Artículo escrito por Gonzalo Gallardo (@gonzzalogb), Pepe del Amo (@Faulkneriano_) e Iker Madrid (@Ikermadrid12).
El presente artículo no tiene como objeto realizar toda una réplica detallada y minuciosa de los distintos argumentos expuestos durante el programa de Playz. La ocurrencia de este debate no es más que una premisa para poder tratar algunas de las cuestiones que, aparecidas tangencialmente en el mismo, resultan tener cada vez más recorrido e influencia dentro de ciertas posiciones izquierdistas. Nace, por tanto, de una preocupación que, si bien nos gustaría no haber tenido que abordar tan apresuradamente, nos hemos visto empujados políticamente a hacerlo, pues las estrategias del silencio están acabando por allanar el camino para el éxito de determinadas posiciones reaccionarias cada vez más latentes en la discusión y la práctica política.
Cabe recalcar que, por el momento, afortunadamente, muchas de estas posturas no han sido aceptadas en su totalidad, pero creemos que sus posos (aparte de las enormes consecuencias históricas para un proyecto verdaderamente emancipador que acabe urgentemente con la trituradora capitalista) pueden agravar y agudizar el sufrimiento de muchas personas, como las trans o las migrantes, que cada vez son más señaladas como chivo expiatorio justificador de la impotencia política que arrastran desde hace décadas determinadas corrientes. Queremos, por tanto, apuntar y criticar algunas cuestiones desarrolladas en el debate que consideramos nos conducen a un callejón sin salida, a un lugar infructífero a nivel analítico y que acarrea una parálisis en la praxis política.
Playz y los nuevos medios de disputa ideológica
Antes de entrar en el fondo del asunto hemos querido trazar unas pequeñas pinceladas críticas sobre el formato en el que el debate se desarrolló y las implicaciones políticas del mismo. Durante las décadas inmediatamente anteriores a la actual, y a raíz del desarrollo tecnológico de determinadas plataformas comunicativas, la izquierda tuvo un debate (en muchas ocasiones inane) sobre si participar o no, intentando dar la batalla o no en los nuevos medios de comunicación de masas. Los críticos planteaban que hacerlo, más que una oportunidad, suponía ser cooptado y asimilado por los antagonistas históricos, ya que el terreno estaba codificado en los términos del adversario. Las reglas estaban diseñadas para que ganasen quienes las escribían previamente. Por suerte, este vetusto debate (en muchas ocasiones utilizado para justificar la propia impotencia política), parece haber quedado atrás.
Por ello nos ha resultado curioso que, quienes en muchas ocasiones han agitado el argumento de la invisibilización mediática (no así quienes siempre se han visto predispuestos a salir en los medios de comunicación para relanzar su carrera intelectual y académica), hayan aceptado con tanta premura un debate en donde las condiciones no eran las propicias para una reflexión en profundidad (un formato que huyese de lo inmediato, del punch, del highlight, de la cultura política del eslogan). Además, parece demasiado políticamente correcto participar en un debate del programa mainstream de RTVE para los amantes de la incorrección política por la izquierda, ¿no? Aunque todo apunta a que ninguno de ellos tampoco hubiese aportado mucho valor a un debate de ideas planteado en otros términos, claro está. Y es que algunos de los protagonistas del callejón sin salida en el que nos encontramos, cuando salen de su zona de confort, es decir, de los videos de Youtube tratando temas intrascendentes (discusiones con youtubers mediocres o lloriqueos por el “ataque del lobby queer”), muestran a las claras el ínfimo nivel del corpus teórico que sustenta sus formaciones. Parece que el sustrato ideológico que vertebra ciertas organizaciones no va más allá de los cuatro “argumentos” trillados, poco elaborados, de la primera espada del grupo que el resto de integrantes asume y escupe de forma acrítica.
