Traducción por Margo
Si la extrema derecha contemporánea se propusiera reescribir el Manifiesto del Partido Comunista, probablemente empezaría su rendición de los males ‘globalistas’ contemporáneos con esta misma declaración. Para la extrema derecha, la transmisoginia expresa una forma de violencia con la que enderezar un mundo en el que las cosas se han torcido. En 2022, en el punto álgido de las guerras culturales de la alt-right estadounidense, Nick Adams —un autoproclamado ‘macho alfa’, respaldado por Trump y uno de tantos trolls de la manosfera en Internet— tuiteó: ‘Empieza con Fortnite y las alitas de pollo sin hueso. Termina con los pronombres de género y el comunismo’. Esta declaración es tan absurda como trágica y, siento decir, sintetiza perfectamente el modo en que la extrema derecha mapea las operaciones del fantasma del género que se cierne sobre la sociedad.
Los discursos más serios de los líderes políticos de extrema derecha están poblados de expresiones parecidas, que se han convertido en ideología de Estado. Ese mismo año, Giorgia Meloni —que pronto se convertiría en la primera ministra de extrema derecha de Italia— habló en un acto en apoyo de Santiago Abascal y Macarena Olona, respectivamente presidente y candidata regional del partido de extrema derecha español, Vox[1]. Meloni empezó denunciando ‘la globalización sin reglas y el triunfo de la economía financiera sobre la economía real’, que ella identificaba como las principales formas de la dominación social contemporánea. Después pasó a atacar la ‘ideología ecológica’ de Greta Thunberg, afirmando que subordinaría el futuro socioeconómico de Europa a los interesas imperialistas de China y Rusia.
Sólo el programa político de la extrema derecha, argumentó, era capaz de defender el trabajo protegiendo a los emprendedores autóctonos —la presunta fuente de la vitalidad y la riqueza europeas. Sin demora, se volvió hacia la ‘ideología de género’, denunciándola como parte de la ‘ideología dominante’ promovida por fuerzas ocultas. Tal y como lo plantea Meloni, esta ideología sería ‘el intento de dar una gran motivación a intereses siniestros, para destruir la identidad, la centralidad de la persona, los logros de nuestra civilización, para poder engordar a las grandes multinacionales de lo indiferenciado, de los sintético, de la riqueza que unos pocos tienen en la piel de muchos’.
La expresión de Meloni tiene fuerza por cómo enmaraña el espectro entero de la crítica de la globalización desde la extrema derecha con una crítica de la ideología de género. La transformación de cuerpo en riqueza —‘la riqueza en la piel de muchos’— ilustra cómo, en un gesto común que atraviesa todos los discursos de la extrema derecha contemporánea, transforma las luchas feministas, queer, decoloniales y antirracistas en vectores de la dominación neoliberal. En la rendición de Meloni, la ideología de género amenaza con disolver a ‘la mujer’ tal y como se define por la ‘maternidad’, contribuyendo así al auge de un ‘individuo indiferenciado’ —uno que ella corre a identificar como ‘masculino’. Esta es su versión de una política basada en la recuperación de una polaridad de género a través del maternalismo, una postura históricamente consistente en las ideologías de extrema derecha y, ahora, perversamente racializada en reacción a la decreciente tasa de natalidad en Italia.
Para Meloni, defender a las mujeres significa protegerlas de los migrantes —bienvenidos, afirma ella, por la izquierda— que no sólo amenazan a ‘nuestras mujeres’, sino nuestros trabajos. Esto, argumenta ella, crea una nueva ‘esclavitud’ a manos de las ‘grandes conglomeraciones económicas’, a las cuales el trabajo autóctono europeo queda sujeto. Sólo Fratelli d’Italia y Vox, concluye, pueden ‘defender la libertad del pueblo, el derecho de los trabajadores y la riqueza que los negocios generan cuando se les permite operar y contratar’.
