Jason E. Smith
Traducción de Carlos López Muley
Texto original: Brooklyn Rail
“De esta forma la demanda de personas, igual que la de cualquier otra mercancía, necesariamente regula la producción de personas; la acelera cuando avanza muy despacio y la frena cuando lo hace muy rápido. Es esta demanda lo que regula y determina la procreación en todos los países del mundo, en América del Norte, en Europa y en China; es lo que hace que sea velozmente progresiva en el primer caso, lenta y gradual en el segundo, y completamente estancada en el tercero”.
Adam Smith, La Riqueza de las Naciones.
“Sería totalmente absurdo… establecer una ley según la cual el movimiento del capital dependiera simplemente del movimiento de la población. Sin embargo, éste es el dogma de los economistas”.
Karl Marx, El Capital.
A finales de este siglo, la población de Nigeria, de 218 millones de habitantes en la actualidad, superará a la de China, de cerca de 1,4 mil millones. Aunque esta proyección se basa en modelos demográficos complejos, las matemáticas que la subyacen son relativamente simples. El sorpasso de la nación africana a China en población total es simplemente el resultado de la diferencia entre sus tasas de fecundidad: más de cinco hijos por mujer en edad reproductiva en Nigeria, por poco más de uno en China (la tasa necesaria para mantener estable el tamaño de una población es ligeramente superior a dos). En otras palabras, la población de Nigeria se cuadruplicará en los próximos setenta y cinco años, mientras que la de China se reducirá a la mitad.
La diferencia entre ambas tasas refleja dos sociedades en etapas distintas de un mismo proceso de transformación histórica: la llamada “transición demográfica”. Este proceso empieza cuando las sociedades agrarias tradicionales, en las que las tasas de fecundidad y mortalidad son igualmente altas (y tienden a compensarse dando lugar a tamaños de población estables o de lento crecimiento) se desajustan, perdiendo su, podríamos decir, aparente equilibrio “homeostático”. Este desajuste ocurre típicamente cuando las tasas de mortalidad, en especial la materna e infantil, empiezan a disminuir con rapidez, en general gracias a las mejoras en las condiciones de vida y sanitarias (agua potable, mejor nutrición, acceso a medicinas, etc.). A medida que disminuyen las tasas de mortalidad, la fecundidad sigue siendo alta durante un tiempo; es la diferencia entre ambas lo que provoca un crecimiento “explosivo” de la población. Finalmente, quizás tras el transcurso de medio siglo, y a medida que mejora el nivel de vida de la población y las mujeres acceden a la educación y a los métodos anticonceptivos (presumiblemente consiguiendo un mayor control sobre su capacidad reproductiva y su propio cuerpo), el tamaño de las familias disminuye con rapidez, de modo que ambas tasas convergen a niveles mucho más bajos. El resultado es nuevamente una población estable, con poco o ningún crecimiento, o incluso con un descenso si los hogares no alcanzan un nivel de reproducción suficiente. Esto es lo que ocurre en la actualidad en Asia Oriental, Europa, América del Norte y ciertas regiones de América Latina (por ejemplo, la tasa de fecundidad en México equivale a la tasa de reemplazo). Solo en el África subsahariana esta transición parece no haberse completado. A principios del siglo XX, solo el nueve por ciento de la población mundial era africana. Para 2100, dos de cada cinco personas vivirán en el continente.
El África subsahariana vive un Youthquake, por citar el título de un reciente libro sobre demografía africana[1]. El resto del mundo experimenta otro tipo de proceso. Que la población de Nigeria será mayor que la de China a finales de este siglo es una proyección que surge junto a otras más recientes que predicen que la población mundial tocará techo para empezar a descender en 2060[2]. El cambio demográfico neto refleja, por supuesto, el resultado combinado de diferentes tasas de fecundidad regionales. La tasa de natalidad en Nigeria, por ejemplo, es solo un poco mayor de lo que lo era en Gran Bretaña en las décadas de 1860 y 1870, en un período de gran expansión económica. Sin embargo, esta tasa es apenas cuatro veces mayor que la de ciertos países de altos ingresos como Japón, Italia o Corea del Sur, cuyas poblaciones, al igual que la de China (antaño una potencia demográfica) probablemente se reducirán a la mitad para el año 2100. Muchos de estos países ya han completado esta transición demográfica; Japón e Italia han presentado tasas de fecundidad por debajo de la tasa de reemplazo durante décadas. Ambos países ya alcanzaron sus niveles máximos de población en 2008 y 2014, respectivamente, y ahora empiezan a ver como estos se contraen. Extrapolando las actuales tendencias más allá de finales de este siglo, es probable que la población de Japón caiga al nivel “de la población durante el período Edo, antes de la Restauración Meiji en 1868, hacia finales del próximo siglo”, es decir, a unos niveles no vistos desde la era feudal, una era demográfica y económicamente estancada, cuando el campesinado estaba atado a los estados señoriales y el crecimiento de la población estaba regulado por la disponibilidad de tierras[3].
En unos cuarenta años, cuando el tamaño la población global alcance su máximo, cerca de los 10 mil millones de habitantes, llegará el primer momento en la historia de la humanidad desde los estragos de la Peste Negra, hace cientos de años, en el que el número de personas en la superficie de la tierra disminuya. A lo largo de la historia, el tamaño de la humanidad ha variado muy poco, creciendo muy lentamente, interrumpido periódicamente por el estallido de guerras, hambrunas y enfermedades.
Los estudios sugieren que en el año 1000 a.C., en la encrucijada entre la edad de Bronce y la de Hierro, tan solo unos 100 millones de seres humanos vivían dispersos a lo largo y ancho del planeta. Aunque este número se duplicó durante los 1000 años siguientes, con la llegada de la era común, y a lo largo del siguiente milenio (entre la fundación del Imperio Romano y el establecimiento de la Dinastía Song) la población global se estancó, tanto en Asia como en Europa. Para el año 1700, la población mundial ya se había duplicado de nuevo, alcanzando los 600 millones de habitantes (en especial, tras la reposición de la población exterminada por la Peste Negra), pero aun así este número apenas alcanzaba el 40% de la población actual de la India.
Lo que vino después es de sobra conocido. Hacia finales del siglo XVIII, los humanos empezaron a reproducirse a tasas históricamente inauditas, momento que a menudo se identifica con el inicio de la revolución industrial. En los últimos cien años su número se ha cuadruplicado, pasando de sólo 2.000 millones en la década de 1920 a 8.000 millones en la actualidad. Sin embargo, a principios de los años 70 en gran parte del mundo industrializado ya se habían registrado tasas de fecundidad por debajo de las tasas de reemplazo, y a mediados de los 80 (Taiwan y Corea del Sur) y a principios de los 90 (China) en los países que posteriormente desarrollaron economías de alto crecimiento basadas en las exportaciones. Es este desarrollo inesperado el que finalmente nos llevará a alcanzar la cresta de la ola del crecimiento demográfico. A excepción, claro, del continente africano. Algunos analistas creen que el total de la población global caerá incluso más rápido de lo que escaló. Tan solo medio siglo después de que no pocos “intelectuales” se alarmaran por una “bomba” demográfica a punto de estallar, queda claro que la época del aumento demográfico “explosivo” pasara a los anales de la historia como un episodio sucinto (una anomalía). En unos pocos cientos de años, un mero pestañeo en la historia de la vida humana en la Tierra, nuestros números se revertirán a los de 1920, convirtiendo al “período de 400 años en el que más de 2 mil millones de personas vivieron… en un efímero pico de la historia”[4]. Es posible, incluso, que caigan aún más, antes de estabilizarse a un nivel desconocido (si es que alguna vez lo hacen) en un futuro lejano.