La intervención en un programa televisivo otorga un altavoz que puede ser utilizado para difundir ideas, puntos de vista, herramientas con las que pensar las condiciones de existencia que nos rodean, etc. a un amplio segmento poblacional, a un público que no es el que potencialmente te sigue, a unas personas que puedes atraer, captar, seducir hacia las posiciones que representas. Se trata de una tribuna a no subestimar. Por ello, y teniendo presente lo encapsulado del formato y la imposibilidad para desarrollar los argumentos, lo mínimo habría sido trabajar a conciencia la batería de ideas a mostrar y no exponer ciertas torpezas argumentales. En este sentido, uno de los problemas nucleares es que haya podido haber espectadores no insertos en el debate político cotidiano (comúnmente denominados apolíticos) que, tras haber visto el programa, hayan podido asociar los razonamientos presentados al comunismo. Esto es, que vinculen las ideas comunistas a una caricatura (siempre prediseñada por la ideología dominante) de las mismas.
Lo material y lo cultural: oh shit here we go again
Gran parte del problema de todas las aportaciones expuestas se deben, fundamentalmente, a un error de partida que conduce, inevitable y consecuentemente, a todo tipo de tergiversaciones teóricas y políticas. El marco en todas ellas parece preestablecido: la asunción de que existe un mundo material y un mundo cultural en donde la interrelación entre ambas esferas no queda realmente definida. Por un lado, habría quien con no poca nostalgia del fordismo y la universalidad moderna defendería lo material como lo únicamente importante (he aquí una postura explícitamente moral) y, en su defecto, determinante unilateralmente de lo cultural (sin esclarecer, claro está, y dando por buena esta falsa asunción, la compleja tensión entre ambas o los límites entre una y otra). Por otro, quienes alejándose del identitarismo obrero, y más cercanos a posiciones socialdemócratas, definen el espacio de lo “cultural” y de las políticas públicas como principal y único campo de acción aspirable.
Estas tergiversaciones, que distan mucho de un enfoque marxista que totalice en su análisis la realidad capitalista y, en consecuencia, lleve a una praxis revolucionaria real, se deben a una serie de lugares comunes cada vez más extendidos en el seno de la izquierda. Pues no existe teoría marxista seria, más allá de determinadas vulgarizaciones sorprendentemente leídas, que plantee esta dicotomía. Esta separación artificial entre lo cultural y lo material (que tiene su derivada más solemne en las condiciones materiales y las condiciones culturales), viene a consecuencia, sospechamos, del movimiento dialéctico que planteaba el propio Marx entre estructura y superestructura. Un argumento que, por cierto, fue el más utilizado para legitimar el marxismo economicista más vulgar, aquel que anticipaba mecánicamente el fin del capitalismo hace un par de siglos por el desarrollo contradictorio de las fuerzas productivas.
Esto, que podría quedar en una mera inconsistencia teórica, tiene graves problemas políticos, pues aboca a las fuerzas emancipadoras a su estado actual de parálisis. La compartimentación de la realidad entre lo económico y lo cultural y lo institucional y lo social, no es más que la división hegemónica que ha conducido a entender estas esferas como partes inconexas de la realidad; dicho de otro modo, no son más que las anteojeras que imposibilitan una crítica total a la realidad capitalista y la fundación de un nuevo proyecto colectivo que recoja todo lo que olvidó (y, por tanto, a quienes sometió), la universalidad moderna.
Entre el reaccionarismo vulgar y el nuevo socialfascismo
Una opinión cada vez más extendida en determinadas posiciones izquierdistas, que se intentan camuflar bajo terminología marxista, es atacar a “lo queer” (otra vulgarización, otro cajón de sastre, otro spam conceptual donde aunar todas las frustraciones de un nuevo ghetto cultural) por ser el culpable (o la culpable más bien, pues siempre se hace con cierto tono viril y conservador) de todos nuestros males. En el debate del Playz se llegó a decir, sorprendentemente por gente que parecía querer dar algo de seriedad al asunto (pero con pocas aportaciones más allá de señalar continuamente que “hay problemas materiales más importantes”), que ahora la izquierda parecía tener algo que ver con los sentimientos, el estado de ánimo o cómo te sintieses cada día. Aparte de un cierto tono arcaico, estas posturas demuestran muy poca visión crítica. Porque si algo tiene como vocación la política queer es acabar con las llamadas “etiquetas”; justo lo contrario a lo que se presupone desde estas posturas reaccionarias. Se entiende así el sistema sexo-género como parte de la normalización de la dominación simbólica, (re)productiva, psiquiátrica y biopolítica de los cuerpos. Y no pretende, en ningún caso, borrar su sometimiento, diluir las condiciones de género, raza o clase, sino desmontar todo el conglomerado que las construye y las hace efectivas sobre las vidas de las personas.