Los ‘miedos’ despertados por el fantasma del género, que Meloni entreteje con tanta elocuencia en la cosmovisión de su partido, son especialmente capciosos. Sirven para vincular fenómenos contemporáneos dispares en una única causa explicativa global. Judith Butler se ha referido con propiedad a la operación del Género como un ‘fantasma’ y como un campo ideológico capaz de darles forma a una ‘multitud de pánicos modernos’[2]. De este modo, Butler afirma, una se encuentra con que ‘el género roba identidades, con que es una farsa, con que es una forma de colonización, con que invade la esfera pública como los migrantes indeseados, con que representa el auge de poderes totalitarios, o con que marca los extremos del hipercapitalismo’.
Para la extrema derecha, la abstracción vacía, sedienta y peligrosa llamada ‘Género’ —y las transformaciones sociales que se dice que acarrea— se convierte en el aspecto saliente de una sociedad colonizada por élites financieras globales del neoliberalismo. En esta rendición, el ‘fantasma del género’ es la cara oculta de un orden global liberal consolidado bajo las estrategias imperialistas de EEUU posteriores a la Segunda Guerra Mundial, erosionando aún más la posición geopolítica de Europa como un actor global. Pero, ¿cómo articula ideológicamente el fantasma del género estas afirmaciones?
1. Tres autonomizaciones, malas abstracciones e inversiones capitalistas
Para comprender cómo los videojuegos online y la carne procesada llegan a indicar tanto la disolución del género como el fantasma del comunismo, tenemos que examinar cómo la transfobia de extrema derecha vincula la presunta subsunción tanto de los órdenes culturales (videojuegos) como los órdenes naturales (pollo) bajo las ‘malas abstracciones’ del capitalismo. Estas abstracciones, en la rendición de la extrema derecha, erosionan lo que, de otro modo, deberían aparecer como órdenes políticos y económicos autónomos.
En el aparato ideológico de la extrema derecha contemporánea, lo Trans —el extremo final de las operaciones del Género— se concibe como el resultado de la autonomización del proceso de la reproducción sexual (esto es, la reproducción biológica de cuerpos humanos) respecto al proceso de la diferenciación sexual (la organización de la diferencia social de acuerdo con un binomio macho/hembra arraigado en el ‘sexo’). Esta desvinculación ‘libera’ la diferenciación sexual para que sea colonizada por la abstracción del Género. El Género, que ahora aparece como pura ideología, se repliega en el sexo, transformando y distorsionando su aparente carácter concreto. ‘Sexo’ se entiende aquí como un manojo de órganos reproductivos, composiciones hormonales y atributos genéticos organizados según el binomio macho/hembra.
Para la extrema derecha, esto supone una inversión de las determinaciones naturales. Alguna vez, el carácter concreto de la diferencia sexual macho/hembra determinó el orden abstracto de los roles de género masculinos/femeninos. Ahora, las formas ideológicas —lo que Kathleen Stock, la infame profesora de Sussex conversa a la transfobia, llama el ‘delirio trans’— determinan la naturaleza misma. De acuerdo a un amplio abanico de discursos de extrema derecha, este proceso queda posibilitado por dos dinámicas interconectadas típicas de las sociedades capitalistas tardías: la mercantilización de la cultura y la mercantilización de la naturaleza. Exacerbadas por las redes sociales y los foros online, un número infinito de identidades toma forma, proliferando en una producción interminable de mercancías culturales —mercancías que aparecen disociadas de cualquier valor social sustantivo o concreto.
