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¿Leninismo sin clase obrera? El sujeto político ausente en la revolución ecológica de Malm

Cihan Tugal

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Texto original: openDemocracy


La sensación de emergencia está en el aire. Sin embargo, sin cierta preparación, cualquier acción alarmista supondría un suicidio político, económico y social.

Aunque los científicos llevan décadas publicando sobre las consecuencias virales de la deforestación, Coronavirus, clima, emergencia crónica, de Andreas Malm, es el primer libro accesible al público que conecta pandemias, cambio climático y capitalismo. Y lo que es aún más ambicioso, Malm propone una solución para acabar con los tres.

Los dos primeros capítulos de Coronavirus, clima, emergencia crónica están dedicados a demostrar los ignorados vínculos entre la pandemia de Covid-19 y el cambio climático. Hemos leído muchos relatos que establecen paralelismos entre ambos. Tras discutirlos, Malm insiste en que hay que ir más allá, ya que las epidemias de las últimas décadas y el cambio climático no son procesos paralelos, sino entrelazados. En el tratamiento dialéctico que hace Malm de las ciencias naturales y sociales, el calentamiento global inducido por las empresas está en el origen del Covid-19 y otros desastres víricos. Al igual que las olas de calor y los incendios forestales, la mortífera propagación de estas enfermedades está provocada por el hombre. Hay mucho que debatir en estos dos capítulos tan bien documentados y redactados. Pero esta reseña se centrará en la segunda parte del libro, donde Malm expone un plan ecoleninista para acabar con la crisis climática.

Las precondiciones del consentimiento

Malm sostiene que necesitamos el comunismo de guerra para detener el calentamiento global y pandemias aún más mortíferas que la de 2020. Coronavirus, clima, emergencia crónica merece ser aplaudido por asumir una misión tan poco de moda, aunque de inmensas proporciones. También merece una crítica comprensiva. En el resto de este ensayo, señalaré que Malm no resuelve el principal (doble) problema de lo que denomina “ecoleninismo”: 1) cómo organizar y movilizar a la clase obrera. 2) Qué Palacio de Invierno asaltar con qué soviets. No hay nada en el libro que nos impida incluir estas dos cuestiones. Pero antes de poder hacerlo, necesitamos entender cómo se desarrolló la práctica de Lenin antes del comunismo de guerra de 1918-1921.

El leninismo histórico no es sólo la utilización del Estado con fines de guerra de clases (el aspecto sobre el que Malm construye la mayor parte de su relato). Lógica y secuencialmente antes de eso está la organización de cuadros y militantes; y la construcción de un bloque popular (de campesinos, intelectuales, estudiantes, etc.) dirigido por los obreros. Sin lo anterior, el leninismo equivaldría al control del Estado por burócratas e intelectuales. La Revolución de Octubre, su «asalto al Palacio de Invierno», no fue simplemente el golpe de un puñado de aventureros. Se basó en trabajadores y aliados que se organizaron en consejos («soviets» en ruso).

Estos consejos controlaban los lugares de trabajo, los cuarteles y las aldeas mediante votaciones frecuentes sobre cuestiones cotidianas y políticas. Los miembros de los consejos tenían derecho a revocar a sus representantes no especializados, a los que se impedía acumular privilegios. Lenin y sus camaradas emplearon meses en convencer a los consejos de que debían hacerse cargo del Estado, es decir, que la nueva república debía convertirse en un Estado soviético. Sin embargo, impidieron los primeros intentos de algunos obreros militantes de tomar el poder antes de que la mayoría de los consejos estuvieran convencidos. Hubo, por ejemplo, un levantamiento de extrema izquierda en julio de 1917 que los bolcheviques se esforzaron por disipar. Las idas y venidas de un larguísimo 1917 -días y noches sin dormir de discusiones, debates y politiqueo- requirieron miles de cuadros (intelectuales y obreros) equipados para manejar condiciones tan caóticas. En resumen, la apropiación del Estado ruso en octubre no fue ni un golpe de un puñado de activistas ni el resultado de un levantamiento popular espontáneo. Fue una revolución de consejos organizada y dirigida por los trabajadores. Esta fue la base de consentimiento necesaria para que se implantara el comunismo de guerra.

Debido a estas circunstancias históricas, así como a los graves puntos ciegos del bolchevismo, la estrategia de Lenin también culminó en una dictadura burocrática letal pocos años después de la muerte de Lenin. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de las demás variedades de socialismo de Estado, entre 1917 y 1927 Rusia fue capaz de mantener un nivel significativo de liderazgo obrero y participación popular. ¿Cómo sería posible desarrollar en el futuro más de diez años de democracia participativa y liderazgo obrero?

