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La escuela pública en los márgenes

Pepe del Amo

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Contradicciones de la función docente

Si bien el estado actual de la escuela es una preocupación social cada vez más recurrente a nivel general, ésta parece vivir un cierto estado de enquistamiento a nivel teórico. Quizá se trate de una larga resaca a consecuencia de los grandes avances en materia de sociología educativa a finales del último siglo o, simplemente, en el caso de la educación pública, se deba a que el estado de permanente defensa impide dilucidar o sacar a la palestra fuertes elementos de crítica interna. El debate social se centra en lo puramente cuantitativo y en las, citan los informes, alarmantes muestras de bajada en el nivel académico del alumnado. El debate educativo en los últimos años, por el contrario, sufre un cierto eclipsamiento de lo pedagógico con respecto a otras líneas teóricas clásicas. Sin que sea objeto de este artículo, cabe mencionar cómo la centralización del debate escolar en las prácticas pedagógicas (ya sea para propuesta de unas o para la crítica de otras) es síntoma de los fuertes procesos de individualización social: una forma de privatización del malestar general.

Este texto, por el contrario, nace de la contradicción diaria entre la función docente y la reflexión teórica o, más concretamente, de cómo se ensamblan determinados conceptos y planteamientos en el ejercicio diario de la profesión y cómo resulta imposible hacerlo sin contradicciones internas. Si bien parte de multitud de conversaciones y debates inacabados entre el profesorado, no tiene como objetivo ser un debate profesional o corporativo, sino plantear cuestiones de discusión a nivel social general. En el terreno de lo concreto y lo personal, ha de situarse en uno de los llamados “centros de difícil desempeño” de la CAM. Por situado no ha de confundirse con minoritario, pues muchas reflexiones son extensibles a cualquier ámbito escolar y, por lo general, a cualquier escuela situada en un barrio de clase trabajadora.

Reproducción e integración

No es objetivo de estas líneas tratar en profundidad el viejo debate de la integración o reproducción social en la escuela. Pero sí conviene hacer un par de apuntes sobre cómo, en momentos de descomposición social, las premisas teóricas se vuelven más lábiles. Entramos en el terreno de la contradicción.

A modo de simplificación, diremos que las posturas socialdemócratas clásicas defienden o defendían el papel de la escuela pública como institución que origina o propicia la integración social de los individuos. La escuela sería, por tanto, y en sus propios términos, una “escuela de ciudadanía”. Esta postura sigue presente en las versiones más “ilustradas” e institucionalistas de la educación pública, representadas en los partidos de la izquierda del capital y sus intelectuales.

Por el contrario, las posturas anticapitalistas, y aquí cabría hacer muchos matices y diferencias entre unas corrientes u otras, diremos que defendían que la escuela, ya sea pública o privada, es una institución de reproducción social en el mejor de los casos cuando no una forma de dominación de clase. La escuela actuaría bajo la lógica de la ganancia capitalista en la medida que reproduce la división de clases no solo en el acceso de los medios de producción, sino en todas las formas de dominación del capital.

Dicho esto, rebajemos el tono y aterricemos en la práctica diaria del docente. Que la escuela es una institución de la reproducción social debería quedar zanjado desde hace ya medio siglo. Pero, ¿esta institución menoscaba siempre el poder de acción de los desposeídos o les da la posibilidad de entrar en el juego? Bueno, esto no está tan claro. Por un lado, diríamos que el sistema educativo se ha fragmentado en tantas formas como el capital necesita para el desarrollo de sus fuerzas productivas. Es decir, se ha fragmentado tanto en sus posibles itinerarios como en las posibles salidas al mercado de trabajo.

Formación Profesional Básica, Grados Medios, Grados Superiores, Centros de Educación de Personas Adultas, Unidades de Formación e Inserción Laboral, Compensatoria, Diversificación. Llegados a tercero de la ESO, en dos años un chaval o chavala podrá pasar por una FP Básica, un UFIL, un CEPA, por una clase de Compensatoria si es migrante de reciente incorporación, por una clase de Diversificación para sacar la ESO, ir a un grupo de Sección (bilingüe) o de Programa (no bilingüe) para elegir si deja de estudiar o si sigue en un Grado Medio o en el Bachillerato.

Esto, que puede parecer endiablado, es el día a día de un instituto en un barrio de clase obrera. La función de los docentes, de los buenos docentes, junto al equipo de orientación es acertar a saber cuál es el itinerario correcto en el momento idóneo para cada alumno/a. Como un departamento de RRHH, se asesora al alumno/a y a su familia para que escojan el camino que le haga desarrollar la totalidad de sus capacidades sin que suponga una frustración personal, con todo lo que eso conlleva para una persona en plena formación vital.

Una de las principales líneas de confrontación de la izquierda educativa ha sido históricamente la segregación. Prueba de que ha perdido es la fragmentación de los distintos dispositivos escolares y prueba de que está desprovisto de argumentos es la incapacidad de responder a padres y madres de clase trabajadora, que por supuesto no tienen los estudios superiores ni han tenido la posibilidad de formación de los docentes, que una parte importante de ellos no habla bien el castellano y acaba de llegar a España, cuando estos le plantean que han elegido el centro en el que dan clase porque tiene cursos bilingües. Claro que es una estrategia de ascenso y diferenciación en la clase social (e incluso de guetización dentro de la exclusión social de clase), pero en determinados centros significa literalmente el mantenimiento del centro educativo.

