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La «perversa trinidad» y el proletariado. Sobre La cuestión ecológica.

Gonzalo Bárcena

A inicios de esta primavera se anunciaba el primer número de la nueva línea editorial de Contracultura Cuadernos de Coyuntura, el cual recibe el título: ‘La cuestión ecológica’. Con la voluntad de servir como punto de encuentro y discusión entre distintas corrientes políticas, este número ofrece una compilación de artículos que analizan algunas de las cuestiones fundamentales que la crisis ecológica impone, particularmente, en relación con el análisis de coyuntura y la estrategia revolucionaria.

Quien preste atención a las tradiciones políticas desde las que se escriben los textos del Cuaderno advertirá que, en esta propuesta de discusión entre corrientes, se encuentra ausente una contribución por parte de la militancia socialista, que en esta ocasión no hemos podido participar como nos hubiese gustado, lo que sin embargo no significa que no estemos trabajando en esta cuestión. Por eso, sirvan estos comentarios como un pequeño avance de los desarrollos que están por publicar.

Teniendo en cuenta que elaborar una reseña en la que se valoren todos y cada uno de los artículos resultaría poco funcional, este texto será, más bien, un breve comentario general sobre aquellos elementos que resultan más interesantes respecto a los retos que la crisis ecológica nos plantea en el plano coyuntural y estratégico. De esta forma, la estructura se corresponde con los dos grandes asuntos sobre los que versa el libro: 1) el análisis de coyuntura del capitalismo contemporáneo; y 2) las intuiciones estratégicas y organizativas para hacerle frente.

La coyuntura del capitalismo y su «perversa trinidad»

Todos los artículos de este libro parten de una premisa fundamental: nuestra coyuntura es una coyuntura de crisis del capitalismo. Esta es la idea desde la que debemos discutir contra la profunda ceguera de la izquierda parlamentaria ante el estado de las cosas actual. Nuestro presente es, como ya dijera John Bellamy Foster, el de una crisis “epocal”. Una que socava las condiciones materiales de la sociedad en su conjunto. Por eso, cualquier comentario sobre este libro deberá pasar por reconocer la importancia del artículo de Alami, Copley y Moraitis («La perversa trinidad» del capitalismo tardío), que será recordado por muchos como una herramienta de formación fundamental. De hecho, el trabajo de edición del propio libro (la selección de los artículos y su orientación) refleja también esa influencia: las materias tratadas en el Cuaderno abordan las principales claves que señalan los autores.

El texto en cuestión trata de arrojar luz sobre la «perversa trinidad» a la que se enfrenta el capitalismo, buscando comprender las transformaciones contemporáneas que toma la acumulación de capital, así como su forma, su ritmo y su dirección. Por ello, el análisis se centra en la capacidad de los Estados para gobernar dichas tendencias. Concretamente, en las transiciones “verdes” dirigidas por el Estado. Ese es el objetivo principal de los investigadores, cuyo abordaje, desde la crítica de la economía política, contribuye a clarificar muchas de las concepciones, erróneas y acertadas, de la crisis actual del capitalismo.

Una primera enseñanza que debemos extraer de la lectura de esta obra es la interconexión entre tres tendencias que se intensifican secularmente y que cada vez resultan más difíciles de contrarrestar: el dinamismo económico menguante, “manifestándose en la desaceleración del crecimiento del PIB, la debilidad de la inversión, la intensificación de la competencia y el exceso de capacidad industrial en todos los sectores” (p. 92); la superfluidad humana, que se manifiesta “tanto en forma de desempleo masivo como de subempleo” (p. 93); y la destrucción medioambiental, dado que la “dinámica acelerada que sustenta el crecimiento de la productividad” provoca que el capital deba “consumir el entorno material a un ritmo más rápido de lo que los recursos naturales pueden reponerse” (p. 94). La “perversidad” de esta trinidad, aquello que nos arrastra hacia un episodio brutal de nuestra historia y de la de nuestro planeta, la encontramos en los mecanismos de retroalimentación que se generan entre sus tres polos. Por señalar un ejemplo, la destrucción de los ecosistemas, en busca de mejores opciones competitivas para pugnar por la ganancia, contribuye a la devastación de los medios de subsistencia de las sociedades, especialmente en la periferia, amplificando la desposesión y el desplazamiento forzado de millones de personas, que pasan a engrosar las filas de la población sobrante y a participar en uno de los fenómenos que mercarán la historia de nuestro siglo: las migraciones climáticas.

