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Contra la redención estética. La buena letra, realismo, literatura intimista y lucha cultural en la obra de Chirbes

Masonería García

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«El libro no necesitaba de ninguna circularidad consoladora […]. De la blandura literaria, emanaba, como no podía ser menos, cierto consuelo existencial».

—Rafael Chirbes, Prólogo a La buena letra

El 30 de abril de este año se estrenaba en los cines españoles La buena letra, versión cinematográfica de la novela homónima de Rafael Chirbes. Se trataba de la segunda adaptación al lenguaje cinematográfico de una obra del autor valenciano, 14 años después de la exitosa serie de televisión Crematorio. De la misma forma que en aquel producto televisivo de Canal Plus, encontramos una producción de gran calidad técnica e interpretativa: ambientaciones muy logradas, tramas bien construidas y actuaciones soberbias. Sin embargo, al igual que la serie Crematorio convierte un texto sobre la derrota histórica del comunismo en trama policíaca («de revisión histórica del 68 a trama noir de la corrupción»[1]), la versión cinematográfica de La buena letra convierte una novela en la que «lo público y lo privado se revuelven en la papilla siniestra»[2] entre una guerra de exterminio y una riqueza para nada inocentemente acumulada, en un bálsamo intimista.

El análisis comparativo entre la producción cinematográfica y el texto de Chirbes no debería funcionar como una mera disertación intelectual de nicho, sino que debe ser orientado hacia sus implicaciones en el despliegue de una táctica de lucha cultural socialista. Esta cuestión se articula en tres vertientes: i) el papel de la literatura como medio artístico de agitación y la cuestión del realismo; ii) la reivindicación de la figura y obra de Chirbes y la actualización del papel del productor artístico de acuerdo a un modelo de lucha cultural. Y iii) analizar la evolución de la literatura española desde la década de 1970 hasta hoy como reflejo del proceso de modernización e integración cultural fruto del nuevo régimen político.

El prólogo a La buena letra como programa literario

Existen numerosos textos de Rafael Chirbes en los que explicita su programa literario, que podemos sintetizar en una lucha por recuperar el hilo rojo del realismo (social) frente a la tendencia intimista, esteticista y autorreferencial hegemónica en la literatura española desde el final de la dictadura. Más adelante se desgranará esta cuestión. En cualquier caso, si queremos saber por su propia voz cómo y para qué escribió esta pequeña novela de poco más de 100 páginas publicada en 1992, el prólogo del año 2000 no deja lugar a dudas. De acuerdo con esta declaración de intenciones, el autor elimina directamente el último capítulo de la novela, considerando un «grave error de sintaxis narrativa» dejar abierta la puerta a alguna forma de circularidad consoladora, a esa «blandura literaria» que identifica con «consuelo existencial». No escribe para redimir a Ana, Isabel, Tomás o cualquier otro personaje. Una producción estética nunca será capaz de corregir injusticias a través de la exposición de un salto temporal en la trama que vendría a cerrarla, en este caso con un capítulo en el que Ana e Isabel se reencontraban tiempo después. La tarea del autor se plantea únicamente como la capacidad de arrojar al lector al desgarro expuesto en la novela. Claramente, las obras de Chirbes no conceden una centralidad a una trama bien definida (a excepción quizá de algunas de sus primeras novelas como La larga marcha), sino a un flujo narrativo de los personajes o de un narrador de facto omnisciente que expone un paisaje histórico-natural indisoluble de los personajes. Es decir, el desgarro narrado, por muy articulado a través de personajes y condiciones materiales en muchos casos autobiográficas, no es algo distinto al desarrollo histórico.

Ahora bien, la película precisamente se funda en ese cierre circular del que huye Chirbes. Aun a riesgo de revelar el final, es necesario señalar como la muerte de Tomás ―el marido de Ana, la protagonista― es el último acto del filme, que concluye con la escena de Ana sentada al sol en la puerta del patio de la casa. El final, aunque amargo y desconsolador, tiene un carácter balsámico. Esto es así porque ofrece una imagen del fin de un motor de la trama definido en torno a una relación fraternal que se quiebra y que con ello quiebra todo su entorno: ausente el nexo ―Tomás― entre Ana y Antonio lo que queda es una pretendida restauración de un equilibrio estático. La contradicción ―el conflicto― es suprimida mediante un recurso narrativo escolástico y los créditos aparecen en pantalla. No es un final feliz ―es más, se trata de un tipo de final amargo muy propio de ciertas representaciones de la posguerra española―, pero la calma vuelve a la pantalla en forma de rayos de sol que caen sobre la mujer enlutada. Sin embargo, la novela no acaba con la muerte de Tomás ni con la no centralidad del conflicto familiar entre hermanos, dado que el conflicto representado por Chirbes no es el de un enfrentamiento íntimo. El conflicto representado por Chirbes es un conflicto histórico, que se desplaza en el tiempo como contradicción en movimiento:

el ámbito doméstico se presenta como un ambiente cerrado, pero atravesado por la honda herida que separa a la España de los vencedores de la de los vencidos: como epicentro y al mismo tiempo modelo de un conflicto más amplio[3].

Si todo se acaba desvaneciendo no es por una supresión redentora como la muerte de Tomás en la película, sino por el propio avance de los personajes. La voracidad que carcome todos los aspectos de la vida íntima de los personajes es una voracidad social e histórica: los sueños rotos, las ilusiones perdidas, la apatía de Ana no son distintas al inmediato proceso de demolición del solar familiar y la construcción del edificio de viviendas que pretende su hijo:

Vosotros os encargaréis de levantar en su lugar un edificio de viviendas en el que tendré un piso cómodo y moderno, además de unas rentas. «Le quedará un buen pellizco, tía», me dijo tu prima, «y es que es una pena que esté tan desaprovechado el solar». Me dolió que hablase de mi casa como un solar. (p. 134)

Se trata de una imagen que funciona de una forma similar a los andamios y la tierra roja revuelta salpicada de esqueletos de caballo de Crematorio[4]. Una provisionalidad, una avance imparable y voraz de la historia[5]. Marx e Iliénkov pueden explicarnos algo sobre esto: la acumulación de capital derriba constantemente sus propias barreras, la contradicción siempre está en movimiento, solo se desplaza. Así, sería absurdo pretender que la expresión del acceso al botín de posguerra por una parte de los vencidos y el acceso al mundo de los vencedores (Antonio sería el paradigma de este fenómeno), que Chirbes define como acumulación primitiva en sus obras[6], desaparece una vez desaparecido uno de los vértices del triángulo familiar/amoroso Antonio-Ana-Tomás (un móvil se sentimientos ilícitos y traición secundario con respecto al simbolismo político[7]). El tiempo que pasa después de la muerte de Tomás no «corrige ninguna injusticia», sino que precisamente las «hace más profundas», tal y como señala Chirbes en el prólogo. La novela no tiene un final, sino que Ana ―sujeto fuera de su tiempo, como veremos más adelante― solo puede cortar la narración con un «ahora espero» (p. 136).

Volviendo a la comparación con la película, lo que acaba de ser planteado permite afirmar que la sintaxis narrativa de esta se construye de forma opuesta a la de la novela. El guion convierte una estructura dialéctica en una linealidad cerrada que no es sino forma de una circularidad balsámica. Ahora bien, tal y como se puede observar en los aspectos concretos antes mencionados, no es solo una cuestión de forma sino también de contenido: la película se construye sobre unas omisiones de la historia social concreta, así como presenta el aspecto político de una forma muy determinada, conformando un retrato intimista pseudopolitizado frente al realismo social que emana de la novela. Mientras tanto, Chirbes siempre fue claro sobre sus intenciones:

[…] aparece en el año 1992, cuando estaba de moda ser moderno y hacer dinero, teníamos la Expo y las Olimpiadas y la literatura que miraba hacia atrás estaba obsoleta. Ese estado de cosas lo resuelvo con una madre anciana cuyos hijos quieren vender sus terrenos para construir. A partir de ahí surgen las contradicciones porque todo lo material tiene un soporte ideológico […] cuando se tira una casa para construir otra se destruye una parte fundamental de la memoria, la de los perdedores de la guerra en el caso de la novela[8].

[…] es un alegato contra la generación que se reclamó socialista y solo creyó en el utilitarismo del poder y el dinero[9].