Por lo que sabemos, en la historia de la humanidad se han producido dos grandes y relativamente abruptos (teniendo en cuenta la correspondiente escala histórica) aumentos del tamaño de la población. Ambas revoluciones demográficas fueron próximas a grandes convulsiones civilizacionales, marcadas por cambios radicales en la forma en la que los humanos organizaban su propia reproducción. Aunque históricamente más remota que su contraparte industrial, los académicos coinciden en que el primer aumento significativo de la población humana se produjo a la par que la revolución Neolítica, alrededor del 8.000-6.000 a.C. Este hecho parece ciertamente paradójico, puesto que el auge de la civilización agraria, normalmente definido por el asentamiento de poblaciones nómadas, el cultivo de cereales, la domesticación de animales y la proliferación de centros de población proto-urbanos, también estableció las condiciones para el surgimiento de nuevos patógenos y enfermedades. En comparación a los grupos de cazadores-recolectores que les precedieron, estas sociedades presentaban tasas de mortalidad materno-infantil más elevadas; pero también se reproducían a un ritmo mayor que sus antecesores nómadas. En su libro Against the Grain: A Deep History of the Earliest States, James C. Scott destaca la importancia de la relajación de las restricciones que regulaban el tamaño de los grupos nómadas para explicar el crecimiento demográfico de esta época (de 5 millones en el 10.000 a.C. a 150 millones en el 1.000 a.C.). Por un lado, la movilidad de los mismos dependía de la práctica consuetudinaria del control de la natalidad, en especial del mantenimiento de amplios intervalos entre nacimientos (cuatro años), debido a la dificultad física de tener más de un hijo. Por otro lado, sus estilos de vida y dieta acortaban el periodo fértil de las mujeres, resultando en una llegada relativamente tardía de la pubertad y una menopausia precoz[5]. Pero esta revolución no solo acabó con las restricciones a la propia reproducción, también supuso un cambio psicológico para las mujeres. La práctica del cultivo del cereal impuso una demanda positiva de trabajo, ya que las sociedades agrarias se organizaban en base a los excedentes de cereales de los que se apropiaban las recién constituidas élites.
Puede considerarse que la revolución industrial de finales del siglo XVIII alteró, en parte, el carácter sedentario de la civilización agraria, cuyo desarrollo estaba limitado por la escasez de tierras fértiles. El rasgo distintivo de este reordenamiento social no fue el avance tecnológico que su nombre sugiere, sino una liberación previa de la población campesina de sus grilletes rurales, tanto de la tierra como de la servidumbre feudal. El inicio de las relaciones sociales capitalistas generó una nueva clase trabajadora nómada, que a veces adoptaba la forma de una población rural flotante, esparcida por el campo y, posteriormente, por las ciudades fabriles y las grandes ciudades. En particular, este proceso de proletarización acabo con las restricciones previas sobre el tamaño de los hogares, mientras que la rápida acumulación de capital pronto requeriría de una fuerza de trabajo cada vez mayor, como si la expansión de las relaciones sociales capitalistas gobernara por sí misma la “producción de personas”, en palabras de Adam Smith. Esta revolución sigue hoy en marcha, habiéndose expandido de forma desigual tanto en el espacio como en el tiempo. Entre 1850 y 1950, la población británica creció un 250%, mientras que la de China permaneció estancada y sólo aumentó un 20% en el mismo periodo. La explosión demográfica china de los últimos setenta y cinco años ha sido consecuencia de la caída del yugo imperial, de las virulentas guerras civiles, de las reformas agrarias sin precedentes y de la reorganización de las relaciones de producción. China no es una excepción; ha marcado el esquema, y los límites, de un modelo que se ha reproducido en otros lugares de Asia oriental. Nigeria, y con ella toda África subsahariana, en cambio, sí que lo es; experimentando un crecimiento demográfico vertiginoso sin la consiguiente transformación social[6].
Pirámides poblacionales
La crisis demográfica que se cierne sobre gran parte del mundo, y en especial sobre las economías altamente capitalizadas, ha provocado durante la última década una avalancha de artículos en los medios de comunicación y, en especial, en la prensa económica, con gráficos llamativos y titulares y citas alarmistas. En 2022, el Financial Times publicó una serie en cuatro partes dedicada a lo que denominó un “baby bust” mundial, en la que se cuestionaba qué efecto podría tener la pandemia del COVID sobre esta tendencia demográfica, a la vez que enfatizaba la inutilidad de las recientes políticas “pronatalistas” dirigidas por el Estado para enfrentarla. Estas opiniones se han caracterizado por una retórica naturalista, con cierto aire de fatalismo e infortunio: ola, impulso o avalancha. El actual Papa, al abordar el asunto en su momento, evocó el “gris estéril” de un “invierno demográfico”.
Para las élites gobernantes de los países que se enfrentan a este lento deslizamiento tectónico, la cuestión fundamental no es la ralentización del crecimiento demográfico (o incluso su descenso) en sí, sino el cambio en la estructura etaria de estas poblaciones y cómo estos cambios podrían remodelar, quizás en un futuro próximo, la organización de la sociedad. Los demógrafos suelen describir estos procesos como ratios de dependencia cambiantes, una noción que distingue a una parte de la población trabajadora o supuestamente “económicamente activa” (según la definición de las normas de contabilidad nacional) de aquellos cuya reproducción depende directa o indirectamente del trabajo de la primera (económicamente inactivos). Pero como, según esta definición, los jóvenes que no trabajan forman parte de los segundos, resulta más útil hablar de una pirámide de población que se invierte lentamente, una imagen que representa a las sociedades que envejecen como sociedades sobrecargadas y precarias, mantenidas en su base por una parte “productiva” cada vez más pequeña de la población. Esta estructura invertida es convenientemente comparada con la estructura etaria de las sociedades que aún se encuentran en las primeras fases de la transición demográfica, en las que la diferencia inicial entre las tasas de fecundidad y las de mortalidad resulta en una “explosión” demográfica juvenil, cuyo mantenimiento agota los recursos sociales y cuyo gran número de jóvenes sólo es absorbido con dificultad (si es que llega a serlo) por los mercados de trabajo existentes. Se suele decir que la desafección de estos, alimentada por el desempleo y el retraso en la entrada a la adultez (incluida la formación de familias), es una fuente de malestar social: de “turbulencia demográfica”[7]. Aquellas sociedades capaces de integrar a este grupo en la población activa pueden beneficiarse de un eventual “dividendo” demográfico, ya que la mano de obra y el capital fluyen hacia la economía, acelerando el crecimiento. Sin embargo, los países ricos ya han agotado esta ventaja y ahora deben pagar por ella. Son sociedades en las que la fracción menos dinámica de la población consume una parte desmesurada de los recursos sociales, un peso muerto demográfico que de vez en cuando se resiente abiertamente.
El pasado mes de marzo, un fabricante japonés de productos de papel llamado Oji Nepia anunció que pronto dejaría de fabricar pañales para niños y se centraría exclusivamente en pañales para adultos. Esta decisión tiene sentido desde el punto de vista empresarial en un país en el que la edad media de los agricultores es de sesenta y ocho años, y en el que hay tres veces más trabajadores de la construcción mayores de cincuenta y cinco años que veinteañeros. En lo que una vez fueron sociedades dinámicas y en rápida evolución, como Asia Oriental, Europa o Norteamérica, se cierran escuelas a un ritmo alarmante por falta de niños, mientras que las guarderías se convierten, paradigmáticamente, en residencias de ancianos. El éxodo de los jóvenes del campo y de las ciudades regionales, cuya población alcanzó su pico máximo hace décadas, antes de entrar en una lenta espiral de muerte, acentúa esta situación. A medida que los gobiernos municipales de muchos países arrasan grandes partes de estas ciudades antaño vibrantes (por ejemplo, en Alemania, se transforman en “parques”), los jóvenes tampoco es que escapen de la gran ciudad o de las obligaciones de la vida provinciana, sino que se ven absorbidos por una trampa urbana de bajos salarios y alquileres disparados, debidos estos últimos tanto a décadas de tipos de interés artificialmente bajos, que enriquecen a los propietarios, como a la escasez de viviendas. En Corea del Sur, donde la fecundidad ha descendido al mínimo mundial de 0,72 hijos por mujer en edad reproductiva, los ministros del gobierno se alarman por la “extinción” nacional, mientras que el número de coreanos mayores de sesenta y cinco años que se suicidan es cuatro veces mayor que hace tan sólo una generación[8]. Aunque pocos son tan impasibles como para abordar la idea del senicidio, tal vez en la línea del mítico ubasute japonés, el aislamiento, el abandono de los ancianos son hechos bastante extendidos en la contemporaneidad de las sociedades capitalistas maduras.
Los análisis del actual “baby bust” en los países de altos ingresos, tanto en la prensa como en los círculos de poder, han aludido a menudo a los costes humanos del declive demográfico, incluso aunque estas cuestiones tiendan a desviarse hacia la preocupación por las amenazas para la nación. En general y sin embargo, estos debates giran constantemente en torno a lo que John Maynard Keynes describió en una conferencia en 1937 como “las consecuencias económicas de una población en declive”[9]. La relación desigual entre la proporción de población económicamente activa e inactiva requiere de grupos cada vez más pequeños de trabajadores jóvenes para generar la suficiente producción económica como para mantener a grupos cada vez mayores de no trabajadores que envejecen, lo que ejerce una presión excesiva sobre los sistemas de pensiones y de bienestar social, satura la infraestructura sanitaria existente y obliga a los Estados a aumentar los tipos impositivos sobre los ingresos de trabajadores y empresarios por igual. Algunos analistas sugieren que la necesidad de asignar una proporción desmesurada de los recursos sociales y, no en menor medida, de la mano de obra, a los servicios para las personas mayores seguramente acabara por desviar la inversión de las instalaciones “físicas”, lo que puede suponer otro freno a las perspectivas de expansión económica necesarias para financiar los crecientes costes asistenciales. Otros creen que las economías, ya de por si tambaleantes, acabarán enfrentándose a un “colapso” de los mercados de activos, es decir a un posible hundimiento de los precios a medida que los jubilados liquiden sus ahorros para financiar sus necesidades de consumo[10].