¿Cuál es el papel del Estado en todo esto? Como plantean Erika y Pedro en la cuarta pieza del libro (Los caminos de nuestra crisis), los aparatos estatales son hoy “la única tabla de salvación del capital transnacional” (p. 66). Los políticos y empresarios del Estado español, especialmente tras la pandemia, han popularizado la “colaboración público-privada”, que no es más que la apuesta del Estado por protagonizar la reactivación de la economía para la orientación del capital hacia nuevos nichos de negocio verdes y digitales. La “expansión a escala global de la dictadura de la ganancia” (p. 67) se muestra con crudeza en el empobrecimiento generalizado de la población, en un contexto de “imposibilidad de recomposición de las clases medias en base a un nuevo ciclo largo de expansión inmobiliario-financiera” (p. 61). Esto es, al fin y al cabo, lo que algunos definimos como proceso de proletarización: un movimiento de intensificación de la desposesión del conjunto de la sociedad, en una coyuntura de desaparición de las condiciones sociales que permitían el asentamiento de clases medias y trabajadoras con condiciones laborales estables, expectativas de ascenso social, acceso a prestaciones públicas, etc., y que tiene como norma la ofensiva total contra las condiciones de vida del proletariado.

Irremediablemente conectado con ello, pues toda dictadura ejerce su autoridad a través de la fuerza de la violencia, las medidas “excepcionales” puestas en práctica durante la pandemia, en la lucha contra el terrorismo o en la represión de proyectos que amenacen la estabilidad del proceso de acumulación, se vuelven medidas indispensables para la gestión del conflicto. Desde esta actualización autoritaria debe entenderse, por ejemplo, la persecución al movimiento de Les Soulèvements de la Terre (Los Levantamientos de la Tierra, en castellano), explicada por Adrián Almazán en el último artículo del libro (Sobre el ataque a «los levantamientos de la tierra» en Francia). Por otro lado, la agudización de la competencia internacional trae consigo una intensa disputa por el control de los recursos y los mercados entre los diferentes bloques geopolíticos: guerra por los recursos, guerra por el control del territorio y guerra por la ganancia. Todo ello con unas implicaciones ecológicas escalofriantes. Son tiempos de capitalismo verde militar, como ironizan Erika y Pedro.

La segunda enseñanza que nos ofrece el libro es, paradójicamente, la creciente dificultad del Estado para asegurar unas condiciones generales de reproducción del capital que sostengan la ganancia y dinamicen la acumulación. Este es también el motivo de su fracaso en política climática. No estamos, por tanto, ante una falta de voluntad política, sino ante la contradicción fundamental de la gobernanza del Estado capitalista. Una incapacidad estructural que se manifiesta en la imposible combinación de los objetivos de reducción de emisiones con la cada vez más exigente competitividad económica, así como en la quimérica conjugación de los distintos intereses particulares (como puedan ser el de la industria extractiva o el de comunidades amenazadas por el calentamiento global) y la necesidad de obtener los ingresos requeridos para la financiación de las transformaciones ecológicas. ¿Pueden, entonces, llevarse a cabo transformaciones verdes genuinas desde el Estado capitalista? ¿Puede este mantener una autonomía, total o relativa, respecto de la lógica de la acumulación de capital? La respuesta a ambas preguntas es, como sabemos, negativa. La capacidad del Estado para hacer frente a la crisis ecológica queda secuestrada tanto por sus determinaciones generales abstractas, es decir, por la forma que toma (su carácter de clase), como por el desarrollo histórico y la remodelación geográfica del capitalismo global. Por ello, el proyecto de la socialdemocracia verde es, simplemente, inviable.

Así, la crisis ecológica, como “expresión de crisis del modelo de acumulación capitalista” (p. 199), en palabras de Martín Lallana, es en realidad una crisis multidimensional, una sucesión de crisis múltiples que incorporan fracturas y desajustes en nuestro metabolismo con el resto de la naturaleza. La superación de los límites biofísicos del planeta, y sus manifestaciones en forma de crisis climática, crisis energética o crisis de biodiversidad, son el resultado de una compleja y dinámica estructura social, cuya lógica, la lógica de la acumulación de capital, organiza el conjunto de la naturaleza sobre la base de la necesidad del crecimiento perpetuo y del uso incesante de recursos. Sólo una lógica que se oponga a esta, una lógica de reproducción social orientada a la satisfacción de las necesidades y de estabilidad del metabolismo, puede revertir los efectos destructivos del capital y gestionar sus consecuencias, que durarán siglos. Y para estar en disposición de construir la estructura social que asegure nuestra reproducción bajo estos parámetros (que necesariamente debe ser una estructura en la que producción y distribución se unifiquen bajo el mando político de la sociedad) se requiere una estrategia revolucionaria que comprenda la ecología como proceso de cambio, de contingencia y coevolución, para entender el mundo y transformarlo de acuerdo a las necesidades de la sostenibilidad ecológica de nuestro metabolismo.