La historia familiar como historia social

En la película, ambos hermanos, Tomás y Antonio son caracterizados de forma un tanto difusa como «rojos». En la guerra Antonio, como combatiente republicano, desaparece ―volveremos luego sobre esta cuestión―. Una vez finalizada la contienda, estigmatizado en el pueblo como rojo, Tomás se ve obligado a trabajar como mozo de carga, empleo mal pagado y que le requiere un gran esfuerzo físico que le va desgastando según avanza la cinta. Hasta aquí se refleja lo narrado por Chirbes, sin embargo, en este punto dos líneas divergen, determinando para la película un carácter despolitizado e incapaz de revelar las relaciones sociales subyacentes en el desarrollo de la vida familiar, esto es, el núcleo de la novela, que podemos resumir en la voracidad existencial que implica el proceso de acumulación por parte de un sector de los vencidos desaparece. El axioma «no hay riqueza inocente» transversal a toda la narrativa chirbesca está ausente en la cinta. Como decíamos, existen dos aspectos clave divergentes, que se concentran en la biografía de Antonio. En la película se elimina lo que en la novela abarca varios capítulos y se conforma como el determinante esencial de la historia familiar: el paso de Antonio por prisión. La miseria de posguerra no era una miseria abstracta para la familia, sino que las visitas de Ana y su suegra a la cárcel en las que llevaban lo que podían a Antonio se constituye como una prefiguración del proceso de acumulación que se concreta en este personaje a lo largo de la novela. La solidaridad encubría un proceso mercantil de onda larga:

Nos habíamos convertido en mulos de noria. Empujábamos, ciegos y mudos, buscando sobrevivir, y a pesar de que nos dábamos todos unos a otros, era como si sólo el egoísmo nos moviese. Ese egoísmo se llamaba miseria. La necesidad no dejaba ningún resquicio para los sentimientos. […]

tu tío Antonio, que nos destrozaba cada semana, detrás de las rejas, pálido, enseñándonos más miseria y más hambre todavía, como si no fuera suficiente la que nos rodeaba, y pidiéndonos una comida de la que carecíamos. (p. 49)

El paso por la cárcel de Antonio vampiriza aún más las condiciones materiales de la familia y la relación entre Ana y Tomás. El hecho de que centenares de miles de «rojos» pasasen por prisiones o campos de concentración como consecuencia de la política de procesamiento en masa de la dictadura franquista no queda reflejado como mero hecho sociológico:

Cada noche me preguntaba si es que los demás no se daban cuenta de que la miseria no nos dejaba querernos. Era como vivir entre ciegos. Una tarde, cogí a tu hermana y me la llevé al cine. Ni siquiera sabía qué película pasaban aquel día. Sólo quería vengarme de los otros. No me importó que las vecinas me viesen entrar. Al final de la función, me incorporé como todo el mundo y se me hizo un nudo en la garganta cuando tuve que cantar el Cara al sol con el brazo en alto. Por la noche, en casa, tu padre, que ya se había enterado, me besó, me acarició el pelo. Entonces sentí que aquella lucha desesperada por la supervivencia era la forma de amor que nos habían dejado.

Ahora bien, este hecho proporciona un capital político que es también un capital familiar a la interna, a partir del cual Antonio proyectará su ascenso hacia el pacto con los vencedores. Pero para la acumulación no basta solo lo simbólico, sino que necesita de una base material, y esta es la otra línea en la que la divergencia entre la novela y la producción cinematográfica es clara. Como decíamos, Tomás trabajaba de mozo de carga. En la película, Antonio entra a trabajar también en el muelle, y acaba forzando a su hermano a que le cubra en su absentismo, viéndose el primero perjudicado. En cambio, en la novela, Antonio, con gran capacidad para la talla de madera, acaba disponiendo de un taller de carpintería, en el que también trabaja José, un joven ayudante. Con el paso de los años, el taller va creciendo y Antonio e Isabel se apropian de los beneficios. La riqueza de la pareja no viene de la nada, ni tampoco de los tejemanejes oscuros de Isabel, sino de la acumulación a través del taller en crecimiento y del pacto con los vencedores (con el mismo cacique Mullor que apalizó a Tomás tras la guerra)[10]. En definitiva, el núcleo político y social de la novela, que no es distinto de la evolución de las relaciones familiares, es desterrado de la versión cinematográfica, quedando reducida a vagas referencias al izquierdismo de los hermanos y la represión y miseria generalizada de posguerra (tópicos que refiriéndose al primer franquismo están aceptados en el consenso cultural actual y son habituales en producciones cinematográficas sobre esta etapa), por un lado, y, por otro, a la perversa introducción de una persona ajena en el núcleo familiar: Isabel.

Volveremos más adelante sobre cómo se presentan los personajes, pero antes conviene señalar un aspecto político más implícito en la novela, pero que también desaparece en el filme. La supresión de todo tiempo posterior a la muerte de Tomás no solo extirpa el núcleo narrativo sobre la pérdida de inocencia a través de la acumulación de riqueza, sino que atañe a otro tema esencial en la narrativa chirbesca: la memoria. Ana, como personaje superviviente a la muerte de su marido y al alejamiento de su cuñado, representa en la novela ese reservorio de memoria de lo que había pasado en las décadas previas. Es un sujeto fuera de su tiempo, que se resiste a ser devorado por la «Gestapo del tiempo», al igual que se resiste a que su casa sea convertida en un bloque de apartamentos: «Intento recordar cómo eran las [construcciones] que ya han sido sustituidas por modernos bloques de viviendas, como pronto lo será la mía. Persigo los nombres de quienes vivieron en ellas» (p. 23). La narración se construye precisamente desde la inminencia de la disolución de la experiencia[11].

Así, la película evita tratar qué pasó con esa generación de la posguerra cuando se acabó su tiempo de lucha. Evita mostrar el ostracismo en el que quedó relegado un sector, con el único refugio de la memoria, con Ana como personificación de este fenómeno:

Durante toda la noche anterior me acordaba de que tu padre me contó en cierta ocasión que los marineros se niegan a aprender a nadar porque así, en caso de naufragio, se ahogan enseguida y no tienen tiempo de sufrir. No conseguía dormirme. Estuve dando vueltas en la cama hasta el amanecer. No podía evitar que me diesen envidia los que se fueron al principio, los que no tuvieron tiempo de ver cuál iba a ser el destino de todos nosotros. Porque yo he resistido, me he cansado en la lucha, y he llegado a saber que tanto esfuerzo no ha servido para nada. Ahora, espero. (pp. 135-6)

La única herencia de esta generación de Ana, el silencio (tal y como lo definió Chirbes en su ensayo «Madrid 1938»), frente a la buena letra disfraz de las mentiras del ruido vacío de Isabel, se encuentra ante la imposibilidad de ser transmitida: «de qué nos valió la honradez, la entrega, el querer que las cosas fueran como creíamos que tenían que ser» (pp. 90-91). En consecuencia, también se evita tratar el lugar de ese sector de esa generación que en En la orilla Chirbes define como «élite en posición de saqueo», personificado en unos Antonio e Isabel enriquecidos a lo largo del tiempo.

Borrado de la historia

Podemos dar otra vuelta de tuerca en esta cuestión y señalar cómo la versión cinematográfica no solo de esta forma elude este tiempo, sino que también evita tratar un punto clave en la novela: el pecado de borrar la historia. No hay descendientes ávidos de convertir la casa familiar en un solar. No aparecen escenas tan cinematografiables como Ana quemando la única foto no velada de su boda. Tampoco aparece el personaje de Juan, padre de los dos hermanos, que personifica a la perfección ese sujeto fuera de su tiempo: reacio a seguir alimentándose en la guerra por considerarse una carga, suicida años después. El propio borrado es borrado. En su afán de no problematizar, el intimismo de la película mutila los destinos de la generación de posguerra. Este fenómeno alcanza su máxima expresión con el tratamiento de la muerte de Tomás. En la novela no cuesta intuir que se trata de un suicidio: «signos de algo que nadie supo interpretar, pero que estuvieron allí, explícitos, para quien hubiera poseído el arte de leerlos […] el farol balanceándose, iluminando la mancha negra de la sangre». Mientras, en el filme, la escena se presenta con una ambigüedad deliberada que remite más a un accidente. Por último, cabe señalar que al igual que se descarta la evolución futura de esta generación, también se obvia la memoria previa a la guerra civil, la de la Valencia obrera y republicana, que remite a los tiempos más felices de la familia. En términos históricos ―en perverso paralelismo con el proceso de la Transición― el sujeto que queda fuera es el sujeto obrero (algo que también se aprecia en la forma en la que la hija de Tomás y Ana, que en la novela crece y se convierte en una mujer obrera que vive con amargura y cansancio, con el cuerpo embrutecido por el trabajo en una fábrica de productos químicos, p. 81).

Recuperando la cuestión de los personajes, debemos pararnos un momento en analizar la figura de Isabel. Podríamos decir que la llegada de Isabel, pareja de Antonio, al núcleo familiar personifica la nueva etapa abierta por el fin de la autarquía. Hasta aquí novela y película no difieren a grandes rasgos. Sin embargo, en esta Isabel acaba personificando todo el mal, un mal personal y no socialmente construido ―como lo es en la novela, a través del pecado original de Isabel: la mentira sobre su origen, la buena letra con la que encubre su ascenso social, de nuevo la falta de inocencia en cualquier forma de riqueza―. Más allá de la apología de Antonio en la que acaba derivando esto, la ausencia de otros personajes que prefiguraban el papel de Isabel, como Gloria, hermana de Antonio y Tomás. Esta, con su actitud celosa y controladora con respecto a su hermano Antonio, comienza a sembrar las sospechas sobre su relación con su cuñada Ana desde años antes de que apareciera Isabel.