Sin embargo, este proceso depende de una transformación más profunda: la mercantilización de la naturaleza. Para la extrema derecha, esto no significa más que la idea de que el capital ha transformado en mercancía cualquier pedazo de materia que ha quedado a su disposición. Esta subsunción total bajo el capital queda reflejada para la extrema derecha en lo trans puesto que, por encima de todo, el ‘sexo’ era la última frontera ahora colonizada por un mercado global motivado por la sed de ganancia. La extrema derecha contemporánea suele vincular esta transformación a la reconstrucción de Europa tras la Segunda Guerra Mundial bajo la influencia de EEUU. Lo que empezó como la penetración en el hogar de los bienes de consumo mercantilizados —las lavadoras, por ejemplo— ha alcanzado las capas más íntimas del cuerpo, ejemplificado por la disponibilidad generalizada de anticonceptivos como la píldora. Los contraceptivos, como muchos influencers de extrema derecha creen, suspende la relación entre el sexo como algo que hacemos y el sexo como algo que tenemos; y hacen que haya mujeres perversamente ‘libres’ sólo para que abusen de ellas hombres que buscarán gratificación sexual sin compromiso, incapaces de cultivar una ética de la responsabilidad apropiada. En este mundo distorsionado de la política de la liberación postsexual, cree la extrema derecha, el sexo se convierte en una mercancía: lo intercambias por dinero como compras palomitas.
Pero la extrema derecha vincula las operaciones del género, considerado una mistificación ideológica, a una transformación más fundamental en las relaciones de producción. En su narrativa, lo Trans aparece como la forma ideológica de un cambio estructural más profundo: la autonomización de la esfera de la circulación respecto a la de la producción. En el ciclo del capital industrial, la circulación toma la forma de capital dinerario y capital mercantil. Lo que la disolución del género señala es la prevalencia del capital como un ciclo autorreforzante de acumulación improductiva —operando, según afirman, no sólo aparte del capital productivo, sino en oposición a él. Esto nos devuelve a la cosmovisión productivista que apuntala la economía política de extrema derecha.
Para la extrema derecha, esto supone otra inversión de un orden natural. Donde alguna vez la producción —directamente dedicada al capital fijo y el trabajo— determinó la función del dinero y el valor de las mercancías, ahora los capitalistas financieros y mercantiles se expanden globalmente, disociados del papel productivo del trabajo. Su fluidez les permite saltarse un momento en la reproducción del capital y subordinar la producción a sus propios fines especulativos. En este contexto, la proliferación de pronombres de género se ve como un síntoma de un estado de dependencia generalizada. Se leen como personificaciones del capital mercantil, como agentes de capitalistas mercantiles sólo preocupados por adelantar una ganancia promoviendo sus productos en todo mercado a lo largo y ancho del mundo: flotando, desarraigados, multiplicándose sin fin. Vivimos, según esta cosmovisión, en la liquidez de una sociedad del consumo —una que erosiona el carácter arraigado del trabajo productivo y la personalidad empresarial.
Tal y como lo plantea Meloni, tras el género como ideología subyace el objetivo de hacernos ‘esclavos y simples consumidores a merced de los especuladores financieros’[3]. El bucle de retroalimentación se ha completado: el dinero, por medio de las empresas globales, impone sus intereses a escala mundial, anegando el globo en un mar de mercancías inútiles —producidas no para alcanzar fines sociales, sino para absorber capital especulativo. Entre estos nuevos mercados, uno de los más rentables sería el del sexo.
Pero, ¿qué tiene esto que ver con el comunismo? Para comprender cómo las narrativas de extrema derecha europea contemporáneas reformulan el aparente éxito del neoliberalismo como la consumación del comunismo, tenemos que volver sobre los debates que tuvieron lugar en Francia a finales de los 1970s, en especial entre los miembros de la Nouvelle Droite.
2. La economía totalitaria
En 1979, la revista intelectual de la Nouvelle Droit, Élements, publicó un número titulado La economía totalitaria [L’Économie Totalitaire]. El editorial —firmado por Alain de Benoist bajo el pseudónimo de Robert de Herte— presentaba un juicio deciviso: los 1970s marcaron la consolidación de la era del homo œconomicus. Para de Benoist, esta figura representaba el término final de una lógica sociopolítica en la que la esfera económica se había convertido en la única medida legítima para el valor, la felicidad y el progreso humanos. Para el intelectual de extrema derecha francés, esto significaba que “las ‘leyes del mercado’ —es decir, la ley de los comerciantes— han tomado prioridad sobre los imperativos de la soberanía nacional, de la preservación y transmisión de la herencia, del arraigo de las culturas’.