La principal preocupación de las clases políticas es, por tanto, la amenaza que suponen estos contratiempos demográficos para el crecimiento económico y, concretamente, para el crecimiento de la producción. En pocas palabras, el crecimiento de la producción es el resultado de la combinación de dos factores principales, el crecimiento de la población y el aumento de la productividad laboral: más horas de trabajo y más producción por hora. A modo de ejemplo, en su conferencia de 1937, Keynes calculó que en Gran Bretaña, de 1860 a 1913, “se necesitó aproximadamente la mitad del aumento del capital para atender al aumento de la población”[11]. Una propuesta de solución para frenar el crecimiento de la población es importar mano de obra extranjera para compensar la diferencia. No hace mucho, Goldman Sachs atribuyó los excepcionales resultados de la economía estadounidense (en comparación a otros países de altos ingresos) casi por completo a la incorporación de mano de obra importada[12]. Sin embargo, y casi con total seguridad, las elevadas tasas de inmigración acabarán por resultar políticamente inviables en entornos cada vez más marcados por fuertes movimientos populistas, cuyo éxito depende de las fantasías de declive y sustitución cultural y racial. No es de extrañar, por tanto, que la solución preferida al lento crecimiento del PIB inducido (o exacerbado) por la demografía esté siendo la de encomendarse a la tecnología.
Un estudio demográfico en el que se adelanta el inminente descenso de la población mundial a la década de 2060 advierte de que “si la productividad por adulto en edad de trabajar no aumenta en consonancia con el descenso de la población en edad de trabajar, el crecimiento del producto interior bruto se ralentizará”, mientras que el economista británico Charles Goodhart, ex miembro del Banco de Inglaterra y de la London School of Economics, coincide en que “el crecimiento económico global caerá… a menos que se produzca un milagro de productividad”[13]. La perspectiva de compensar los efectos económicos de un crecimiento lento o incluso negativo de la población mediante el avance tecnológico es seguramente lo que impulsa gran parte de la reciente euforia en torno a la automatización y la IA en los medios de comunicación y en el mercado bursátil. Pero es probable que la apuesta por un aumento transformador de la productividad se vea frustrada por lo que el economista Robert Gordon ha caracterizado como un estancamiento tecnológico persistente en las economías con un PIB elevado, así como por la acuciante necesidad en un futuro próximo de asignar cada vez más mano de obra a los cuidados, la atención sanitaria y al sector servicios, que son particularmente resistentes a esos milagros de mejora de la productividad que por sí solos, según se nos dice, pueden compensar la mano de obra fantasma del siglo XXI.
La propagación del proletariado
Se dice que el economista sueco Knut Wicksell aconsejó que el primer capítulo de todo libro de economía debería de abordar la dinámica del cambio demográfico. De hecho, la demografía ha sido durante mucho tiempo una importante preocupación de la economía política, siendo un elemento central de los desarrollos de Adam Smith y Thomas Malthus, e incluso antes, de William Petty. Es lógico, por tanto, que en su obra El capital en el siglo XXI, el economista socialdemócrata Thomas Piketty dedicara un capítulo entero al cambio demográfico y su efecto sobre el crecimiento de la producción[14]. También él descompone el crecimiento de la producción en dos factores: el cambio demográfico y el aumento de la productividad, o “crecimiento de la producción per cápita”, pero se muestra escéptico ante la posibilidad de que algún avance tecnológico produzca un aumento de la productividad suficiente para compensar el declive demográfico que se avecina. Su principal preocupación en el libro es que un “régimen de bajo crecimiento” emergente provoque un aumento de la desigualdad de la riqueza: si un fuerte crecimiento económico tiende a disminuir la importancia de la riqueza acumulada en el pasado, en las economías de bajo crecimiento el rendimiento del capital superará el crecimiento de los ingresos.
En esto, Piketty es un digno heredero de Keynes, que fue uno de los pocos economistas del siglo XX que contempló que una población estancada, e incluso un crecimiento demográfico negativo, podría amenazar “la prosperidad y la paz civil”. Keynes impartió su conferencia de 1937 ante una sociedad eugenésica, de la que él era vicepresidente; y aunque coincidió con el auditorio en que los controles de población eran deseables, advirtió que el desempleo galopante (el debate social fundamental de la década de 1930 en todo el mundo industrializado) era un destino bastante peor. En las últimas páginas de su intervención, recordó al auditorio que Malthus no sólo era un pesimista de la población, sino también el primer teórico de las crisis de subconsumo[15].
Por primera vez en la era moderna, en la década de 1930, la tasa de fecundidad británica cayó por debajo de la tasa de reemplazo[16]. Keynes conjetura que, entre 1860 y 1914, el fuerte crecimiento de la población desempeñó un papel importante, aunque poco apreciado, en el impulso de la demanda de capital, y que alrededor de la mitad se debió a factores demográficos. Una sociedad que experimentara un declive demográfico, por muy lejano que fuera en el futuro, se vería afectada por una desaceleración de la acumulación, un debilitamiento de la demanda efectiva y un aumento del desempleo. Aunque Keynes descompone las tasas de crecimiento del capital en tres factores en lugar de en dos (población, nivel de vida y “técnica del capital”), especula que, en las condiciones actuales, “no podemos confiar en ningún [cambio] técnico significativo”. Dado que el descenso de la población reduce el número total de consumidores, y que los cambios en la técnica del capital son improbables sin ajustes en los costes del capital, “la demanda de un aumento neto de bienes de capital vuelve a depender totalmente de una mejora en el nivel medio de consumo o de una caída en el tipo de interés”[17]. Sin la aplicación de estas reformas distributivas, las sociedades capitalistas experimentaran una “tendencia crónica hacia el subempleo de los recursos” que, dado que podría poner en marcha una crisis prolongada, “debe al final minar y destruir esa forma de sociedad”. Sin embargo, estas modestas reformas encontrarán con toda seguridad la resistencia de las fuerzas sociales cuya posición depende de la actual distribución de la renta y de los elevados costes de los préstamos, las mismas fuerzas sociales cuya “eutanasia” suave pero definitiva es necesaria para preservar “nuestro sistema actual”[18].
Las especulaciones de Keynes llaman la atención por su aparente falta de interés por las causas del cambio demográfico. Le preocupaban los efectos de un posible descenso de la población, pero no por qué las familias británicas decidían, en medio de una crisis económica sin precedentes, tener tan pocos hijos. Este aparente desinterés contrasta claramente con la posición de los economistas políticos clásicos, que habían construido modelos que reflejaban cómo los salarios, el crecimiento de la población y la tasa de acumulación de capital se determinan mutuamente. Aquellos autores escribían en un momento en que el crecimiento demográfico de Gran Bretaña tomaba impulso; el lento aumento de la población en el siglo XVIII se dispararía a niveles sin precedentes en las primeras décadas del XIX.
Donde Malthus veía el crecimiento sostenido de la población limitado por la escasez de tierras productivas, Smith consideraba que la tasa de crecimiento de la población estaba determinada por la demanda imperante de mano de obra: “De este modo, la demanda de personas, como la de cualquier otra mercancía, regula necesariamente la producción de personas… es esta demanda la que regula y determina el estado de la propagación en todos los países del mundo, en América del Norte, en Europa y en China”[19]. La ley de la población propuesta por Smith (su teoría de lo que regula el cambio demográfico) está integrada en su teoría de los salarios, presentada en un famoso capítulo del primer libro de La riqueza de las naciones. Allí desafía la teoría predominante, que sostenía que, en promedio, los salarios tienden a establecerse en las tasas de subsistencia, el mínimo necesario para el “mantenimiento” del trabajador y su familia. Esta “ley de hierro de los salarios” tendría una larga vida posterior, en las sombrías visiones de Malthus y Ricardo, y más tarde entre los primeros movimientos socialistas. Por el contrario, según Smith, los salarios se asientan en el punto en que la demanda de mano de obra y la tasa de crecimiento demográfico son “lo más proporcionales posible”[20]. Sin embargo, la demanda de mano de obra refleja la tasa de acumulación de capital en un determinado país o región. Es esta tasa, y no la cantidad de capital acumulado en el pasado, la que fija los niveles salariales y, en consecuencia, la disposición de las familias trabajadoras a “multiplicarse”. Las colonias americanas, señala Smith, “no eran tan ricas como Inglaterra, pero sí más prósperas”; su ritmo de acumulación más rápido se reflejaba en unos salarios más altos, que fomentaban matrimonios más precoces y familias más numerosas. La situación de las colonias estadounidenses y de Europa en general contrasta con la de China, un país tan rico como Gran Bretaña en la época en la que Smith escribía, pero cuyos salarios de subsistencia y población estancada reflejaban su lento ritmo de expansión económica y la escasa demanda de mano de obra. El bajo nivel de vida en China y la reticencia de las familias a reproducirse a los niveles europeos y norteamericanos no se tradujeron en el nacimiento de ciudades fantasma en el campo ni en el abandono de los campos de cultivo. Esto sólo se produjo en la devastación de Bengala, señala al referirse a la por entonces reciente hambruna que acabó con un tercio de sus habitantes, donde somos testigos de una nación en plena decadencia, cuyos salarios han caído por debajo de los umbrales de subsistencia y su población ha sido devastada. Todo ello ilustra con claridad la diferencia entre “el genio de la constitución británica que protege y gobierna Norteamérica, y el de la compañía mercantil que oprime y domina en las Indias Orientales”[21].