Realismo, intimismo y superación del arte

Hemos señalado al comienzo que este texto no pretende ser un mero documento de discusión literaria, ni tampoco una reclamación de coherencia fidedigna entre novela y versión cinematográfica, sino un medio para esclarecer el debate entre intimismo y realismo en la literatura contemporánea española y, sobre todo, su importancia a la hora de desarrollar una intervención táctica en el campo del arte para la lucha cultural. Ahora bien, antes de entrar en esta parte, cabe señalar un último aspecto en este análisis comparativo, que nos introduce ya en la cuestión del intimismo literario. El tono sombrío general de la película, con una práctica ausencia de momentos felices ―que en la novela tienen un lugar clave, aunque modesto, como son los recuerdos previos a la guerra civil o los momentos de mejora en la relación entre Ana y Tomás y de mayor bonanza económica―, asienta precisamente la noción de circularidad cerrada que desgranábamos al comienzo. Este bálsamo intimista, aunque de tono negativo, todo lo cubre e iguala y no permite el surgimiento de contradicciones. El tono amargo monocorde, nos hace incapaces de comprender ―al contrario que la novela― cómo en las relaciones de los personajes el propio dolor es una parte constituyente del amor y viceversa. Deja fuera otro aspecto esencial de la narrativa de Chirbes: la indisolubilidad socialmente determinada entre sufrimiento y relaciones personales.

Más allá del nivel de concreción analizado, necesitamos deslindar campos entre el «repliegue hacia lo íntimo» y la cuestión del realismo en un plano más general. Volvamos al prólogo de Chirbes. En estas dos páginas no solo se aclaran aspectos específicos de la novela, sino que podemos inferir una serie de líneas maestras del realismo de Chirbes. Frente a la escisión aparente entre la esfera de lo social y lo íntimo, propia de las relaciones sociales capitalistas ―de la misma forma que política y economía aparecen escindidas o los individuos entre sí, y como es característico del arte (burgués): «la disociación de las grandes áreas de la vida social […] [propia de] la Modernidad»[12] ―, que permite que lo segundo aparezca como bálsamo en que regocijarse frente a una exterioridad contradictoria y bárbara, se niega la esfera íntima. Las propias relaciones personales se narran desde el desgarro y la incapacidad de redención a través del equilibrio estático ―ya sea este feliz o cruel― que ofrece el intimismo. La narración de la vida privada expone una serie de mecanismos sociales históricamente determinados: este es el núcleo (el «nife», como le gustaba escribir al valenciano) de la narrativa realista chirbesca. Frente a la reproducción de la apariencia propia del intimismo literario ―en el que emociones y relaciones personales flotan en la abstracción―, la novela realista de Chirbes, en el mayor sentido marxista, penetra en la realidad, desvela su carácter contradictorio, negando determinadamente su apariencia y construye una narración científica de la vida social española del último siglo y principios del presente. Precisamente en La buena letra, cuyo carácter social puede ser menos explícito en comparación con otras de sus obras, vuelve las armas de la literatura postransicional replegada en lo íntimo contra su rasgo nuclear: la pretensión de cierre de las heridas del pasado, de negación de una literatura social que «olía a ajos» o que directamente se denominaba como «literatura de berza». Y lo hace ―como veremos― reabriendo esas heridas, historizándolas, arrojando a la historia reciente las relaciones intrafamiliares y el núcleo de lo más supuestamente íntimo: el hogar. La historia familiar de La buena letra es historia política, es expresión del desarrollo de unas condiciones materiales determinadas.

Mientras, el intimismo literario

ha sustituido la narración del tiempo histórico desde lo poliédrico de las distintas capas sociales a la narración de lo íntimo y lo particular como relato de lo social […] narra lo universal desde lo individual, no desde la experiencia social compartida. […] ha abandonado toda pretensión de narración realista en su sentido amplio (no estamos contraponiendo el realismo a la ficción, sino la ausencia de narración de la existencia social compartida).[13]

No obstante, esta constatación no significa que la tarea sea dotar de contenido revolucionario al intimismo, como no es tarea de la Crítica a la Economía Política dotar de contenido revolucionario a las teorías liberales. Lo que contiene de potencial revolucionario la forma de representación realista, en general y de forma particular en la narrativa de Chirbes, es la capacidad de disolver lo íntimo en la forma en la que lo presenta: lo personal y lo social son representados desde la totalidad y no desde su apariencia escindida. Lo íntimo no existe per se, sino como concreciones únicas de una cierta historia social. No podemos pretender un intimismo revolucionario, porque precisamente esa concepción reproduce las formas ideológicas del capital.

El realismo literario ha tomado muchas formas a lo largo de su historia. Por supuesto no estamos concediendo una calidad en sí a esta forma de representación, ni identificándola como la única con potencial revolucionario. El «hilo rojo» que nos interesa recuperar en el realismo es el de su contenido histórico-social que puede ser empleado en un programa socialista para el campo del arte. Por un lado, como veremos más adelante, estaría su concepción del arte y del artista como técnica, y la voluntad ―variable― de socialización de la producción artística. Por otro, la forma en la que aun siendo un producto artístico contiene las condiciones de posibilidad de negación del propio arte ―como forma netamente burguesa―. Es en este aspecto donde nos detendremos ahora.

La tradición artística «occidental» si bien tiene su base en la mímesis (imitación de la naturaleza, que es distinta a realismo o hiperrealismo), comenzó su proceso de ruptura con esa noción hace más de dos siglos. Un aspecto esencial del modo de producción capitalista es la tendencia al dominio de la naturaleza y la ruptura de los vínculos sociales previos. El concepto de «Arte» nace precisamente de eso. La «obra» comienza a existir en tanto «mercancía», el «artista» en tanto productor, el burgués como consumidor y el mercado como «sistema del arte». Las obras de arte se presentan en el mercado como fruto de productores libres, intercambiables en base a sus cualidades estéticas, no dependientes de funciones sociales específicas como la transmisión de la fe o el sostén de jerarquías políticas. La reproducción técnica que ofrece el desarrollo capitalista emancipa a la obra de su espacio separado, de su ritualidad parasitaria (tradición), la vuelve accesible y reproducible[14]. Así, el Arte se conforma como una esfera autónoma, aparentemente escindida de otras determinaciones más allá de la estética, dado que su mistificación oculta su «heteronomía», esto es, su subordinación secular a la producción mercantil»[15]. Recalcamos el «aparentemente», porque sucede como con la escisión de la esfera política y la económica. Por primera vez las expresiones humanas se liberan de las constricciones directas de la religión o la política: «[se concibe] como campo cognitivo independiente». Y así es como el arte occidental comienza su andadura hacia la «autonomía del arte» durante más de un siglo.

Esta esfera autónoma capitalista ―«otra concepción fetichizada más de la cosmovisión capitalista, que bajo la apariencia de su supuesta independencia oculta su inevitable contenido social»[16]― desarrolla un proceso de apropiación de la naturaleza: la noción de «pintoresco» implica la domesticación de la naturaleza, la recreación de la misma bajo la voluntad humana. Pero como es propio de las relaciones sociales capitalistas, la enajenación se convierte en la norma. En esa nueva obra de arte que subordina y moldea la naturaleza, lo que constituía el eje de la representación, la mímesis, es decir, la imitación de esa misma naturaleza, se ve totalmente enajenada. En ese punto tiene lugar una nueva vuelta de tuerca: esta relación enajenada para con la naturaleza se sublima. «Lo sublime» se concreta en la representación de una naturaleza inconmensurable que aplasta al hombre. Es una proyección de la alienación de lo humano bajo las relaciones de producción capitalistas, una naturaleza humana ya inexistente y subsumida en individuos reificados en el mercado. Este es el tránsito de lo bucólico, lo Rococó y lo ilustrado (naturalezas pintorescas: conmensurables y moldeadas por la voluntad humana, emociones sujetas a la racionalidad) a lo romántico (naturalezas sublimes: paisajes inconmensurables, humanos aplastados por la naturaleza, oscuridad, monstruos, arquitecturas neogóticas, expresiones descarnadas de lo emocional y la irracionalidad).

En este punto el hilo mimético entre naturaleza y representación se quiebra aún más. El Arte se autonomiza cada vez más. Incluso el realismo es un paso más en ello, porque con la aparición de la fotografía[17] o el periodismo de masas[18] se rompe otra atadura más de la representación. El realismo opta por imitar a la fotografía en su composición y romper el plano, en apropiarse del modelo de descripción y narración periodística etc. Por no extender esto más, el modernismo y movimientos coetáneos liquidarán otra ligazón con la mímesis de la naturaleza, al igual que el impresionismo con la luz y el color, rompe con la formalidad en los recursos literarios. El último paso para la autonomía total del arte era la ruptura con la forma, que llegará con el expresionismo y las Vanguardias.

