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Estrangular al tigre. Reseña a La nostalgia fascista del futuro

Lorién Gómez

El auge y consolidación de una nueva ultraderecha ha devenido uno de los fenómenos políticos más relevantes de las últimas décadas, sembrando una gran confusión analítica y conceptual en distintos frentes: desde la academia hasta el mundo del periodismo, pasando por la propia calle o la arena política. A ese respecto, el libro que aquí se reseña, escrito por Joan Antón-Mellón e Ismael Seijo, ambos investigadores de la Universitat de Barcelona, constituye una de las mejores herramientas para aproximarse desde el materialismo histórico tanto a las causas estructurales como a los fundamentos ideológicos de la ultraderecha contemporánea. Podría decirse que se trata uno de los pocos libros en castellano que es capaz de combinar el arsenal crítico del marxismo con los aportes de la literatura de ciencias sociales especializada en ultraderecha (si bien, como veremos, ello no deja de ser en ocasiones conflictivo). La nostalgia fascista del futuro aborda, con la presente crisis capitalista como telón de fondo, no solo la conceptualización rigurosa de este fenómeno, sino que intercala cuestiones como sus raíces filosófico-políticas en diversas corrientes del pensamiento contrarrevolucionario; las relaciones entre la derecha radical y el fascismo, así como la metabolización ideológica de este último a través de la Nueva Derecha Europea a partir de 1968; o la plasmación de todo ello en el caso español, marcada por el auge de Vox y de otras fuerzas ultraderechistas.

La edición a cargo de Icaria es correcta en términos generales, a excepción de algunas erratas del texto (pp. 77, 89, 117) que deberán ser corregidas en futuras ediciones. Así las cosas, el libro se divide en seis capítulos, además de la introducción.

El primer capítulo está destinado a la ardua tarea de conceptualizar a la derecha radical. En este punto los autores se adscriben de forma crítica a la distinción del politólogo Cass Mudde entre derecha radical y extrema derecha como dos subfamilias de la ultraderecha, entendida como aquella que está situada más allá de la derecha tradicional hegemónica desde la derrota del fascismo en 1945 (es decir, aquella que aglutina liberal-conservadores y democristianos). La extrema derecha, pues, mantendría vínculos mucho más claros con el legado histórico del fascismo clásico: una concepción de la nación cercana al racismo biologicista, la integración de la violencia política como un recurso lícito (y un ideal sacralizado) en su praxis política, o la oposición frontal a la democracia liberal en pos de la creación de un Nuevo Orden inspirado en el mito de la Europa blanca popularizado por Hitler. Esta vertiente, aun siendo minoritaria dentro del espectro de ultraderecha, habría experimentado un notable crecimiento en los últimos años al calor del ascenso institucional de la derecha radical, destacando especialmente el auge de los ataques terroristas de extrema derecha protagonizados por «lobos solitarios». Por su parte, la derecha radical aceptaría parcialmente las reglas de juego de la democracia liberal, aunque bajo una concepción estrecha y autoritaria de la misma; renunciando así al modelo de partido-milicia de la extrema derecha en favor de una estrategia reformista y atrapalotodo centrada en la «batalla cultural». De ahí que La nostalgia fascista del futuro, lema popularizado por el neofascista Movimiento Social Italiano en la década de los 70, quizás no resulte el título más apropiado para describir a la derecha radical europea. 

Esto no quiere decir que no existan diferencias entre los distintos partidos de derecha radical en cuanto a posicionamientos geopolíticos, morales o económicos; pero eso no impide vislumbrar un mismo aire de familia: se trataría, pues, de una misma cosmovisión política adaptada de manera distinta en función del contexto nacional e internacional. Además, los autores hacen bien en señalar cómo, a pesar de que las diferencias entre derecha radical y extrema derecha son útiles desde un punto de vista analítico, las fronteras entre ambas tienden a ser porosas. Así, buena parte de la aceptación de la democracia liberal como terreno de juego por parte de la derecha radical obedecería a una táctica para resultar atractiva a nivel electoral: sin ir más lejos, la violencia política también se hallaría en su repertorio, tal y como demostró el asalto al Capitolio por parte de los seguidores de Trump en 2021 o el asalto a la Plaza de los Tres Poderes por seguidores de Bolsonaro en 2023. No en vano, estas serían diferencias fundamentadas en una misma defensa del orden social capitalista en situaciones de crisis sistémica y legitimadas a través de un relato en el que la nación, entendida como una comunidad étnicamente homogénea, habría entrado en decadencia por una confluencia de amenazas internas y externas; frente a lo cual cabría plantear una palingénesis o renacimiento a través de la expulsión de los enemigos de la nación, identificados con figuras como las del inmigrante, la feminista o el izquierdista. Asimismo, ambas, extrema derecha y derecha radical, compartirían a grandes rasgos la defensa de la familia tradicional (y del rol subordinado de la mujer frente al hombre) como la célula básica dentro de ella, «tratando de adaptar la reproducción social a la reconfiguración neoliberal del ámbito productivo» (p. 32). Por último a este respecto, el pretendido obrerismo de algunas familias de la derecha radical, que a menudo se ha dado en llamar «chovinismo del bienestar», no iría más allá del mero asistencialismo. 