Cuando en un capítulo de El Capital sobre la “ley general de la acumulación de capital” Marx declara que sería “completamente absurdo” “hacer depender el movimiento del capital simplemente del movimiento de la población”, parece casi anticiparse a los planteamientos de Keynes y de los analistas actuales. No obstante, plantea la cuestión de qué relación puede haber entre los cambios en el tamaño de una población (progresiva, estancada o decreciente, en términos de Smith) y la acumulación de capital. El objetivo de la observación de Marx es acabar con la supuesta relación causal entre ellos, atribuyendo esta idea a lo que él llama el “dogma de los economistas”. Sin embargo, la fórmula más citada de este capítulo de El Capital se hace eco de la afirmación de Smith de que la “demanda de personas… regula la producción de personas”: “[la] acumulación de capital es la propagación del proletariado”[22]. Este es un punto controvertido. El capítulo hace una distinción crucial entre lo que llama “industria moderna” y “producción capitalista… en su infancia”[23]. Por “en su infancia”, Marx entiende el modelo de acumulación característico del capitalismo antes del surgimiento del sistema fabril. En sus inicios, la producción capitalista se limita a adoptar las técnicas de producción existentes; más tarde, transforma radicalmente el propio proceso de trabajo para satisfacer su necesidad de expansión. Al principio, el capital se acumula ampliamente, reproduciéndose a mayor escala con sólo “cambios muy graduales” en lo que Marx denomina la composición del capital, la mezcla entre trabajo y materiales, incluidas las herramientas. En el sistema fabril moderno, sin embargo, el capital crece y cambia de composición, sustituyendo la mano de obra empleada por maquinaria.
Marx vincula la acumulación al crecimiento de la población en el contexto del anterior modelo extensivo de acumulación, para el cual el “crecimiento del capital implica el crecimiento de… la parte invertida en fuerza de trabajo”[24]. Cuando el capital se expande con poco o ningún cambio tecnológico, la proporción entre maquinaria y trabajo empleado permanece igual, incluso cuando la masa de capital crece. La expansión requiere unidades adicionales de trabajo (más días de trabajo o más mano de obra empleada) y la demanda de trabajo sigue siendo “proporcional” a la tasa de acumulación de capital. Pero, dice Marx, este modelo de acumulación “tropezó inevitablemente con una barrera natural”, a saber, el propio “movimiento de la población”. Una traducción más literal de la última frase podría ser “cambios absolutos en el tamaño de la población”[25].
En sus primeras fases, pues, la acumulación de capital encuentra límites “naturales”. En el primer libro de El Capital conocemos dos de esos límites. En su discusión sobre la tasa de explotación (la relación entre lo que se paga a los trabajadores por su fuerza de trabajo y la plusvalía que producen por encima de ella) Marx subraya que la producción de lo que él llama plusvalía “absoluta” encuentra un límite natural en la duración de la jornada de trabajo; del mismo modo, la forma extensiva de acumulación se enfrenta a un límite absoluto o “natural” en la oferta de trabajo existente en una población dada. En estas condiciones, la tasa de acumulación de capital depende, efectivamente, del tamaño de la población trabajadora. La “población trabajadora explotable” a la que se refiere Marx sólo puede crecer a una tasa de reproducción generacional determinada naturalmente, ya que incluso un aumento de los salarios, que en la transición demográfica en la que vivió Marx normalmente conducía a un aumento de las tasas de fecundidad, sólo ampliaría la oferta de mano de obra durante un período de dieciséis a dieciocho años. Pero, insiste Marx, “el capital no puede en modo alguno contentarse con la cantidad de fuerza de trabajo disponible que produce el aumento natural de la población. Requiere para su actividad ilimitada un ejército industrial de reserva que sea independiente de estos límites naturales”[26].
Marx, entonces, ridiculiza la “ley” propuesta por los economistas de principios del siglo XIX descalificando su teoría de los salarios, que según él “están determinados por las variaciones [progreso, estancamiento, declive] de los números absolutos de la población trabajadora”. Los economistas políticos (en concreto, tiene a Malthus en el punto de mira) argumentan que los salarios más altos animan a los trabajadores a tener más hijos, de tal forma que llega un momento en que la oferta de mano de obra supera a la demanda. Esta situación obliga a los trabajadores a competir por los puestos de trabajo, lo que a su vez hace que los salarios bajen; cuando estos bajan, aumenta la tasa de mortalidad, ya que las condiciones de vida (calidad de la alimentación y atención sanitaria) empeoran, incluso cuando las familias obreras restringen su propia “propagación”, debido a los bajos salarios. Por lo tanto, unos salarios más bajos reducirán la oferta de trabajo, lo que a su vez reiniciará el proceso, ya que una oferta restringida de trabajo obliga a subir los salarios, reduciendo los beneficios y frenando el ritmo de acumulación. Pero los empresarios, subraya Marx, simplemente no pueden depender del proceso “natural” de crecimiento de la población para hacer bajar los salarios, ni es así como se desarrolla realmente la acumulación en el contexto de la industria moderna. La acumulación capitalista requiere la disponibilidad inmediata de un “ejército de reserva” de trabajadores desempleados, que puedan ser incorporados a la producción en períodos de expansión y despedidos durante las recesiones cíclicas. Este “ejército de reserva” se crea con el paso a la acumulación intensiva, con el crecimiento de la mecanización y el declive de la fuerza de trabajo como elemento del capital. La mecanización crea un excedente de mano de obra, en períodos en los que el capital crece más lentamente. La demanda de mano de obra depende del momento del ciclo económico en que nos encontremos, y los salarios se regulan por la expansión y contracción de este excedente de mano de obra, no por los lentos cambios en el tamaño de la población en su conjunto.
Marx cita un ejemplo contemporáneo para ilustrar este punto. Durante la década de 1850, señala, la mano de obra agrícola escaseaba, y los agricultores capitalistas se vieron obligados a pagar salarios más altos a los peones del campo. Naturalmente, estos empresarios no esperaron a que los trabajadores se reprodujeran lo suficiente como para aumentar la oferta en relación con la demanda de mano de obra, reduciendo así los salarios: eso habría llevado más de una década. Introdujeron maquinaria que ahorraba trabajo y reducía la demanda de mano de obra y, por tanto, la influencia en el mercado laboral de los trabajadores agrícolas, que ahora tenían que competir entre sí por los puestos de trabajo restantes. Al cambiar la proporción entre maquinaria y fuerza de trabajo empleada, los capitalistas pueden reducir la cantidad de mano de obra que necesitan, y regular así la propia oferta de mano de obra, lo que a su vez les permite ofrecer salarios más bajos. Lo que define el patrón de acumulación del que depende la industria moderna es la emancipación de las necesidades de acumulación de los límites naturales de la población: “La demanda de trabajo no es idéntica al aumento del capital, ni la oferta de trabajo es idéntica al aumento de la clase obrera. No se trata de dos fuerzas independientes que actúan la una sobre la otra”[27]. Aquí vemos que el cambio tecnológico funciona como un medio para moldear ambos lados del mercado laboral. En su forma desarrollada, el capital se acumula más rápidamente que la demanda de trabajo, aumentando esta al mismo tiempo (a través de la expansión) y aumentando su oferta de trabajo (a través del cambio técnico que ahorra trabajo).