Con todo y con eso, ¿cómo niega ―o más bien cómo puede apuntar a negar― el realismo ―como también pudieron hacer las Vanguardias― esta concepción del arte ―literario en este caso― frente a la reproducción del statu quo que encarna la forma intimista? Como hemos dicho, la forma del arte ―vía fetichismo de la mercancía― reproduce la enajenación de la conciencia del artista y su reificación en la obra, esto es, reproduce la escisión entre sujeto y objeto en la representación en tanto producción. No obstante, el realismo, con su renuncia a la representación y la narración objetivista ―como la cámara de fotografía o el cine, su función ya no es la de la mímesis clásica. Opta por la reproducción de la realidad que deconstruye en el mismo proceso, así como supera el subjetivismo de propio de la enajenación consustancial a las relaciones de producción capitalistas sublimada en el individuo romántico. A través de estas dos vías supera la apariencia y penetra en lo real.

La subjetividad presentada en el caso de la narrativa chirbesca a través del uso del narrador en primera persona ―clave en una novela como La buena letra que no es sino una narración por parte de Ana a su hijo― y la polifonía ―clave en obras como Crematorio o Los viejos amigos― es solo expresión concreta de una realidad que se desvela como un conjunto de relaciones sociales historizadas. De la misma forma, estas no son presentadas como si observaciones de un antropólogo se tratasen, sino que se despliegan en las subjetividades encarnadas en los personajes y sus relaciones, en el dolor, el sufrimiento, el amor o la traición, pero no a través de formas abstractas, asépticas o descriptivas, propias del peor realismo esclerotizado, ortopédico y empirista. Por el contrario, lo que emana del realismo social de Chirbes es una obra cuyo conflicto se articula en las relaciones contradictorias de unos personajes producidos por unas formas sociales determinadas, pero siempre construidos en torno a una compleja psicología (desplegada a través de monólogos internos) que elude la moralización y el maniqueísmo: «[el escritor] no debe perder de vista el exterior. […] debe mirar con un ojo hacia la literatura y con otro hacia la vida. Si no tiene en cuenta esos dos polos, cualquier texto resulta estéril»[19]. Lo que se expresa así es ―en propias palabras de Chirbes― un «materialismo radical».

El hilo rojo del realismo

Decíamos más arriba que uno de los aspectos que interesa traer al presente de la historia de la literatura realista es su concepción técnica del arte (la obra) y el artista (el escritor). Este se trata de un aspecto poliédrico que conviene desgranar antes de situar en este marco la figura de Chirbes y de este con respecto a su contexto histórico, la literatura postransicional.

En esta recogida del hilo histórico podemos acudir a la propia genealogía ― «los eslabones de una cadena deslumbrante»[20]― trazada por el autor valenciano. Es precisamente a propósito de La Celestina que Chirbes usa el término materialismo radical. Esta «veta materialista» consigue expresar la desarmonía entre el hombre y el mundo, consigue exponer los conflictos de las nuevas clases urbanas y las viejas clases nobles de la ciudad renacentista, demoliendo la retórica literaria previamente existente. Compara a Cervantes con el realismo pictórico de Daumier y el daguerrotipo: el enfoque adecuado, la ruptura del plano necesaria para mostrar «el mundo visto a ras de suelo, desde abajo». Esta tarea es precisamente la que reivindica de Galdós, tan denostado por la generación de escritores post-78, quienes recuperan el mote de Valle-Inclán de «Don Benito el garbancero». También es importante señalar que el mérito del realismo decimonónico no es solo desvelar la vida de las nuevas clases proletarias, sino ser capaz de mostrar en toda su crudeza a la nueva clase burguesa y la vieja clase aristocrática: la vida de las clases en su historia, la capacidad para desentrañar la no inocencia de ninguna riqueza. Por ello son eslabones de esta cadena chirbesca Balzac ―tan citado por Marx en El capital― o Clarín. Otro punto de inflexión en esta cadena es la novela social cultivada durante el franquismo, bestia negra del repliegue intimista de los últimos 50 años. Reconociendo la variedad interna dentro de esta categoría, y las diversas formas que toma el realismo en relación con el formalismo ―desde la importancia de lo formal en Tiempo de silencio hasta la despreocupación más cercana a las tesis de Lukács y el realismo socialista de Central eléctrica  de López Pacheco o La Mina de López Salinas; desde el humanismo ruralista de Delibes o Cela hasta la influencia marxista en García Hortelano, Luis Goytisolo y el primer Marsé[21]―, hay un núcleo común: la historia como hebra maestra de la trama[22], la «capacidad de mostrar un dolor privado en la obra [que] adquiere un sentido público, colectivo». Es necesario recordar que esto no supone la defensa de un realismo esquemático, rígido, ajeno a lo formal ―la forma es también expresión del contenido―, que simplemente presente la realidad como cliché dado y naturalizado, que tanto gusta a la reacción disfrazada de rojo en su defensa acrítica del realismo socialista más antivanguardista. Tal y como señaló Bertolt Brecht: «el arte no es un espejo de la realidad, sino un martillo con el que darle forma». Esta afirmación enlaza también con la idea de Valle-Inclán y de la vanguardia expresionista del espejo deformante (que en la cultura española se puede rastrear hasta Goya), pero se trata de una cuestión que excede este texto.

El escritor como agitador

Hemos dejado de lado deliberadamente en esta exposición un autor al que tanto por afinidades geográficas como políticas Chirbes concede gran importancia ―no exenta de duras críticas―: Blasco Ibáñez. El hecho de tratarlo aparte se debe a que precisamente nos permite alumbrar cuestiones esenciales del valor de la figura de Chirbes en la lucha cultural en torno a la técnica y el autor. Si algo fue Blasco Ibáñez ante todo es un agitador. Tal y como señala Chirbes, su enorme obra tiene una calidad variable, pero con una claridad política meridiana en su función: extenderse lo máximo posible, hacer comprensible al público popular las ideas republicanas y socializantes, «frente a la especialización individualista y privilegiada de la concepción burguesa»[23] Si algo consiguió el autor de Cañas y barro es estar «completamente unido a la vida social» ―como pudo comprobarse a la hora de su muerte, llevado a hombros por los pescadores del Grao de Valencia y aclamado por las masas populares― y extender el acceso a su obra a través del libro popular y la prensa. Precisamente estos fueron valores esenciales en el proyecto literario de Chirbes en un contexto distinto. Concebía la escritura como un oficio, «oficio manual, oficio del cuerpo»[24], apuntando hacia la «superación de la división del trabajo manual e intelectual»[25], así como una técnica unida a la preocupación por el mundo y la centralidad de una conciencia de clase heredada, poniendo la técnica al servicio de un proyecto de «vida común mejor»[26]. frente al regocijo burgués e idealista en la metaliteratura, la belleza aérea y el intimismo.

A través de la crítica marxista aprendida en sus años de estudio y militancia y asentada en su origen de clase, consiguió deconstruir la mitificación de la literatura. Su realismo no es simplemente el realismo social del que reivindica su historia hasta el siglo XV, sino que está claramente articulado en una cosmovisión marxista explícita. Y esta cuestión nos permite dar un salto cualitativo que va más allá de la necesaria centralidad del realismo en una táctica de lucha cultural en lo literario y nos sitúa en el papel político desempeñado por Chirbes y cómo esto nos puede ayudar a deslindar campos en nuestras tareas actuales.

¿Comunista sin partido o militante escritor?

Podríamos definir a Rafael Chirbes ―tal y como se plantea para el poeta Gabriel Aresti― como «comunista sin partido»[27], dado que nunca ocupó una posición orgánica como autor literario en ninguna organización ni su producción artística se vincula con un proyecto político definido. Sin embargo, esta afirmación podría llevar a hacernos trampas al solitario. Chirbes fue militante de la Federación de Comunistas de Madrid, incorporada en 1973 al Movimiento Comunista de España (MCE), así como en el antifranquismo universitario, siendo detenido y conducido a la Dirección General de Seguridad en 1968 y 1971 (esta última tras una redada en el piso compartido del barrio de Aluche en que vivía). Asimismo, durtante estos años impartió cursos de alfabetización a los obreros de los madrileños barrios de Entrevías o el Pozo del Tío Raimundo[28]. Es decir, tuvo una militancia activa y combativa durante los últimos años de la dictadura, pero no vinculada directamente a su obra literaria. La militancia aparece ya en su obra siendo un «comunista sin partido» ―su primera novela publicada, Mimoun, apareció en 1988― de ahí la perspectiva amarga y pesimista de su generación política. Sin embargo, su visión política no es la de un resentido o un nihilista, sino que manteniendo firmes sus convicciones comunistas y su análisis marxista hasta su muerte ―a pesar de su desvinculación organizativa― es capaz de narrar de una forma demoledoramente materialista el proceso de transición política y su correlato en la integración de amplios sectores militantes en el nuevo Estado democrático, revelando los mecanismos de clase que determinaron esta evolución y la forma en la que sacudieron lo más profundo de las existencias individuales. Este fenómeno, que se pude definir como la colaboración y posterior ruptura e integración en el nuevo régimen del sujeto obrero y las clases medias, presente en todas sus novelas, queda resumido de forma cruda en el discurso del personaje de Taboada en La caída de Madrid:

Carrillo escribe libros, Semprún escribe. En el fondo, no son más que intelectuales. Y eso es lo que quedará de vuestra lucha si no ganáis. Lo que no quede escrito, no habrá existido, y lo que ha existido lo escribirán ellos. Así que ya sabes, dentro de unos años no habréis existido. Tu pasado me lo inventaré yo a la medida de mis necesidades. Tu lucha seráuna medalla que me pondré en mi solapa. Tu hambre, tus chuscos de pan, tus meses de cárcel, han sido apenas tres meses, ¿no?, poca cosa, formarán parte de mi biografía, porque esos años los escribiré yo, si sobrevivo y regreso a mi clase. Los escribiría gente como yo, y os los quitaremos, te los quitaré, y no podrás hacer nada contra eso. La historia es de los que saben que existe. […]. Vendrán otros que contarán que fueron ellos los que quemaron lo que vosotros quemasteis, o que rescatarán de las cenizas y volverán a poner en pie lo que destruisteis. Nada. Tú y los de tu clase habéis trabajado para que yo tenga un pasado […]. Nosotros contaremos de qué escapabais y hacia donde corríais[29].

