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El Estado suicida

Jamie Merchant

Traducción por Áurea Audomara

Publicación original en: Brooklyn Rail

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«Cuando la reproducción del capital se convierte en una barrera para el desarrollo ulterior de las fuerzas sociales del trabajo, el capitalismo pierde los últimos retazos de su afirmación de un papel histórico progresivo.»

—Simon Clarke

En un informe esclarecedor sobre una feria de empleo reciente del Departamento de Seguridad Nacional [de Estados Unidos][1], Yanis Varoufakis relata un encuentro con una pandilla de nuevos reclutas del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) que buscaban un bolo prometedor en la economía de la deportación. Había una historia que sobresalía, la de un solicitante a quien ‘no le importaba demasiado la política del ICE’ y simplemente creía que sus impuestos no deberían acabar en ayudas a ‘niños inmigrantes ilegales’. Su verdadera meta era invertir todo ese salario estatal en la compra de apartamentos de Airbnb —aparentemente, un truco rápido para conseguir dinero fácil. Sus colegas compañeros de clase estaban compartiendo fotos de sus Lamborghinis y sus propiedades en primera línea de playa por Instagram. Se sentía dejado atrás por sus éxitos.

Ahí está todo: la metástasis de un Estado securitario y vigilante que transmuta el aburrimiento suburbano en sadismo organizado; una economía de plataformas depredadora que no produce más que entregas de datos al Estado represivo mientras vuelve prohibitiva la vida de todo el mundo; una fijación con mentalidad de sigma en el ajetreo por el próximo trato, que seguro que será tu gran oportunidad; y un sentimiento de vergüenza por el estatus de cada uno en la sociedad, que se refleja sin fin en el castigo algorítmico del scroll infinito.

Más o menos al mismo tiempo, la resistencia al nuevo régimen había alcanzado un punto de ebullición en las ciudades de todo Estados Unidos. Emanando de Los Ángeles, las imágenes de coches patrulla destruidos y coches sin conductor de Waymo abrasados caían en cascada por los noticiarios de todo el país —efigies ardientes de rechazo, un rechazo masivo de un mundo que nadie quería ni quiere y de la unión demoníaca de tecnología inhumana con aspirantes a Hitlerjugend que es el Estado contemporáneo.

Cerebros de lagarto

Para la gente que todavía se lo toma en serio, una miasma de confusión envuelve la vergüenza permanente que es el gobierno de EE. UU. Un plan de tarifas de frena y avanza sierra los mercados al servicio de la vaga promesa de ‘dejar de ser el pringado del mundo’. Dependiendo del día y de a quién le preguntes, esto podría significar: una reindustrialización que compense los déficits comerciales de Estados Unidos; encontrar nuevas fuentes de ingresos que financien las exenciones fiscales para la gente más rica del mundo; resolver una presunta ‘crisis de la masculinidad’ mediante el regreso al trabajo manual en fábrica a una escala masiva, reviviendo el viejo modelo de la familia nuclear blanca dirigida por un ganapán masculino; arreglar una crisis de seguridad nacional relocalizando las ‘industrias críticas’ de vuelta al país, reduciendo la dependencia sobre las cadenas de suministro extranjeras; forzando a nuestros ‘aliados’ a pagar en su totalidad el paragua de seguridad estadounidense; o incluso usar la recaudación por aranceles para sustituir[2] completamente los impuestos sobre la renta. Huelga decir que todo esto haría principalmente que salieran ganando los más ricos.

En el frente doméstico, ráfagas de órdenes ejecutivas apuntan a por fin deconstruir el Estado administrativo, como Steve Bannon prometió por primera vez hace 8 años. Al imbécil de Elon Musk, hijo de la Sudáfrica del apartheid y la broma más cruel del capitalismo, se le encargó temporalmente este trabajo, hasta su desafortunado desencuentro con el comandante en jefe por la One Big Beautiful Bill. Sin embargo, con el apoyo de una Corte Suprema maleable, decenas de miles de funcionarios federales han sido despedidos, a medida que la administración ha ido cerrando ilegalmente departamentos enteros. Prometiendo ir a recortar dos trillones de dólares en gasto público, los esbirros de Musk lograron recortar alrededor de treinta billones de dólares[3]. Pero eso es mucho menos importante que los tesoros de datos personales que se les han saqueado a las agencias federales[4], ahora comercializables para la industria de la seguridad de Silicon Valley con el fin de sobrealimentar la vigilancia y la represión de ciudadanos estadounidenses propulsadas por IA.

Así pues, en una combinación clásica, la austeridad frenética complemente una expansión de los aparatos represivos del gran gobierno.  Como resultado del aumento de la financiación destinada al ICE, ahora con un presupuesto mayor que el de la mayoría de los ejércitos del mundo, Trump 2.0 ha lanzado una campaña nacional de terrorismo de Estado. Invocando la Alien Enemies Act de 1798, promulgada en tiempos de guerra, el régimen pretende eliminar de su programa de deportación masiva cualquier atisbo de garantía procesal, definiendo a las personas indocumentadas como un ejército extranjero invasor. Notablemente, la última vez que se invocó explícitamente esta norma fue para justificar el internamiento masivo de estadounidenses-japoneses en campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Reviviendo la Immigration Act de 1952, de la era de McCarthy, también busca legalizar la deportación de cualquier persona declarada enemigo por el secretario de Estado. Estas tácticas legales son el intento por el gobierno de sentar las bases de una guerra abierta contra su propia ciudadanía.

El ataque mafioso de Trump al imperio de la ley[5] complementa bien su agenda. Su Departamento de Justicia está investigando a grandes bufetes de abogados que trabajan o han trabajado con sus enemigos políticos, al tiempo que amenaza con la destitución a los jueces que le disgustan. Las normas judiciales, de las que los negocios dependen para mantener su estabilidad y predictibilidad, quedan erosionadas por el estilo voluble y personalizado de la camarilla gobernante.

Con el planeta en llamas, el séquito trumpiano se tambalea mientras gana millones con el uso de información privilegiada sobre cada espasmo provocado en el mercado por los aranceles. Junto al baile de vaivén de los aranceles, las exenciones se les aseguran naturalmente a grandes empresas como Apple[6], que parecen ser demasiado importantes como para quedar a merced de los caprichos de un adicto a la televisión que renquea. Más de lo mismo para la importantísima guerra racial. Después de muchas quejas de ‘nuestros grandes granjeros y la gente en el negocio de los hoteles y la recreación’[7], Trump decidió echar el freno temporalmente con las deportaciones, puesto que no le queda más remedio que hacerlo si quiere mantener a flote estas partes de la economía estadounidense.

Encima de todo, Trump no es nada si no es un artista del entretenimiento. Después de haber hecho de las teorías de la conspiración que giraban en torno a Jeffrey Epstein una de las atracciones principales de su elección y sólo unos meses después de que la fiscal general Pam Bondi prometiera desclasificar la evidencia de ‘las acciones repugnantes de Jeffrey Epstein y sus cómplices’, su oficina anunció que todo había sido un bulo, después de todo. Tras habérsele informado de que él mismo aparecía en los archivos[8], Trump evidentemente decidió añadirle un giro a la historia. Una tormenta de ira de MAGA envolvió a los aspirantes a salvadores de la civilización occidental que, en el momento de escribir este artículo, todavía no ha amainado.