El objetivo principal del análisis del mercado de trabajo capitalista de Marx es aislar su dinámica interna de los patrones más amplios del cambio demográfico. Lo que diferencia su teoría de la de los economistas políticos “dogmáticos” es su afirmación de que el crecimiento del capital no depende de una oferta externa de trabajo. Smith había sostenido que la acumulación de capital crea su propia oferta de trabajo: la demanda de trabajo regula la producción de personas. Marx también sostiene que el capital crea su propia oferta de trabajo; pero lo que quiere decir con esto es algo muy diferente. El modelo de Smith implica que la población crece al mismo ritmo que se produce la acumulación de capital. El modelo de Marx plantea una discordancia entre estas dos tasas. Esto se debe a que la expansión de una suma dada de capital implica una proporción creciente de maquinaria en relación con la fuerza de trabajo empleada. Esto significa que, para la economía en su conjunto, el crecimiento de la demanda de trabajo es más lento que la velocidad a la que se expande el capital; es decir, la cantidad de trabajo empleado puede crecer en números absolutos, pero lo hará más lentamente que las unidades de capital añadido. Esto sucede precisamente porque, a medida que los mercados laborales se tensan y los salarios aumentan, los empresarios pueden sustituir a los trabajadores con maquinaria para ahorrar trabajo. Así los nuevos trabajadores desempleados, que necesitan dinero para sobrevivir, se mantienen preparados para sustituir a los trabajadores aun empleados con salarios más bajos, o para ser lanzados a nuevas industrias, donde se necesitan rápidas inyecciones de mano de obra.
Debemos tener en cuenta que Marx formuló este razonamiento en un entorno demográfico muy específico; las tasas de fecundidad británicas en 1870 eran casi tan altas como las actuales tasas nigerianas. La conclusión de su razonamiento, en realidad, es simple: los episodios periódicos de alto desempleo no pueden atribuirse a las crecientes tasas de propagación del proletariado, sino a la tendencia a sustituir la fuerza de trabajo por maquinaria, junto con la peculiar dinámica de la acumulación capitalista, estructurada por las fluctuaciones de auge y caída del ciclo económico. ¿Hasta qué punto sigue siendo válido este razonamiento en la actualidad, cuando la oferta absoluta de trabajo (el tamaño de la “población en edad de trabajar”) en las naciones industrializadas parece estar contrayéndose?
Durante la década de 1990, cuando la mano de obra española estaba disminuyendo, la tasa de desempleo se disparó en todo el sur de Europa, duplicándose en Italia y triplicándose en España. Esto parece ser coherente con la anécdota de Marx sobre la escasez de mano de obra rural en la década de 1850, que pretendía demostrar que la acumulación de capital puede producirse extrayendo más trabajo excedente de una determinada hora de trabajo, en lugar de simplemente añadiendo más trabajadores. Se podrían encontrar otros ejemplos por todo el mundo. Pero debemos recordar que en los países de altos ingresos hoy en día, la mayor parte del crecimiento del empleo se produce en el sector servicios, y en especial en los servicios de baja remuneración. Este tipo de procesos laborales son, por su propia naturaleza, difíciles de mecanizar, al igual que son difíciles de externalizar a zonas con un gran número de trabajadores excedentes. Al no poder mecanizarse ni automatizarse, los aumentos de productividad (y mucho menos los milagros) son igualmente difíciles de conseguir. La expansión en estas líneas de producción a menudo no implica la sustitución de trabajadores por máquinas; la acumulación de mano de obra excedente requiere la contratación de más empleados. Marx describió estas condiciones como producción capitalista “en su infancia”. ¿Hasta qué punto la convergencia de estos dos fenómenos (contratación de mano de obra y crecimiento del empleo en los servicios intensivos en mano de obra) hace que la acumulación de capital en los países de altos ingresos vuelva a estar sujeta a los “límites naturales” del cambio demográfico?
Invernaderos demográficos
No existe una tasa de fecundidad natural, si por “natural” entendemos una tasa que no esté regulada ni por las costumbres ni por la intencionalidad consciente de los hogares. Se cree que incluso los pueblos nómadas del pre-neolítico controlaban estrechamente el número de hijos que cada mujer daba a luz, mediante largos intervalos entre hijos, destetes pospuestos, abortos y el uso generalizado del infanticidio (una práctica común de las comunidades humanas durante gran parte de su existencia). Pero es esa tasa natural, identificada con una tasa de fecundidad descontrolada y por tanto “alta”, la que presupone la noción de transición demográfica. Se entiende que la población de las sociedades anteriores a la transición, entendidas como comunidades campesinas o agrarias tradicionales, está regulada por un equilibrio entre tasas elevadas de fecundidad y mortalidad; la transición se produce cuando las tasas de mortalidad descienden, aunque las tasas de fecundidad sigan siendo elevadas. Las tasas de mortalidad, se dice, descienden debido a la mejora del nivel de vida, pero sobre todo al acceso a una mejor atención sanitaria (vacunas, por ejemplo); las tasas de fecundidad descienden cuando las mujeres tienen acceso a la educación y a la contracepción. Pero este modelo y la noción de fecundidad natural pasan por alto una característica demográfica clave de las sociedades agrarias, a saber, su tendencia a regular estrictamente las tasas de natalidad en función de la disponibilidad de tierras cultivables. “En las aldeas agrícolas feudales de Japón”, escribe Makoto Itoh, “los miembros de las familias de campesinos siervos mantenían cuidadosamente la población y se reproducían de acuerdo con el suministro de alimentos disponible de sus tierras de labranza heredadas, después de pagar el impuesto anual sobre la tierra y bajo estrictas costumbres comunales reguladoras del matrimonio (permitido sólo para un hijo mayor), la natalidad y el ubasute (que significa abandonar a los ancianos y enfermos)”[28]. Prácticas consuetudinarias similares se observaban en Europa, donde los matrimonios se aplazaban, si es que se producían, hasta que se disponía de tierras de cultivo, y el tamaño de los hogares se determinaba por la tensión entre tener suficientes manos para trabajar la tierra y la necesidad de evitar fragmentar las explotaciones heredables. Es cierto que las decisiones sobre el tamaño del hogar no se dejaban a la libre discreción de cada hogar, pero eran de todo menos naturales.
Cuando los demógrafos intentan explicar la transición del estancamiento poblacional a un rápido crecimiento demográfico, a menudo recurren a conceptos sociológicos vagos y engañosos como modernización o urbanización. Este último término es especialmente confuso, ya que oculta un concepto más adecuado para entender la persistencia, en las primeras fases de la transición demográfica, de las altas tasas de fecundidad incluso cuando las tasas de mortalidad descienden: la proletarización, un proceso que comienza en el campo. Wally Seccombe ha descrito esta transformación como un proceso que se desarrolla en tres fases, con tres correspondientes regímenes de fecundidad familiar, dependiendo de las relaciones de producción necesarias para su reproducción[29]. La proletarización se produce en los hogares, no en los individuos, y aunque su concepto formal significa la separación de los productores de los medios de trabajo, su proceso histórico comienza cuando la reproducción de una familia está mediada por el intercambio de mercado. Seccombe observa que la transición demográfica comienza en Europa no sólo con el descenso de las tasas de mortalidad, sino también con tasas de fecundidad más elevadas, en relación con los hogares campesinos. Esto se debe a que la aparición de la producción independiente de mercancías en el campo (la cottage industry o producción doméstica) sustituyó el objetivo a largo plazo de la transmisión integral de las tierras de labranza por las exigencias inmediatas de la producción para el mercado: la demanda sobre todo de trabajo, que sólo podía abastecerse con altas tasas de fecundidad (condiciones que crean lo que se ha denominado un “invernadero demográfico”). En las regiones donde se afianzó esta forma de producción, el crecimiento demográfico fue especialmente explosivo, y se produjo en las áreas rurales más que en las urbanas[30]. Son precisamente estas condiciones las que prevalecen hoy en día en gran parte de las zonas menos industrializadas del mundo.
Sólo cuando las familias están completamente separadas de lo que necesitan para sobrevivir se lanzan de lleno al mercado laboral para obtener sus ingresos a través de los salarios de hombres, mujeres y niños. En la producción doméstica, las familias suelen poseer sus propias herramientas o máquinas, e incluso pueden tener una pequeña parcela de tierra. Dado que el salario de los niños era esencial para la reproducción del hogar en los primeros pasos de la proletarización, los hogares numerosos seguían siendo la norma. Pero mientras que en la producción doméstica los niños siempre pueden ser explotados con mayor intensidad por sus propias familias, aumentando la producción para compensar la caída de los precios, en los hogares de los primeros proletarios los niños se convierten en pasivos de las crisis del ciclo económico, cuando los empresarios los echan a la calle. La proletarización se completa con lo que Seccombe denomina el hogar proletario “maduro”, que empezó a tomar forma en el último tercio del siglo XIX en Gran Bretaña. En este periodo de rápida acumulación de capital y de métodos de producción cada vez más intensivos, la demanda de mano de obra disminuyó mientras los salarios aumentaban. Se restringió el trabajo infantil y se hizo obligatoria la escolarización universal; el salario familiar se convirtió en la norma, si bien no universal, y el trabajo de la mujer se hizo cada vez menos asalariado, llevándose a cabo de forma privada en el hogar.