Es el mismo caso de la célula comunista de La larga marcha, que cae cuando doña Sole Beteta, terrateniente asentada en El Viso, confirma las sospechas de su amiga Gloria (sospechas que comienzan con un apretón de manos en el que nota unas manos callosas y desgastadas por el trabajo): reconoce a Gregorio, trabajador de su cortijo en Extremadura emigrado en Madrid. Doña Gloria, madre de la Gloria joven miembro de la célula, era conocedora y toleraba las actividades políticas de su hija en la universidad. Permitía que se reuniera con sus compañeros en su casa de El Viso. Pero lo que no puede tolerar es que en su casa entre un trabajador de un cortijo con las manos callosas y curtidas, sin estudios. Es decir, el factor discordante no es la militancia en tanto nueva forma de representación política acorde a las transformaciones experimentadas en el país, sino la militancia en tanto sujeto del conflicto de clase. Es el propio cuerpo de Gregorio, el propio cuerpo del obrero, el que revela sus determinaciones. Es un cuerpo roto, desgastado, sucio, frente a la mano de una señora de El Viso y terrateniente en Extremadura.

Y aquí cabe resaltar otro aspecto esencial del materialismo radical chirbesco: la presencia constante del cuerpo y su degradación: carne dispuesta para su venta como fuerza de trabajo y para su putrefacción, deformado y desgastado por el trabajo, pero también objeto de deseo:

como si todos los cuerpos estuvieran ocultando algo desagradable, no sé, herpes, hemorroides, halitosis, blenorragia, sífilis, alguna o varias de esas afecciones que suenan muy mal cuando uno las nombra, cúmulo de palabras feas asociadas a la carne. El cuerpo como depósito de la enfermedad, de lo sucio y despreciable[30].

Una concepción profundamente barroca (y cristiana) ―una referencia casi obsesiva para el valenciano fue el retablo de Issenheim, con un cristo leproso y purulento a sus pies, pero también los retratos de José de Ribera―, que diverge profundamente de la visión etérea de los cuerpos deseables, que ni se desgastan ni envejecen ―en ese tiempo detenido entre los 20 y los 40 que tanto gusta en el intimismo―. En las novelas de Chirbes los cuerpos están profundamente determinados por la clase, como se ve en las disquisiciones presentadas sobre los personajes en Crematorio[31] o en la afirmación en París-Austerlitz sobre cómo «los pobres no heredan bienes inmuebles ni acciones bancarias, heredan taras, enfermedades, manías y sentimientos»[32]. También es un «saco de porquería», que se pudre a la par que el paisaje ―lo pantanoso― y las ilusiones privadas y públicas («Como el pescado, como los cuerpos, las ilusiones mueren y apestan después de muertas y emponzoñan el entorno»[33]). Pero el cuerpo, asimismo, en tanto cuerpo corrompido y desgastado, es el portador de la verdad revolucionaria, del conflicto: «Suicidio y crimen, la venganza del pobre: estáis promocionando la única empresa que poseo, este cuerpo herramienta que malpagais como fuerza de trabajo, jodeos»[34].

De la misma forma, mantiene esta capacidad mostrando el devenir del nuevo ciclo de acumulación posterior a la década de los 80 y su crisis en la década de 2010, cuyas raíces sitúa en las décadas anteriores. No es el «novelista de la crisis» ―título que siempre rechazó[35]―, sino el novelista del desarrollo de la acumulación capitalista en los últimos 70 años y de la(s) derrotas(s) histórica(s) del comunismo que se vio acompañado. Este retrato devastador se representa en Los viejos amigos a través de las distintas trayectorias militantes de los antiguos miembros de una célula de una organización de la izquierda revolucionaria, reunidos para una cena décadas después. De llegar al Madrid obrero donde aguardaba la «voluptuosidad de la revolución» de Los viejos amigos a la especulación inmobiliaria, el mundo elitista del arte o la nobleza de Estado en las instituciones europeas. Es también la devastadora descripción que realiza Rubén Bertomeu de su hermano Matías:

tú ya te habías puesto un megáfono delante de la boca y te habías exhibido a la cabeza de unas cuantas manifestaciones del partido oficial que tanto detestabas, gritando consignas; habías salido en las fotos de los periódicos pegando carteles durante la primera noche de campaña electoral junto al secretario del partido al que un par de años antes considerabas el gran traidor de la clase obrera, y ocupabas un despacho en no sé qué sede, haciendo un trabajo que llamaban de línea política, pero que yo creo que era más bien de captación hacia esa nueva alternativa de la gente que había militado contigo[36].

En el actual contexto de derrota histórica de los proyectos de emancipación de la clase obrera en que nos encontramos debemos rescatar, reivindicar, tomar como ejemplo, seguir hilvanando el hilo rojo que él recogió y tejió para poder recomponer las armas de la lucha cultural por el socialismo. Porque Chirbes, como vencido y testigo de esa derrota ―que para tantos compañeros fue también mezquina victoria― para la clase obrera española que supuso la Transición y el ascenso del nuevo régimen democrático, demuestra que el proletariado, aquellos que ―en términos benjaminianos― nunca han dejado de ser vencidos tienen algo que decir. Y no solo algo que decir, sino que oponer al orden realmente existente. Nuestra tarea hoy es dotar de esa base de la que Chirbes careció en su etapa literaria y en cuyas ruinas se vio obligado a resistir: la organización, la adhesión de la producción cultural al proyecto común de la emancipación proletaria.

En el campo concreto de la literatura ese proyecto es hoy―aunque evidentemente no de forma exclusiva, pero esta cuestión excedería este texto― el realismo social y su hilo histórico, en el que Chirbes emerge como ejemplo de aquellos que no se dejaron integrar ―ni a los que tampoco quisieron integrar― en el nuevo canon cultural democrático. Una democracia que ―como le dice Rubén Bertomeu a su fallecido hermano Matías― no es sino el «exterminio de la política». Una democracia que dio forma a una complaciente producción cultural para las clases medias en auge, criadas en el seno del desarrollismo franquista y alimentadas por la voracidad del felipismo. Desvelar toda esa avidez acumulada, esas traiciones personales y políticas que no eran sino trasunto de un ascenso social alimentado con el botín de guerra, mostrar la derrota histórica más cruel y desalentadora que culminó con todos los monstruos saliendo a flote como los cadáveres del pantano de En la orilla. Desvelar todo ello frente a la literatura en la que los conflictos flotan etéreamente, la belleza por la belleza se convierte en guía, el apoliticismo es un valor ―que no hace sino encubrir la más descarnada apología de lo existente―, la riqueza se acumula inocentemente y los personajes no trabajan. El realismo no es una descripción verdadera de la realidad, sino una forma de reproducción de la materialidad, de unas subjetividades determinadas por las relaciones sociales. Revelar lo objetivo a través de lo subjetivo y disolver esta escisión en el proceso. Esta es precisamente la tarea del realismo.

«La literatura contra la Historia»[37] o el paradigma cultural de la Nueva España post-78

Hemos señalado a lo largo del texto la existencia de un paradigma cultural dominante que viene caracterizando la literatura española desde la década de 1970 y contra el cual Chirbes carga su obra. Se hace necesario detenerse para analizar en profundidad las nuevas formas culturales que alumbró la Transición: se hace necesaria historizar ―acción esencial de la narrativa chirbesca― la posición de defensa del realismo y la cosmovisión marxista en este conflicto con la producción literaria que a día de hoy sigue siendo hegemónica. Así, la obra de Rafael Chirbes no debe entenderse como un ejercicio literario desligado de su contexto histórico, ni como un objeto estético autónomo. Por el contrario, tal y como venimos señalando, su narrativa se constituye como una herramienta de mediación crítica, un producto cultural determinado por el nuevo paradigma político y social posfranquista, desde el cual es posible interrogar las complejas relaciones entre acumulación capitalista, conflicto de clase y las formas de militancia política en los años finales del franquismo y los primeros compases de la democracia. Chirbes escribe desde una tensión histórica profunda, no solo contra el régimen anterior, sino también en abierta confrontación con el nuevo paradigma político, social y cultural surgido tras la Transición.