No obstante, las matrices ideológicas de la derecha radical europea son mucho más profundas, inscribiéndose en las raíces del pensamiento contrarrevolucionario que surge como reacción a las ideas ilustradas y a la Revolución Francesa. A tal cometido está destinado segundo capítulo. Capitaneada por pensadores como Louis de Bonald y Joseph de Maistre, y ante el ocaso del Antiguo Régimen y la puesta en cuestión de los privilegios de la aristocracia y el clero, esta reacción se opone frontalmente a las ideas humanistas de la Ilustración: los seres humanos no son ni racionales, ni libres, ni iguales, ni mucho menos fraternales. Antes al contrario: el hombre es un ser mezquino, agresivo y despreciable; el cual debe renunciar a toda pretensión de autogobierno y someterse al despótico gobierno de reyes y sacerdotes, atentamente vigilados, eso sí, por la divina Providencia. Oponerse a la verdad revelada es considerado, por tanto, un signo de la hybris humana (pp. 41-42). No en vano, la Razón ilustrada es vista como una fuerza satánica que puede derribar santos y desembocar en revoluciones. En suma, lo que caracteriza al pensamiento contrarrevolucionario es la demofobia: las ideas ilustradas son vistas como un vehículo que puede servir a las clases populares en su lucha por la democracia social, entendida en su sentido clásico como autogobierno de los pobres libres. 

Así pues, este se radicalizará conforme los procesos de expansión capitalista, al derribar los vestigios del Antiguo Régimen, van dando lugar a una nueva clase social con potencial revolucionario: el proletariado. El movimiento obrero, que va ganando fuerza a lo largo del siglo XIX y se fusiona, al decir de Marx y Engels, con el socialismo científico, va conquistando a través de una lucha tenaz derechos políticos y sociales, siendo visto como una nueva invasión de «bárbaros» causante de la decadencia de la civilización occidental; algo que se agudizará tras el triunfo de la Revolución Bolchevique en 1917 y los intentos de extender esta oleada revolucionaria en el resto de Europa (p. 55). En España, por si fuera poco, la llamada «cuestión social» aparece a los ojos de la burguesía decimonónica como un «mal» originado no por las miserias de un orden social fundado en la explotación y en la desposesión, sino por la secularización, por la crisis de fe del «populacho». En este sentido, lo fundamental para el pensamiento contrarrevolucionario sigue siendo la salvaguarda de los intereses de las clases dominantes en momentos de crisis, de tal modo que, de ser preciso, los Estados de Derecho y las instituciones liberales son vistos como potenciales escollos por sus cortapisas democráticas (p. 55). Todos ellos son elementos que se sitúan detrás del surgimiento histórico del fascismo, nacido como un intento de armonizar modernidad y contrarrevolución, élites y masas, ciencia y espiritualidad (p. 54). Un movimiento que, desde su propia autocomprensión, estaría proyectado simultáneamente hacia el pasado glorioso de la nación y hacia el porvenir imperial de la misma: nostalgia del futuro. Y un movimiento que solamente llegaría al poder gracias al «compromiso autoritario» entre distintos sectores de la burguesía y de unas capas medias en descomposición, amenazadas por los efectos de la crisis capitalista de posguerra. Para ello sería esencial la colaboración de los fascistas con las élites políticas tradicionales, especialmente con los conservadores (p. 66). Su extensión a lo largo y ancho de Europa se precipitaría sobre todo a partir del triunfo nazi en Alemania, principal potencia industrial del viejo continente, a comienzos de la década de 1930, reorientando las estrategias de las derechas europeas y propulsando su fascistización (p. 61). Resulta del todo imprescindible tener en cuenta esto, puesto que, a pesar de que el fascismo sería derrotado tras la II Guerra Mundial, es necesario recordar que «los fascistas lograron un mayor respaldo social en sus respectivos países que, desde una perspectiva democrática, es difícil, aunque imprescindible, admitir» (p. 58).