¿Qué sentido le podemos dar a este espectáculo caótico, a este pandemonio de incompetencia tan hilarante como malvado? ¿Es sólo una cuestión de limitaciones mentales? Hace unos años, el difunto Mike Davis ofrecía el diagnóstico de un ‘tumor cerebral de la clase dirigente’[9] para describir la pura incompetencia de la élite gobernante. Nuestros decrépitos líderes con cerebro de lagarto son una demostración viviente de su observación de que ‘la codicia engendra mentes reptilianas’, a medida que la acumulación vertiginosa de dinero vacía la capacidad intelectual de sus propios sirvientes políticos, reduciéndolos a nulidades mentales incapaces siquiera de concebir un futuro para el sistema, mucho menos de intentar salvarlo.

Antinomias del gerencialismo

Con todo, hay quienes ven un gran plan en ciernes —quizás incluso un ‘Acuerdo de Mar-a-Lago’ que nivele el campo de juego internacional en favor de Estados Unidos, tal y como lo planteó el director del Consejo de Asesores Económicos de Trump Stephen Miran. El manifiesto de Miran, ‘Un manual de usuario para la reestructuración del sistema global de comercio’, ha fascinado a los comentaristas de negocios desde su aparición a finales de 2024. Tal y como se articula allí, Estados Unidos quiere tanto reindustrializarse como mantener la primacía internacional del dólar como moneda de reserva mundial.  Esto podrían parecer dos cosas opuestas: revivir la economía de exportaciones exige una rebaja en el valor del dólar para hacer las exportaciones estadounidenses más competitivas, pero, como moneda de reserva, la demanda de dólares seguirá siendo alta, empujando su valor al alza. Así que hace falta algún tipo de coerción unilateral hecha pasar por un ‘acuerdo’ —parecido al Acuerdo del Plaza de 1985— para establecer un nuevo arreglo que permita un dólar depreciado, pero todavía supremo. Miran se imagina un escenario en el que Estados Unidos podría usar la amenaza de los aranceles y la potencial retirada de su paraguas de seguridad para forzar a que los países extranjeros acepten tal acuerdo.

Por fortuna, los economistas siempre están a mano para ofrecer una racionalidad a medida de lo que sea que los gobiernos nacionales estén intentando hacer. Michael Pettis y su coautor Matthew C. Klein ya ofrecieron una teoría para las políticas del primer mandato de Trump en su libro de 2020, Trade Wars Are Class Wars [Las guerras comerciales son guerras de clases]. En este libro, la historia empieza en 1991, cuando Alemania y, en especial, China empezaron a seguir políticas de inversión de baja demanda y alta exportación que, con el tiempo, han desfasado la economía global. Estos países con un superávit comercial decidieron volcar exportaciones en Estados Unidos en lugar de expandir la demanda en casa. Sus ingresos por exportaciones se acumularon en ahorros excedentes, un ‘atracón de ahorros’, que se reinvirtieron y reciclaron en compras de activos denominados en dólares. Esto infla en consecuencia los precios de los activos y exacerba la desigualdad de riqueza en los países deficitarios, especialmente Estados Unidos, cuando estas políticas empeoran déficit contable, alimentan la inflación de activos financieros y exportan efectivamente la desigualdad a Estados Unidos.

En esta historia fabulada, el gobierno de Estados Unidos y las corporaciones estadounidenses son los objetos indefensos de un ingrato régimen de política exterior. Da igual la historia real del asunto, en la que el liderazgo estadounidense de posguerra cambió voluntariamente el acceso a su inmenso mercado doméstico por una esfera de influencia ampliada —un arreglo, principalmente con Japón y Alemania, el cual llevó a una guerra industrial que culminó con el Acuerdo del Plaza. En esta historia, los enormes déficits estadounidenses y la deuda nacional disparada no se deben a un gasto deficitario desenfrenado para financiar una máquina de muerte globalizada, inflada y decrépita, por ejemplo. Tampoco tienen que ver con la necesidad constante de rescatar a los mercados financieros en crisis con miles de millones de dólares, suma que va en aumento con cada rescate. Tampoco son relevantes para el asunto las históricas exenciones fiscales concedidas a la clase dirigente estadounidense desde los años 60[10]. El hecho crucial de que la producción manufacturera como parte del PIB mundial[11] y el empleo industrial han estado cayendo, no sólo para Estados Unidos, sino para todas las naciones industrializadas ricas[12] y la mayor parte del mundo industrializado —incluida China[13]— tampoco importa. Más bien, se supone que la economía global ha perdido el equilibrio por culpa de unas pocas economías con un alto nivel de ahorro y un bajo nivel de demanda, siendo Estados Unidos su principal víctima.

Pettis y Klein ofrecen una justificación conveniente para la obsesión del régimen de Trump con la balanza comercial, ratificando su narrativa de victimización económica. En efecto, alguna versión de la tesis del ‘atracón de ahorros’ ha informado la política comercial estadounidense desde la miserable permanencia en el cargo de Sleepy Joe Biden. Hoy, el historiador Adam Tooze la llama ‘MAGA para gente que piensa’[14]. Aunque se vende en el marco macroeconómico de la balanza de pagos, los flujos de capital y la gestión de la demanda agregada; la tesis del atracón de ahorros está más cerca de ser una moraleja que culpa a los enemigos de Estados Unidos de los fracasos de su propia élite gobernante. Naturalmente, esto es precisamente lo que le confiere su atractivo bipartidista.

Para otro grupo de comentaristas, como Tooze y el historiador económico de Berkeley Brad DeLong, tomarse en serio la política comercial de Trump corre el riesgo de malinterpretar lo que está pasando. Esto porque asume una coherencia racional donde no existe tal cosa. Tooze ha alertado contra esta tendencia como ‘sanewashing’[15]: confundir una cleptocracia de saqueo y expolio con una operación bien organizada y deliberada. Trump 2.0 es algo demasiado desarticulado, ad-hoc y corrupto como para tratarse de cualquier tipo de proyecto unificado. Así que se debería evitar la tentación de considerarlo una continuación de tendencias anteriores[16] —como sus continuidades en materia de políticas estatales con el gobierno de Joe Biden, cuyo mercantilismo mismo fue una escalada de Trump 1.0— porque ‘nos hace correr el riesgo de […] subestimar el radicalismo de la ruptura marcada por la administración Trump’. El equipo de Trump ha llevado tan lejos el espectáculo del gobierno como estafa que corremos el riesgo de obviar ‘lo que mayor significancia histórica tiene’: la ruptura radical del actual follón del copón con todo lo que ha venido antes.