A partir de la década de 2010 —aunque algunas voces comenzaron a anticiparlo en los ochenta y noventa—, comenzó a emerger una crítica sistemática al modelo cultural erigido durante el proceso de Transición, fruto de la crisis orgánica que estaba sacudiendo el Estado español. El discurso triunfalista y lineal que había presentado la llegada de la democracia como una evolución natural hacia la modernidad y la integración europea empezó a resquebrajarse. Este modelo cultural se reveló entonces como una construcción ideológica que, más que facilitar la apertura democrática, funcionaba como un dispositivo de cierre, borrado del pasado y supresión de la disidencia. La recopilación de artículos sobre diversos ámbitos recogida en 2012 bajo el título CT o la Cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española se convirtió en referencia fundacional sobre esta cuestión y transparentaba la crisis de legitimidad de esta cultura hasta entonces hegemónica. Evidenciaba el malestar de una nueva generación. Como veremos, de forma paralela a la resolución de la crisis orgánica de 2011 y la integración política de esta generación descontenta ―la primera como tragedia, la segunda como farsa―, la restauración en el plano cultural ha desembocado en que a día de hoy muchas de las tendencias entonces señaladas y criticadas sigan vigentes, aunque en no pocos aspectos transformadas por la nueva cultura de masas asociada a las innovaciones técnico-comunicativas de la última década.

En cualquier caso, el nuevo relato cultural post-78 se configuró como una cultura vertical, dictada desde las instituciones estatales, y legitimada por una oposición antifranquista que, al participar en el consenso político, cedió buena parte de sus aspiraciones transformadoras durante el proceso de transición, Estas cesiones serían consolidadas en el bienio 1981-1982. En este marco la identificación entre cultura y Estado había sido comprendida como un triunfo desde la izquierda. La fusión entre los valores del nuevo Estado democrático y los de la intelectualidad (cosmopolitismo, liberalización) dominante produjo una narrativa legitimadora que presentaba la ruptura con el pasado como innecesaria o incluso peligrosa. El sistema literario postransicional orbitó en torno a la celebración de referentes aceptables (como la Generación del 27), la exaltación de la cultura extranjera como única portadora de conflicto válido como tema, y la consolidación de un sistema literario basado en premios, suplementos culturales y el control del canon desde espacios institucionales. Algunos autores ya señalaron este profundo desplazamiento que estaba operando en la relación entre Estado y cultura en la década de 1980: José Ángel Valente y la crítica a la «Generación Loewe» en la poesía española, Vázquez Montalbán o el famoso artículo de Rafael Sánchez Ferlosio: «La cultura, ese invento del gobierno»[38].

Un concepto que ha servido como clave de lectura de este periodo es el de desencanto. Bajo el la apariencia lineal en el que el posfranquismo y los fenómenos de la europeización y la posmodernidad aparecían como el desarrollo natural de la historia, el desencanto se presenta como una categoría estructural, un síntoma de la derrota de un proyecto de emancipación asociado, paradójicamente y dialécticamente, a la propia forma histórica de la dictadura franquista. El fin del régimen franquista no supuso una apertura hacia la realización de dicho proyecto, sino una clausura traumática: una forma de olvido institucionalizado, producto de la necesidad psíquica de cerrar el pasado para consolidar el presente. Esta clausura no es solo política, sino también estética, cultural e histórica. El olvido se convierte así en el mecanismo a través del cual se absorbe la historicidad en un tiempo sin conflicto.

Este proceso afecta de forma directa a una generación concreta, marcada por una profunda escisión interna (la «generación bífida» de acuerdo con el término acuñado por el periodista Eduardo Haro Tecglen en un artículo de 1988 en El País[39]). Se trata de quienes nacieron en los años de la posguerra y vivieron la militancia en la clandestinidad, en muchos casos pagando un precio personal altísimo. Mientras algunos de sus miembros lograron integrarse en el nuevo orden democrático —participando de sus instituciones, enriqueciéndose, adoptando el discurso oficial—, otros quedaron al margen, arrastrando el peso de una derrota no solo política, sino vital: acabaron en la droga, suicidándose o sufriendo apáticamente la crisis de la Reconversión. Esta fractura generacional, que también es ideológica y existencial, está en el centro de la narrativa de Chirbes:

¿Qué puede dar de sí una vida fingiendo que eres otro, sacando tus feas, peludas y puntiagudas patas de cangrejo sólo por la noche, cuando piensas que nadie te ve? […] bilis de mi generación (sí, de la mía, la tuya se rindió antes, ni siquiera luchó y, por eso, ni siquiera tiene sentido de culpa, sólo mediocridad) acabará haciendo mucho daño. Dará gente sin escrúpulos, ya lo verás. El que ha tenido que arañar para llegar arriba es el peor[40].

En el ámbito literario, el periodo comprendido entre el final del franquismo y los primeros años de democracia produjo una ruptura con las formas anteriores de compromiso. El realismo social, que había funcionado como una herramienta de denuncia, fue desplazado en favor de una literatura introspectiva, despolitizada, donde lo elitista y lo institucional se fusionaron. La cultura franquista sufrió un paulatino proceso de erosión que culminó en la década de 1970[41]: «a medida que iba aflojándose la tiranía franquista se iba intensificando la pasión por un lenguaje desenmarañado de todo compromiso social»[42]; la denuncia de la «literatura de berza» y la recuperación de la escisión ente lo popular y lo culto (frente a las pretensiones de las corrientes realistas socializantes y algunas vanguardias) se convertían en tópicos cada vez más frecuentes. Las palabras del poeta Ángel González acerca de la poesía novísima en las que afirmaba que la no rompió con la cultura franquista sino con la cultura de la oposición al franquismo resumen a la perfección este movimiento. Las instituciones culturales, ahora democráticas, promovieron una producción estética que, al tiempo que se presentaba como moderna y europea, reproducía los mismos mecanismos de marginación del conflicto social. Así, la clase dominante consolidó su posición como productora y distribuidora de discursos estéticos, mientras que las memorias de la lucha obrera y popular quedaban relegadas al silencio o a la caricatura. Se dio en toda regla lo que algunos autores han llamado «campaña de marginación del realismo en la literatura»[43]. La tendencia dominante tras la crisis del realismo social no es sino la aceptación con todas sus consecuencias de la realidad de las relaciones capitalistas de producción, así como la afirmación de la clase dominante como productora de estética, controladora de la emisión y circulación de mensajes específicos. Bajo la apariencia de una crítica estética y en torno a la calidad de las obras, se encubría un proceso ideológico de deslegitimación de las posiciones revolucionarias, paralelo al deslizamiento hacia posiciones socialdemócratas del antaño hegemónico campo cultural comunista[44].

El nuevo paradigma cultural se sostuvo sobre la idea de que la historia había terminado, tal y como señala Blanco Aguinaga. Esta noción, profundamente interiorizada en la política cultural de la democracia, no fue una innovación del PSOE, sino la consecuencia lógica de la estrategia promovida por las fuerzas de la oposición antifranqusta: la Política de Reconciliación Nacional (PRN) del PCE prefiguró en 1956 lo que en 1980 iba a ser una realidad cultural sostenida por todo el aparato del Estado y la intelligentsia democrática. La renuncia a la ruptura fue entendida como un gesto responsable, pero supuso también la clausura de cualquier horizonte utópico. El desencanto solo fue la conclusión lógica del consenso previo[45]. La nueva cultura orbitó en torno a la supresión activa de la historia, que junto la integración en Europa, funcionó como un mito redentor que prometía dejar atrás el atraso histórico, única vía para no retornar a la guerra civil ni a «cuatro siglos de desgracias»[46] —esto es para no volver a la historicidad, a un supuesto «destino español» inscrito en «lo geológico» como aparece representado en Volverás a Región de Juan Benet o Vindicación del Conde don Julián de Juan Goytisolo.

