de estas mercancías la que produzca más valor al ser utilizada: su valor de uso debe ser la producción de valor (M-D’). Esta mercancía es la fuerza de trabajo, la capacidad del individuo abstracto —por seguir con nuestro particular sujeto— de trabajar. Recordemos que en una sociedad de individuos abstractos, si el capitalista quiere comprar la mercancía fuerza-de-trabajo, tiene que situarse ante el vendedor de ésta mercancía en igualdad de condiciones formales, de modo que ambos se sitúen como libres e iguales en dicho intercambio. Y así es. El capitalista, en condiciones medias, compra la mercancía fuerza-de-trabajo por su valor. Este valor equivale a la suma del valor de los medios de subsistencia y de los procesos de trabajo —entre los que se encuentra la educación o formación— necesarios para que el propietario de la fuerza de trabajo produzca y reproduzca la capacidad de trabajar. Su expresión monetaria sería el salario.

En esta especial relación entre lo que se aparecían como individuos abstractos, ahora nos encontramos con que cada uno de ellos dispone de determinaciones diferentes. En general, si el individuo que vende su fuerza de trabajo dispusiese él mismo de medios para reproducir su vida, entonces no se vería obligado a venderla para ponerla en acto y, en particular, en lo que atañe a la sociedad burguesa, si dispusiese de dinero suficiente, podría teóricamente invertirlo y transformarlo en capital —convertirse en capitalista. Pero desde el momento que esto no es así, y necesariamente tiene que existir un grupo social como éste para que el capital pueda ser lo que es, tenemos aquí la primera división y nos hallamos que el individuo abstracto se presenta ahora como proletario —propietario de la fuerza de trabajo y desposeído de los medios de trabajo— o como capitalista. Es de esta forma cómo se desvanece el individuo abstracto que aparece en todas las representaciones jurídicas, políticas, éticas e ideológicas del capitalismo, y se presenta una diferencia sustancial en las determinaciones de dicho individuo. Pero hay más. No solo existe aquí una diferencia formal, sino que esto tiene repercusiones reales, que socavan continuamente los principios ético-políticos del capitalismo.

Mientras se mantiene la igualdad de individuos libres en el acto del intercambio entre capitalista y propietario de fuerza de trabajo, en el proceso productivo la fuerza de trabajo, ahora ya no como capacidad, sino como actividad de trabajo, produce valor que no le será pagado a la hora de distribuirlo. Pero esto no ocurre porque el capitalista decida no pagárselo o porque engañe al proletario, sino por el hecho de que la fuerza de trabajo se presente como mercancía y por el especial valor de uso de esta mercancía: ser capaz de crear valor. Lo que se paga en materia de salario es el valor de la fuerza de trabajo, no el trabajo, por lo que el valor producido por la fuerza de trabajo puede estar por encima —ganancia para el capitalista— o por debajo —pérdida para el capitalista— del valor de la fuerza de trabajo. Obviamente, para que la sociedad capitalista se reproduzca, la ganancia debe ser la regla.

Son las condiciones sociales productivas en las que se da este intercambio las que producen, irónicamente, que individuos libres y formalmente iguales produzcan desigualdad e injusticia. ¿Por qué desigualdad? Porque cuanto más produce el proletario, más aumenta el cuerpo y el poder del capital y, por ende, del capitalista. Además, ya no constituyesn sujetos iguales, porque uno se ve obligado a vender su fuerza de trabajo, dejando de ser libre y estando, en cambio, sometido a la coacción del estómago y a recibir solamente una parte del valor que ha producido, mientras que el otro se apropia de los productos del trabajo, que son desde un inicio su propiedad, y controla todo el proceso de trabajo. ¿Por qué injusticia? Porque lo que aparece inmediatamente ante la conciencia de todos los individuos ya no tan abstractos, es que se realiza el pago por el trabajo, pero, en realidad, solo se paga una parte de él: el equivalente al valor de la fuerza de trabajo.