El énfasis de Tooze en las discontinuidades con el pasado viene de su compromiso epistemológico con un método antiholístico inspirado por el sociólogo Bruno Latour[17]. Desde este punto de vista, cualquier intento de leer una estructura continua o totalizante en funcionamiento entre bastidores es sospechoso. Nos hace falta la humildad intelectual de admitir la opacidad del presente. En este caso, esto significa conceder que lo que estamos viendo con Trump 2.0 es demasiado históricamente singular como para encajar en categorías conceptuales bien definidas. Lo más que podemos hacer es ofrecer análisis situados de las redes fractales de conocimiento y recursos que atraviesan las instituciones, en las que nosotros mismos estamos enredados —como los tecnócratas que protagonizan la historiografía de Tooze.

Por eso mismo resulta sorprendente aprender en un texto reciente de Tooze que, lejos de suponer una ruptura radical con el pasado, la gobernanza a golpe de acuerdo comercial de Trump es un ejemplo de ‘poder moderno’[18]. Es ‘parte del estilo cada vez más burdo de lawfare y acuerdos ad hoc que caracteriza a gran parte de la vida corporativa, empresarial y pública estadounidense a día de hoy’. Es más, no sólo no supone esto una ruptura, sino que ‘en realidad no conocemos otra cosa’. Trump 2.0 no es más que otra representación del modo en que las cosas siempre han sido para la “modernidad liberal, occidental, ‘americana’”. Resulta que la estructura y la continuidad de por sí no son el problema, sino sólo ciertos tipos de estructuras y continuidades.

Una de estas perspectivas toma una identidad contable como explicación causal; la otra es una visión del mundo totalizante que se descalifica a sí misma como tal. Estos puntos ciegos no son una coincidencia. Tanto la macroeconomía de Klein y Pettis como la razón tecnocrática de Tooze son lenguajes del Estado gerencial; el Estado es el punto de vista sin nombre de ambos discursos. Puesto que hablan desde el punto de vista administrativo, no disponen de una crítica del Estado contemporáneo —su forma específica. Las confusiones del liberalismo gerencial reflejan en definitiva una antinomia, o un límite para el pensamiento que se arraiga en la obsolescencia histórica de su punto de vista: el ‘Estado gerencial progresista’.

Una regresión en la teoría

Como Tooze mismo ha señalado[19]: ‘ha habido una retrogresión en la teoría social’. Tiene razón, pero no por lo que piensa tenerla. La retrogresión consiste, no en tomar de viejas tradiciones y conceptos, sino en asumir la utilidad de un vocabulario conceptual cuyos puntos de referencia históricos ya no tienen sentido. Para una generación entera de académicos y comentaristas entrenados en ignorar la crítica radical del capital, este problema está garantizado.

Aquí, Tooze es emblemático. Sus anclajes teóricos, John Manynard Keynes y Bruno Latour, respondían a mutaciones históricas de la autoridad estatal en el siglo XX. Keynes es la figura de cabecera más famosa de la ‘economía mixta’: el sistema administrado por el gobierno y basado en el mercado que surgió del crisol de depresión y guerra en los años 40. De acuerdo con lo que se convirtió en la ‘economía keynesiana’, unos tecnócratas ilustrados, equipados con teorías económicas punteras, podrían afinar la política fiscal hasta la tasa de retorno óptima, asegurando unas ganancias estables para el capital y pleno empleo para el trabajo. Político y economistas compartían un consenso en que el modelo gerencial sería la nueva norma, un triunfo de una racionalidad científica que por fin había domado la turbulencia del ciclo de negocios —y, por extensión, del conflicto de clase.

Esta vanagloria fue el objeto de la crítica de Latour. Para Latour, no hay ninguna perspectiva científica, estructural, de la totalidad, puesto que no podemos acceder a un punto de vista librado de contexto desde el que aprehenderla. Esta incertidumbre interior/exterior es ineludible y cualquier visión holística está destinada a no ser más que una entre otras posibilidades. Tal y como lo plantea Tooze mismo[20]: ‘En términos latourianos, postular una esfera macro dentro de la cual los procesos se mueven endógenamente es de por sí un constructo enmarcado’. Los macroconceptos —como naturaleza, clase, capitalismo— son todos ellos ensamblajes situados que se construyen mediante redes de conocimiento técnico y cálculo. Fuera quedan las grandes explicaciones; lo mejor que podemos hacer es describir cosas en los términos e ideas usados por los agentes mismos, mapeando cómo se entrelazan por todo el tejido social. Esta ‘sociología relativista’ es la cura para la enfermedad estructuralista.

Si Keynes es el campeón de la ciencia social del siglo XX, Latour es uno de sus críticos más influyentes. Su unión en el pensamiento de Tooze es lo que hace su obra tan perspicaz. Pero, a pesar de sus diferencias radicales, parten de un contexto histórico compartido. La perspectiva de Keynes es la de la economía mixta del siglo XX, o del ‘Estado gerencial progresista’, cuya filosofía fue su legado. La de Latour, por otro lado, es la de la crítica microeconómica, una celebración del conocimiento local que escapa por siempre la mirada del científico macrosocial —al estilo de ese otro gran crítico de la ciencia social moderna, Friedrich Hayek. Pero, estén a favor o en contra, al nivel de su discurso teórico, ambos puntos de vista reproducen las afirmaciones de que el Estado gerencial ha neutralizado el capital y la clase. Y es precisamente esta formación estatal, el principal legado del siglo XX, lo que ahora se está disolviendo ante nuestros ojos.

Autonomización

La desorientación entre los comentaristas liberales refleja los límites históricos de la teoría liberal misma. Igual que los ‘diseñadores de políticas’ que intentan reducir el mundo a varios problemas técnicos, la economía política —sea en forma de macroeconomía o a través de sus críticos— habla desde el punto de vista del Estado. Pero esto significa que rara vez arroja una mirada crítica al Estado mismo —un tipo particular de Estado que origina su propio discurso.

Más exactamente, la economía política habla en nombre del sistema de Estados que gobierna una economía específica, el orden de la propiedad privada y la ganancia: el orden burgués. Este orden, a su vez, se fundamenta en un arreglo social —obvio para cualquiera que preste atención— en el que una pequeña minoría controla la riqueza y los recursos colectivos de la sociedad, forzando al reste de la población a trabajar para ella. En este sentido, es como las sociedades anteriores que también se basaban en un gobierno de élite sobre una mano de obra subordinada.

Donde el arreglo burgués difiere, no obstante, es en su necesidad histórica de separar la economía de la política —en una palabra, de supervisar las ‘libertades de mercado’ que lo definen y legitiman. De forma clásica, esto significaba forjar las condiciones para la propiedad privada, la empresa individual, la competencia en el mercado y la expansión fluida de la actividad empresarial —en una palabra, para una vida económica despolitizada. No es la ideología del libre mercado lo que hace que todo esto sea imperativo, sino más bien lo contrario: el Estado burgués vive y muere por el vigor del sector privado que gobierna. Es la forma política de estas relaciones sociales.