Más tarde, a lo largo de los 1980s, quien desarrolló más consistentemente estos temas fue Guillaume Faye[4]. En su trilogía de la década de los 80, Faye estableció los fundamentos para la crítica por el GRECE [Grupo de investigación y estudios para la civilización europea] hacia la ‘civilización occidental-americana’ como una nueva forma de imperialismo, que Faye distinguía de la herencia europea y formas de imperio más viejas. Para él, el rasgo definitorio de las sociedades postindustriales que proliferaban por todo el globo era su incipiente ideología del ‘economismo’: lo que él describía como una reducción del individuo a un único imperativo —el económico— y la consolidación de una ‘sociedad del mercado’ en la que consumidores, personas dependientes, sujetos asegurados y burócratas habían sustituido a los empresarios, productores y ciudadanos como la base política de la nación.
Para Faye, la nueva sociedad del consumo que surgía en una Europa en vías de desindustrialización significaba una penetración más profunda de valores mercantiles, de la homogeneización y la masificación en comparación con la era fordista. Mientras que la sociedad de masas de los 1950s y 1960s se centraba en la producción estandarizada de la misma mercancía, la nueva sociedad del consumo se caracterizaba por la incorporación de la política sesentayochista: un individualismo radical, una identidad afirmativa y un hedonismo anticapitalista que buscaban romper los moldes de la personalidad autoritaria inherente al modelo fordista.
Aunque el tiempo de las estrategias industriales ya había quedado atrás, Faye defendía que una forma de economismo más abarcante dominaba la sociedad —ahora oculta, pero actuando como su lógica evaluadora [valuating] dominante. Esta lógica de homogeneización material e ideológica, descentralizante y ocluida, es a lo que él llamaba ‘el Occidente’: un sistema espacialmente a la deriva, que opera como un ‘no-lugar’ con su epicentro en Estados Unidos.
De acuerdo a Faye, esta sociedad del mercado no indica un avance civilizatorio, sino una regresión hacia una ‘sociedad primitiva’. Lo llamaba una forma de neofeudalismo, gobernada por empresas transnacionales y posibilitada por la disolución de ‘cuerpos intermediarios’ —anclajes culturales como la familia tradicional y las comunidades étnicamente organizadas. El primitivismo de las sociedades neoliberales está acompañado por un viejo tropo: la feminización. Esta idea apunta a la ampliación de la dependencia material, una proximidad excesiva a una existencia gobernada por los deseos fluctuantes del cuerpo —incapaz de distinguir entre necesidades y deseos, excluida de este modo de cualquier forma de agencia histórica. Esta ‘feminización’ contrasta crudamente con un orden cultural que reprime algunas formas de deseo en favor de la soberanía del sujeto que apuntala la autonomía de una comunidad política.
Este tropo, quizás sin intención de ello, se rearticuló en términos psicoanalíticos y ganó popularidad con la obra de Christopher Lasch a lo largo de los 1960s y 1970s, culminando en su libro La cultura del narcisismo, publicado en 1979. El libro influyó a toda generación de pensadores, tanto de izquierdas como de derechas, que buscaba captar las transformaciones sociológicas traídas por la recién consolidada hegemonía estadounidense a medida que la Guerra Fría se intensificaba, incluyendo la caracterización de ‘el Occidente’ de Faye mismo. La noción del primitivismo occidental formulada por este último conecta con el diagnóstico por Larsch de la persistencia del ‘complejo narcisista’, una idea que los intelectuales de la extrema derecha francesa radicalizaron.
En un orden social así, la ‘autonomía’ de lo político, necesaria para la consolidación de un ‘Estado soberano’ capaz de dictar el destino histórico de su pueblo, quedó remplazada por un Estado habilitante [enabling], ‘primitivo’ y dependiente —al que Faye y de Benoist, en otros escritos, han llamado ‘Estado Providencial’. El Estado Providencial, el término que este par usó para referirse al emergente Estado neoliberal postindustrial, era un Estado ‘feminizado’ para una ‘sociedad feminizada’, que fusionaba los dominios de la dependencia material y la autoridad política, articulando en consecuencia una estructura social totalitaria de autosatisfacción sin fondo y dependencia total reducida a una existencia puramente económica.