La estrategia y la organización

En este primer número de Cuadernos de Coyuntura podemos encontrar, principalmente, dos puntos de vista sobre la estrategia de lucha contra la crisis ecológica: el de Les Soulèvements de la Terre y el del ecosocialismo. En realidad, el libro ofrece otros apuntes estratégicos e incluso tácticos, pero varios de ellos son, o bien simples comentarios generales sin desarrollo (por el propósito del artículo del que formen parte, que es otro), o intuiciones poco adecuadas para un debate de estas características. Un ejemplo puede ser la propuesta de construcción de “soberanías y afectos en los territorios” planteada en el artículo de Figas Galiana (p. 43) (Tumultos-hechos en la ecopolítica de los procesos migratorios), que, aún consciente de la magnitud de los riesgos climáticos y de las brutales consecuencias de los procesos de expropiación de los desposeídos, nos ofrece pocas pistas sobre las tareas que un movimiento antisistémico debería identificar, como paso previo al trabajo político de construcción de la alternativa. Cómo acostumbra a suceder con posiciones similares, particularmente cuando se combinan con un elogio acrítico de la vida pre-capitalista y rural, nos encontramos ante una incapacidad estratégica a resolver.

En contraste con ello, Stéphanie Chiron presenta en su artículo (Les Soulèvements de la Terre) algunas de las reflexiones autocríticas que posibilitaron el nacimiento de un movimiento de gran relevancia en el panorama ecologista europeo. Estas se asemejan, en apariencia, a las críticas que durante los últimos años se han dirigido contra los límites del anterior ciclo político. Algunas de ellas son la crítica a la falta de coordinación y de convergencia (que el movimiento ambientalista francés busca resolver con confluencia), o la reflexión sobre la necesidad de que cada lucha tenga su propia organización, con el fin de capacitar al movimiento para irrumpir en todo tipo de espacios. Como digo, al margen del contenido concreto (que es, evidentemente, distinto) el sentido de la autocrítica es parecido al que encontramos en la propuesta de unificación de destacamentos que el Movimiento Socialista ha puesto sobre la mesa, con el objetivo de superar el aislamiento y dar luz a una estrategia unitaria, y a la vez múltiple, que sea capaz de desplegarse en cada subjetividad oprimida.

En relación con todo ello, Almazán advierte en su texto sobre las cuatro trampas en las que históricamente ha caído el movimiento climático: 1) la marginalidad y la represión, 2) el bloqueo institucional, 3) la trituración mediática, y 4) la impotencia (p. 262). Pero el acierto al señalar estos límites se acompaña de unas pautas que, a mi juicio, resultan desacertadas para lograr su superación. Evidentemente, el rechazo explícito a hegemonizar una estrategia sobre las demás o la contraposición entre unificación y composición ofrece unos elementos para el debate que exceden por mucho las intenciones de esta reseña. Podría decirse, sin embargo, que reflejan un cierto desinterés por la autoeducación política del movimiento en la urgencia de la revolución y contra las alternativas ilusorias de la reforma, subestimando problemáticas como las contradicciones entre intereses de clase y de grupo, así como la omnipresente presión de determinadas tendencias hacia la asimilación por parte de las fuerzas parlamentarias. De hecho, en palabras del propio autor, es la idea de composición la que explica por qué “cientos de personas abrazan el sabotaje, pero también las fracciones más radicales del movimiento dejan de dedicar el grueso de su energía a la denuncia del reformismo” (p. 263). Este rechazo a la conquista de la hegemonía, con origen en una idea poco realista de las relaciones horizontales entre corrientes (por la que se acaba impugnando que un espacio tome una orientación democráticamente decidida, fruto de la legitimidad obtenida por una perspectiva concreta a través del debate racional y su efectividad en las luchas), puede impedir, por irónico que parezca, que se logren asegurar buenas condiciones de seguridad para la militancia, independencia respecto de las instituciones, o una educación política basada en la necesidad de contraponer la vía de la revolución a la del impotente reformismo.