El actor social de la ecología

Desde luego, no podemos repetir lo que ocurrió en 1917, como tampoco podríamos ni deberíamos repetir el comunismo de guerra de los bolcheviques de 1918-1921. Sin embargo, al igual que Malm hace con este último, podemos tomar algunas claves políticas y económicas del primero. El principal problema del libro de Malm es la falta de discusión sobre el actor social capaz de detener el calentamiento global: la discusión de 1918-1921 está escindida de 1917. Cuando Malm pasa del diagnóstico de la crisis ecológica al pronóstico, introduce un «nosotros» que nunca se define. «Nosotros» detendremos la deforestación del mundo por el capital apropiándonos de los libros de las empresas (p. 128). «Nosotros» detendremos las emisiones y la extracción de petróleo. Los siguientes puntos de Malm -muy importantes- ofuscan aún más la ambigüedad de este «nosotros».

Malm se pregunta: ¿Por qué necesitamos al «Estado draconiano» para hacerlo? Las soluciones convencionales y localistas -suplicar a la gente que reduzca sus viajes excesivos y otros hábitos nefastos- funcionarán tan bien como los Estados que piden a sus ciudadanos que amablemente «por favor» se pongan mascarillas durante una pandemia. Eso habría provocado un desastre mucho mayor en 2020. Del mismo modo que los estados han impuesto cierres totales o han dejado sufrir a sus poblaciones, el comunismo de guerra tiene que detener la deforestación por decreto. Y si los estados tienen realmente la capacidad de imponer medidas tan drásticas como estos cierres, ¿por qué no las despliegan cuando se trata del cambio climático?

Las normas de esta índole verán la luz cuando exista una fuerza dispuesta a imponerlas. Malm repasa los ejemplos históricos del trabajo infantil, la jornada laboral interminable y la esclavitud en las plantaciones. Se acabaron por decreto, no por el cambio voluntario de las pautas de consumo o comportamiento empresarial. En el siglo XIX, estas prácticas eran cuestionables, pero no existía un consenso social absoluto sobre que fueran negativas o merecieran la abolición. La percepción consensuada de que son malas se deriva de la imposición estatal. La esclavitud no habría sido declarada un mal universal sin la Guerra Civil estadounidense. El comunismo de guerra, subraya Malm, es la única forma de salvar el planeta, y creará más adeptos a medida que se afiance, al igual que lo hizo la abolición.

Los argumentos de Malm contra el ecologismo hegemónico y localista son importantes. Pero al mismo tiempo descuida el componente de consentimiento que todo uso de la fuerza requiere. La burguesía estadounidense tuvo que construir la coalición republicana antes de poder librar la Guerra Civil. Los bolcheviques tuvieron que ganarse a los consejos antes del comunismo de guerra. Hoy, sin la organización del proletariado (o su equivalente) y la conquista de muchos aliados, la gente experimentaría las políticas de Malm como el «gobierno de los expertos», no como una revolución. Los cierres pandémicos de Covid-19, por necesarios que fueran, son exactamente eso: el gobierno de los expertos. Si la fuerza que pide Malm no se basa en el consentimiento, nos lanzaremos inevitablemente a una espiral descendente hacia la dictadura burocrática. Aclaremos ahora el «nosotros» que estoy utilizando aquí: los intelectuales y activistas que debaten estas cuestiones, es decir, fuerzas similares a las que en instancias históricas anteriores arrastraron a sus sociedades a peligrosos callejones sin salida.

Sorprendentemente, Malm habla de la toma de fábricas sin incorporar a los trabajadores. En efecto, las compañías petroleras deben ser nacionalizadas, como él afirma, y sus recursos convertidos en instalaciones, máquinas y personal para la captura de carbono. Cuando el capital hace algo parecido a la captura de carbono que, según los científicos, es necesaria a escala mundial, hace circular el carbono de vuelta a la atmósfera. No venderlo no sería rentable, demuestra Malm: las empresas no producirán algo que después tendrían que hundir en el suelo. Sólo el Estado puede sumir carbono en el suelo a nivel mundial. Sin embargo, el libro no incluye ni una sola mención a la organización o movilización de los trabajadores de estas empresas para llevar a cabo las nacionalizaciones necesarias. Parece que «nosotros» cargamos con la nacionalización. Pero ¿quién va a dirigir estas empresas después de que «nosotros» las nacionalicemos?