Es aquí donde se introducen las clases y se manifiesta un antagonismo entre ellas, porque proletario y capitalista tienen intereses contrapuestos: uno busca aumentar o mantener el valor de su fuerza de trabajo y el otro reducirla o evitar que no aumente. En aspectos más generales, el capitalista buscará imponer el poder de mando sobre la fuerza de trabajo, poder de mando que no solo se dará en la esfera productiva, sino también en esferas como la cultura y la política; todo esto, mientras el proletario no tiene otra alternativa que vender su fuerza de trabajo para sobrevivir y, en la medida en que trabaja, aumentar el poder del Capital sobre el Trabajo. Esta es la lucha de clases que queda inscrita en el proceso mismo de acumulación capitalista.

Llegados a este punto, hay que hacer una distinción metodológica. El concepto de clase, dentro del capitalismo, se dice de varias maneras. Por un lado, se define a un individuo como perteneciente a una clase, en base a la relación que mantiene respecto a los medios y productos del trabajo o, también, en base a la posición que ocupa dentro del proceso productivo. Quien detenta la propiedad de los medios y de los productos del trabajo, así como del poder de mando sobre el proceso productivo, es el capitalista. El proletario sería, simplemente, quien no detenta dicha propiedad, quien dispone únicamente de su fuerza de trabajo para ofrecerla en el mercado y quien, a fin de cuentas, depende de un salario para acceder a los medios de subsitencia. Por otro lado, la clase puede entenderse como una asociación de individuos en torno a unos intereses comunes, derivados de la situación como clase en el primer sentido en que se ha dicho antes —la relativa a los medios, productos y proceso del trabajo. Ésta distinción es importante por varias razones.

La existencia de la clase en la primera acepción es un hecho necesario dentro del capitalismo, mientras que, en la segunda acepción, su existencia depende de condiciones históricas específicas y, evidentemente, es contingente. Aunque, en parte, esto es falso porque aquí, con clase, solo podemos referirnos al proletariado y no a la burguesía. ¿Por qué? Porque la propia existencia del Estado, de las instituciones financieras y mercantiles y, en general, de las condiciones institucionales y políticas necesarias para la existencia del capitalismo, representan de por sí esa asociación en base a intereses de la burguesía. Son las condiciones institucionales necesarias para que el intercambio pueda darse y el capital pueda reproducirse, lo que presupone la opresión organizada de clase contra el proletariado, formando, así, lo que se entiende por Partido del Capital. Y por mucho que diferentes capitales compitan entre sí, pues el capital solo existe como múltiples capitales en competencia y, por tanto, no se pueda pensar en una acción conjunta y conspirativa de las clases poseedoras contra los desposeídos, cabe señalar que los diferentes capitales individuales, enfrentados unos con otros, tienen que convenir en las condiciones mínimas que les permitan competir entre sí. No obstante, por el mero hecho de que el sujeto moderno queda codificado en la conciencia social general como individuo abstracto y libre y, además, esta abstracción tiene una realidad práctica, estas instituciones tienen que presentarse —intencionadamente o no— como anónimas, a-clasistas. Es más, es esta independencia del Estado respecto de la burguesía como clase la que hace posible que, en contextos determinados, el Estado capitalista aparezca como virtualmente utilizable por y en interés del proletariado —prescindiendo aquí de que la materialización de su interés sea posible, ya que no es una cuestión política sino, más bien, de política económica—; claro está que este interés que menciono es únicamente el interés del proletariado como tal, como clase dentro del sistema capitalista, y que siguiendo los requisitos mismos que marca el Estado democrático, solo puede darse a través de representantes de los trabajadores. En una palabra, el interés reformista del proletariado puede a priori ser saciado por medio del Estado, porque este no le pertenece como tal a la burguesía —ni, por tanto, a una u otra fracción suya—, sino que es la herramienta de gestión política de las condiciones de posibilidad de la producción capitalista. Entonces, la maquinaria estatal aparece como independiente y realizadora del interés general de los individuos abstractos cuando, en realidad, solo es independiente dentro del capitalismo y no respecto de él: lo que implica que no puede abolirse el capitalismo desde el Estado y sin destruirlo, pues aunque el Estado no es de la burguesía, es una institución funcional a su interés.

