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Cumplir la ley no basta y, de hecho, es parte del problema. Una respuesta a Elena Tomás

Paula Ríos Gil, militante socialista

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La mayoría de ataques al derecho a la vivienda no se dan como una transgresión de la ley, sino bajo su amparo o mediante su aplicación directa. (…) Aunque los especuladores cumplieran a rajatabla sus (escasas) obligaciones legales, tal como reclama Elena Tomás, seguiríamos teniendo desahucios diarios, precios disparados, infravivienda y gente durmiendo en la calle.


En noviembre, se publicó en Arainfo un artículo de Elena Tomás, concejala de Zaragoza en Común en el Ayuntamiento de Zaragoza y responsable de Feminismo en el PCE Aragón, titulado “Frente a la ciudad escaparate del PP, defendemos una Zaragoza para vivir, no para especular”. En el artículo, Elena Tomás denuncia cómo el Ayuntamiento del PP evita imponer el cumplimiento de la normativa municipal de urbanismo a propietarios de edificios céntricos, resultando en “que Zaragoza pierda patrimonio, que se degrade la convivencia”, que proliferen los pisos turísticos y que el casco histórico se convierta en terreno fértil para la especulación. Aunque este artículo tenía sentido antes del adelanto de las elecciones en Aragón, las reflexiones acerca del papel de las leyes y las instituciones en un sistema capitalista es útil para ilustrar los límites de este proceso. Además, pone de manifiesto que la clase trabajadora no cuenta, en la actualidad, con un referente político capaz de representar sus intereses, por más que algunos agentes traten de hacerse pasar por defensores de estos.

En efecto, tal como señalaba Tomás, la complicidad del Ayuntamiento en el incumplimiento sistemático de algunos aspectos de la normativa urbanística es un factor, entre otros, que contribuye agravamiento de la situación habitacional en Zaragoza. Sin embargo, en su argumentación subyacen algunas tesis problemáticas en relación con las partes del conflicto, la función de la ley y la manera de enfrentar el negocio inmobiliario, que analizaré a continuación.

En primer lugar, a la hora de referirse a los efectos negativos del auge del turismo, Tomás señala las dificultades para la convivencia y “el descanso de personas mayores o de familias”. Aunque es cierto que las alteraciones de la convivencia son consecuencias desagradables de la turistificación, que afectan tanto a la clase trabajadora como a capas medias propietarias, los efectos más graves del negocio inmobiliario, en sus variantes de turistificación y gentrificación, que ni siquiera se mencionan en el artículo, tienen que ver con la expulsión directa de familias trabajadoras[1] de sus casas y de sus barrios. Expulsiones que se dan de forma más o menos silenciosa a través de prácticas de acoso inmobiliario, finalizaciones de contrato, la provocación de ruina intencionada a la que se refiere su artículo, vigilancia policial exacerbada, elevación vertiginosa de los precios o, de forma más directa, mediante desahucios ejecutados por la policía. Preocuparnos por dar respuesta estos fenómenos y no principalmente por las molestias ocasionadas a familias propietarias es fundamental.

En segundo lugar, Elena Tomás nos presenta un conflicto entre “buenos ciudadanos” que cumplen las normas y necesitan protección institucional, frente a caseros y empresarios que se las saltan. En su artículo denuncia que nos encontramos con “una ciudad donde quien cumple la ley se siente indefenso, mientras muchos propietarios y empresas constructoras siguen lucrándose”. Este diagnóstico da pie a muchos equívocos. El conflicto por la vivienda, en realidad, no se da esencialmente entre buenos ciudadanos que cumplen la ley y grandes empresarios cuya principal falta es saltársela, como si la ley fuese sinónimo de justicia y el problema fuese su aplicación insuficiente. La ley en un sistema y un Estado capitalista, en general y en todo lo fundamental, está del lado del mercado y del lucro, de empresarios y rentistas, de la propiedad privada. Esto es así aunque en ocasiones ponga ciertos límites a las empresas y regule las reglas del juego, como es el caso de la normativa municipal de patrimonio histórico (que, de hecho, en parte obedece a la finalidad de preservar edificios de interés turístico) y aunque en algunos aspectos recoja derechos conquistados mediante la lucha de la clase trabajadora.