Irónicamente, Malm introduce la sección en la que discute la nacionalización del petróleo con una cita de Lenin contra la burocracia y a favor de la democracia, aunque a medida que avanza su prosa se apoya tanto en el Estado. Sin ninguna articulación de los actores sociales que podrían asumir los procesos de nacionalización, la democracia será una palabra vacía. Se podría objetar que los trabajadores son tan cómplices del capitalismo contaminante que no se puede contar con ellos. Pero negar esa opción no lleva a ninguna parte a la hora de concretar una sustitución social efectiva.

Luego está el problema del propio Palacio de Invierno. Hacerse con el control de un imperio de segunda categoría dio a los bolcheviques la oportunidad de iniciar un experimento socialista a gran escala. Pero sabían que todo se iría al traste si sus instituciones no se extendían más allá de Rusia. Malm se muestra incautamente optimista ante la posibilidad de que una toma del poder revolucionaria no produzca cuellos de botella similares en la actualidad. Pero no especifica qué forma internacional adoptará el comunismo de guerra.

La ecorrevolución o es global o no es nada, pero ¿cómo se logra el comunismo de guerra global en un mundo con unas pocas potencias imperiales, quizá una docena de Estados-nación efectivos y muchas entidades similares a Estados pero ineficaces? ¿A cuántos de ellos habría que asaltar para iniciar siquiera un proceso global? No puede haber una respuesta inmediata a esta pregunta, pero hay que enfrentarse a ella. Lenin se enfrentó a estas preguntas, aunque sin hallar una respuesta definitiva.

El izquierdismo

En resumen, a medida que nos acercamos al final de Coronavirus, clima, emergencia crónica, la estrategia propuesta empieza a parecerse cada vez menos a la práctica histórica de Lenin. Uno podría decir: «Bueno, después de todo estamos en el siglo XXI. ¿En qué podría parecerse a la de Lenin?». Sin embargo, la estrategia de Malm sí se parece vagamente a la de otros revolucionarios del siglo XX (o incluso del XIX), cuyos nombres van apareciendo a medida que va concluyendo el libro, y plantea algunas preguntas inquietantes.

Cuanto más cita Malm a Lenin, más profundo se vuelve el problema. En las páginas 150-154, nos recuerda repetidamente la cita de Lenin sobre las emergencias: debemos actuar hoy, o incluso «esta misma noche». Hay un problema con los horizontes temporales de esta sección. ¿Esta misma noche? ¿Metafórica o realmente? ¿Qué pasaría si una banda de activistas ecologistas asaltara un Estado capitalista central la semana que viene? Probablemente, no cambiaría mucho. Sería rápidamente neutralizada o quedaría atrapada en el famoso «pantano» de Trump.

Tomar el Estado sin implicar a los trabajadores organizados es un callejón sin salida. Por supuesto, no podemos esperar a que surjan soviets o estructuras similares, donde los trabajadores se organicen y preparen una base más democrática para asaltar el proverbial Palacio de Invierno. Pero podemos construir cuadros que les den dirección cuando tales formas de autoorganización empiecen a formarse. Sin embargo, eso no se logrará a través del luxemburgismo, el blanquismo o el guevarismo, las tres referencias históricas que Malm lanza rápidamente a la mezcla al final del libro, sin explorarlas seriamente. Verlas invocadas tan apresuradamente actúa como una señal de advertencia, ya que la sensación de emergencia en ausencia de una clase obrera organizada y de sus cuadros ha conducido con tanta frecuencia a un espontaneísmo y aventurerismo contraproducentes.

Por un ecoleninismo efectivo

Desde la perspectiva de un ecoleninismo eficaz, estas tres estrategias de extrema izquierda deben diferenciarse y manejarse con cuidado. La primera, sostengo, debe verse como un aliado. Necesitamos el espíritu de Rosa Luxemburgo y algunas de sus técnicas de movilización. Pero no serían suficientes sin una organización de masas dirigida por cuadros. Luxemburgo tenía profundas objeciones a los métodos organizativos y estratégicos de Lenin. Sin embargo, una organización eficaz que respete la autonomía de sus componentes requiere la absorción del luxemburguismo en el leninismo.

 La segunda opción de extrema izquierda debe rechazarse siempre. El blanquismo se asocia sobre todo con el golpismo de arriba abajo. Cuando implica una acción ascendente, ésta se produce a través de revolucionarios profesionales que electrizan a las masas mediante acciones provocadoras. La crítica de Lenin al revolucionario profesional Blanqui se dirigía precisamente a esa dependencia de la provocación y la acción descendente. Los bolcheviques organizaban y movilizaban a través del debate consciente (en su mayoría), dando ejemplo, ofreciendo soluciones concretas a problemas concretos y educando. No a través de la provocación.