Esto es el comunismo consumado a través del neoliberalismo: en un contexto así, el Estado queda ‘capturado’ por poderes económicos faccionales. Desde arriba, las facciones no productivas de ‘financieros’ y capitalistas mercantiles. Desde abajo, los interesas faccionales del ‘lobby antirracista’, el ‘lobby queer’, el ‘lobby trans’. Juntos, dan lugar a las dos caras de un nuevo imperialismo estadounidense. La rendición de Faye cualifica así el infame ‘mar de conocimiento’ de Hayek como, en realidad, un ‘sentimiento oceánico’ generalizado de omnipotencia y existencia indiferenciada, un vestigio del ‘sentimiento de Yo primitivo’ relacionado a la ‘madre’ feminizada.
Todo este proceso se mapea sobre una tercera autonomización e inversión: la autonomización de la forma Estado respecto a sus fundamentos políticos etnoculturales concretos y su subsunción bajo la comunidad universal del ‘mercado mundial’. Lo que resulta aquí es una inversión de los órdenes político y económico. Alguna vez, afirma la extrema derecha, el Estado político se volcó en la consolidación de una comunidad productiva nacional o regional y determinó las operaciones de ‘la economía’ de acuerdo con las necesidades concretas de su pueblo, que era cultural (y étnico) en esencia. Ahora, los intereses financieros globales, que actúan como una oligarquía de las grandes finanzas, se imponen sobre el Estado, lo cual revela la disolución de la necesaria separación entre los órdenes político y económico.
Desde la mercantilización de la naturaleza y la cultura hasta la erosión de la soberanía estatal, lo que la extrema derecha ‘desvela’ en el proyecto de la liberación sexual que culmina en la afirmación de que la gente trans existe es una condición de dominación social generalizada. En este mundo invertido, la gente trans y queer son tanto la personificación como el agente de la dominación, que trabaja en conjunto con las élites políticas globalistas, las empresas multinacionales y el contubernio de marxistas culturales que se esconden detrás, tirando de los hilos
Las tres autonomizaciones trazadas más arriba que, como he argumentado, articulan la transmisoginia de extrema derecha como una crítica antisistema de las nuevas formas del ‘imperialismo occidental’, tienden a solaparse con críticas de izquierdas al capitalismo tardío bien establecidas. Este aparente rechazo a subordinarse a los imperativos del orden capitalista global ha atraído a muchos bajo su ala, contemplando la idea de que quizás la extrema derecha está acertando en algo verdadero sobre el mundo presente, en el que los mercados financieros globales parecen imponer despiadadamente sus interesas a expensas de las necesidades de los muchos. Pero, quizás, la verdad que la transmisoginia expresa yace en otro lugar.
3. Crisis del capital, crisis del género
La transmisoginia es ideológica, pero se envuelve de verdades prácticas, por muy mistificada que sea la forma en que representa dichas verdades. De hecho, los atributos fenomenológicos de tal orden de cosas torcido se corresponden con la forma de aparición de las contradicciones internas al modo de reproducción social capitalista y sus tendencias a la crisis.
La tendencia a la crisis del modo de reproducción social capitalista se deriva de la asimetría y contradicción entre la producción de necesidades sociales como mercancías y la producción de plusvalor resultante de la incorporación del proceso de trabajo en el proceso de valorización[5]. El molino de la producción y la competencia entre capitalistas fuerza un aumento en la productividad del trabajo por medio de un aumento constante en la producción de mercancías. Esto, a su vez, reduce la magnitud de plusvalor realizado por medio de cada mercancía en el intercambio, empujando a los capitalistas individuales hacia la sobreproducción, hacia la penetración en mercados lejanos, hacia la creación de nuevos mercados, así como hacia la inversión en tecnologías que ahorran mano de obra cuando los costes salariales son elevados y expulsan a la mano de obra de la producción.