La contrarrevolución en España, analizada en el tercer capítulo, se enmarca dentro de ese proceso de reacción a los avances del movimiento obrero y al fracaso del ciclo revolucionario de octubre en Europa occidental, fenómeno que se manifestaría en España con el llamado trienio bolchevique; hallando como reacción la dictadura de Primo de Rivera. Más adelante, las reformas sociales de la II República, ligadas al contexto internacional y, sobre todo, a las múltiples insurrecciones obreras y campesinas, empujarían a la radicalización y paramilitarización de las derechas españolas. Como se sabe, es ahí donde se enmarca el surgimiento de Falange, aunque esta no lograría ser una organización de masas hasta la Guerra Civil y tras su fusión con los tradicionalistas, deviniendo un apéndice del régimen y de las élites tradicionales a la hora de aglutinar a las fuerzas contrarrevolucionarias. Los fascistas más exaltados serían marginados en Falange tras la derrota del Eje en la II Guerra Mundial, de modo que la dictadura franquista terminaría siendo un régimen «híbrido» o fascistizado. El nacionalcatolicismo devendría, así, la ideología del régimen y del Movimiento Nacional, asumiendo elementos de otras ideologías como el falangismo o el tradicionalismo en función de la coyuntura. Así pues, esta síntesis ideológica se nutriría fundamentalmente de las ideas que habían surgido originariamente como reacción católica a la Ilustración, a la Revolución Francesa y a la invasión napoleónica de 1808, y que habían sido sistematizadas por Ramiro de Maeztu y Acción Española a través de la siguiente fórmula: liberalismo económico sin liberalismo político y nacionalismo español con catolicismo político (p. 75). En síntesis, como concluyen Joan Antón-Mellón e Ismael Seijo, «el Estado nacional-católico debía ser un estado autoritario que dirigiese la modernización capitalista siguiendo el modelo bismarckiano: bajo la alianza entre la burocracia administrativa y la aristocracia propietaria» (p. 77). Un modelo de Estado que perduraría hasta el fin de la dictadura franquista en 1977.

Sin embargo, para comprender adecuadamente el carácter de la derecha radical de nuestros días, así como sus puntos de continuidad y de fricción con el fascismo clásico, es preciso analizar la transformación que la ultraderecha vivió a raíz de su derrota y desprestigio después de la II Guerra Mundial. A ello está destinado el cuarto capítulo. Es en ese contexto cuando Julius Evola, uno de los principales teóricos de la ultraderecha de posguerra, comienza hablar de la necesidad de «cabalgar el tigre de la modernidad», es decir, de centrar las escasas fuerzas del neofascismo en un trabajo mucho más arduo, consistente en lograr la aceptabilidad de sus ideas a nivel social a través de la batalla cultural, hasta que el «tigre» se desplomase, y entonces dar paso a la batalla política abierta (p. 83). De este modo, se establecerían dos estrategias para la recomposición de la ultraderecha neofascista: metabolización del ideario político fascista e internacionalización de redes de militantes a través del entramado de contactos dejado por los vestigios del Nuevo Orden nazi. Es aquí donde se enmarcan los orígenes de la Nueva Derecha Europea o Nouvelle Droite, fundada en 1968 por Alain de Benoist y Guillaume Faye como reacción derechista al Mayo del 68 y principal escuela de pensamiento ultraderechista de posguerra. La Nouvelle Droite recupera, poniendo al día, el ideario contrarrevolucionario antiilustrado: el ser humano es, por naturaleza, agresivo, desigual, territorializado y jerárquico. Las auténticas protagonistas de la Historia son las comunidades étnicamente homogéneas, de modo que se trataría de preservar la pureza de estas a través del llamado «derecho a la diferencia», donde mutaría «el carácter biológico-racial de las etnias propio del fascismo hacia un carácter psicológico-cultural de las mismas» (p. 92). No hay culturas superiores a otras, pero cada una de ellas debe lograr una misión histórica para la cual debe depurarse de los elementos que le son ajenos. Sin embargo, la globalización, el liberalismo y las oleadas migratorias estarían cuestionando la riqueza cultural de cada comunidad; poniendo así en entredicho esa misión (sea la que fuere). Aún más: existiría un «Gran Reemplazo» orquestado por las élites globalistas para sustituir a la población nativa europea a través de sucesivas oleadas migratorias. En suma, de esta forma, la Nouvelle Droite consigue presentar elegantemente el mito nazi de la «Europa blanca» como algo deseable e incluso de «sentido común». Una estrategia «metapolítica» —puesto que, a su entender, la victoria cultural precede a la victoria política— que aprovecharían los partidos de derecha radical a partir de los años 80, ligando el desempleo, estructural desde la crisis de 1973, con la inmigración, utilizando la xenofobia y el odio contra el extranjero pobre como nexo entre ambos fenómenos (p. 85).