Como iba diciendo, la existencia del proletariado como clase organizada, como clase propiamente dicha, es algo que en tiempos pasados pudo parecer algo necesario, pero que con el tiempo se ha revelado como meramente posible. En los prolegómenos de la historia de la sociedad burguesa, cuando grandes masas de personas eran expropiadas y empujadas a las ciudades, obligadas a trabajar y cuando, en general, el capitalismo estaba poniendo las condiciones para su existencia generalizada, la clase proletaria empezó tímidamente a cobrar vida como clase organizada. La concentración en el espacio, el descaro con el que se presentaba el Capital ante el Trabajo, la novedad misma del nuevo modo de producir, la exclusión del proletariado de la política institucional y otras tantas razones, produjeron que los proletarios se asociasen, se lanzasen luchas por el salario junto a luchas políticas, además de que empezasen a germinar teorías y corrientes de pensamiento favorables al Partido del proletariado. Es en este momento histórico, con los icónicos sucesos de 1848, donde el proletariado se va presentando ante el mundo como clase propiamente dicha, aunque aún bajo la alianza política con otras clases: en 1848 nace la socialdemocracia, la alianza del proletariado con la pequeña burguesía. De más está decir que la clase capitalista ya estaba en movimiento, organizada, y que el proletariado nace en la misma medida en que la burguesía lleva la iniciativa del proceso de transformación de la sociedad. En un inicio, entonces, el proletariado como clase era el resultado del movimiento de clase de la burguesía; después, será el proletariado mismo quien insufle de vida modernizadora al propio capitalismo.

Un siglo después, la configuración del proletariado se disuelve poco a poco, debido a razones entre las que se encuentran la reestructuración del tejido productivo capitalista, el cambio en la forma en la que se organiza la producción, la reformulación de los límites espaciales y temporales de los procesos de producción y circulación, la generalización del consumo de masas y la identificación general de los individuos con el capitalismo como un prejuicio popular, sin historia, simplemente como la única alternativa posible. No es el objetivo aquí desarrollar la genealogía del movimiento obrero, sino simplemente constatar un hecho fundamental que cualquier teoría revolucionaria contemporánea debería tener en cuenta: el movimiento obrero ha muerto. Así es como cobra importancia la cuestión del sujeto.

III. Proletarios sin proletariado

Con la progresiva disolución del movimiento obrero, el individuo abstracto comienza a caminar sin trabas como el sujeto social par excellence. Ya no constituye un simple sustantivo fijado en las interminables páginas de los tomos de Derecho, sino que todo el mundo se identifica realmente con él. Así, la diferencia entre proletario y capitalista se borra y aparecen ambos como propietarios libres e iguales, unos con más propiedad o dinero que otros. En realidad, esta apariencia necesaria del capitalismo solo podía ser difuminada por la contingente radicalización material y espiritual de los antagonismos de clase. A falta de esta radicalización, no es que se borren las razones ni las tendencias formales para que se dé el antagonismo explícito entre intereses de clase, sino que este no se realiza si estas clases no tienen una existencia como tales: asociación y organización en base a la conciencia de dicho interés de clase. Sin conciencia del antagonismo y sin asociación, el proletariado queda reducido a su posición en el proceso social de producción, lo que se traduciría en la fórmula: proletarios sin proletariado.

Las teorías revolucionarias de hace un siglo se basaban en la premisa de la existencia de un movimiento obrero, a veces más en marcha que en otras, y el debate principal consistía en si había que supeditarse a los ritmos de dicho movimiento o si había que influenciarlo desde afuera — un afuera entendido de varias maneras, como afuera teórico o afuera práctico. El proletariado como clase organizada representaba una realidad y podían pensarse estrategias que tuviesen a este sujeto como el primer blanco de la estrategia. Sin embargo, en los tiempos que corren, este sujeto se ha desvanecido y en su lugar ha resurgido el individuo abstracto como sujeto social general, para el que las distinciones de clase son un viejo y desagradable recuerdo. El sujeto de la lógica desnuda del capitalismo, la lógica del intercambio, es, ahora más que nunca, la configuración del espíritu general de nuestra época y, por tanto, el sujeto de cuyo análisis deben partir la teoría y la práctica revolucionarias.