Habituamos a poner el ejemplo del bilingüismo como caso flagrante de exclusión y segregación educativa, ¿pero no es cierto acaso que esta lógica opera también en los múltiples y variados itinerarios educativos? El auge de la formación profesional en los barrios de clase trabajadora es apabullante desde hace una década y comporta una forma de segregación escolar. De hecho, podríamos decir que el camino habitual de un chico o chica de clase trabajadora, especialmente migrante, es el de la Formación Profesional (ya sea Básica o de Grado Medio). ¿Esto reproduce una división de clase al interior de la clase? Claro. ¿Esta fragmentación hace que muchos jóvenes puedan tener un trabajo mejor que el de sus padres? También. Desde la altura teórica es relativamente fácil responder a estas preguntas, cuando estas diferencias las encarnan personas en tu día a día es más complejo salvar las premisas. La escuela pública, en muchos barrios, es la puerta de entradas a unas mejores condiciones de vida (proletarias sin duda, pero mejores) y a una socialización igualitaria entre una comunidad completamente desintegrada y atomizada.

Disciplina

Una de las líneas de crítica habituales del anticapitalismo, en especial sus derivadas libertarias, ha sido categorizar a la escuela como una institución disciplinadora. La disciplina se entendería aquí como una forma de dominación social en donde el profesorado, y el poder adulto en general, tratarían de someter al alumnado a la aceptación y uso de determinadas normas sociales, consideradas en muchos casos arbitrarias. De nuevo, estos planteamientos nos pueden servir como principio teórico general pero la realidad obliga a profundizarlos y matizarlos.

Cualquier cuerpo social, por descentralizado y difuso que nos parezca, se dota de una serie de normas compartidas para garantizar la convivencia entre sus miembros. La constitución de estas normas no supone, por definición, una forma de control social (aunque algunas teorías se hayan empeñado en plantearlo), sino un modo de regular y definir a una comunidad. Lo que nos debería preocupar no es el principio de la norma, sino la definición de la misma.

Una buena parte de la izquierda, en sus versiones más anarquizantes, ha romantizado la indisciplina y el rechazo a la institución escolar por parte del alumnado. Pero, otra vez más, han confundido el rechazo inconsciente e individualista, propio del nihilismo existencial, con la conciencia colectiva y disciplinada. Una asamblea de estudiantes vale más, en términos políticos, que cientos de alumnos que se niegan a cumplir unas mínimas normas de convivencia en el aula. La primera transforma la rabia en acción política, la segunda tiene poco más recorrido que el de la queja. Eso no quiere decir que desatendamos, claro está, las expresiones de indisciplina individuales. Estas formas de insubordinación nos dicen más como intuición que como síntoma. En muchos casos, son parte de una conciencia de clase implícita por parte del alumnado que rechaza la escuela cuando entiende que esta no le sirve para nada. Y esto, por crudo que parezca, en muchos casos es cierto, pero no es menos cierto que si esta no se convierte en algo explícito, razonado y colectivo, pierde toda su potencialidad política.

La aceptación y aplicación de una serie de normas de convivencia (en donde el profesorado toma un papel rector) es lo que da sentido a una comunidad y a todo cuerpo social. El nihilismo político de parte de las visiones antiautoritarias de la escuela no solo es infantil, sino que hace un flaco favor a su tradición histórica: los sectores más conscientes del proletariado organizado se dotaban de una fuerte disciplina colectiva para que sus formas de insubordinación fuesen lo más efectivas posible.

Vocación y organización

Si acabamos de señalar como nihilista al rechazo implícito por parte del alumnado, conviene criticar igualmente el adanismo de parte del profesorado que pone por encima la vocación individual a la acción política. La profesión del docente está llena de romantizaciones e idealizaciones que, en la mayoría de casos, tienden a sobreestimar su función en el contexto social. Se piensa así, por tanto, que el profesor/a tiene la capacidad, mediante el ejercicio de su función, de salvar determinadas contradicciones sociales.

El problema de esta pavorosa ingenuidad es que este es uno de los mecanismos más útiles para neutralizar la agencia política y para quemar al profesorado. No hay nada más contraproducente para el correcto desempeño de la función docente, tanto en términos políticos como individuales. Integrar y resolver las contradicciones rectoras de una sociedad no solo es imposible, sino que sobrepondera el papel del profesorado y lo lleva a la frustración personal (de nuevo, la queja individualizada).

Esto, que desde fuera puede parecer obvio, es mucho más común de lo que parece dentro del gremio. La vocación de trabajador/a social dentro de la escuela. Pero lo que se revela como síntoma, dice mucho de la composición social del profesorado y sus futuras potencialidades políticas. El carácter vocacional de la profesión es propio de una clase media progresista que confunde su posición central con su centralidad social. La cuestión no es luchar por tu papel en la escuela, sino cuestionar el papel de esta en la sociedad de clases que vivimos. Y esto tiene mucho más que ver con las potencialidades en la composición social del alumnado de clase trabajadora que con la del profesorado de clase media. Lo demás es improductivo a nivel político y cae en un voluntarismo obsceno.

Para acabar estas pequeñas notas diremos que la escuela pública necesita urgentemente de una tematización política que haga situar sus contradicciones para poder determinar sus potencialidades políticas. Estas potencialidades no se sitúan tanto en el estado actual de la escuela, sino en cómo ésta se inserta en un marco social general caracterizado por la sociedad de clases y la crisis capitalista que atravesamos.

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