Además, cuando más intensamente se siente el imperativo de realizar ganancia o perecer, el proceso de producción intensifica su sesgo estructural hacia el abandono de ciertos mercados para los que la extracción de plusvalor es inversamente proporcional a la inversión en capital variable, o en los que los aparentes límites naturales absolutos tienden a condicionar la extracción de plusvalor —tal es el caso de muchos servicios personales a los que llamamos ‘cuidados’, así como el de la producción agrícola. Por si esto fuera poco, a medida que la rentabilidad disminuye tanto en las manufacturas como en los servicios, queda un exceso de capital en forma de dinero que busca unos tiempos de rotación más rápidos a través de canales especulativos. El capital financiero aparece cada vez más separado de su valorización productiva, a la vez que realiza cada vez más rápido retornos sobre la ganancia a través de la especulación e inversiones cada vez más arriesgadas.
Todo este proceso, diseminado por una multiplicidad de ‘economías nacionales’, se sustenta en y contra la comunidad global del mercado mundial, implicando a los Estados nacionales y las organizaciones supranacionales en un conjunto contradictorio de medidas políticas y económicas capaces tanto de proteger los mercados domésticos como de abrirlos a la inversión extranjera. Mientras las tendencias a la crisis empujan a los capitalistas hacia la sobreproducción, socavan aún más la relación entre el crédito y la explotación, amenazando con hacer que el dinero se vuelva superfluo como una forma de riqueza abstracta al debilitar su relación con su fuente: la fuerza de trabajo empleada productivamente, pero cada vez más expulsada del proceso de trabajo.
Bajo tales condiciones, los Estados capitalistas luchan entre sí a través de estrategias subimperialistas e intraimperialistas, a la vez que intentan asegurar condiciones favorables para la explotación en casa y en el extranjero, de manera que la acumulación capitalista queda integrada de nuevo con el proceso de reproducción social al nivel nacional. En tanto que nodo político de las relaciones clasistas de explotación, el Estado capitalista se vuelve un momento necesario de la consolidación y reproducción del mercado global, al tiempo que aparece como subordinado al poder abstracto y descentralizado del dinero.
Este es el carácter paradójico y contradictorio del capitalismo como modo de reproducción social: una tendencia a disociar la acumulación monetaria de la acumulación productiva impone simultáneamente una presión a la baja sobre la producción y una presión al alza sobre la productividad futura del trabajo, resuelta por medio de un aumento en la producción de mercancías y las inversiones especulativas, que exacerba las condiciones de crisis y vuelve a iniciar el ciclo anterior. En el mundo tal y como es, las tendencias a la crisis del capital se manifiestan como un número cada vez mayor de individuos expulsados de unos salarios que se encogen o en una relación precaria a ellos como poblaciones excedentes. La gente parada aparece apostada junto a un océano de mercancías aparentemente ‘inútiles’ y excedentes que saturan viejos mercados y crean otros nuevos. Un dinero excedente ‘parado’ inunda los bolsillos de un número cada vez menor de inversores, mientras que unas medidas estatales excedentes parecen mezclarse con los asuntos privados en nombre de intereses económicos —todo esto mientras aumenta aún más el número de necesidades abyectas, o bien completamente expulsadas del ciclo de la acumulación capitalista, o bien producidas en una condición tal que el acceso a ellas resulta demasiado caro para la mayoría.