Si he repasado esta taxonomía de los regímenes de fecundidad de los hogares es precisamente para volver a la cuestión de qué fuerzas determinan hoy el crecimiento y el descenso de la población. Empezamos este texto hablando de la anomalía del África subsahariana, cuyas tasas de fecundidad siguen siendo extremadamente elevadas en relación con el resto del mundo, y en particular con Nigeria, cuya población superará a la de China a finales de este siglo. ¿Por qué su tasa de fecundidad apenas ha cambiado desde 1960, a pesar de que su población rural se ha reducido a la mitad en el mismo periodo? La tasa oficial de desempleo de Nigeria ronda el cinco por ciento, pero su “tasa de pobreza” (según la define el Banco Mundial) se acerca al cuarenta, unos ochenta y siete millones de habitantes. Es significativo que, aunque el noventa y cinco por ciento de los nigerianos que trabajan se consideran empleados, sólo el doce por ciento tienen un empleo asalariado, una proporción menor que en Afganistán; el resto se clasifican como autónomos. Tres de cada cuatro mujeres forman parte de la población activa, y el trabajo infantil es común, con hasta quince millones de niños nigerianos menores de catorce años considerados económicamente “activos”[31]. Estos desalentadores datos proporcionan un contexto útil para comprender las recientes observaciones al respecto del historiador de la Universidad de Columbia, Adam Tooze. En su análisis de un reciente libro sobre demografía africana, Youthquake, de Edward Paice, Tooze dedica mucho tiempo a preguntarse por el ritmo excepcionalmente lento al que se está produciendo la transición demográfica en el África subsahariana. Allí, las tasas de fecundidad simplemente no responden al desplome de las tasas de mortalidad, incluso después de décadas. En el resto del mundo donde la transición se ha completado, argumenta, la brecha entre estas dos tasas se cerró debido a la batería de causas que los sociólogos siempre evocan: modernización, urbanización, educación y accesibilidad. En Nigeria, sin embargo, las mujeres “educadas” con acceso a métodos anticonceptivos “eligen” (subraya la “agencia” de las mujeres) tener familias más numerosas, por razones que no puede explicar. A su propia pregunta, torpemente formulada, “¿por qué las mujeres nigerianas utilizan tan pocos anticonceptivos?”, Tooze responde tautológicamente: “porque quieren familias numerosas”[32].
¿Pero de qué clases de familias estamos hablando? En Nigeria encontramos una población en la que decenas de millones de trabajadores no tienen acceso a las tierras de cultivo y, sin embargo, tampoco pueden encontrar un empleo asalariado, que en Nigeria es muy apreciado por los ingresos comparativamente altos que proporciona, aunque pocos de esos empleos tienen siquiera contrato de trabajo, y mucho menos vacaciones pagadas u otras prestaciones. Se trata de una sociedad en la que el ritmo de la transición demográfica viene dictado por el grado de proletarización de los hogares. En una sociedad en la que casi todos los trabajadores son autónomos, los ingresos de los hogares proceden de la producción de bienes de baja productividad y de la prestación de servicios: venta ambulante, servicios personales, reparaciones domésticas, “pequeño comercio”. No es de extrañar, por tanto, que el crecimiento demográfico sea tan fuerte en Nigeria y en otros lugares de África, donde se dan condiciones similares (semi-proletarización). Es probable que siga siendo así durante las próximas décadas, por mucha educación y control de la natalidad que se ponga a disposición de las mujeres nigerianas. Cuando la reproducción del hogar depende de los ingresos laborales de todos sus miembros, las mujeres difícilmente pueden elegir entre tener familias numerosas o no.
Esta raza de peculiares propietarios de mercancías
A menudo se cita a Marx por haber sostenido que cada modo de producción tiene su propia “ley de la población”. Su razonamiento en El Capital, en cambio, señala cómo la dinámica de la acumulación capitalista genera inevitablemente un exceso de oferta de mano de obra (un excedente de población), independientemente del “movimiento” real del crecimiento de la población (ya sea en ascenso, estancado o en declive). En ninguna parte de su obra encontramos una explicación articulada de por qué las sociedades capitalistas experimentan la llamada transición demográfica: un proceso de cambio demográfico en el que a una fase inicial de crecimiento espectacular le sigue un rápido descenso de las tasas de fecundidad y de crecimiento de la población y, finalmente, de toda la población. Podemos suponer que Marx pensaba que la población de las sociedades capitalistas crecería absolutamente, siempre que la acumulación fuera lo suficientemente rápida y los salarios reales aumentaran. La especulación es arriesgada en este caso, tanto porque no propone ninguna comparativa, como sí hace Adam Smith, entre las tendencias en Estados Unidos, China y el sur de Asia, como porque su descripción de la “industria moderna” describe un sistema de fábricas que acaba de emerger, durante el cual un gran número de mujeres y niños trabajan en la producción. Marx trata extensamente la cuestión del trabajo infantil en El Capital, enfatizando la forma en que el “ansia de trabajo excedente” del capital (específicamente, la plusvalía “absoluta” producida por la incorporación de más unidades de trabajo, en lugar de por el aumento de la productividad) empuja a prolongar la jornada laboral tanto como fuera físicamente posible, y a buscar aún más fuerza de trabajo en forma de niños menores de doce años. En la década de 1860, la campaña para acabar con el trabajo infantil aún estaba en marcha, la era de la escolarización universal aún estaba por llegar y el movimiento obrero británico apenas estaba en pañales. Y aunque la teoría del salario de Marx señalaba que “los medios de subsistencia necesarios para la producción de fuerza de trabajo deben incluir los medios necesarios para los sustitutos del trabajador”, es decir, sus hijos, a fin de que “esta raza de peculiares propietarios de mercancías pueda perpetuar su presencia en el mercado”, la norma del llamado salario familiar (un único salario suficiente para la reproducción de toda la familia) rara vez era una realidad[33]. Marx entendía perfectamente que los niños asalariados representaban una carga para las familias cuando las recesiones del ciclo económico les dejaban sin trabajo; sin embargo, es mucho pensar que pudiera imaginarse una familia proletaria cuyas decisiones sobre el tamaño del hogar se tomaran de acuerdo con “las limitaciones de ingresos, precios, gustos y tiempo”, de modo que los niños pudieran considerarse “bienes de consumo duraderos” o “bienes producidos por el hogar”[34].
La crítica feminista al relato de Marx sobre la reproducción social se ha centrado fundamentalmente en el modo en que su teoría no explica plenamente cómo “esta raza de peculiares propietarios de mercancías… perpetúa su presencia en el mercado”, olvidando en particular el papel mediador que desempeña la familia o el hogar en la “producción de personas”. Al identificar el salario con los medios de subsistencia suficientes no sólo para reproducir la fuerza de trabajo de un trabajador individual, sino también para producir su reemplazo, Marx parece pasar por alto la división sexual del trabajo dentro del hogar, así como la forma en que esta división del trabajo da forma a las diferencias salariales de género en el mercado laboral. Esta crítica pone en el centro tanto el proceso cotidiano de producción de fuerza de trabajo como mercancía intercambiada en el mercado laboral, como la reproducción generacional de la “raza” de proletarios necesaria para abastecer a ese mercado a lo largo del tiempo. Lo esencial de esta importante transformación de la teoría marxista es la redefinición de las mujeres como aquellas trabajadoras consideradas capaces de tener hijos, y cómo esta identificación funciona como fuente primaria de dominación de género.