Así las cosas, toda esta metabolización ideológica —que ha tenido sus ecos en la Alt-Rightnorteamericana, o en pensadores como el ruso Aleksandr Duguin, el brasileño Olavo de Carvalho, y, en menor medida, el británico Roger Scruton—, se extendería especialmente en los albores del siglo XXI con la llamada «cuarta ola de la ultraderecha», cuando la derecha radical conseguiría superar el 10% de los sufragios espoleada por tres crisis: la de los atentados yihadistas de 2001, la crisis económica de 2008 y la crisis de refugiados de 2015, a la cual cabría sumar la crisis sanitaria de la Covid-19. Un discurso conspirativo que, además, hallaría una herramienta de agitación muy poderosa en las redes sociales y en el uso de noticias falsas para criminalizar a ciertos colectivos, empujando a su vez a la radicalización violenta de un público cada vez más amplio. No en vano, «en un terreno fértil fruto de las contradicciones sociales, el planteamiento del diagnóstico decadentista que ofrece de modo recurrente la derecha radical alimenta la credibilidad de las formaciones de extrema derecha existentes, así como la (mayor) radicalización de los sectores de la derecha radical» (p. 100). En definitiva, todo ello apuntaría a una idea difundida por el neonazi sueco Daniel Friberg en 2015: habría que dar el salto de «cabalgar» al tigre a su «estrangulamiento».

Pero el auge de la ultraderecha no obedece solamente a su reconfiguración estratégica, sino que tiene un trasfondo estructural: como se encarga de mostrar el quinto capítulo, está ligado a las ventanas de oportunidad que ofrece la crisis de sobreacumulación que arrastra el modo de producción capitalista desde la crisis del petróleo de 1973, con la consiguiente caída de las tasas de rentabilidad y de beneficios; crisis acompañada de una nueva racionalidad sistémica global caracterizada por la «mercantilización capitalista máxima del conjunto de la sociedad»: el neoliberalismo (p. 113). Ante el declive de las políticas redistributivas keynesianas y la transición desde el fordismo al posfordismo, la llamada «fase neoliberal» se caracterizaría por la apuesta por políticas monetaristas, la desregulación financiera y del mercado laboral y la reducción del gasto social; todo ello en un contexto marcado por la restructuración de los procesos productivos a nivel mundial a través de una nueva división internacional del trabajo. Como se ha dicho, todas estas tendencias se agudizarían con la crisis de 2008, teniendo como traducción la potenciación de la desigualdad social, la precarización e inseguridad vital, el empobrecimiento y proletarización de amplias capas de la población, y el aumento de la «humanidad sobrante» expulsada de los procesos productivos, concentrada especialmente en el proletariado migrante. Esto, sumado  a la desaparición de una «cultura política de izquierdas y antifascista» hegemónica basada en el conflicto de clase, ayuda a comprender mejor el éxito en ciertos sectores sociales de la respuesta ultranacionalista y autoritaria de la derecha radical y su defensa del «capital nacional» —«bueno y productivo»— frente al capital financiero —«malo y especulativo»— a través de la «lucha» por la recuperación soberanía nacional arrebatada por instituciones supranacionales, así como el direccionamiento del creciente malestar social hacia los inmigrantes pobres, chivos expiatorios de un mundo en crisis (p. 124).

Ahora bien, ¿cómo aterrizar este análisis de la derecha radical europea a la España contemporánea? El capítulo seis muestra cómo el fin de la llamada «excepción ibérica» y el auge de Vox se explicaría a partir de tres ejes: condicionantes económico-sociales a nivel nacional e internacional; factores derivados del sistema político-institucional español; y ciertas condiciones subjetivas, esto es, el estado de la oferta ultraderechista. De este modo, la enorme conflictividad social derivada de las consecuencias de la crisis de 2008 y de los escándalos de corrupción sería capitalizada por nuevos partidos como Podemos y, en menor medida, Ciudadanos, empujaría a la crisis del bipartidismo en 2015. Sin embargo, y ante las enormes dificultades para impulsar transformaciones económico-institucionales de calado, otros conflictos de corte más «identitario» fueron ganando peso en la agenda política —que, no obstante, deben considerarse materialistas, puesto que están basados en relaciones sociales y no en meras preferencias individuales (p. 139)— como el avance del independentismo catalán, la oleada feminista o la permanencia de la crisis de refugiados; todos ellos factores que serían instrumentalizados de forma reaccionaria por Vox.