Al menos desde Max Weber, los intelectuales liberales han comprendido que no hay una separación limpia entre la economía y la política, cuyos vínculos reales son bastante enrevesados. En esta cuestión siguen la pista de la gubernamentalidad básica tal y como se refleja, por ejemplo, en las estadísticas oficiales. Indicadores como el productor interior bruto (PIB) o marcos contables como la balanza de pagos toman en cuenta al gobierno como un actor económico importante. Al igual que los negocios, es otra fuente de ahorros e inversiones; u otra ‘industria’ que sumar al resto en los agregados del PIB. En esta imagen, la actividad económica equivale a la combinación de ciertos inputs como el trabajo, el equipamiento y los materiales para producir un output cuantificado en dinero. El Estado nacional se ve reflejado en su propia imagen de la economía.

En cuanto a los economistas, el Estado burgués trata las relaciones económicas como funciones técnicas de las mercancías a medida que se intercambian por dinero. Esta situación, en la que todo el mundo es un propietario individual de su mercancía, la fuerza de trabajo, pero alguna gente resulta que tiene muchas más cosas presupone la separación de la mayoría de la humanidad respecto a los medios de la actividad económica y la concentración de los mismos en manos de una pequeña minoría de propietarios individuales. Esta relación, la relación de capital, es la silenciosa precondición tanto de la economía de mercado como del liberalismo político. Lejos de ser algo que se pueda dar por sentado, esta relación es frágil y debe reproducirse constantemente por medio de la intervención gubernamental. Las consecuencias del fracaso son nefastas, puesto que de aquí viene en última instancia el ‘crecimiento’ —es decir, las ganancias. Donald Trump cree que las ganancias vienen de los tratos de negocios. Los economistas académicos piensan que son un signo de una competencia imperfecta y que, en un libre mercado perfecto, la competencia misma se las llevaría. En realidad, las ganancias se extraen de la relación de clase.

Para enriquecerse, la élite propietaria tiene que exprimirle al estrato subordinado de trabajadores un excedente por encima de los costes materiales de la producción y los gastos de reproducir a la mano de obra como clase. Al mismo tiempo, los trabajadores se rebelan frecuentemente contra la presión constante hacia la degradación de su estándar de vida, sus medios de subsistencia, su ser mismo, con el fin de que las ganancias puedan seguir creciendo. El crecimiento depende del antagonismo de la lucha de clases.

Es más, la clase burguesa también es incapaz de formarse un programa coherente. Como las constantes luchas internas dentro de la nueva coalición MAGA muestran ampliamente, no hay un único ‘interés’ capitalista que pueda representarse unívocamente: la clase dominante es un nido de víboras, que forma alianzas en un momento dado sólo para traicionar a sus antiguos aliados al momento siguiente. La lucha de clases está complementada por la lucha del capital, la guerra hobbesiana entre rivales corporativos en sectores particulares, entre sectores industriales enteros y entre Estados-nación.

Estos conflictos por diseño son como fuerzas centrífugas que, si no se gestionan, se descontrolarían, desestabilizando o destruyendo el frágil fundamento de la sociedad capitalista. Los políticos profesionales experimentan estos conflictos como las tareas técnicas requeridas para garantizar un crecimiento y una estabilidad constantes. No tienen elección, puesto que los miembros de la clase capitalista se han pasado la mayor parte de su historia estando más interesados en hacer más dinero que en dirigir ellos mismos el gobierno. Incluso las aparentes excepciones, como la del idiota de los negocios[21] favorito de todo el mundo, Musk, se encuentran con que tomar las riendas del gobierno en nombre de los negocios es más difícil de lo esperado: tras no haber logrado más que escasos resultados, el malcriado millonario bóer tuvo que renunciar a sus ambiciosos planes para volver a su compañía fracasada, Tesla. Según consta, ni el mismo Trump quería ganar realmente en 2016[22] y se quedó sorprendido y horrorizado cuando lo hizo. Ahora lleva el gobierno, no como un Estado, sino como una rama de su cartera de inversiones personal.

Tradicionalmente, los políticos profesionales se han tenido que encargar así de adoptar una perspectiva a más largo plazo para gestionar este sistema inherentemente caótico —igual que los directores de una gran empresa[23]. Los gobiernos ejercen cierto grado de autonomía de acción con este propósito. En la práctica, esto significa pacificar a la mano de obra, preservar la propiedad privada y promover los intereses especiales, nacionales e internacionales, de la clase dominante. Para ello, tiene que adoptar la perspectiva de alto nivel y a largo plazo del sistema que gestionan. Sea cual sea la etiqueta ideológica que se pongan, los Estados modernos tienen encomendada la misión de salvaguardar estas relaciones: el fundamento social de su existencia.

Hal Draper, en su clásico La teoría de la revolución de Karl Marx, describe esta tendencia como la ‘autonomización del Estado’. Esta tendencia, con raíces en el proceso antagonista del capital, genera la apariencia de una neutralidad estatal que los economistas y comentaristas liberales toman literalmente. También es el origen del llamado ‘Estado gerencial progresista’, ahora en vías de desaparecer, no tanto a manos de Trump 2.0 como por el deterior de su razón de ser histórica: el sistema económico basado en el mercado. Trump, o el trumpismo, no es más que el rostro visible de una crisis institucional del capitalismo de la propiedad privada mismo.

Los Estados en el orden del capital

Las raíces de esta formación estatal independiente se pueden retrotraer hasta el impulso hacia la modernización adoptado por los gobiernos de todo el mundo, que empieza alrededor de finales del siglo XIX. La Restauración Meiji de Japón, que pretendía derrocar el sistema feudal del país para reemplazarlo por un orden constitucional en vías de industrialización es un excelente ejemplo, igual que el movimiento progresista de principios del siglo XX en Estados Unidos. El proto-Estado del bienestar autoritario de Alemania bajo la cancillería de Otto von Bismarck fue otro importante pionero. Pero la Gran Depresión fue el verdadero catalizador. Despegando en la sombra de 1917, el desempleo masivo y la militancia obrera masiva de la depresión global convencieron a las élites políticas de todo el mundo de que era hora de desechar las ideologías obsoletas y renovar el Estado mismo. Independientemente de las autocomprensiones ideológicas —por ejemplo, liberal en Estados Unidos o antiliberal en Alemania e Italia— la prescripción era la misma: una vasta expansión de la burocracia gubernamental para movilizar el gasto público, sobre todo para el rearme.

Consolidado a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, lo que resultó fue un compromiso de clase entre los trabajadores industriales y el capital, respaldado por un compromiso del gobierno con el pleno empleo que sostendría la demanda masiva de productos de la industria; a su vez, los capitalistas encontrarían amplios mercados para sus inversiones. Los estándares de vida ascendentes asegurarían la paz laboral, dejando atrás los conflictos de los años 30. Todo el mundo, parecería, consiguió lo que quería. Con Estados Unidos haciendo de modelo, el compromiso de clase formó el fundamento de la economía mixta. Esto no fue sin coste, por supuesto. La deuda nacional de Estados Unidos era de 22 mil millones de dólares en 1933 pero, para cuando acabó la guerra, se había disparado a 258 mil millones de dólares, poniendo en marcha un aumento constante de la deuda que dura hasta nuestros días.