La intensificación de las crisis capitalistas envuelve cada vez a más gente en lo que Emma Heaney caracteriza como un proceso materialista doble de diferenciación sexual[6]. Al expandir el dominio de las necesidades abyectas para que se organice por fuera de un mercado que no logra satisfacerlas, un amplio abanico de individuos se involucra necesariamente en actividades reproductivas no asalariadas. Al ampliar el número de gente desposeída de los medios de producción y atrapada en relaciones de clase sin salario —o con un salario por debajo del mínimo para cubrir sus necesidades— cada vez más individuos quedan expuestos a una violencia arbitraria ejercida por aquellos de quienes se vuelven dependientes o codependientes, haciendo que su existencia quede cada vez más marcada bajo el orden simbólico de la penetrabilidad. Lo que este proceso materialista conjunto de feminización saca a la luz es la situación paradigmática de dependencia incompleta y separación incompleta por medio de la cual nuestras vidas subsisten cuando nos volvemos un momento de las estrechas condiciones de reproducción del capital. También expresa la forma de la relación capital-trabajo que subyace a la lógica de la acumulación.
Esto resulta en una politización incrementada del modo de reproducción social capitalista, donde la intensificación de la lucha de clases se manifiesta a medida que individuos y colectivos negocian la reorganización de sus necesidades en y contra el capital, redefiniendo los contornos de las formas políticas, económicas e ideológicas. Heaney argumenta que es el entrelazamiento de estos dos procesos el que ontologiza la diferenciación sexual sin la ideología de lo cis. La ideología de lo cis viene post festum, como una entre otras posibilidades para la pacificación temporal de los antagonismos de clase liberados en este constante cambio de forma del proceso de reproducción social. Al atribuir a un hecho biológico presocial algo que pertenece a la historia humana, la ideología de lo cis oscurece la base material del proceso de diferenciación sexual, interiorizándolo como el destino de unas pocas personas, quizás condenadas por naturaleza.
La posibilidad de que el trabajo humano, en cualquier forma, pueda entrar en una relación metabólica con el mundo exterior de un modo diferente al de su disfrute productivo ‘útil’ —esto es, como un momento del proceso de valorización— y que esta relación pueda cambiar lo que concebimos como ‘natural’: a esto le teme la transfobia de extrema derecha. Las abstracciones denunciadas por la transmisoginia de extrema derecha, sobre las que esta mapea lo trans, no son la manifestación de un orden capitalista que florece en la mercantilización sin fin de toda la vida sobre la tierra. Más bien, pertenecen a la manifestación de la contradicción entre las expansivas y casi infinitas formas que la riqueza puede tomar históricamente a medida que enriquece la vida humana y las condiciones estrechísimas bajo las que el valor las toma en cuenta. La no-coincidencia entre estas dos formas de riqueza las hace tales que, a medida que la brecha entre las dos se agranda, aparece en todo intento de cerrarla o superarla un repertorio más amplio de formas sociales e ideológicas. De este modo, lo trans, paradójicamente, desvela el doble vínculo de la emancipación moderna, perpetuamente suspendida bajo las condiciones capitalistas tardías. La posibilidad de cambiar la materialidad y significación social del sexo señala una autonomía brindada por la maleabilidad de la ‘naturaleza humana’ y materializada por medio tanto de nuestra capacidad de darle forma al mundo que nos rodea como de nuestra constitución social. Sin embargo, esta autonomía, o momento de aparente separación respecto a un orden naturalmente dado, lleva la marca de la condición de dependencia, bajo la cual la transición tiene lugar material y socialmente. Lo que los fascistas odian es el rechazo a romper esta tensión entre dependencia y separación, puesto que revela un destino compartido, por muy mistificado que esté. La contradicción en movimiento del capital, donde una relación de dependencia mutua entre capital y trabajo sólo se sustenta por medio de la aparente automatización tendencial del capital respecto al trabajo a condición de que la dependencia del trabajo sobre el capital se vuelva generalizada, aparece de este modo como la autonomización en movimiento explicada más arriba.