A su vez, el éxito de Vox también se explicaría por una nueva oferta política nacida de la fusión entre los planteamientos de la Nouvelle Droite y de la tradición reaccionaria española basada en cuatro características fundamentales: neoliberalismo, autoritarismo político, conservadurismo moral y ultranacionalismo. En cuanto a sus propuestas económicas, Vox apuesta, entre otras medidas, por la supresión de los impuestos de sucesiones, patrimonio y de sociedades, además de una rebaja drástica del resto de impuestos; así como por la defensa de la educación y sanidad privadas, de los sistemas de pensiones privados, de la seguridad privada, la limitación del derecho de huelga e incluso de un sistema de justicia al que solo accedan aquellos que puedan costearlo (p. 143). En lo que respecta al autoritarismo político, este viene dado por tres ejes: el incremento de la militarización de las fronteras y el refuerzo del control policial; la introducción de una legislación más punitivista a partir de una reforma del código penal basada en el derecho penal del enemigo que contemple la cadena perpetua, la expulsión de los inmigrantes irregulares y de los regulares que cometan delitos graves o reiterados delitos menores; y reforma de la Constitución de manera que esta permita la ilegalización de aquellos partidos y asociaciones que atenten contra la unidad territorial del Estado (p. 144). No en vano, la justificación ideológica de una «economía libre» acompañada de un «Estado fuerte» parte de la separación nacionalcatólica entre liberalismo político y económico (p. 159). Y, en tercer lugar, el conservadurismo moral de Vox se fundamenta, sobre todo, en su marcado antifeminismo anclado en su defensa de la familia tradicional como nexo entre el individuo y la patria.

De este modo, Vox se sirve de una retórica ultranacionalista que halla en la defensa de la unidad territorial, del catolicismo y del castellano los ejes vertebradores de la españolidad, vinculándose así a una concepción de la nación española abstraída de las relaciones sociales que la fundamentan, como un ente eterno, homogéneo y perenne. Dicha unidad territorial y de fe se habría forjado durante la «Reconquista» frente al islam, lo que explicaría por qué la inmigración musulmana estaría poniendo «en jaque» la identidad española. En definitiva, la de Vox es una concepción de la nación heredera del nacionalcatolicismo y fruto, como ha repetido en distintas ocasiones Santiago Abascal parafraseando a Edmund Burke, de la «unión de los muertos, los vivos y los aún no nacidos». 

En los pasajes conclusivos, Joan Antón-Mellón e Ismael Seijo sintetizarían su diagnóstico de la derecha radical europea alegando que el principal objetivo de esta reside en la «introducción de forma silenciosa del máximo autoritarismo que un sistema formalmente democrático pueda permitir» (p. 160). Si bien el fascismo clásico y la derecha radical contemporánea surgen como reacción a contextos históricos diferentes, determinando así sus métodos y objetivos, la primera es heredera en buena medida del ideario contrarrevolucionario del segundo, fundado en una concepción del ser humano como un ser agresivo, territorializado y desigual. Teniendo esto en consideración, la presente coyuntura histórica, marcada por una crisis cuyas consecuencias sociales no dejan de intensificarse, debe alertarnos de la eventual transformación cualitativa de la derecha radical hacia posiciones más extremas, que abracen definitivamente la violencia política como medio y como fin.

Llegados a este punto, ¿qué conclusiones podemos extraer para combatir el auge de la ultraderecha? Sin perjuicio de los méritos libro, que no son pocos, se puede observar cómo el planteamiento general no termina de llegar hasta las consecuencias tácticas que se derivan de él. Si bien La nostalgia fascista del futuro recurre al arsenal crítico del marxismo de manera acertada y analiza rigurosamente la interrelación entre las causas estructurales que posibilitan el auge de la derecha radical y sus formas de legitimación ideológica, su crítica de la socialdemocracia como gestora del Estado capitalista resulta parcial e insatisfactoria. Por consiguiente, queda desdibujada la táctica a seguir, cayendo en ocasiones en una suerte de frentepopulismo cuya estrategia pasa por dotar de contenido a unas instituciones democrático-liberales amenazadas y vaciadas. Pero si el auge de la ultraderecha está vinculado a las consecuencias sociales de la crisis de sobreacumulación que arrastra el capitalismo desde hace décadas —lo que se manifiesta en un presente marcado por la guerra, la austeridad económica y la catástrofe climática— y no a un desajuste coyuntural, cualquier táctica que se plantee enfrentarla debe estar subordinada a una estrategia socialista, recuperando así la mejor tradición democrática en su sentido clásico.


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