En cuanto a la tercera opción, muchas circunstancias exigen una respuesta guevarista (acción, incluso violenta, de células muy selectas). Pero tampoco puede constituir la columna vertebral de una revolución ecológica. Cuando la acción de las células fracasa, los cuadros, militantes, activistas y comunidades deben contar con una organización teóricamente equipada a la que recurrir: una organización que pueda ayudarles a entender lo que ha ido mal y a averiguar qué hacer a continuación.

Sin los cuadros necesarios, cualquier llamamiento a que actuemos «esta misma noche» sólo puede conducir a las estrategias sin salida antes mencionadas. Un plazo más realista para sentar las bases de un ecosocialismo sostenible es de al menos cinco a diez años, el tiempo que tardó Lenin en crear sus cuadros. Podría parecer que se puede hacer más rápido en las condiciones actuales, relativamente más democráticas y virtualmente conectadas. Pero la escala global de organización necesaria nos retrasará. Especulaciones aparte, hay innumerables agrupaciones ecosocialistas en todo el mundo que necesitan fundirse en una vanguardia. Esa vanguardia tiene que incluir a los trabajadores de las empresas más clave para una revolución ecológica (o, cualquiera que sea el equivalente social de los trabajadores). Y una cosa es segura: esos cuadros no se constituirán de la noche a la mañana.

Cuando Lenin escribió “tenemos que actuar esta misma noche”, era el otoño de 1917. Se dirigía a un pueblo que ya estaba en plena revolución. Ese llamamiento se produjo tras más de 10 años de organización y meses de elaboración estratégica en los «soviets» de Petrogrado y Moscú. Era un llamamiento táctico, no estratégico, aunque Lenin carecía en ese momento de una diferenciación operativa entre ambos, y le correspondió a Trotsky vincularlos y marchar decisivamente sobre el Palacio de Invierno.

Si no equilibramos cuidadosamente una estrategia de masas con tácticas oportunas, podría sobrevenir un giro demasiado fuerte hacia el comunismo de izquierdas o “izquierdismo”. Un giro tan desafortunado del movimiento podría conducir a décadas de dispersión, desmovilización y desmoralización, como ocurrió en Estados Unidos después de los años 60, cuando, no lo olvidemos, muchos de los que encabezaban el comunismo de izquierdas estadounidense se llamaban a sí mismos leninistas. En el caso del movimiento ecologista actual, una década de desmoralización sería fatal.

Neoleninismo: una economía híbrida y una estrategia compuesta

El enfoque más amplio de Malm no tiene por qué llevarnos por los caminos estratégicos del izquierdismo. Sin embargo, el marco de Corona, Clima, Emergencia Crónica introduce serias limitaciones en el ámbito económico con su dependencia exclusiva del Estado. Es problemático equiparar el leninismo con una sola política económica. Lenin pudo cambiar rápidamente de un socialismo más auténtico, basado en el poder de clase, en los meses posteriores a octubre de 1917, al comunismo de guerra durante 1918-1921, a la NEP relativamente más orientada al mercado después de 1921.

Lo que define al leninismo no es una doctrina económica específica, sino la cuestión de la dirección proletaria del «pueblo». Lo que sea que gane y sostenga tal dirección (y construya el socialismo a largo plazo) es la política económica leninista. Nuestra situación ecológicamente traumática podría requerir un mayor recurso a políticas similares al comunismo de guerra, en comparación con la década bolchevique. Aun así, siempre tendrán que sintetizarse con otras políticas.

El planeta está literalmente ardiendo y no queremos esperar más. La sensación de emergencia está en el aire. Sin embargo, sin cierta preparación, cualquier acción alarmista supondría un suicidio político, económico y social. ¿Cómo navegar por un capitalismo global mucho más complejo que en tiempos de Lenin, a pesar de nuestra extrema falta de preparación y de la desorganización de la clase obrera?

Esta estrategia necesita evaluar qué tipo de fuerza social podría asumir el papel que la clase obrera desempeñó en la década bolchevique de 1917-1927. Los sustitutos ofrecidos en las últimas décadas -la juventud, la multitud, la nación, el pueblo- no han estado hasta ahora a la altura de lo prometido. Esto requiere un análisis exhaustivo no sólo del capitalismo global contemporáneo, sino de las instituciones políticas y sociales que lo sustentan.

Estos hilos interrelacionados sólo pueden entretejerse potenciando aún más la organización y las luchas en curso por los objetivos ecológicos a escala local, nacional y mundial. No hay forma de concretar ninguna de ellas de forma aislada y al margen de la práctica política. Nuestra tarea más inmediata es desarrollar una estrategia de este tipo.

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