Conviene comentar también el escaso abordaje de la cuestión del sujeto, de las clases sociales y de la relación de estas con la estructura de poder capitalista. Si sabemos que una organización social basada en la producción privada, guiada por el criterio de la rentabilidad, no puede solucionar una crisis que precisa de planificación a escala planetaria para atender las necesidades metabólicas, el sujeto con capacidad de hacerse cargo de la crisis será aquel que necesite de la socialización de los medios de producción para hacer efectivo su poder. Este sujeto no podrá ser, por supuesto, una abstracta sociedad civil, concepto que únicamente oscurece las contradicciones de clase. Tampoco, como es evidente, la gran burguesía internacional o la mediana y pequeña burguesía nacional. Ni siquiera la aristocracia obrera o el campesinado, así como tampoco otros sectores de trabajadores privilegiados o de pequeños productores privados, cuyos intereses objetivos chocan con las exigencias que este reto civilizatorio nos impone. El sujeto deberá ser la única clase con intereses verdaderamente universalizables, el proletariado, clase social del conjunto de los desposeídos, es decir, aquellos sectores sin acceso a la propiedad, al control del espacio o a las condiciones de reproducción de su vida. Por ello, proponer la reapropiación de la “tierra para convertirla en un común que haga posible la defensa del campesinado y su expansión” (p. 256) parece desatender los intereses particulares a los que pueden verse subordinadas la luchas o las relaciones de clase que se reproducirían. En consecuencia, algunos de los elementos que exige este debate debemos buscarlos en una investigación concienzuda sobre la composición de clase de nuestras sociedades, sobre las reducidas posibilidades estratégicas de un campesinado apenas existente en el centro imperialista, sobre el papel que las clases medias juegan en esta crisis, o sobre la política de alianzas tácticas que un proletariado políticamente recompuesto podría poner en práctica. Ello si se quiere plantear una alternativa que garantice la autonomía respecto al capital y el Estado, sin que dicha autonomía represente únicamente un fin abstracto y genérico, sino que materialice la consolidación de un poder independiente. Esta tarea, eso sí, queda reservada para futuras publicaciones, más trabajadas y extensas, no para esta reseña.

Por otro lado, el libro presenta otra propuesta para la intervención política: el ecosocialismo. O, en este caso, una de sus muchas familias, pues esta joven tradición, caracterizada por su heterogeneidad, es reivindicada también por agentes que tienen poco o nada que ver con el propósito de la emancipación (como pasa, en realidad, con todas las tradiciones revolucionarias). Para muchos de nosotros, los debates protagonizados por autores como John Bellamy Foster, Andreas Malm o Michael Löwy han tenido una influencia determinante en nuestra formación política. En los últimos años, especialmente tras los resultados del último ciclo de movilizaciones del movimiento climático, esta perspectiva ha recibido una mayor atención por parte de algunos sectores de referencia del ecologismo político, que han comprendido la importancia de ocuparse de la experiencia histórica del comunismo. De ahí el creciente interés por textos popularizados recientemente, como el del leninismo climático de Kai Heron y Jodi Dean, o la propuesta ecoleninista de Malm. La experiencia bolchevique parece generar un interés genuino.

Pero, y pese a ofrecer aportaciones imprescindibles para una comprensión científica, marxista, de la crisis ecológica, sigue echándose en falta que el ecosocialismo aborde algunas de las preguntas fundamentales para la construcción de un poder socialista que posibilite el control obrero de los recursos naturales y del aparato productivo. ¿Cuál es el estado actual de las clases sociales y de sus estratos? Si el proletariado es el sujeto con el potencial de enfrentarse a la crisis ecológica, ¿cómo se recompone políticamente como clase?, ¿cómo se constituye este en Partido, es decir, en sujeto político organizado con una estructura adecuada para la intervención? Algunos quizás opinen que estos interrogantes sobrepasan los objetivos del debate sobre la cuestión ecológica, y que las respuestas a las consideraciones estratégicas deben buscarse en otra parte. Pero ello no sería más que una nueva sectorialización de las luchas, una observación errónea de que las contradicciones del capitalismo existen de forma autónoma, y que como tal deben abordarse. De hecho, una tarea crucial para el nuevo ciclo que debemos abrir, como bien señala Martín Lallana en su texto (Estrategia ecosocialista en tiempos turbulentos), es la de comprender la necesidad de que el ecologismo “deje de ser una lucha sectorial”, es decir, “que el monopolio de la organización sobre la cuestión ecosocial” deje de estar “en manos de los colectivos, organizaciones y movimientos «puramente» ecologistas” (p. 219). Esta apreciación ha permitido al ecosocialismo profundizar en algunos de los ejes más acertados sobre los que pensar la transición, tales como la reintegración de nuestro metabolismo social en los ciclos de regeneración de la naturaleza, la sustitución del conjunto de energías basadas en los combustibles fósiles por tecnologías que aprovechan las fuentes de energía renovable, la expansión masiva de sistemas de transporte colectivos o la necesidad de una reorganización urbanística y territorial generalizada (p. 202). Todo ello mediante la planificación socialista del proceso de trabajo.