Es precisamente por esta vinculación estructural de las leyes y las instituciones con la defensa de la acumulación y la propiedad privada por lo que, tal como señala Tomás, la ley no se aplica de igual forma a los ricos que a los pobres, a la burguesía que a la clase trabajadora. Empresarios y rentistas se saltan frecuentemente las leyes que restringen mínimamente su ganancia o afectan de cualquier otra forma a sus intereses, saliendo frecuentemente impunes o afrontando sanciones irrisorias que no les disuaden de continuar, mientras que la clase trabajadora es duramente perseguida, criminalizada y castigada cuando comete una pequeña infracción. En los sindicatos de vivienda lo vemos a diario: subidas y cláusulas ilegales por parte de los caseros, coacciones y acoso, recurso a matones desokupas, cobro ilegal de honorarios, negativas a realizar reparaciones… Estas prácticas ilegales por parte de los rentistas se normalizan social y mediáticamente y se toleran judicialmente, mientras que aquellos sectores de la clase trabajadora que se ven empujados a incumplir la ley (o un contrato de alquiler) para sobrevivir son ferozmente criminalizados: el impago, la okupación o la permanencia fuera de contrato son presentados en los medios de comunicación como aberraciones sociales, se emplean para generar un clima de pánico moral y son perseguidos con saña por los jueces y la policía. La estigmatización de quienes no llegan a pagar el alquiler o se ven empujados a okupar es una brecha por la que se introducen ideas reaccionarias y racistas en el sentido común. Se trata de una ofensiva cultural que solamente busca generar chivos expiatorios y colocar el derecho a la propiedad privada y el lucro por encima del derecho a la vivienda. Nuestro deber es combatir estas ideas, porque enfrentan a la clase trabajadora entre sí, dificultan la organización colectiva y desvían la atención de los verdaderos culpables de la situación: empresarios, rentistas y políticos profesionales.

El reconocimiento de lo anterior nos obliga a problematizar la idea de que el conflicto se da entre ciudadanos buenos y desamparados que cumplen la ley y empresarios malos que se la saltan. En realidad, el conflicto de la vivienda se desarrolla mayoritariamente entre la clase trabajadora, que depende de su trabajo para vivir y tener un techo; y las clases poseedoras (empresarios, rentistas), que tienen las leyes a su favor y utilizan la vivienda como una fuente de enriquecimiento; como un negocio. Por eso, convertir el cumplimiento o incumplimiento de la ley en el criterio de legitimidad social es una retórica que se vuelve fácilmente en nuestra contra. Muchas de las personas que sufren más vivamente los efectos de la crisis de la vivienda y de las que están en primera línea defendiendo sus casas y sus barrios, transgreden leyes injustas por pura necesidad o, a través de la acción sindical colectiva, como herramienta para transformarlas. Disociar lo legal de lo legítimo es imprescindible para plantar cara a quienes trafican con una necesidad básica y para aspirar a cualquier cambio social.

En tercer lugar, en íntima relación con lo anterior, es necesario subrayar la idea que se desprende del primer punto: que la mayoría de ataques al derecho a la vivienda no se dan como una transgresión de la ley, sino bajo su amparo o mediante su aplicación directa: subidas de precios desorbitadas, dinero público a expuertas para constructoras, reducción de impuestos a caseros y SOCIMIs (sociedades de inversión inmobiliaria), embargos, desahucios… La compra de 323 viviendas en Aloy Sala por parte de un fondo de inversión, sin garantía alguna para sus inquilinas, por ejemplo, ha sido una operación realizada en Zaragoza en completa armonía con la normativa municipal, así como con las leyes autonómicas y estatales. También lo fue el intento de desalojo del bloque de Zamoray (Gancho) por parte de Sareb, una entidad que depende del gobierno. Y lo son asimismo las redadas racistas o las 400 multas en menos de dos semanas para “limpiar el Gancho”. Lo cierto es que, aunque los especuladores cumplieran a rajatabla sus (escasas) obligaciones legales, tal como reclama Elena Tomás, seguiríamos teniendo desahucios diarios, precios disparados, infravivienda y gente durmiendo en la calle.

En cuarto y último lugar, las premisas hasta ahora analizadas llevan a Elena Tomás a defender que “lo urgente es hacer cumplir la ley a quienes más tienen y más especulan y proteger a la ciudadanía en los barrios”. Dicho de otro modo, la solución a la gentrificación pasaría, al menos en primera instancia, por pedirle al ayuntamiento que se ponga firme y obligue a los especuladores a acatar las normas. La legalidad vigente sería un orden que debe “restablecerse”, un clavo al que aferrarse para salir de la espiral inflacionaria y el auge del turismo. Al mismo tiempo, la idea de que el Ayuntamiento debe “proteger a la ciudadanía en los barrios” (un sujeto interclasista, que puede incluir perfectamente a pequeños rentistas, alineados con los intereses del negocio inmobiliario y de la gentrificación) convierte a la “ciudadanía” en una víctima sin agencia, cuya única esperanza es que un Ayuntamiento benevolente decida protegerla. 