En Estados Unidos, el gasto público del gobierno en ayudas sociales expresaba su interés en reproducir sin complicaciones mano de obra para el capital, mientras que un aparato militar ahora global impulsaba las ganancias y el empleo a través de la especulación de la guerra. Los gobiernos de posguerra abrazaron su papel como núcleo de un dominio de derechos sobre la propiedad y empresa privada que comprendía todo el mundo no soviético. Mantenida a flote por un crecimiento relativamente brioso y una confianza intelectual en el sistema capitalista, a mediados del siglo XX, la ideología de las autoridades estadounidenses incluía el liberalismo en casa y el libre comercio en el extranjero, basándose en un renovado patrón oro que estaba vinculado al dólar. A medida que Estados Unidos se convirtió en el abanderado oficial del patrón para una sociedad civil global basada en las instituciones del mercado, el gobierno liberal experimentó una reforma —una ampliación de sus afirmaciones de legitimidad como filosofía dominante de la civilización capitalista.

El telón cayó sobre ese régimen en los años 70, cuando las ganancias industriales en declive y una ola global de inflación engulló al mundo occidental. En Estados Unidos, los precios en alza corrieron en paralelo a una militancia en alza tanto en la clase trabajadora industrial como en los movimientos emergentes por la paz, los derechos de las mujeres, la protección medioambiental, los derechos de los homosexuales y la liberación sexual. Revolviéndose en busca de una solución, el presidente Nixon suspendió la convertibilidad del dólar en oro en 1971, primero, temporalmente, acabando permanentemente con ella en 1973. En medio de esta vorágine, el antiguo actor de Hollywood Ronald Reagan hizo la promesa original de ‘hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande’ en 1980.

Rápidamente siguió la mano dura sobre el sindicalismo y los nuevos movimientos sociales. La decisión de subir los tipos de interés de las reservas bancarias hasta niveles récord, tomada por el presidente de la Reserva Federal Paul Volcker, supuso un duro golpe deflacionista, que desbarató la inversión estrangulando el suministro de crédito y forzando una profunda recesión. El gobierno atávico de Reagan envalentonó a la élite empresarial para que lanzara una nueva ofensiva, la cual provocó despidos masivos y cierres de fábricas al tiempo que unos recortes históricos en los programas federales de bienestar social revirtieron los compromisos fiscales del Estado con el mantenimiento de la mano de obra. La histórica medida de Volcker también inauguró la época del poder de los bancos centrales sobre la economías nacionales e internacionales.  La deuda del Tesoro de Estados Unidos, supervisada por bancos centrales independientes, serviría entonces como un sucedáneo de patrón oro para una época de divisas flexibles, desplazando así la función de regulación monetaria de una mercancía impersonal a tecnócratas oraculares y fetichizados. El fundamento de la autonomía estatal pasó de los gestores macroeconómicos a largo plazo al banco central.

Mientras tanto, los tipos de interés por las nubes y un dólar que se apreciaba rápidamente acabaron con la menguante militancia laboral de los años 70 y atrajeron la inversión mundial hacia los bancos y activos estadounidenses. Resultó que la alta demanda de deuda estadounidense le permitiría al gobierno endeudarse indefinidamente. Esta gran ola de flujos de capital —a la que se solía llamar ‘financiarización’— hizo posibles históricas exenciones fiscales para los ricos, mayores subvenciones a las empresas y un enorme repunte del gasto en defensa, incluso habiendo prometido los líderes gubernamentales acabar con el ‘Gran Gobierno’. Teóricos sociales como Latour ofrecieron una conveniente bendición teórica de este proyecto al desviar la atención de estas transformaciones. Al final resultó que el coste de todo esto vendría en forma de un aumento descontrolado de la deuda pública[24], el cual, salvo por una breve pausa a finales de los años 90, ha seguido creciendo.

Esta arremetida, que combinaba tácticas fiscales, monetarias e industriales, fue un caso paradigmático de austeridad en nombre del orden del capital, por usar los términos de la economista política Clara E. Mattei. La austeridad no es simplemente una preferencia conservadora por el mínimo gasto público en términos de políticas. No es un ‘error político’. Más bien, es una ofensiva recurrente dirigida por el Estado que busca reimponer la disciplina de mercado y la relación de capital sobre poblaciones indisciplinadas —un intento concertado de apuntalar la división de clase mediante su despolitización. Paradójicamente, la expansión o remodelación de las capacidades del Estado no es un simple signo de autonomía. Más bien, señala el esfuerzo cada vez mayor que se necesita para reproducir las relaciones sociales de este orden y salvaguardar su razón de ser: la ganancia.

La ganancia es un campo de batalla central en la guerra intercapitalista. Bajo amenaza de extinción, la competencia les exige a los capitalistas individuales que aumenten la productividad y la ganancia mediante la automatización, expulsando a los trabajadores —cuya explotación es la fuente de la ganancia— de sus redes productivas. Con el tiempo, esto socava los fundamentos del propio sistema, empujando a los trabajadores hacia industrias menos productivas y alimentando los ejércitos industriales de reserva domésticos. También alimenta la sobrecapacidad en diferentes sectores industriales, sumándose a las presiones competitivas con el efecto de empujar a la baja la ganancia general para todos los capitales.

Los académicos Ilias Alami, Jack Copley y Alexis Moraitis resumen bien esta dinámica para el caso de la energía fotovoltaica solar después de veinte años de desarrollo:

La energía solar fotovoltaica en su conjunto se parece a un perro que se persigue la cola cada vez con menos vigor. Toda la industria está cada vez más deformada por un patrón de productividad creciente, exceso de capacidad y rentabilidad deprimida. Todos los segmentos de la cadena de suministro están obligados a reducir costes cada vez más para mantener los beneficios actuales. Pero estas reducciones de costes son más difíciles de conseguir a medida que los mercados saturados y los márgenes estrechos disuaden de realizar nuevas inversiones.[25]

Lo que es cierto para la industrial de la energía solar lo es también para el capital en general. Al haber menos ganancias totales que repartir, hay menos dinero que invertir, lo cual conduce a una evaporación gradual de la inversión. En esta paradoja primordial del capitalismo, la productividad creciente es a la vez veneno y cura.

La ganancia también es el indicador de salud del sistema en su totalidad. Las fuerzas globales de la producción capitalista están profundamente interconectadas, pero sus relaciones de producción están fragmentadas entre numerosos contextos nacionales y jurídicos diferentes. Así pues, la tasa de ganancia general de la economía mundial no es directamente observable, aunque algunos académicos han hecho esfuerzos admirables por construir aproximaciones en base a las estadísticas disponibles[26]. Lo que sí es observable son las reacciones y respuestas frenéticas a ella por parte de la élite inversora y sus títeres gubernamentales cada vez más desesperados —factores que contrarrestan la resiliencia en declive del sistema capitalista.