Ante este hecho, es natural y comprensible que las nuevas formas en las que se teorizan y se ponen en práctica las respuestas a los problemas que afloran en la sociedad tengan características muy diferentes a las que tenía una época marcada por la predominancia del conflicto capital-trabajo. Por un lado, el individuo abstracto que, como tal, debería ser tratado de forma justa e igual a los demás individuos abstractos, da cuenta de ciertas determinaciones que suponen un alejamiento de su existencia como sujeto abstracto: etnia —”raza”—, género, orientación sexual y cualquier identificación con un grupo social o bien oprimido o bien no reconocido —por tanto, de cierta manera negado como individuo abstracto. Recordemos que, aquí, analizamos este fenómeno desde el punto de vista del sujeto, por lo que no hay que entender estas determinaciones —etnia, género, nacionalidad, etc.— como causantes de la opresión, sino que la opresión es la que, generalmente, las configura como identidades políticas en lucha. En este sentido, no se pueden obviar esas determinaciones, porque tienen un efecto muy real en su vida y les supone una diferenciación respecto de otros individuos abstractos que, por vía negativa, se sitúan determinados en esas mismas identidades. Así, al negro se le opondrá el blanco, a la mujer el hombre, etc.

Consecuentemente, por ser estas determinaciones independientes de la clase social y al no ser estas determinaciones conceptualmente productoras de una diferencia y opresión dentro de la lógica abstracta del capitalismo[1], la teoría y la práctica en torno a estas identidades tiende a ser, aunque no siempre, interclasista. Nótese que aquí se hace referencia al interés y la lógica que guían las luchas que parten de estas determinaciones y no se hace referencia a su composición. La composición de las luchas puede ser heterogénea, estando a su base personas de diferentes clases, entre ellas el proletariado, el pequeño burgués, el autónomo y otras clases las que se ven abocadas al conflicto político. Cuando la lucha se da en torno a estas determinaciones, pero se reconoce la pertenencia de clase como algo de vital importancia, entonces la cuestión es más compleja, por lo que se analizará más adelante. Pero desde las premisas mencionadas, las del individuo abstracto, las luchas en contra de opresiones reivindican su interés como parte del interés general del individuo abstracto, únicamente representado por la democracia formal.

Individuo abstracto y democracia son, respectivamente, sujeto y forma política específicos y formales del capitalismo, porque aunque la gestión del capital pueda revestir formas políticas diferentes —fascismo, capitalismo de estado, dictadura militar, democracia liberal, etc.—, su forma más adecuada es la de la república democrática y su sujeto invariable el individuo abstracto, la representación jurídica de los átomos de la sociedad civil. Naturalmente, casi todas las luchas sociales contemporáneas tienen como causa la inadecuación del régimen social con esta democracia ideal o el desvío respecto de la libertad y la igualdad formales de los individuos. Lo que ya no provoca apenas conflictos sociales es la crítica misma del modo de producción capitalista, debido a que este se identifica continuamente con el único horizonte posible, viendo en las desigualdades, los recortes en libertades y demás ataques contra los principios elementales del capitalismo un simple cúmulo de desafortunadas contingencias. La política habitual, pues, se articula comunmente como una lucha contra la corrupción, las oligarquías, las élites, la represión desmesurada, las políticas desfavorables a grupos sociales con intereses propios y, en general, las diferencias de clase no se pueden percibir de otra manera que como una diferencia entre ricos y pobres, ya que, al fin y al cabo, este tipo de política cae de lleno en la mistificación capitalista que no ve más que individuos libres e iguales, donde cada uno recibe el equivalente al trabajo aportado y donde estos equivalentes son intercambiados.

Ante esta situación, si seguimos los viejos moldes de la política revolucionaria, podría parecer que una estrategia actual debería proponerse, antes que nada, reconstituir la clase como tal, es decir, el proletariado organizado como clase en defensa de sus intereses —políticos, económicos y de cualquier tipo— dentro de la sociedad capitalista, para después provocar que esta clase adquiriese conciencia revolucionaria y, en vez de defender sus intereses como clase en la sociedad burguesa, atacase directamente a esta última sobre la base a su interés revolucionario. Bajo otro punto de vista, también podría parecer que no es necesario constituir a esta clase como agente independiente, para luego convertirla en agente revolucionario, sino que habría que constituirla directamente como clase independiente y revolucionaria. Tenemos aquí dos estrategias, respecto a la actitud que tenemos respecto a nuestra clase, que manejarían de forma diferente los conceptos de clase como tal y clase revolucionaria.