Aunque coincido con Elena Tomás en la necesidad de señalar la complicidad del Ayuntamiento del PP con el incumplimiento de la normativa municipal por parte de grandes propietarios, es imprescindible insertar esta denuncia en una perspectiva más amplia. Afirmar que “lo urgente es hacer cumplir la ley a quienes más tienen y más especulan” implica dar por bueno, o por moderadamente bueno, el marco legislativo actual, además del sistema económico sobre el que se erige. Esto no solo supone resignarnos a aceptar sus enormes limitaciones, sino también su base, fundamentalmente injusta, que pone el derecho al enriquecimiento de unos pocos por encima de cualquier otro derecho para la mayoría, como puede ser el derecho a la vivienda. Por el contrario, si entendemos que la ley capitalista y las instituciones que la ejecutan protegen al mercado y están, estructuralmente, en contra de las desposeídas, se hace evidente que la tarea principal no es centrarnos en la defensa de sus aspectos más progresivos, sino apuntar a su superación. Tampoco basta con realizar una crítica cómoda al Ayuntamiento del PP desde la oposición: una postura coherente pasa, como mínimo, por señalar la responsabilidad de un gobierno central de izquierdas (en el que el PCE, el partido de Tomás, participa vía Sumar) en la situación actual de la vivienda.

Cabría preguntarse, en función de lo expuesto hasta ahora, si el problema es que las leyes actuales están mal hechas y, por tanto, con introducir algunas modificaciones aquí y allá en ciertos artículos, el problema se solucionaría. La cuestión es que la lógica que rige las leyes y las instituciones no nace de ellas mismas, sino del sistema económico y social sobre el que descansan y que están diseñadas para blindar: el capitalismo. Tener esto presente es fundamental para entender los potenciales y los límites de cualquier lucha que no aspire a romper ese marco y también para entender el carácter de acontecimientos políticos como las elecciones autonómicas venideras, en las que todos los partidos políticos aceptan acríticamente el orden existente como punto de partida.

¿Cuáles deben ser, entonces, los objetivos y las tareas en relación con la situación de la vivienda, tanto dentro como fuera de nuestra ciudad? Para comenzar, es importante mantener a la vista el objetivo de universalizar el derecho a la vivienda. Esto implica que el acceso a la misma no esté mediado por el nivel de ingresos ni por ningún otro criterio discriminatorio: la vivienda debe ser gratuita y de calidad para todo el mundo. Conseguir esto solo es posible acabando con un sistema económico que se basa en la acumulación de beneficios privados. A mucha gente esto puede sonarle maximalista o abstracto, pero la cuestión no es si puede hacerse realidad mañana, sino si es el objetivo hacia el que queremos caminar y, por tanto, la brújula que orienta nuestra actividad en el presente. Luchar por objetivos parciales no puede hacernos perder de vista el horizonte final.

Para seguir, la manera de acercarnos a esta meta no es elevar peticiones amables a los partidos del Ayuntamiento, la Comunidad Autónoma o el Gobierno, delegando en ellos toda agencia y esperando pasivamente. Debemos construir organizaciones de clase independientes, que sean capaces de defender de forma eficaz el derecho a la vivienda en el presente (arrancando victorias concretas, pero también conquistando nuevos derechos) y que al mismo tiempo estén comprometidas con un proyecto de sociedad en la que la vivienda deje de ser una mercancía. Esto implica erigir sindicatos fuertes para la defensa de nuestras necesidades inmediatas, pero también construir una alternativa política para la clase trabajadora, que pueda apuntar hacia ese objetivo final y esté determinada a derribar las bases del sistema capitalista. Sin esta alternativa revolucionaria, la clase trabajadora seguirá sumida en la impotencia, condenada a retroceder en tiempos de crisis y a tragar con partidos que prometen los cielos y después se limitan a poner parches en un barco que se hunde. En suma, no se trata de pedirle al Ayuntamiento o a la DGA que proteja a la ciudadanía, sino de llamar a la clase trabajadora a organizarse con independencia de los partidos que defienden a empresarios y rentistas. Nuestra clase necesita empezar a confiar en sus propias fuerzas.

Cumplir la ley, en definitiva, no es la solución: la legalidad vigente es, de hecho, parte del problema. Necesitamos construir sindicatos fuertes y articular una alternativa política revolucionaria. Solo con un partido de la clase trabajadora consolidado, sin miedo a enfrentarse a los intereses de grandes y medianos capitalistas y que plantee una amenaza real a su dominio, podemos pensar en materializar algunas de las reivindicaciones actuales del sindicalismo de vivienda, como la expropiación de la vivienda vacía y turística. Esto no va de ser soñadores radicales, frente a moderados pragmáticos: históricamente, las mejores conquistas obtenidas por la clase trabajadora, como la jornada de ocho horas, se han logrado en momentos en los que el movimiento revolucionario era poderoso a nivel internacional.