Esto se puede confirmar fácilmente recurriendo a la estadística, puesto que todos los indicadores empíricos cuentan una historia parecida. Las tasas de crecimiento tanto para los países de la OCDE (Organización para le Cooperación y el Desarrollo Económico)[27] como para la economía mundial[28] han estado tendiendo constantemente hacia abajo, sin mucha consideración por los esfuerzos de los gobiernos por revivirlos. Siguiendo un patrón cíclico de subidas y bajadas, las tasas de inversión mundiales y estadounidenses caen incesantemente año tras año[29]. Como sería de esperar, el crecimiento de la productividad del trabajo[30] tanto en los países ricos como en las llamadas economías ‘emergentes’ está desacelerándose dramáticamente[31] a medida que la inversión se agota.

¿Qué explica esto? La tasa general de ganancia para el capitalismo es semejante a lo que Joan Copjec, describiendo el método de Michel Foucault, llamaba ‘una causa que es inmanente al campo de sus efectos’: aparece indirectamente, pero del modo más dramático, en las estratagemas que los agentes idean para resistir su declive[32]. La austeridad financiarizada era una de estas estratagemas, que combinaba un asalto de clase de arriba hacia abajo con una centralización prodigiosa del capital dinerario en el sistema de crédito. Desde la perspectiva de los negocios, la ingeniería financiera avanzada y el crédito generoso eran claves para que las empresas pudieran desplazar y lidiar con los riesgos de descomponer el proceso de producción entre continentes y países, mientras las ganancias de productividad de ese proceso generaban unos ingresos por exportaciones que luego se reciclaban en masa en los mercados financieros del norte. Al mismo tiempo, la inflación se mantenía a raya con unos salarios contenidos y unas ganancias de producción traídas de las cadenas de valor globalizadas. Este ensamblaje transnacional es la fábrica planetaria, la infraestructura material de lo que solía llamarse ‘neoliberalismo’[33].

La eutanasia del emprendedor

En Estados Unidos, esta reconfiguración de la acumulación de capital marcó el comienzo de la era de la dominación financiera. Desde los años 90, los grandes bancos habían actuado como estrechos colaboradores de la burocracia federal en el gobierno, proporcionándole la mayor parte de su personal directivo. La puerta giratoria entre los despachos federales y los bancos de inversión, especialmente Goldman Sachs, definió los años de Clinton y Obama —‘Government Sachs’, como decía la expresión. Pero, en los años 2010, el centro de gravedad financiera empezó a cambiar. BlackRock, el gestor de activos global, jugó un papel crucial en los rescates bancarios de 2008[34], valiéndose de su amplio conocimiento del mercado y su habilidad para ayudar al gobierno federal en el diseño y la estructuración del acuerdo. Retomando su papel en 2020, el fondo ingenió más tarde el grueso del rescate del gobierno por el coronavirus, que hizo que su predecesor se viera pequeño. Los activos bajo su gestión se dispararon más allá de los diez mil billones de dólares[35]. Ahora, los ‘Tres Grandes’ de la gestión de activos, de los cuales BlackRock es el mayor, tienen en propiedad alrededor del 20 al 25 por ciento del capital social de todas las empresas listadas en el índice bursátil S&P 500. Estos fondos gestionan los ahorros de grandes clientes institucionales, como fondos de pensiones y de jubilación, dotaciones universitarias y fondos soberanos de inversión, invirtiéndolos para seguir el rendimiento del mercado en general a través de instrumentos como los fondos indexados. Desde el Gran Rescate de 2008, la proporción de activos de renta variable gestionados por fondos indexados había crecido en un 450 por ciento, superando con creces a los fondos tradicionales gestionados de formas activa y rebasándolos en cuanto a la suma total de dinero en 2019. El capitalismo de la gestión de activos acababa de llegar[36].

La centralización de la propiedad económica evolucionó hacia relaciones más estrechas con el Estado —especialmente con el Partido Demócrata. Para 2016, el CEO de BlackRock Larry Fink había construido un ‘gobierno en la sombra’[37] dentro del Departamento del Tesoro, anticipando su asunción del papel de secretario del Tesoro en la, de todo menos cierta, administración de Hillary Clinton.  Aunque eso por desgracia no salió como se esperaba, la oportunidad volvió con la presidencia de Biden. Aunque Fink se quedó en segundo plano, BlackRock le dio a Biden el primer director del Consejo Económico Nacional, Brian Deese, el asesor económico internacional Michael Pyle y el Vicesecretario del Tesoro Adewale Adeyemo. El exdirector ejecutivo Eric Van Nostrand se unión al Departamento del Tesoro en 2022 como un asesor con experiencia sobre los problemas económicos de Rusia y Ucrania[38].

Aparte del personal compartido y la gestión de crisis, las Grandes Finanzas también diseñan y llevan a cabo la legislación económica. Después de la pandemia, por ejemplo, los gestores de fondos y los bancos de inversión fueron indispensables en el intento frustrado de la administración Biden de revivir la política industrial. A través de Deese, BlackRock fue el arquitecto más importante[39] de la Ley de Reducción de la Inflación e Infraestructura y Empleos[40] de la administración Biden. Sorprendentemente, el gestor de activos estaba bien posicionado para sacar provecho de ambas ocasiones[41]. Reflejando la continua influencia de los grandes bancos, el Departamento de Comercio estadounidense reclutó a socios clave de Goldman[42] para que ayudaran a organizar las generosas subvenciones a fabricantes de semiconductores en la Ley CHIPS. La facción dominante de las finanzas estaba preparada para beneficiarse generosamente del intento fallido del gobierno de Biden de revivir la ‘política industrial’, que ahora probablemente no será recordado más que como un pequeño paréntesis en la historia.

A las alturas de la última administración Biden, BlackRock se encontraba en una posición excelente para aprovecharse de la siguiente crisis del sistema, la cual llegó con el colapso dramático del Banco de Silicon Valley en la primavera de 2023 —el segundo hundimiento bancario más grande de la historia de Estados Unidos. En ese momento, el plan de juego estaba claro: tras el rescate, la Corporación Federal de Seguro de Depósitos (FDIC, por sus siglas en inglés) retuvo a la unidad de Asesoría de Mercados Financieros de BlackRock[43] para que evaluara y encontrara compradores para las inversiones fallidas de los bancos. Además de las lucrativas comisiones por servicios, el capitalismo de gestores de activos también se benefició de una nueva medida, el Programa de Financiamiento Bancario a Plazo (BFTP, por sus siglas en inglés)[44], que garantiza los activos a su valor nominal independientemente de su precio de mercado. Esto elimina efectivamente el riesgo de poseer tales activos.

La historia de BlackRock es emblemática de una época de poder financiero-estatal centralizado. Los estrechos lazos entre las compañías financieras y el gobierno no son simplemente un signo de nepotismo o corrupción; son parte del gobierno mismo. Como cima de la economía, el gobierno presiona a la industria en la misma medida en que la industria influencia al gobierno —propietarios privados y públicos fusionado por medio de una crisis pulverizante tras otra. Como partido de la gestión capitalista de la crisis, el Partido Demócrata ha evolucionado hasta convertirse en la cabecilla de un Estado gerencial que depende de sus lazos estrechos con las financias monopolistas para gobernar.