Las luchas de las mujeres en Europa y Norteamérica desde la década de 1970 han priorizado el aumento de su control sobre la reproducción y el tamaño de la familia, incluyendo el derecho al aborto. Estas luchas se intensificaron en un momento de crisis generalizada de rentabilidad a finales de los 60 y principios de los 70, uno de cuyos efectos fue el debilitamiento del salario familiar. Las mujeres empezaron a incorporarse en masa a la población activa a principios de la década de 1970 y no es casualidad que las tasas de fecundidad empezaran a descender al mismo tiempo. Las menores tasas de natalidad en las economías de altos ingresos no pueden explicarse simplemente porque las mujeres “eligieran” trabajar fuera del hogar, aunque muchas mujeres lo hicieran; constituyen un fenómeno histórico que representa tanto un avance en el control sobre sus propias vidas como un síntoma de una crisis más amplia de la acumulación capitalista. Merece la pena recalcar que el control sobre el tamaño de la familia y la libre elección sobre la reproducción también debe incluir la elección de tener más hijos. Si en Nigeria y el África subsahariana las formas particulares en que los hogares se reproducen no permiten a las mujeres elegir simplemente familias más pequeñas, a pesar del acceso a la educación y al control de la natalidad, en las naciones industrializadas la contracción real de los salarios y el alto coste de la crianza supone que las familias pequeñas ni son simplemente elegidas ni son el testimonio inequívoco del éxito de las mujeres sobre el control sobre sus propios cuerpos y capacidades laborales. En cambio, podemos estar seguros de que en las próximas décadas la supuesta amenaza “existencial” que supone la perspectiva del colapso demográfico hará que las mujeres y el “feminismo” sean señalados como chivos expiatorios[35].
Cuando hablamos aquí de elecciones hechas por las mujeres y por las familias, nos referimos no tanto a su agencia particular en la materia sino al hecho de que, en el modo de producción capitalista, la reproducción de la fuerza de trabajo se lleva a cabo de forma privada, en un proceso sólo indirectamente mediado por el Estado y la clase capitalista. Si la familia proletaria puede identificarse, negativamente, por su desposesión (sólo posee a sus propios hijos), puede definirse igualmente por el hecho de que es directamente responsable de su propio mantenimiento. Pero el razonamiento de Marx parece apuntar a una característica más importante de esta forma de organizar la producción social, a saber, que la dinámica de la acumulación (“el movimiento del capital”) no configura directamente el “movimiento de la población”. Es en la separación entre estos dos movimientos donde los Estados intervienen para ajustar los comportamientos de los hogares, y el crecimiento de la población, a las necesidades de la acumulación. Aunque las políticas pronatalistas fueron eficaces en Francia después de la Primera Guerra Mundial, la depresión económica de los años treinta las hizo descender de nuevo; sólo las devastaciones de la Segunda Guerra Mundial y luego el “milagro” económico de la posguerra las harían aumentar una vez más durante algunas décadas. Sin embargo, los generosos programas pronatalistas de muchos países ricos con bajas tasas de fecundidad no han hecho mella en la tendencia predominante; a falta de una conflagración mundial y de un posterior auge económico sostenido, no deberíamos esperar ninguna reversión, incluso cuando las tasas de fecundidad subsaharianas sigan siendo elevadas mucho después de que el “modelo” de transición demográfica prediga que deberían descender. Cuando se considere que las políticas pronatalistas “favorables a la familia” (permisos parentales más largos, desgravaciones fiscales por hijos, guarderías subvencionadas, etc.) hayan fracasado, puede que se adopte un enfoque más punitivo (es decir, estadounidense), en el que se niegue a las mujeres el acceso al aborto, y tal vez a los anticonceptivos[36]. El resultado será probablemente una forma generalizada y quizás novedosa de misoginia, en la que las mujeres sin hijos serán rechazadas y avergonzadas, no sólo por sus comunidades, sino directamente por el Estado; en tales condiciones, la violencia contra las mujeres, antaño considerada narcisista y contraria a la vida, se normalizará.
¿Qué haría falta, suponiendo que fuera deseable, para aumentar las tasas de fecundidad en los países ricos? ¿Y qué haría falta para “equilibrar”, por así decirlo, las tasas divergentes entre el mundo rico y el África subsahariana? La historia sugiere que las tasas de fecundidad africanas sólo disminuirán en respuesta a la rápida acumulación de capital y el correspondiente crecimiento salarial. Algunos analistas señalan, por ejemplo, que, dado que el establecimiento de altas tasas de inmigración para sustituir a los trabajadores que desaparecen en el centro capitalista es una propuesta políticamente conflictiva, la perspectiva más plausible acabará por ser la de trasladar la producción al lugar donde se encuentran ahora los trabajadores y “convertir África en una «nueva China», donde el capital y la experiencia directiva se trasladen a África para producir bienes”[37]. Pero gran parte de la demanda de trabajo en los países más desarrollados es de servicios personales, que no pueden trasladarse a Lagos o Accra. En los países de altos ingresos, la solución de Keynes podría parecer racional, aunque inverosímil: redistribuir las rentas hacia el trabajo podría estimular moderadamente el consumo, pero las políticas pronatalistas, que son formas de redistribución selectiva de la renta, han tenido poco o ningún efecto allí donde se han probado. La demanda de la clase trabajadora de una mayor participación en los ingresos a cambio de la perspectiva incierta de un futuro crecimiento de la población no parece muy prometedora, sobre todo si la alternativa más atractiva, a pesar de la reacción populista, de importar mano de obra barata del extranjero está sobre la mesa. En cualquier caso, ya no podemos contar con que la clase capitalista actúe en nombre de sus propios intereses a largo plazo como clase, como demuestra su negativa (o incapacidad) durante décadas a invertir a un ritmo adecuado para estimular el crecimiento sostenido, reemplazar las infraestructuras que se derrumban o hacer algo más que gestos mínimos contra el inminente colapso climático, que seguramente será la próxima gran crisis “exógena” del sistema.
Una de las conclusiones de las investigaciones del historiador Robert Brenner sobre las consecuencias de la Peste Negra es que los resultados desiguales entre regiones (mayor movilidad y salarios más altos para algunos campesinos, reimposición de la servidumbre para otros) con patrones demográficos similares pueden atribuirse a las relaciones de clase imperantes en cada una de ellas[38]. Podemos imaginar un futuro próximo complicado, ya que la clase capitalista intenta imponer controles más estrictos sobre la oferta de mano de obra, tanto indirectamente, a través de acciones punitivas hacia las mujeres y las familias, como instituyendo condiciones laborales similares a las de los siervos para los destacamentos de mano de obra importada, como ocurrió en EE.UU. en el siglo XIX, por ejemplo, o como los acuerdos que prevalecen en los estados ricos en petróleo del Golfo Pérsico (el llamado sistema “kafala”). Pero estos probables escenarios no deben hacernos perder de vista lo que también podría darse, al menos en los márgenes: la socialización completa de los costes de reproducción de la sociedad, incluidos los costes del cuidado de los ancianos. Este escenario podría determinar respuestas diferentes entre los hogares, con muchos renunciando por completo a tener hijos, y con otros formando familias numerosas. En estas condiciones, la propia estructura de la familia o del hogar podría resquebrajarse, puesto que ya no tendría la responsabilidad exclusiva de mediar privadamente en la relación entre la demanda de trabajo y el reemplazo demográfico de la población activa. La socialización, en este contexto, daría más margen a las mujeres y a las redes familiares para escoger el tamaño de sus familias, al tiempo que dejaría de relegar la reproducción de estos grupos demográficos a los esfuerzos privados de quienes los conforman. Y los niños dejarían de ser fetichizados o adorados como emblemas de la futuridad, o como lugares sobre los que proyectar fantasías de vulnerabilidad e inocencia; al fin dejarían de ser invocados como los beneficiarios de la violencia ejercida en su nombre.
Las clases políticas de las naciones que han completado la llamada transición demográfica, y cuyas poblaciones disminuirán rápidamente en las próximas décadas, han empezado a preguntarse (de forma incoherente, pero a viva voz) si la humanidad no se enfrenta a una tercera, y tal vez última, revolución demográfica. Se enfrentan a la aparente desintegración del propio modelo de transición, que prevé un eventual restablecimiento del equilibrio entre las tasas de fecundidad y mortalidad, lo que daría lugar a un nuevo tamaño estable de la población. El cortocircuito actual representa una inversión del que detonó el crecimiento demográfico al principio: las tasas de fecundidad siguen desplomándose, aunque la esperanza de vida aumente. Lo que resulta especialmente desorientador para la mayoría de los analistas es que no existe ningún modelo o precedente de lo que está a punto de ocurrir, a no ser que consideremos lo ocurrido durante la Peste Negra de mediados del siglo XIV. No es casualidad que este acontecimiento se invoque con frecuencia en los debates sobre el declive demográfico del siglo XXI, ya que los resultados son numéricamente similares en un aspecto: en la Europa medieval la población se redujo a la mitad, como pronto ocurrirá en China, Japón, Italia y Corea del Sur. En el primer caso, la reducción duró sólo tres años, en lugar de un siglo. Sin embargo, la retórica que rodea a la contracción actual evoca lo que ocurrió hace siglos: se nos advierte del colapso de las reservas de mano de obra, de eventuales colapsos en la reproducción social y de la necesidad de controles estatales aún más estrictos sobre la gestión de las poblaciones. Sin embargo, el enigma del declive actual se debe a su diferencia fundamental con respecto a la conmoción traumática de aquel primer colapso; en nuestro caso, el declive parece estar resolviendo la lógica interna de la forma de reproducción de esta sociedad. Y a diferencia de las revoluciones demográficas anteriores, la actual caída libre parece más una manifestación de la desintegración del presente modo de producción que una mutación del mismo. Un reciente artículo del Financial Times expresó, de forma contenida, la ansiedad extendida entre sus lectores de que la actual revolución demográfica conlleve un cambio estructural profundo o incluso civilizacional: “la UE está al borde de una revolución demográfica”, señala un observador, que exige “un profundo replanteamiento de nuestros marcos institucionales, políticos, económicos y culturales”[39]. Tras la letanía de estos “marcos” acechan, escondidas, las instituciones básicas de la sociedad capitalista (la familia, el Estado y la propiedad privada), cuyos cimientos se han vuelto vulnerables por la revolución en marcha.