La transmisoginia de extrema derecha resuelve esta tensión por partida doble: en primer lugar, al colapsarla en una escena de dependencia material total; en segundo lugar, eliminando sus sujetos. De este modo, la transmisoginia retraduce las tendencias a la crisis inscritas en el modo de acumulación capitalista en una crisis de órdenes de género. También traduce la violencia de tales crisis, a la que Marx y Engels se refieren como ‘un estado de momentánea barbarie’, como una violencia antitrans en defensa de la naturaleza. La alternativa ‘antiglobalista’ de extrema derecha al orden global liberal en crisis pasa por una serie de inversiones políticas y violentas de este mundo ‘torcido’. En primer lugar, al vincular la reproducción sexual a la diferenciación sexual, el sexo al género, la extrema derecha busca estabilizar políticamente la esfera antagonista y en expansión de las necesidades abyectas a través de una naturalización ideológica de roles de género externos pero complementarios a la reproducción social por medio del mercado. Esto se consigue, así argumentan, llevando al mercado ‘fuera’ de sus negocios improductivos y antinaturales. La valorización ideológica del llamado trabajo ‘productivo’ que traerá consigo este orden de cosas preferido pone a disposición para la explotación a una mano de obra autóctona a través de su empleo productivo, ‘vinculando así la circulación a la producción’, restaurando el consumo al trabajo y cerrando el proceso de reproducción social.
Este proceso vendría a completar la violenta y desnuda integración de la reproducción social dentro de los límites de estas dos esferas de actividad social. Primero, el sexo; luego, el trabajo; por último, la nación. El Estado queda liberado. Estas dos inversiones ideológicas vuelven a vincular el Estado al ‘pueblo’, restaurando la aparente autonomía de los órdenes político y económico, tan preciados para el Estado neoliberal y tan necesarios para crear las condiciones de la futura inversión productiva. Ahora, la santísima trinidad de la extrema derecha aterriza con toda su fuerza en el mundo plagado de conflictos del capital, para aplanar sus contradicciones. Pero, al hacerlo, restablece las condiciones para que el imperio del dinero refuerce su dominio sobre la reproducción de la vida en la tierra. Esta es la manía delusiva [delusional mania] sobre la que escribió Adorno, una que se convierte en ‘el sustituto del sueño de que la humanidad organice humanamente el mundo, un sueño que el mundo efectivo de la humanidad está erradicando resueltamente’[7].
[1] Meloni, Giorgia. 2022. ‘Una grande Giorgia Meloni interviene a Marbella, in Spagna, insieme ad Abascal e agli amici di Vox’. 14 de junio. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=2sJ_4UNhocU
[2] Butler, Judith. 2024. Who’s Afraid of Gender? Penguin Books. [Hay traducción al castellano como Butler, Judith. 2024. ¿Quién teme al género? Ediciones Paidós]
[3] Discurso completo de Giorgia Meloni en el XIII Congreso Mundial de la Familia, Verona 2019. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=0wqovctNVrg
[4] En obras menos conocidas como Contre l’économisme: principes de l’économie politique (1983), La nouvelle société de la consommation (1984) y L’Occident comme décline (1984), Faye desarrolló los argumentos clave a los que se les da cuerpo más abajo. Junto a Alain de Benoist, Dominique Venner, Giorgio Locchi, Maurice Rollet, Pierre Vial y Jean-Claude Valla, Faye se unió al movimiento en 1970 y se convirtió en una figura central de su desarrollo de un pensamiento etnopluralista. Siguió siendo influyente hasta el 2000, cuando se le expulsó por sus posiciones cada vez más nativistas y étnicamente esencialistas, que rechazaban la trayectoria más ‘metapolítica’ de Benoist. Este cisma coincidió con el auge del movimiento identitario europeo, donde la crítica etnocultural de Faye a una Europa ‘occidentalizada’ y ‘globalizada’ sigue siendo central para la articulación de la narrativa de la colonización invertida que ahora estaría visitando a Europa.
[5] Clarke, Simon. 1994. Marx’s Theory of Crisis. St. Martin’s Press. [Hay traducción al castellano como Clarke, Simon. 2024. La teoría de la crisis en Marx. Irrecuperables]
[6] Heaney, Emma. 2024. Feminism against Cisness. Duke University Press.
[7] Adorno, Theodor. 1959. “The Meaning of Working Through the Past,” p. 97. En: Critical Models: Interventions and Catchwords. Traducido por Henry W. Pickford. Columbia University Press.