Esta idea del fin de la historia implicó necesariamente la destrucción del marxismo como cosmovisión, así como del realismo como forma literaria. Se dio de forma simultánea el asalto a la triada realismo-marxismo-historicismo y la supresión de la historia concretada en el contexto español en la resignificación de la guerra civil a través del relato del consenso. La narrativa producida bajo este paradigma sería característica de una sociedad libre pero desencantada, la descontextualización histórica, la ridiculización de la historia del movimiento obrero o directamente la supresión de la historia de los otros derrotados en la Transición. Esta tendencia llegó hasta tal punto de la reivindicación explícita y desvergonzada, no en un plano puramente técnico ―si es que eso puede existir―, sino también político, de algunos autores cercanos al fascismo o directamente fascistas como Pound, Céline, Cioran o Sánchez Mazas ―blanqueado sin pudor alguno en el equidistante y vomitivo Soldados de Salamina de Javier Cercas, todavía a día de hoy opinador progresista de cabecera del grupo PRISA―. «La defensa encubierta del franquismo» a través de este «coqueteo» con estos autores no fue sino una estrategia para «expulsar de la centralidad literaria a los escritores comunistas» y, por extensión, a todos aquellos «escritores que bebían, fumaban y eran marxistas ideológicos durante el franquismo»[47]

La narrativa de Chirbes no utiliza la historia como telón de fondo, sino como hebra maestra de su trama. Sus personajes, construidos con complejidad psicológica y sin caer en moralismos, encarnan los dilemas, traiciones y fracasos de un tiempo histórico concreto. Lejos de presentar visiones simplificadas, su literatura articula una crítica profunda al nuevo orden, al tiempo que rescata una tradición realista comprometida ética, política y estéticamente con el presente. Sus textos son una respuesta directa a la cultura dominante, vertical y aproblemática que se impuso en los años posteriores a la Transición.

La actualidad del programa literario de Rafael Chirbes en la lucha cultural socialista

Toda cultura hegemónica requiere de la delimitación de unas fronteras concretas, y estas no vienen determinadas por una decisión arbitraria o son fruto de una pretendida autonomía de autores, polémicas y tendencias estrictamente culturales. Debemos comprender la cultura dentro de una totalidad, donde las distintas formas de expresión, relaciones y conflictos de lo cultural no son un ente menor o separado ―es precisamente la cultura del desencanto y aproblemática aquella que reproduce la escisión aparente entre cultura y política―, sino como producto construido por la relación de clase y sus mediaciones (el Estado, la nación, los movimientos sociales, el género o la raza). Esta concepción nos permite comprender la cultura como un aspecto dinámico de las determinadas formas sociales, que contiene múltiples contradicciones. Estas últimas articulan el carácter dominante o dominado de una cultura, así como la relación entre ambas formas: su carácter contracultural o marginal, los mecanismos de integración y desplazamiento de la hegemonía. La crítica gramsciana al «mecanicismo vulgar que busca la explicación inmediata de todos los hechos políticos e ideológicos en causas económicas»[48] abunda en esta dirección. La cultura debe comprenderse «en el sentido que se adhiere tanto a la piel de lo económico que apenas se puede separar y analizar en sí mismo»[49]. Así, vemos que la determinación esencial de estas fronteras de la literatura postransicional que han proscrito «la novela social» no es otra que

la clase media como reproductora (tanto logística como simbólicamente) de los relatos de toda una época. […] la solidez de su papel dentro del encuadramiento social general. La novela actual se encuentra completamente capturada por los deseos, frustraciones y neurosis de una clase media (podríamos decir culturalizada, que ha accedido a estudios pos y universitarios) que se piensa a sí misma como el sujeto más autoconsciente de la sociedad dejando fuera parte de una realidad que se hace cada vez más evidente: el proceso de proletarización[50].

Y es precisamente la continuidad de esta hegemonía de las clases medias desde el desarrollismo franquista hasta hoy la que mantiene la vigencia de este debate planteado por autores como Chirbes desde hace décadas. Es precisamente la restauración ―frágil y amenazada constantemente por la crisis estructural de la acumulación de capital a escala global― de ese proyecto ―democrático, progresista, meritocrático― de las clases medias españolas que operó tras la crisis de 2011 y la emergencia de la generación 15M la que ha mantenido el dominio de este paradigma intimista. El modelo imperante es que el representa de forma paradigmática Anagrama ―irónicamente, la editorial donde se encuentra publicada la práctica totalidad de la obra de Chirbes―: la «hegemonía cultural burguesa» se expresa en el «repliegue hacia lo individual, hacia un supuesto mundo interior de personajes en una pretensión de universalizar los sentimientos de quienes componen la historia como una abstracción de sus determinaciones» en una «vida sentimental e íntima de personajes cuyo entorno es una especie de luz vespertina entre sábanas blancas en las que los sentimientos parecen flotar por encima de sus condiciones de existencia»[51]. Incluso la producción novelística más «reivindicativa» ha sido presa de esta forma hegemónica sembrada por exmarxistas resentidos que volvían al redil de su clase en los 70 ―y algunos de los cuales que sobreviven hoy nadan felices en una decrepitud reaccionaria― y regada para las nuevas generaciones por cuatro décadas de Ministerios de Cultura. De hecho, esta forma cultural encaja a la perfección con cierto perfil progresista con ascendencia sobre el campo literario, que va desde el activista socialdemócrata al influencer que en redes fetichiza el consumo de obras y al columnista más añejo que opina en Babelia o algún recién graduado con columna en algún digital. Normalmente este espectro comparte el mismo perfil de clase de toda la intelligentsia postransición: graduados universitarios que han estado en contacto con las tendencias culturales foráneas y en la órbita de la institucionalidad socialdemócrata. Añadamos a esto un matiz actualizado: la oleada feminista de la última década ha encontrado en no pocas ocasiones un seguro acomodo en una narrativa autocentrada en la experiencia personal y en relaciones abstraídas de cualquier determinación material.

Durante estas décadas, no pocos sectores de la población experimentaron la Transición como una derrota de un proyecto de décadas de lucha[52], generando, aunque fuera marginalmente un proyecto literario con muchas caras (en muchos casos los autores ofrecían esta memoria a pesar de sus posiciones políticas) que partía de la necesidad de comprender el desencanto a través de la historia de la derrota de esa «España revolucionaria»[53]. Dentro de este conjunto, la obra de Chirbes habría tenido la función de situar la sociedad y la historia no como mero telón de fondo, sino como «hebra maestra» de la trama. Chirbes escribe desde la necesidad de comprender el desencanto no como decepción sentimental, sino como categoría histórica, como forma de nombrar la derrota de un proyecto de lucha prolongado. Recuperando la distinción de Raymond Williams entre lo hegemónico, lo residual y lo arcaico (siendo estas dos últimas concepciones distintas, puesto que lo residual «vive cambiando con los cambios de la Historia»), en la que lo residual «manteniendo siempre la memoria de su razón de ser, puede en cualquier momento disputar el terreno a lo hegemónico en cuanto agente transformador de la Historia que sigue siempre haciendo»[54], su obra recupera una memoria residual —en el sentido de que ha sido desplazada del centro—, pero todavía capaz de disputar el terreno de lo hegemónico. La suya es una literatura que no se resigna al fin de la historia, sino que insiste en volver a ella para comprender el presente. Construye una narrativa desde la conciencia crítica de haber vivido una derrota, pero sin renunciar a la historicidad. En un tiempo que se ha querido sin conflicto, su obra recuerda que la historia no ha terminado y que sigue siendo el campo donde se disputan los sentidos, la memoria de las luchas y la emancipación del proletariado a través de la revolución. Sacar a Chirbes del ostracismo y exprimir su obra al máximo, aprender de su proyecto literario es una tarea que tenemos para articular una táctica de lucha cultural en el campo del arte que haga del comunismo una cosmovisión ―apoyada en la organización y el movimiento real― hegemónica. 10 años después de su fallecimiento, no debemos permitir que de nuevo «las palabras ard[an] en el aire durante algunos segundos, y luego ca[igan] convertidas en ceniza [siendo] solo estrategias del yo», porque

¿quién le niega el derecho al proletariado a derramar sangre para liberarse, para aspirar a su parcela de felicidad? ¿Con qué autoridad lo hace esa burguesía que lo ha enviado a matar y a morir por todo el mundo? El proletariado ha derramado sangre en Alemania, en Francia, en Rusia, en todos los desiertos de África, en las selvas de Asia y América Latina. Ha derramado sangre cuando la burguesía lo ha enviado a cualquier parte del mundo a trabajar a la vez como carnicero y como buey que muge atado al pilón en el que el matarife va a descabellarlo, la ha derramado en Vietnam, en Bolivia, en Angola, en Nicaragua. Le han dado un petate, un fusil; a veces hasta una máscara antigás, y en el mejor de los casos unas botas, y lo han enviado a matar y a morir. Pero cuando los proletarios piden derramar sangre en su propio interés, se les niega el derecho. ¿Con qué autoridad se les niega el derecho a seguir haciendo el trabajo para el que se los preparó?[55]

El derecho a la revolución es también el derecho a acabar con una literatura que nos condena a asumir lo existente como deseable, que proscribe hablar de quienes construyeron Tebas para hablar solo de sus reyes; a acabar con aquellos que escriben que nos les hacemos falta, que la única cultura legítima es la de sus abstracciones con la que redimirán el mundo desde sus escritorios y columnas. Ninguna novela hace la revolución, pero sí nos puede arrojar a nuestra posición social contradictoria y a partir de ahí y a través de la conciencia y la organización poner las bases para un nuevo mundo.


[1] Álvaro Díaz Ventas, «La adaptación televisiva de Crematorio. De la revisión histórica del 68 a la trama noir de la corrupción», Cauce. Revista internacional de filología, comunicación y sus didácticas, nº 44, 2021. En palabras de Chirbes «es otra cosa… Han cogido la novela y han hecho su lectura […] Crematorio, la novela, huye de la trama, de lo policiaco, huye del misterio […]», citado en p. 204.