Tradicionalmente, los conceptos que se han utilizado para designar estos dos estados en los que puede aparecer el proletariado son los conceptos de clase-en-sí y clase-para-sí. No obstante, la utilización de estos conceptos es problemática, pues se ha entendido de formas diferentes. Que algo sea en sí, en este caso, significa que está puesto como en potencia —δύναμις—, mientras que cuando es para sí —ενέργεια—, este ser se encuentra puesto en actualidad, como realizado. Podemos entender que clase-en-sí encierra en potencia el ser una clase y, entonces, ser para-sí conllevaría la existencia misma de esa clase —la toma de conciencia de esos ejemplares de la clase como pertenecientes al género. Entonces, si seguimos la división metodológica hecha anteriormente, sobre las acepciones en las que puede entenderse la clase, clase-en-sí designaría a todo el grupo social determinado en base a su posición dentro del proceso de producción y clase-para-sí sería este grupo social organizado, es decir, una clase como tal, en acto[2]. Sin embargo, es cierto que muchas veces se ha identificado clase-en-sí como esta clase ya formada, asociada, y clase-para-sí como esta clase defendiendo no su interés inmediato, sino su interés revolucionario. Si comprendemos el para-sí como lo necesario contenido en el en-sí, está claro que ésta última conceptualización —clase-para-sí como clase revolucionaria—, apunta a que el proletariado tiende necesariamente a ser revolucionario, afirmación a todas luces problemática.

Volviendo al problema que se planteaba, en torno a cómo abordar los diferentes momentos o modos de existir de la clase proletaria, es necesario advertir que éste es un problema paradójico. En tanto que el comunismo busca la abolición de las clases, cuando la clase existía para sí, como clase configurada, era plausible plantear el problema de cómo transformarla —guíarla, orientarla, representarla, servirla o apoyarla, según la corriente socialista— en clase revolucionaria y abolirla como clase en el proceso revolucionario. Pero cuando esta clase ha dejado de existir como tal, es decir, que solo es en sí y no tiene existencia organizada, para sí; cuando no existe proletariado como clase organizada, ¿sería necesario rearticularla como clase si el objetivo mismo del comunismo es abolirla?

Si entendemos el comunismo como movimiento de superación inmanente de la sociedad capitalista, o sea, como negación determinada de la misma, el sujeto al que pretende liberar la revolución comunista no es al proletario, ni al capitalista, sino al individuo abstracto, forma históricamente determinada a través de la que existe el ser humano. Otra cosa diferente es que la emancipación del proletariado como clase particular suponga la emancipación universal de la humanidad. Del mismo modo, los principios de libertad e igualdad, promulgados por el capitalismo e identificados por la sociedad como el horizonte ético contemporáneo, que son negados por la misma organización social que los reivindica, serían realizados efectivamente por el comunismo[3]. En esto consiste, precisamente, el carácter no utópico que puede adoptar la revolución comunista. En vez de inventar principios éticos nuevos[4], formas organizativas de la sociedad arbitrarias, el comunismo debe poner de relieve la incoherencia de la sociedad en la que vivimos y superar sus contradicciones, no violentarlas ni volatilizarlas en principios abstractos traídos de no se sabe bien dónde. Así, pues, si en el capitalismo el sujeto social es el individuo y sus principios ético-políticos la libertad y la igualdad, el comunismo debe hacer valer el libre desarrollo del individuo y su verdadera igualdad junto al resto de individuos. Marx y Engels explican muy bien esta idea, de que en el acto de la revolución los proletarios ya no representan una clase, sino individuos libres:

«la relación de comunidad en que entran los individuos de una clase, relación condicionada por sus intereses comunes frente a un tercero, era siempre una comunidad a la que pertenecían estos individuos solamente como individuos medios, solamente en cuanto vivían dentro de las condiciones de existencia de su clase; es decir, una relación que no los unía en cuanto tales individuos, sino en cuanto miembros de una clase. En cambio, con la comunidad de los proletarios revolucionarios, que toman bajo su control sus condiciones de existencia y las de todos los miembros de la sociedad, sucede cabalmente lo contrario: en ella toman parte los individuos en cuanto tales individuos. Esta comunidad no es otra cosa, precisamente, que la asociación de los individuos» K. Marx y F. Engels, La Ideología Alemana.