Lallana también apunta varias de las claves que la estrategia revolucionaria debería incorporar: construcción de organizaciones socialistas de ruptura, autonomía política y organizativa respecto al Estado, y trabajo militante de participación activa en el conflicto. Pero si esta propuesta aspira a convertirse en un proyecto integral para el abordaje de la crisis capitalista, unos principios estratégicos como estos requieren clarificar los objetivos políticos que los justifican. Y ese es el debate que, en mi opinión, sería de interés para avanzar en el desarrollo de una fuerza de ruptura con el reformismo verde, que plantee una alternativa socialista y ponga las bases para abrir una nueva fase de ofensiva sobre la clase dominante. ¿Hacia dónde se orientan, entonces, tales consideraciones estratégicas? ¿Hacia la construcción de un partido-movimiento antineoliberal en el que intervenir, como se intentó en el anterior ciclo político? ¿O hacia la construcción de un gran partido de masas internacional fundado en la recomposición política del proletariado?

La necesidad de debatir estos interrogantes aparece, en particular, en la idea de “reformas no reformistas”, originalmente planteada por André Gorz, una formulación que busca defender la utilidad de la reforma tratando de evitar el marco estratégico reformista. Pero si bien es cierto que la reforma no puede ser dogmáticamente ignorada por los comunistas, el contenido revolucionario de una propuesta de demandas transitorias como la que se plantea puede discutirse, por ejemplo, desde el punto de vista organizativo y de la acumulación de fuerzas. No por nada, la discusión sobre el lugar de la reforma en el seno del marxismo revolucionario revela la necesidad de una mediación ineludible para la intervención: el Partido Comunista, como realidad política unificada de la independencia de clase. Una realidad todavía muy lejana, que requiere de una laboriosa preparación previa, lo que no encaja bien con un programa de reformas desvinculado de las tareas prepartidarias que exige un momento de fragmentación y debilidad del proletariado. Aquello que enriquecería el debate, por lo tanto, sería desarrollar el sentido en el que un “bloque ecosocialista popular” (p. 219) contribuye a la construcción de un gran partido de clase independiente, así como la forma que tomaría dicha contribución, si ese fuera el caso.

Hacia el debate racional

Sea como fuere, es sin duda una buena noticia que el debate sobre la cuestión ecológica progrese hacia la discusión entre distintas perspectivas estratégicas como las que este libro presenta. Para muchos de nosotros, la crisis ecológica ha supuesto un foco de politización fundamental y un estímulo imprescindible para el aprendizaje teórico, pero también una fuente de interrogantes y frustraciones. El secuestro académico de la cuestión, por un lado, y la capacidad subordinadora del reformismo verde, por otro, han logrado extender en el tiempo una situación de lamentable incapacidad. Aunque todos sepamos de la valiente lucha contra la catástrofe ecológica que ha tenido lugar en miles de puntos del globo, también sabemos de sus reveses y fracasos, de su aislamiento y neutralización, sea por la vía de la represión, de la institucionalización, o por ambas al mismo tiempo. Por eso, tomar conciencia de nuestra derrota, que forma parte también de la derrota integral de las clases desposeídas del mundo entero, nos emplaza a un esfuerzo de profundización sobre la cuestión estratégica, en el debate sobre qué sujeto, a través de qué formas organizativas y mediante qué tipo de luchas hacer frente a la perversa trinidad del capitalismo. 

Por eso, y aunque esta reseña deja muchos (demasiados) frentes sin abordar, conviene consignar una idea fundamental: la necesaria oposición al capital y al Estado debe complementarse, desde mi punto de vista, con la reflexión colectiva y el debate racional sobre los interrogantes que se han planteado en estas páginas, como vía para superar unos marcos que se han demostrado inoperantes. En este nuevo ciclo, el reto para la lucha contra la crisis ecológica será arrancarla de las manos del populismo de izquierdas, de la hipocresía del parlamentarismo y de la subordinación permanente a los intereses de la socialdemocracia verde. El debate sobre la cuestión ecológica entra en una fase de discusión organizativa y estratégica en la que, confío, nos acabaremos encontrando muchos. Hoy nuestro cometido es hacer de la lucha contra la catástrofe, del interés del proletariado en hacerse cargo de este gigantesco reto civilizatorio, una propuesta integral para cambiar las bases que rigen nuestra sociedad.

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