A pesar de que, tal y como señala Chirbes, The Wire (la influencia de la producción estadounidense se identifica en la tensión narrativa de las tramas y la temática policíaca (corrupción, tráfico de drogas, conflicto político), pero sirve como referencia a los guionistas de Crematorio, se pierde el gran rasgo diferencial de la serie: el realismo. Tal y como señala Fredric Jameson en «Realismo y utopía en The Wire»: «Lukács pensaba que el realismo no era solo la representación de la sociedad tal como es, también tenía que captar el movimiento subyacente de la historia y de las transformaciones que se producen en una sociedad determinada. A mí me parece que en The Wire se puede ver cómo podría ser la historia contrapuesta a cómo sucede efectivamente».

[2] Rafael Chirbes, Diarios I.  A ratos perdidos 1 y 2, Madrid, Anagrama, 2021.

[3] Augusto Guarino, «El sentido de la memoria en Rafael Chirbes: La buena letra» en Augusta López Bernasocchi y José Manuel López de Abiada (eds.), La constancia de un testigo. Ensayos sobre Rafael Chirbes, p. 129.

[4] «Vivimos en un lugar que no es nada: derribo de lo que fue y andamio de lo que será»; «Pedazos de muro, hierros retorcidos y otros que salían tiesos, como grandes espinas. En un extremo del solar, del lado derecho, habían amontonado algunas carcasas y huesos de caballo».

[5] La figura de la rata o la «Gestapo del tiempo» de Crematorio.

[6] Rafael Chirbes, En la orilla, Madrid, Anagrama, 2013, p. 80

[7] Guarino, «El sentido de la memoria…», p. 129.

[8] Chirbes citado en Ibid. p. 127.

[9] Fragmento de una entrevista a Chirbes citado en Daniel Leuenberger, «“Una imagen de mí mismo que no he querido romper”. Perspectivas del pasado en Los disparos del cazador» en López Bernasocchi y López de Abiada, La constancia de un testigo, p. 163.

[10] El tópico del taller de carpintería ―el arquetipo del San José obrero y las diversas trayectorias de clase que despliega (proletario, propietario, incluso especulador) ― también está presente en otras obras de Chirbes como En la orilla. En ella el padre, austero republicano anclado a un viejo tiempo que ya no es suyo y que arrastra la carga de haber sido liberado de la cárcel de posguerra y, por tanto, humillado, se acerca más al personaje de Tomás, en cambio, es su hijo el que concentrará en los años de la burbuja el proceso de acumulación que Antonio desarrolla durante el franquismo. El cacique ―probablemente también falangista― también es un tópico repetido en esta novela, con Gregorio Marsal en el papel de Mullor.

[11] Guarino, «El sentido de la memoria…», p. 130.

[12] Aitor Bizkarra y Paul Beitia, «Notas para la actualización del modelo táctico de lucha cultural socialista», Marx XXI, nº3, 2024, p. 33.

[13] Pepe del Amo, «El repliegue hacia lo íntimo en la literatura española», Contracultura, 12 de noviembre de 2024, https://contracultura.cc/2024/11/12/el-repliegue-hacia-lo-intimo-en-la-literatura-espanola/

[14] Walter Benjamin, «La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica» en La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica y otros ensayos sobre arte, técnica y masas, Madrid, Alianza Editorial, 2021, pp. 70-75.

[15] Bizkarra y Beitia, «Notas para la actualización…», p. 33.

[16] Ibid.

[17] «En lugar de un espacio urdido de manera consciente por el ser humano aparece un espacio urdido de manera inconsciente» […]. La fotografía hace aflorar en ese material los aspectos fisionómicos […] lo bastante significativos y ocultos como para haberse refugiado en los sueños diurnos», Benjamin, «Pequeña historia de la fotografía» en La obra de arte…, p. 116.

[18] «existe una relación entre el desarrollo de la novela y la novela por entregas, ambas empezaron en Francia, en Inglaterra y en todos lados, en la década de 1840, con el nacimiento del diario popular, uno que todos podían comprar. Antes de eso, los diarios eran muy caros, había que sacar una suscripción a un salón de lectura para leerlos. Pero en 1838, con Girardin y La Presse, no estoy seguro, aparecieron diarios populares, baratos, y se convirtieron en el vehículo de la novela por entregas», Jameson, «Realismo y utopía…».

[19] Chirbes, «Diez reglas para escribir» en López Bernasocchi y López de Abiada, La constancia de un testigo, p. 488.

[20] Ibid. p. 490.

[21] Hortelano, Salinas, Pacheco, Goytisolo o el primer Marsé forman parte de lo que algunos autores han denominado el «campo literario comunista», siendo muchos de ellos militantes del PCE, pero cuya obra tampoco se puede entender como posteriormente hizo la crítica, que los identificaba con un mandato directo del partido. De hecho, muchos de los temas de estas novelas que critican la nueva España del desarrollismo se oponen a la línea comunista de la Reconciliación Nacional vigente desde 1956. Véase David Becerra Mayor, «El campo literario comunista bajo la dictadura de Franco» en Francisco Erice (ed.), Un siglo de comunismo en España II. Presencia social y experiencias militantes, pp. 493-519.

[22] Carlos Blanco Aguinaga, «Recordando algunas cosas (Para contextualizar la narrativa de Rafel Chirbes)», en López Bernasocchi y López de Abiada, La constancia de un testigo, pp. 57-58

[23] Beitia y Bizkarra, «Notas para la actualización…», p. 35.

[24] Marta Sanz, «Prólogo: ser valiente y tener miedo en Chirbes», Diarios I…, p. 18.

[25] Beitia y Bizkarra, «Notas para la actualización…», p. 35.

[26] Ibid.

[27] Beitia, «En defensa de Gabriel Aresti, euskaldún y marxista», Arteka, nº 61, mayo 2025, https://gedar.eus/es/arteka/gabriel-aresti-euskaldun-eta-marxistaren-defentsan

[28] 11-12 ventas

[29] Chirbes, La caída de Madrid, Madrid, Anagrama, 2000, pp. 155-156.

[30] Chirbes, Diarios I, p. 134.

[31]. Y asociado a esto una desmitificación de la alimentación y la gastronomía, que se puede enlazar con una exposición más amplia de las distintas formas de fetichismo de la mercancía en la sociedad actual, como brillantemente consigue en En la orilla.

[32] Chirbes, París-Austerlitz, Madrid, Anagrama, 2015, p. 89.

[33] Chirbes, En la orilla, p. 53.

[34] Chirbes, En la orilla, p. 252.

[35] Díaz Ventas, «Crítica y compromiso en los textos de Rafael Chirbes durante la Transición» en Chirbes, Asentir o desestabilizar. Crónica contracultural de la Transición», pp. 18-19.

[36] Chirbes, Crematorio, pp. 228-229.

[37] Blanco Aguinaga, «Narrativa democrática contra la historia» en VV.AA., Del franquismo a la posmodernidad: cultura española 1975-1990, Madrid, Akal, 1995.

[38] Ignacio Echevarría, «La CT: un cambio de paradigma» en VV.AA. CT o la Cultura de la Transición, Madrid, DeBolsillo, 2016, pp. 26 y 32

[39] Eduardo Haro Tecglen, «La generación bífida», El País, 27 de noviembre de 1988, https://elpais.com/diario/1988/11/27/opinion/596588409_850215.html

[40] Chirbes, Crematorio, p. 228.

[41] Paul Ilie, «La cultura posfranquista, 1975-1990. La continuidad dentro de la discontinuidad»en VV.AA., Del franquismo a la posmodernidad, pp. 21-22.

[42] Ibid. p. 25

[43] Julio Rodríguez Puértolas, «Democracia, literatura y poder», en VV.AA., Del franquismo a la posmodernidad, pp. 270

[44] Becerra Mayor, «El campo literario comunista…», pp. 512-513.

[45]. Blanco Aguinaga, «Narrativa democrática…», pp. 252-253

[46]. Ibid, p. 254.

[47] Sanz, «Prólogo…» en Chirbes, Diarios I…, p. 19 (cursivas nuestras). En esta categoría también caían desde humanistas como Delibes, a conservadores como Cela.

[48] Josep Fontana, Historia: análisis del pasado y proyecto social, Barcelona, Crítica, 1982, p. 233.

[49] Jameson, Teoría de la posmodernidad, Madrid, Trotta, 1996, p. 15.

[50] Del Amo, «El repliegue hacia lo íntimo…»

[51] https://x.com/zarya17/status/1879956307240956286

[52] Blanco Aguinaga, «Recordando algunas cosas…», p. 42

[53] Blanco Aguinaga, «Recordando algunas cosas…», pp. 57-58

[54] Blanco Aguinaga, «Narrativa democrática…», p. 263.

[55] Chirbes, Crematorio, p. 227.

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