Y si actualmente, a diferencia del momento en el que escriben Marx y Engels, el sujeto político efectivo ya no se codifica en forma de clase, sino en forma de individuo abstracto, nada habría aparentemente más lógico que afirmar que la cuestión de rearticular al proletariado como clase es una tarea espuria. Ahora bien, el capitalismo en su media ideal no debe confundirse con el capitalismo que existe a través de sus manifestaciones concretas. La libertad y la igualdad formales son constantemente negadas, por mucho que sean el supuesto del intercambio y el horizonte al que se tiende o el punto alrededor del cuál se orbita. Además, si hay un grupo social —clase, en realidad—  que podría estar especialmente interesado en hacer realidad la libertad individual y la igualdad formales, este sería aquel para el que esta situación es especialmente negada: el proletariado. No solo eso. Si para Marx el proletariado es la clase llamada a derrocar el sistema de trabajo asalariado, es porque su progresiva asociación supone la negación de la competencia, fuente del poder del capital sobre el trabajo. Pero cuando estos proletarios actúan de manera revolucionaria ya no actúan como proletarios, sino como individuos libremente asociados. Por ende, partiríamos de proletarios codificados como individuos abstractos, no como proletariado, que en el momento revolucionario dejarían de ser proletarios para ser, simplemente, individuos libres y asociados.

En cualquier caso, esto que parece una disquisición metafísica, un malabarismo de conceptos, es importante para reflexionar sobre qué subjetividad debe enfrentar la estrategia comunista y el modo en que debe hacerlo. Este aspecto propositivo se desarrollará en el siguiente capítulo.


[1]     Estas determinaciones —etnia, género, orientación sexual, nacionalidad, etc.— no evitan que un individuo se presente como capitalista o proletario alternativamente, ya que la forma-valor no entiende de diferencias, solo de individuos abstractos que la posean y la pongan en movimiento en una u otra de sus formas.

[2]     De hecho, es Marx quien por primera vez utiliza estos conceptos y quien comparte esta forma de entender la clase-para-sí: «Las condiciones económicas transformaron primero a la masa de la población del país en trabajadores. La dominación del capital ha creado a esta masa una situación común, intereses comunes. Así, pues, esta masa es ya una clase con respecto al capital, pero aún no es una clase para sí. En la lucha, de la que no hemos señalado más que algunas fases, esta masa se une, se constituye como clase para sí. Los intereses que defiende se convierten en intereses de clase» K. Marx, Miseria de la Filosofía.

[3]     Ahora bien, es cierto que en una sociedad comunista la libertad y la igualdad se comprenderían de forma diferente. Por un lado, la libertad ya no estaría aparejada de forma mistificada a la propiedad, no sería una libertad en la indiferencia y se reconocería como una libertad limitada, fuera de velos ideológicos: del mismo modo que en capitalismo, aunque no se reconozca, solo existe libertad si se participa en la lógica misma del capitalismo, en el comunismo ocurriría algo parecido, pues en condiciones comunales no existiría, por ejemplo, la libertad para lucrarse del trabajo ajeno. Por otro lado, la igualdad, para ser algo más que una mera formalidad, requeriría de un derecho desigual. Sobre esto último es el propio capitalismo el que, en su continuo reajuste, se ve obligado muchas veces a instituir este derecho desigual, por ejemplo, para proteger a colectivos oprimidos o desfavorecidos por el propio capitalismo.

[4]     La única nueva ética que tiene sentido reivindicar es la que se deriva estrictamente de una crítica inmanente al capitalismo y, en este sentido, a nivel político es la que se deriva de la necesidad que impone la crítica práctica del poder del capital. Luego es en el desarrollo de esta lucha donde pueden prefigurarse los principios éticos que podrían guíar una sociedad libre.

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