Pepe del Amo (@Pepee_DA)
El presente artículo tiene como objetivo plantear alguna serie de hipótesis sobre las grandes líneas de tendencia en el mundo literario actual, especialmente en su derivada española. A tales efectos, éstas han de considerarse como iniciáticas y superficiales en su desarrollo (más aún sin consideramos el formato artículo) y, por tanto, todavía a expensas de una necesaria profundización. Aunque existan otras complementarias en su desarrollo, la tesis fundamental del texto es que el panorama literario actual, dada la coyuntura histórica en el que se inscribe, está reproduciendo bajo sus narrativas los fuertes procesos de individualización social que vivimos.
Dicho esto, cabe hacer dos matizaciones fundamentales para la caracterización de la cuestión: primera, la tendencia hacia lo íntimo y la autorreferencialidad no es un problema de la literatura contemporánea, sino un problema histórico que recorre toda la historia del arte y, segunda, esta tendencia, aunque se haya hecho más flagrante en los últimos años dado el contexto de época, se enmarca en un largo proceso que comienza a finales del siglo XX y llega hasta hoy. En buena medida, las líneas que se proponen a discusión sintonizan con otros tantos análisis sociológicos e historiográficos recientes que nos hablan del creciente conservadurismo político de los países capitalistas occidentales. No obstante, la literatura, en tanto que narración de la experiencia social, es capaz de anticipar e ilustrar de forma más explícita cómo estos procesos se hacen carne en los relatos compartidos sobre una época.
Cuando hablamos de repliegue hacia lo íntimo y lo particular en la narración literaria, y en la propia experiencia compartida de la literatura, en el caso español hemos de retrotraernos hasta finales de la década de los 80 y toda la década de los 90. Es en esos años en donde nacen unas nuevas generaciones literarias, con algunas voces total e injustamente (de manera consciente) desconectadas de la herencia literaria de los autores fulminados por el franquismo, que empiezan a narrar el proceso histórico que vive la “transición española” (y que algunas voces invocarán continuamente hasta llegar a resultar sus obras monotemáticas). Algunas novelas de esos años se revelan como fenómenos totalmente generacionales, pero más allá de títulos concretos, lo determinante de estos años es el surgimiento de una nueva intelectualidad literaria, ordenada en torno al progresismo periodístico y político (con El País – quién José Luis Pardo definió como el intelectual colectivo – y el PSOE como piedras angulares de la discusión pública), que se encargará de construir el canon literario para las próximas décadas (cabe destacar el fundamental papel de Babelia como suplemento cultural). Aunque en buena medida en esos años se escribió desconectándose progresivamente del realismo, todavía podíamos percibir tintes de una época, no narraciones íntimas que nos hablan de lo particular, una tendencia que ya estaba asentada en el panorama literario norteamericano hace décadas.
Y ese es carácter del panorama literario actual: se ha sustituido la narración del tiempo histórico desde lo poliédrico de las distintas capas sociales a la narración de lo íntimo y lo particular como relato de lo social. En términos más claros, se narra lo universal desde lo individual, no desde la experiencia social compartida. Plantear esto último no supone la adhesión a una línea literaria “colectivista” (como si tal cosa existiera; de hecho, en otros momentos escritores de corte conservador fueron brillantes retratistas de su época), sino la constatación práctica de que la literatura actual ha abandonado toda pretensión de narración realista en su sentido amplio (no estamos contraponiendo el realismo a la ficción, sino la ausencia de narración de la existencia social compartida). Esto es algo que puede verse paradójicamente con los autores y autoras clásicas del siglo XIX y XX: la idoneidad de sus escritos para describir su momento histórico es opacada para ser meramente utilizada como recurso distintivo en la permanente competición en el campo simbólico de la literatura.
Toda norma, o toda reproducción de una norma, exige la delimitación de una frontera y la hegemonía literaria ha tachado como parte de la “novela social” a cualquier relato con ambición de explicar realidades que quedan completamente encubiertas por el gran relato de época. El mercado literario se estratifica y fragmenta como cualquier otro y lleva a sus fronteras a cualquier obra que se haga cargo de la nueva composición de clase en los países del centro-capitalista. Por poner solo un ejemplo, ningún escritor o escritora de renombre o de alto prestigio literario (ni tan siquiera aquellas figuras que irrumpen como aparentemente rupturistas en el panorama literario), tampoco, claro está, ningún escritor o escritora del régimen ha escrito apenas unas páginas acerca del nuevo proletariado migrante que lleva décadas conformando las nuevas formas de vida tanto en ciudades como en realidades rurales más o menos urbanizados (y quien sí lo ha hecho ha sido a modo de añadido o para encontrar legitimación en determinados ambientes progresistas). La novela “social” es el término despectivo al que le suelen seguir una ristra de adjetivos tales como panfletaria, simplona, moralista, parcial, etc. El canon literario se ha encargado de cerrar sus fronteras y ha abandonado (no así como otras artes) la pretensión de servir a algo más que el goce particular de la clase media.
Es aquí donde entra un sujeto clave: la clase media como reproductora (tanto logística como simbólicamente) de los relatos de toda una época. La consolidación en tanto forma y extensión de este proceso se debe a la solidez de su papel dentro del encuadramiento social general. La novela actual se encuentra completamente capturada por los deseos, frustraciones y neurosis de una clase media (podríamos decir culturalizada, que ha accedido a estudios pos y universitarios) que se piensa a sí misma como el sujeto más autoconsciente de la sociedad dejando fuera parte de una realidad que se hace cada vez más evidente: el proceso de proletarización (que no se reduce al empobrecimiento paulatino de este estrato) en el que están inmersas nuestras sociedades. La distinción sigue siendo el principio rector de la mayor parte de lógicas simbólicas que se encuentran en la producción y discusión literaria.
No podemos rechazar la legitimidad de todos esos sentimientos, pero tampoco aceptar que estos nos sirvan para saber algo sobre el tiempo que nos toca vivir. La mayor parte de novelas que vemos en la actualidad, aunque algunas se revistan de tintes “reivindicativos”, no hacen sino reforzar la individualización y el conservadurismo de una clase media que está deseando salvarse de la crisis personal y no colectivamente a través de la familia o la propiedad (temas recurrentes en los últimos años). Narrar sus procesos, y no los y las de otras que llaman a las puertas de sus casas para limpiarlas, para traerles su comida los fines de semana, para arreglar sus pequeños infortunios caseros, para reformar sus casas diáfanas o para poblar los colegios e institutos públicos a los que nunca llevarían a sus hijos. Los anhelos y frustraciones de esos chavales de clase trabajadora resumen mucho mejor las posibilidades y limitaciones de nuestro tiempo que cualquier libro sobre la crisis de creación de cualquier autor o autora de renombre.
Evidentemente, esto no le confiere, como hemos dicho anteriormente, a la literatura una responsabilidad última. Decir eso no pasaría de ser una chorrada poco oportuna. Lo que nos interesa mostrar es como la literatura refuerza las grandes tendencias sociales en las que estamos inmersos. Son prueba de un estado de ánimo general de repliegue que se manifiesta en lo político y, claro está, en la literatura como parte de la cultura en su sentido estricto, en las distintas formas de vida de la realidad social. El desacople entre literatura y tiempo histórico, entre la forma de narrarnos y aquello que vivimos es una de las nuevas formas de desasosiego.