En ese sentido, durante el debate, uno de los grandes momentos del ala reaccionaria, del que, sin vergüenza alguna, más han presumido los socialfascistas por redes, se da cuando hablando de la «ideología queer» (responsable de todos los males del movimiento obrero y de la humanidad), el socialfascista en cuestión, respondiendo al video corporativo de Playz en el que hablan del fin de las etiquetas, clama entre risas “Yo no sé en qué barrio no hay etiquetas, pero en el mío sí las hay”. Todavía no tenemos claro si quería atacar o defender las etiquetas, pero nos regaló un gran momento de risa nerviosa por no saber nuevamente qué quería decir. Si dichas etiquetas existen, como expresamente afirma, parece que tendría sentido tratar de articularlas políticamente para la transformación de la totalidad capitalista en vez de prestarles caso omiso y denigrarlas, ¿no? Si dichas etiquetas existen, pero no son relevantes políticamente al ser inútiles para articular un autentiquísimo proceso revolucionario, como parece que realmente quiere afirmar (véase el tremendo ejercicio hermenéutico que hay que hacer para comprenderlo), ¿qué categorías serían entonces útiles para dicho objetivo? Si los debates sobre la sexualidad, la raza, el género, etc. no tienen ninguna relevancia y ningún obrero gasta su tiempo y sus esfuerzos intelectuales en ellos, ¿qué debates importantes serían los que se estarían dando realmente en esos barrios obreros? ¿Sobre la NEP? ¿Sobre las desviaciones antimarxistas de Stalin? ¿O sobre fútbol, coches y lotería porque, en el fondo, pensáis que la clase trabajadora no da para más?
La nula visión estratégica del ala obrerista y reaccionaria para con el momento histórico que nos ha tocado vivir es, sin duda, uno de los puntos más reseñables del programa. Incluso aunque no mereciese la pena luchar por la expansión de derechos de las personas trans, las homosexuales, las mujeres, las personas negras, etc., incluso si todas sus reivindicaciones no versaran realmente sobre cuestiones materiales de primerísimo orden que hacen de la vida de amplios sectores de la clase trabajadora algo mucho mejor, sino que fueran solamente cuestiones simbólicas que nos despistan y hacen perder el tiempo, ¿qué tipo de ceguera hay que padecer para no entender las potencialidades revolucionarias que muchos de estos movimientos tienen en la actualidad? ¿En qué mundo hay que vivir para creer que el feminismo de clase y combativo de las cientos de asambleas populares de nuestros barrios que ponen en cuestión elementos estructurales del sistema capitalista como la familia, la distinción entre trabajo productivo y reproductivo, la explotación de las mujeres trabajadoras, etc. es el mismo que el feminismo de los eslóganes de Ana Botín y Amancio Ortega? ¿Cómo se puede ser tan necio para pensar que los procesos de organización y lucha de cientos de miles de personas en las últimas décadas para exigir otras formas más justas y posibles de entender nuestra sexualidad y nuestra relación con los cuerpos son meras invenciones de malignas profesoras lesbianas en universidades yankies? ¿Cómo no se puede ver en las luchas feministas, LGTB y antirracistas, que tantas militantes de base tienen detrás (muchísimas de ellas comunistas, cabe recordar), auténticas potencialidades revolucionarias que habría que conseguir unir, llamándolo “interseccionalidad” o “síntesis de las múltiples determinaciones”, en un movimiento que consiguiera poner en cuestión la totalidad capitalista?