[1] Edward Paice, Youthquake: Why African Demography Should Matter to the World (Apollo: London, 2021).
[2] Stein Emil Vollset et al., “Fertility, mortality, migration, and population scenarios for 195 countries and territories from 2017 to 2100: a forecasting analysis for the Global Burden of Disease Study”, The Lancet 396 (July 14, 2020): 1285-1306.
[3] Makato Itoh, “Japanese Demographic Crisis in View of Marx’s Capitalist Law of Population”, Journal of Contemporary Asia 50, no. 2 (July 2019): 1-2.
[4] Dean Spears et al., “Long-term population projections: Scenarios of low or rebounding fertility”, PLOS ONE 19, no. 4 (2024), https://journals.plos.org/plosone/article?id=10.1371/journal.pone.0298190
[5] James C. Scott, Against the Grain: A Deep History of the Earliest States (Yale: New Haven, 2017), 113-14.
[6] Nigeria es uno de los principales exportadores de petróleo del mundo, pero tiene un PIB per cápita inferior a la mitad del de Marruecos y apenas superior al de Sudán.
[7] Una de las «explicaciones» más extendidas entre la opinión pública sobre la Primavera Árabe de principios de la década de 2010 fue la turbulencia demográfica producida por el auge de la juventud, característico de la estructura de edad de la región. Este argumento no es erróneo, sólo superficial y parcial.
[8] El ministro de Justicia surcoreano ocupó los titulares al evocar la perspectiva de una eventual “extinción” nacional provocada por las bajas tasas de fecundidad. The Times fue aún más melodramático, contemplando la perspectiva del “primer genocidio autoinfligido del mundo”. Corea del Sur «se enfrenta a la extinción» tras volver a caer bruscamente la natalidad”. The Times (February 28, 2024), https://www.thetimes.co.uk/article/south-korea-lowest-birth-rate-world-child-z6jwn3jjt
[9] John Maynard Keynes, “Some Economic Consequences of a Declining Population”, Population and Development Review 4, no. 3 (September 1978): 517-523.
[10] Nic Johnson, “Times of Interest: Long-Durée Rates and Capital Stabilization”, New Left Review 143 (September-October 2023), 139. El extenso ensayo de Johnson rastrea el descenso secular de los tipos de interés hasta sus raíces “en la dinámica estructural del sistema-mundo capitalista en expansión”, una de cuyas características clave es la expansión demográfica.
[11] “Some Economic Consequences”, 520.
[12] Robin Wigglesworth, “Immigration helps explain US economic strength: Goldman”, FT Alphaville, March 18, 2024, https://www.ft.com/content/96dc9516-22d4-42f1-834b-847a6ccc2b48
[13] “Global fertility in 204 countries and territories, 1950–2021, with forecasts to 2100: a comprehensive demographic analysis for the Global Burden of Disease Study 2021”, The Lancet 403 (2024): 2088; “Global population growth hits lowest rate since 1950”, The Financial Times (July 11, 2022), https://www.ft.com/content/6b131d91-1834-4243-bb8b-dc49060b1450.
[14] Thomas Piketty, Capital in the Twenty-First Century, tr. Arthur Goldhammer (Cambridge: Belknap Press, 2024), 72-109.
[15] “Ahora hemos aprendido que tenemos otro demonio a nuestro lado, al menos tan feroz como el maltusiano: el demonio del desempleo que se escapa a través de la ruptura de la demanda efectiva” (“Some Economic Consequences”, 522).
[16] Después de la guerra volvería a superar el nivel de reemplazo, para volver a situarse por debajo en la década de 1970, al final del «boom» de la posguerra. Podemos suponer que las circunstancias únicas de la guerra mundial y sus consecuencias retrasaron décadas el declive final de la población británica. El Reino Unido ha experimentado un modesto crecimiento demográfico desde la década de 1970, a pesar del rápido descenso de su tasa de fecundidad. El crecimiento se debe casi exclusivamente a la inmigración neta.
[17] “Some Economic Consequences”, 520.
[18] “Some Economic Consequences”, 523.
[19] Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Cause of The Wealth of Nations, Book I (Chicago: The University of Chicago Press, 1976), 89.
[20] The Wealth of Nations, 89.
[21] The Wealth of Nations, 82.
[22] Karl Marx, Capital: A Critique of Political Economy, Volume One, tr. Ben Fowkes (London: Penguin, 1990), 764. Fowkes traduce el alemán Vermehrung por «multiplicación», quizá de conformidad con el uso frecuente que Smith hace de ese término. Pero también puede significar “propagación”, o simplemente “cría”.
[23] Capital I, 785.
[24] Capital I, 763.
[25] Capital I, 790. En alemán, Marx en realidad dice: “hacer que el movimiento de capital dependa de los cambios absolutos en el tamaño de la población”.
[26] Capital I, 788.
[27] Capital I, 793.
[28] “Japanese Demographic Crisis in View of Marx’s Capitalist Law of Population”, 3.
[29] Wally Seccombe, “Marxism and Demography”, New Left Review 137 (January-February 1983), 22-47. Gran parte de lo que sigue en esta sección está en deuda con este ensayo pionero. Sobre reproducción doméstica y demografía, véase el importante estudio de Joan Scott y Louise Tilly, Women, Work and Family (Holt, Rinehart & Winston, 1978).
[30] Seccombe, “Marxism and Demography”, 38.
[31] Jonathan Lain y Utz Pape, “Nigeria’s dichotomy: low unemployment, high poverty rates,” World Bank Blogs (October 20, 2023); https://blogs.worldbank.org/en/opendata/nigerias-dichotomy-low-unemployment-high-poverty-rates
[32] Adam Tooze, “Youth Quake. Why African demography should matter to the world”, Chartbook #121 (May 14, 2022); https://adamtooze.substack.com/p/chartbook-121-youth-quake-why-african
[33] Capital I, 275. Por “norma” no quiero decir que el salario familiar fuera universal, sólo que constituía un modelo o ideal, defendido por el movimiento obrero. También hay que señalar que los niños de cierta edad deberían tener la oportunidad de participar en la producción o, mejor dicho, que lo ideal sería que no hubiera distinción entre producción, educación y ocio.
[34] Martha Gimenez, “Population and Capitalism”, en Marx, Women, and Capitalist Social Reproduction: Marxist Feminist Essays (Brill, 2019), 191: “los hogares o los individuos son libres de maximizar su utilidad de la forma que elijan; por ejemplo, eligiendo bienes de consumo en lugar de hijos; eligiendo tener un solo hijo de «alta calidad» o varios hijos de «baja calidad», etc.”.
[35] El presidente surcoreano, Yoon Suk-yeol, ha hecho precisamente eso recientemente. Ver Hawon Jung, “Women in South Korea Are on Strike Against Being ‘Baby-Making Machines’,” The New York Times (January 27, 2023), https://www.nytimes.com/2023/01/27/opinion/south-korea-fertility-rate-feminism.html
[36] El juez del Tribunal Supremo de EE. UU., Clarence Thomas, ha señalado que una decisión de 1965 que garantizaba este derecho a las parejas casadas podría ser revocada en el futuro.
[37] “Charles Goodhart: ‘Growth is bound to fall’,” The Bulletin (Summer 2023), https://www.omfif.org/2023/07/charles-goodhart-growth-is-bound-to-fall/
[38] Véase su crítica de los relatos demográficos sobre los patrones de distribución de la renta y el crecimiento o estancamiento económico antes y después de la Peste Negra en “Agrarian Class Structure and Economic Development”, The Brenner Debate: Agrarian Class Structure and Economic Development in Pre-Industrial Europe, ed. T.H. Ashton y C.H.E. Philpin (Cambridge: Cambridge University Press, 1987), 13-24.
[39] “Has Europe already reached its demographic tipping point?” The Financial Times (May 23, 2024).