No se trata, por tanto, de rechazar la lucha por reformas, sino de señalar que no todo vale y que la manera más eficaz de lograrlas es apuntando más allá y enmarcándolas en una agenda revolucionaria. Las reformas que merecen tal nombre (las que no son meras cortinas de humo) deben cumplir al menos tres criterios para suponer realmente un avance significativo. Estos criterios, que están ausentes de las medidas anunciadas a bombo y platillo por el gobierno en los últimos tiempos, deben actuar como brújula en nuestra práctica cotidiana: primero, recortar beneficios a las clases poseedoras, en lugar de poner parches financiados con impuestos al trabajo; segundo, fortalecer el movimiento, ampliar derechos políticos y mejorar las condiciones para la lucha; y tercero, atender a las necesidades del conjunto de la clase trabajadora, en lugar de centrarse en salvar a las capas medias a costa de las más empobrecidas. Las conquistas que respondan a estas tres premisas solo pueden lograrse mediante la organización y el conflicto y su defensa debe ir de la mano del objetivo máximo de acabar con el capitalismo. Esto no es un capricho arbitrario: únicamente cuando las élites políticas y económicas perciben una amenaza real a su dominio se muestran dispuestas a realizar concesiones sustanciales, que se les presentan como un “mal menor” necesario para contener el impulso revolucionario. Plantear la necesidad de un horizonte revolucionario, en definitiva, no está reñido con la conquista de mejoras parciales, sino que es la única manera efectiva de avanzar hacia ellas.

Por último, cabe reiterar que, aunque ciertas reformas podrían, efectivamente, mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora y hacer avanzar al movimiento, no permitirían solucionar de manera estable y definitiva el “problema de la vivienda”. Para lograrlo, es necesaria la conquista del poder político por parte de la clase trabajadora. El horizonte de una vivienda universal, gratuita y de calidad solo puede hacerse efectivo en una sociedad socialista, en la que la producción y la distribución no dependan de la generación de beneficios privados, sino que se organicen de forma democrática, de acuerdo con las necesidades sociales y ecológicas. 

Quienes participamos en sindicatos de vivienda sabemos que las instituciones actuales protegen los intereses de empresarios y rentistas y que la única manera de plantarles cara es a través de las organizaciones de clase, que llamamos a fortalecer. Quienes, además, somos comunistas, sabemos que la única manera de escapar a largo plazo del bucle de avances y retrocesos es construyendo un proyecto revolucionario capaz de cambiar el mundo de base, al que invitamos a unirse a todas las personas que compartan sus principios.

En las elecciones autonómicas de febrero, ningún partido político comparte estas premisas. En otras palabras, ninguno se encuentra realmente comprometido con la defensa de los intereses de la clase trabajadora en general y con la defensa del derecho universal a la vivienda en particular. En una medida u otra, todos anteponen los intereses de empresarios y rentistas a las necesidades sociales. Con el chantaje de frenar a la derecha, la izquierda institucional tratará de postularse como la mejor opción para la gente trabajadora y para quienes comparten valores de igualdad y justicia social. Sin embargo, la experiencia nos ha demostrado que la estrategia de los partidos socialdemócratas, incluyendo aquellos en los que participa Elena Tomás (Zaragoza en Común y el Partido Comunista de España) conduce a la impotencia, independientemente de que sus defensores estén guiados o no por buenas intenciones. El gobierno del PSOE y Sumar ha hecho de la política social de vivienda su bandera y sin embargo los precios están en máximos históricos. Este ejemplo da cuenta del alcance general de sus políticas y muestra la necesidad de romper con el bucle de falsas esperanzas y desilusión. Lo urgente no es conformarnos con el mal menor, sino fortalecer la organización de la clase trabajadora y construir una alternativa política.


[1] Por “familias trabajadoras” o “clase trabajadora” no me refiero, necesariamente, a personas empleadas, sino a todas aquellas personas que dependen de su propio trabajo para vivir, a diferencia de las clases poseedoras, que basan su riqueza en la apropiación de trabajo ajeno mediante beneficios empresariales o rentas. El término “clase trabajadora” incluye, por tanto, también a aquellas personas que se encuentran desempleadas, a quienes dependen del salario de otras personas y a quienes se mantienen con pensiones o subsidios.

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