Y es que en este punto hay que ser muy claros. El obrerismo del ala reaccionaria (chato, mecanicista, tosco, vulgar) no tiene nada que ver con el movimiento y la tradición comunista; y sí con determinados grupúsculos minoritarios que han culpado al resto de su irrelevancia histórica. La fraseología supuestamente revolucionaria que envuelve este corporativismo que tanto apela a lo material (en sentido restringido) no se aleja sustancialmente del reformismo socialdemócrata (“progre”) que tanto critican. En el absoluto repliegue a todos los niveles que experimenta el comunismo no es extraño que emerjan formaciones, restos del cadáver que naufraga, que sean el híbrido entre Cáritas y un equipo de fútbol del barrio. La Juventud Obrera Católica (JOC) o la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC), en los años 60-70, también podían ser enmarcadas en las perspectivas obreristas, pero esto no les convertía en organizaciones revolucionarias. Ellos, sin duda alguna, habrían hablado en los programas de televisión de su época de forma muy similar a como lo hicieron ayer algunos de los protagonistas del debate en playz.
Desde la irrupción de Vox hace unos años, cierta fracción de la izquierda ha tendido a sobredimensionar la capacidad de impregnación que esta formación política, y con ella sus postulados, tienen entre los trabajadores; cayendo en el mismo error que los discursos y narrativas más catastrofistas del colapso ecológico, y conduciendo, por tanto, a la parálisis y a dar por buenos ciertos marcos, más que a la acción real. Tergiversando los datos, y omitiendo otros, insisten en que la tendencia apunta a ello. Y amparándose en esta supuesta extensión del ethos reaccionario en las barriadas obreras apelan constantemente a la disputa de ciertos elementos (sentimiento nacional, valores tradicionales familiares, etc.). El problema es que este tratar de ganar ahí donde el populismo autoritario ha conformado las reglas del juego y tiene las llaves del campo no solo implica ceder posiciones desde el inicio y batallar bajo los criterios dibujados por el contrincante sino que conlleva una derechización de los ejes políticos, hasta el punto de imposibilitar la distinción entre ambos. El interrogante que asalta aquí es el siguiente: ¿por qué focalizarse únicamente en ese tanto por ciento que opta por Vox y no poner nunca encima de la mesa que la opción mayoritaria entre los integrantes de los estratos populares es la abstención?, ¿por qué gastar tinta, discursos, esfuerzos y posturas en quien ya personifica una postura reaccionaria y no fijarse nunca en este conglomerado “vacilante” o anclado en un rechazo pasivo de la política institucional? Y esto no significa que haya que infravalorar la inserción capilar que la retórica de extrema-derecha está teniendo, sino i) que el punto de mira debe enfocarse en las amplias masas, y ii) que nunca hay que plegarse o subordinarse a los puntos vertebradores de la reacción.
El nuevo reformismo: que todo cambie para que todo siga igual
Junto a los amables aspavientos obreristas de parte de los protagonistas del debate, pudo verse por otro lado una grandilocuente manifestación de otra de las tendencias más prominentes en el seno de la izquierda en los últimos años. Es el ala reformista y socialdemócrata, revestido de un nuevo progresismo chick, a veces verde ecologist, a veces púrpura populist, que ve en los movimientos sociales únicamente un agente pasivo a internalizar en el aparato del Estado, quienes, como sus antecesores del siglo pasado, han reducido toda política posible a los estrechos límites de la institucionalidad, a la gestión de lo ya dado.
Uno de los puntos estelares de la autodenominada ala progresista fue el enfado porque “que la socialdemocracia y nuestros Estados de bienestar ya no son lo que eran es tan evidente como ver que llueve”. No le quitamos razón en lo evidente del asunto, pero sí estaría bien interrogarse sobre la responsabilidad y el papel histórico que cada posición ha tenido para llegar hasta aquí. Porque, ¿cuál ha sido la responsabilidad histórica de la socialdemocracia para llegar a la situación a la que estamos? ¿En qué se diferencia el nuevo populismo de izquierdas, que ahora parece virar identitariamente hacia la izquierda tras una época de significantes flotantes en sus discurso, respecto a su progenitor, con el que tan satisfactoriamente llevan colaborando desde el primer momento? Y es que no sabemos si tendría sentido preguntarles qué es aquello a lo que parecen querer retornar y si acaso sería esto posible y deseable para las mayorías trabajadoras, pero habría estado bien, al menos, que esta corriente, de grandes nombres y rico capital social, explicase de una vez por todas cómo pretenden hacerlo, sin vacuidades discursivas y programáticas, ya que su entrada a formar parte del tablero y su colaboracionismo no parecen estar siendo del todo útiles para dicha tarea.