Pero pagando un alto precio. Mientras la inflación del precio de los activos enriquecía a financieros con buenos contactos y a los superricos con un influjo estable de ganancias financiadas por el Estado, para la gran mayoría, la desigualdad en la distribución de la riqueza y los ingresos no ha parado de aumentar hasta llegar a niveles vertiginosos. Esto continuará, puesto que la distribución desigual de la riqueza no es un fracaso de las políticas económicas. Refleja los hechos fundamentales de la división de clase y la productividad en declive[45] dentro de la economía estadounidense: a medida que la productividad se ralentiza, el excedente social que quede irá a parar a la clase con el poder de apropiárselo —es decir, se acumulará como ganancias para los propietarios de clase dominante de la economía, mientras los trabajadores se joden.

La productividad en declive, a su vez, se refleja en el vertiginoso ascenso de la deuda estatal y privada. A medida que se alzó la estrella del capitalismo de los gestores de activos, la hoja de balance de la Reserva Federal creció en el orden de tres mil millones al año de 2008 a 2023[46] y la deuda nacional estalló en casi un 300 por ciento a lo largo del mismo período hasta un total de 35 mil millones de dólares. Ampliar los gestos deficitarios de Estados Unidos, es decir, los préstamos, resulta esencial, no sólo para financiar el ejército o una balanza comercial desequilibrada, sino para alimentar el horno financiero con un aval seguro en forma de deuda de la Tesorería estadounidense. Con innumerables garantías de rescate, incursiones en una política industrial obsesionada con la seguridad nacional y un compromiso con inflar el valor de las acciones en beneficio del carácter monopolista de unas pocas compañías gigantescas, la élite diseñadora de políticas ha ido lobotomizando gradualmente una condición sine que non del orden capitalista: el mercado privado.

Se supone que los capitalistas son valientes emprendedores cuya buena disposición a asumir riesgos anima la innovación en la economía. Pero, ¿qué pasa con el riesgo cuando el gobierno rescata cualquier gran institución financiera en el momento en que las cosas empiezan a ponerse inciertas? ¿Por qué tomarse en serio la idea de la competencia cuando la mayor parte de los ahorros están invertidos en salidas descerebradas, como fondos indexados? Cuando sólo se pueden inducir inversiones privadas mediante un maremoto de gasto público, la figura del emprendedor —central en la mitología capitalista— queda reducida a una broma de mal gusto. De ahí Musk. Y así, por extensión, queda también la noción misma de la economía de mercado, el corazón palpitante del capitalismo.

La cultura de la cancelación

A los líderes estadounidenses se les ofrece una elección: dejar que el ciclo de negocios siga su curso, permitiendo que la próxima debacle colapse completamente en una depresión, liquidando trillones en activos y arrojando a decenas de millones al desempleo; o sólo volver a rescatar al sistema, aumentando su dependencia sobre una administración desventurada que se ahoga en la deuda. Hasta ahora, en ninguna ocasión han dejado de elegir lo último Pero el precio de esta estrategia es la lenta eutanasia de la economía privada, fundamento de la sociedad burguesa liberal. Este es el resultado de las políticas mismas con las que los ‘responsables políticos’ se han responsabilizado de protegerla.

La tendencia a la autonomización del Estado que Draper identificó, esencial para la preservación del capitalismo privado, ha culminado en su opuesto: una tendencia a su cancelación mutua. La empresa privada es incapaz de sostenerse sin intensificar la intervención estatal y los gobiernos nacionales están desamparados sin pozo sin fondo de deuda privada. Cuanto más lejos avanza esta dinámica, más redundantes se vuelven estas instituciones. La competencia continúa, pero principalmente entre Estados-nación que luchan por proteger y promocionar a sus moribundos ‘campeones nacionales’. Ni siquiera la llamada ‘inteligencia artificial’, presuntamente la Próxima Gran Cosa, es capaz de dar unos rendimientos fiables[47], llevando así a sus inversores a buscar seguridad en el presupuesto federal[48]. Los actores estatales están cada vez más preocupados por la tarea básica de conducir los recursos colectivos de la sociedad, mediante una bomba de infusión, hacia una economía privada comatosa. A medida que las instituciones capitalistas se extinguen, así sucede con el fundamento de su ideología oficial: el liberalismo.

De este modo, el terreno estaba bien preparado para la segunda venida de Trump. La inclinación de su equipo por el gobierno personalizado, sus ‘políticas’ vacilantes y contradictorias, sus descarados chantajes, el reparto de agencias federales como un botín para sus compinches leales, el abordaje del gobierno como una gigantesca máquina tragaperras para el enriquecimiento personal reflejan la lógica de un modo de producción que ha perdido su razón de ser. El Estado cleptócrata de Trump es el modo de gobierno más adecuado para lo que se ha convertido el capitalismo.

A medida que se cancela lo que queda de democracia liberal, Draper ofrece un resumen de la situación que podría ser un panorama de 2025:

Cuandoquiera que las formas democráticas se vuelven inconvenientes para la hegemonía de la clase dominante, haciendo que las instituciones estatales del statu quo se vuelvan precarias, hay una tendencia a que la clase dominante sancione un cambio hacia formas más autoritarias y despóticas. La película del desarrollo burgués se desenvuelve en un sentido inverso: las libertades que la burguesía liberal una vez exigió se recortan; las instituciones populares se manipulan para interponer el máximo de obstáculos entre las instituciones y las presiones populares desde abajo. La llamada ‘democracia’ se convierte […] cada vez más en un complejo de tamices para filtrar todos los elementos populares y sustituirlos por dispositivos de control desde arriba hasta que, finalmente, si el término ‘democracia’ se mantiene en absoluto, su redefinición lo depura de todos los elementos populares y lo convierte en un término técnico para un autoritarismo que pretende servir al pueblo, quiera este que se le sirva o no.

Estructuralmente, el rasgo más prominente de esta metamorfosis es del mismo modo un regreso a un patrón preburgués, aunque en formas nuevas: la tendencia a un regreso a la dominancia del ejecutivo y su burocracia.[49]

Esto no se trata tanto de una regresión al feudalismo como de una fase superior en la involución del capitalismo, que ya no puede siquiera producir a sus propios gerentes competentes, mucho menos talentos políticos capaces de ofrecer una nueva visión para él.