Y es que si el ala reformista vuelve a parecer ciertamente certera cuando afirma que “El capitalismo tiene que adaptarse a ciertos movimientos para seguir sobreviviendo y eso no significa que los mismos sean parte de lo que la élite del capitalismo quiere imponernos”, parece, sin embargo, que su posición respecto al tema es mucho menos acertada en la práctica. Así, parecen desconocer que todo movimiento social, esto es, todo sector del movimiento obrero desplegándose en sus muy diversos ámbitos, está sometido a contradicciones y que, si bien todo movimiento que se salga de la cuestión de la clase y el conflicto trabajo-capital no es automáticamente asimilable por el capitalismo, ello no significa que todo movimiento social tenga potencialidades transformadoras de por sí. En este sentido, frente a la vulgar negación del obrerismo de toda potencia revolucionaria de dichos movimientos, la salida no puede ser un acrítico seguidismo pasivo y a la zaga de cualquier movimiento mínimamente novedoso. No hay en el espontaneismo cultural nada de transformador. Los movimientos sociales, como toda nuestra realidad, están atravesados por contradicciones, por lo que un determinado movimiento, como el feminista, es a su vez portador de potencialidades revolucionarias y de potencialidades que refuerzan el status quo. La labor de un movimiento verdaderamente transformador es por ello hacer un análisis de la realidad en el que se identifique qué cuestiones son articulables en un sentido y en otro, potenciando los primeros; algo que está muy lejos de subirse al carro de la última moda teórica o ideológica.
Hubiera estado bien que aquel que en el debate personificaba el papel de revolucionario, nada más lejos de la realidad, hubiera interpelado a los socialdemócratas de la mesa acerca de la hoja de ruta concreta que estos llevarían a cabo de cara a dar un vuelco a la situación actual y que tan bien saben denunciar (miseria existencial, crisis ecológica, etc.). Esto es, preguntarles por sus propuestas, sus políticas, hacerles mostrar sus cartas. El objetivo tendría que haber sido revelar el inmenso impasse que vive la socialdemocracia y la incapacidad que tiene (por cómo está estructurada y por las condiciones históricas) para escapar del escenario de dependencia (ideológica y política) en la que se encuentra respecto a la clase dominante.
Y es que a su acusación al ala reaccionaria de “comprar el marco de la extrema derecha”, cabría, sin embargo, oponerles su facilidad para comprar otros tantos marcos históricamente demostrados como incapaces para la transformación de base de la realidad. Porque, ¿qué papel cumple hoy la nueva socialdemocracia populista con su decisión de formar parte del entramado institucional y la asunción de todas sus lógicas y límites? ¿A qué y quiénes está siendo útil? ¿Acaso no es esta, de nuevo, la asunción de que no hay alternativa; de que todo proceso colectivo solo puede aspirar a los estrechos límites de la institucionalidad?
A modo de cierre
En definitiva, las dos caras expuestas en el debate de Playz, la de la nueva socialdemocracia y la del obrerismo reaccionario, integran y forman parte de la misma moneda. El debate presentó a las claras una falsa disyuntiva que nos encapsula y encierra en un callejón sin salida, en un laberinto interminable a través del capitalismo. En un momento de absoluto repliegue, y ante las puertas de una nueva crisis, no debemos aceptar los estertores, con hedor a cadáver de otros tiempos, sino construir una nueva idea de la vida en común inasumible por el mismo capitalismo que la hace imposible. Ni obrerismo vulgar y reaccionario, ni reformismo tibio y tecnocrático. Necesitamos una alternativa revolucionaria y emancipadora a la altura de nuestras necesidades históricas.