[1] <https://www.nplusonemag.com/issue-51/politics/yanis-two-days-talking-to-people-looking-for-jobs-at-ice-2/>

[2] <https://www.nytimes.com/2025/08/03/business/trump-tariffs-how-much-money-debt.html>

[3] <https://www.cbsnews.com/news/doge-cuts-cost-135-billion-analysis-elon-musk-department-of-government-efficiency/>

[4] <https://brooklynrail.org/2025/07/field-notes/heat-map/>

[5] <https://www.ft.com/content/cc498e08-7765-45ee-bfa3-5520e754f325>

[6] <https://www.cnbc.com/2025/04/14/apple-regains-3-trillion-market-cap-after-trump-exempts-iphone-tariff.html>

[7] <https://truthsocial.com/@realDonaldTrump/posts/114670684664650262>

[8] <https://www.wsj.com/politics/justice-department-told-trump-name-in-epstein-files-727a8038?gaa_at=eafs&gaa_n=ASWzDAh8oVX-isQyQd5df-HvKTfJqwkCcnO2RvqZPwfINJw4KNIffLzUwANl4ijLrG8=&gaa_ts=6883a4fc&gaa_sig=tu4pX9Kpo9oIlPg2QSHFOzKEurxk7DBRjlll2Uup2YgbqYHte0GSeRvWsWC4ItueSvu1JknTnQ7L6QAErTYgoQ==>

[9] <https://newleftreview.org/sidecar/posts/thanatos-triumphant>

[10] <https://en.wikipedia.org/wiki/Revenue_Act_of_1964>

[11] <https://data.worldbank.org/indicator/NV.IND.MANF.ZS>

[12] <https://ourworldindata.org/data-insights/manufacturing-accounts-for-a-relatively-small-and-declining-share-of-total-employment-in-rich-countries>

[13] https://www.cambridge.org/core/journals/international-labor-and-working-class-history/article/broken-circle-premature-deindustrialization-chinese-capital-exports-and-the-stumbling-development-of-new-territorial-industrial-complexes/334CA5CBD40587B4C770C55AA18F8D63

[14] <https://adamtooze.substack.com/p/chartbook-361-flooding-the-zone-the>

[15] [N. de la trad.] La expresión se podría traducir como ‘lavado de imagen cuerdo’, de manera análoga a como se suelen traducir expresiones como ‘pinkwashing’ (‘lavado de imagen rosa’) o ‘whitewashing’ (‘blanqueamiento’). Lo mantenemos, sin embargo, como un préstamo léxico sin adaptar al castellano por cómo se suelen utilizar este tipo de expresiones.

[16] <https://adamtooze.substack.com/p/chartbook-363-stockholm-syndrome>

[17] <https://adamtooze.substack.com/p/chartbook-341-on-thinking-in-medias>

[18] <https://adamtooze.substack.com/p/chartbook-399-columbia-university?utm_campaign=email-half-post&r=df57h&utm_source=substack&utm_medium=email>

[19] <https://adamtooze.substack.com/p/chartbook-343-polycrisis-and-the>

[20] <https://adamtooze.substack.com/p/chartbook-341-on-thinking-in-medias>

[21] <https://www.wheresyoured.at/the-era-of-the-business-idiot/>

[22] <https://www.newsweek.com/mike-pence-donald-jr-and-melania-never-thought-trump-would-become-president-769701>

[23] Paul Mattick, ‘The Withering of the State’, Brooklyn Rail, junio de 2016.

[24] <https://fred.stlouisfed.org/series/GFDEGDQ188S>

[25] lIias Alami, Jack Copley y Alexis Moraitis, “The ‘wicked trinity’ of late capitalism: Governing in an era of stagnation, surplus humanity, and environmental breakdown,” Geoforum, Vol. 153, julio de 2024. [Hay traducción al castellano por Alfonso Fernández en https://contracultura.cc/wp-content/uploads/2023/08/La-perversa-trinidad-del-capitalismo-tardio.-Gobernar-en-una-era-de-estancamiento%5EJ-humanidad-sobrante-y-colapso-medioambiental.pdf]

[26] <https://www.tandfonline.com/doi/full/10.1080/09538259.2022.2140007>

[27] <https://www.macrotrends.net/global-metrics/countries/oed/oecd-members/gdp-growth-rate>

[28] <https://data.worldbank.org/indicator/NY.GDP.MKTP.KD.ZG>

[29] <https://data.worldbank.org/indicator/NE.GDI.FTOT.KD.ZG?end=2024&locations=US-1W&start=1973>

[30] <https://www.aeaweb.org/articles?id=10.1257/jel.20221543>

[31] <https://www.worldbank.org/en/research/publication/global-productivity>

[32] Joan Copjec, Read My Desire: Lacan Against the Historicists (New York: Verso, 2015 [1994]).

[33] Véanse Phil Neel, Hellworld: The Human Species and the Planetary Factory (Leiden: Brill, 2025) y el análisis en el capítulo cinco de Endgame: Economic Nationalism and Global Decline (London: Reaktion, 2024) [Hay traducción al castellano por Ediciones Extáticas disponible en https://edicionesextaticas.noblogs.org/colapso/]

[34] <https://www.nytimes.com/2020/03/25/business/blackrock-federal-reserve.html>

[35] <https://www.statista.com/statistics/891292/assets-under-management-blackrock/?__sso_cookie_checker=failed>

[36] Benjamin Braun (2021). “Asset manager capitalism as a corporate governance regime.” In J. Hacker, A. Hertel-Fernandez, P. Pierson, & K. Thelen (Eds.), The American Political Economy: Politics, Markets, and Power (pp. 270–294). Cambridge University Press.

[37] <https://theintercept.com/2016/03/02/larry-fink-and-his-blackrock-team-poised-to-take-over-hillary-clintons-treasury-department/>

[38] <https://archive.fo/Zqb0k>

[39] <https://www.nytimes.com/2023/05/30/opinion/climate-clean-energy-investment.html>

[40] <https://www.atlanticcouncil.org/commentary/transcript/brian-deese-on-bidens-vision-for-a-twenty-first-century-american-industrial-strategy/>

[41] <https://www.blackrock.com/americas-offshore/en/insights/infrastructure-shines-with-inflation-and-supportive-policies>

[42] <https://finance.yahoo.com/news/goldman-banker-quits-join-biden-154522984.html?guccounter=2&guce_referrer=aHR0cHM6Ly9icm9va2x5bnJhaWwub3JnLw&guce_referrer_sig=AQAAAHPropyB3lJWpGRf67C8obtuz4fYd51lR6bxArMj2Jq6C9lWwAKmtQFQ3Tc3WQWdg679OJkJtUNXRBlmke8H-kaY2KcuOb9yGX0JTutVa1ZmVt9X7zzpeakgbUWBkkgQcYB5j5LAfIP-iglzEgvLtmyceOptLDf6Du2l-RS-ZOrW>

[43] <https://www.bloomberg.com/news/articles/2023-05-03/fdic-counts-on-blackrock-larry-fink-to-pick-up-after-svb-signature>

[44] <https://www.brookings.edu/articles/what-did-the-fed-do-after-silicon-valley-bank-and-signature-bank-failed/>

[45] <https://www.imf.org/en/Publications/fandd/issues/2024/09/america-must-rediscover-its-dynamism-michael-peters>

[46] <https://www.federalreserve.gov/monetarypolicy/bst_recenttrends.htm>

[47] <https://www.wheresyoured.at/wheres-the-money/>

[48] <https://www.bloodinthemachine.com/p/trumps-ai-action-plan-is-a-blueprint>

[49] Hal Draper, Karl Marx’s Theory of Revolution (New York: NYU Press, 1977), p. 311.

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