En los últimos meses, con la pandemia como fenómeno de aceleración de procesos y decretado el cierre del largo ciclo político del 15-M, se ha reactivado una discusión que parece no caminar a una conclusión próxima. Resuena, tal vez más fuerte que nunca, la cuestión sobre cómo se organizan los llamados movimientos sociales tanto internamente, como entre sí a nivel estratégico. Que la apertura de este mismo debate haya venido acompasada del desinfle en términos electorales de aquellas alternativas partidistas que se dijeron herederas del anterior ciclo de luchas, da cuenta de algunos de los problemas políticos que identificamos en este artículo: la pérdida de autonomía de los movimientos por su incapacidad organizativa y la subordinación de sus lógicas a los circuitos de integración del Estado.
Paradójicamente, en estos momentos donde todo parece en suspenso, en donde la sensación de inmovilismo y apatía se contagia, no podemos decir que el movimiento se encuentre apagado porque su potencia sea expresada de formas distintas a las habituales. No es la agitación que sentimos en el desarrollo de una acción, pero sí la inquietud de las preguntas previas a su ejecución, la necesidad del encuentro, lo que demuestra que el movimiento social sigue vivo en cada charla que nace con dicho objeto. En ese sentido, la escritura anónima y colectiva de la que aquí nos servimos, lejos de la búsqueda de reconocimiento (uno de los vicios de la profesionalización del activismo), es una herramienta que despersonaliza los procesos de reflexión y debate colectivo con el fin de desbloquear procesos de coalición estratégica y despliegue organizativo. Asimismo, toma la provocación como una forma de agitar la conversación colectiva, diciendo aquello que nuestros compromisos nos obligan a callar.
La idea de que no problematizar nuestras formas de organización es mejor que no organizarse parece haber saltado por los aires. Las inercias irreflexivas, el habitus militante, han hecho que la lista de compañeras que se han ido del movimiento social con una desilusión silenciosa sea cada vez más grande. Pero al mismo tiempo, el cuestionamiento de nuestras prácticas militantes diarias, si pretende salir del fustigamiento colectivo y el ensañamiento político, ha de venir acompañado de un análisis sobre los contextos en los que luchamos, realidades no tan desemejantes entre nuestras compañeras más próximas. El aceleracionismo en el que estamos insertos tendente a la atomización social, el debilitamiento de los circuitos de integración del Estado vía propiedad y consumo de masas, la mercantilización de cada vez más espacios de la vida, la crisis del trabajo y el canibalismo social, la precarización de las antiguas clases medias y progresiva desestatalización de los servicios básicos, la incapacidad estructural de las fuerzas productivas para absorber buena parte de la fuerza de trabajo, la subordinación del espacio nación a las dinámicas de la economía-mundo, la desterritorialización de capitales y la fragmentación de las cadenas productivas, etc. así como las dinámicas explosivas de movilización en los enclaves urbanos son procesos que encuadran la acción colectiva y la sitúan dentro de unos márgenes.
En ese sentido, los límites del anterior ciclo de movilización no tienen tanto que ver con aquello que se ha hecho, sino con aquello que no se ha podido hacer. Diría Virno que no vivimos en una época llena de impotencias, como pretenden presagiar los defensores del realismo capitalista, sino en el exceso inarticulado de potencias. La fragmentación de las luchas sociales en la que vivimos viene a confirmar esta máxima. No es que no haya potencia en cada asamblea de vivienda, en cada centro social, en cada sindicato de barrio, en cada organización de personas que hablan en primera persona de sus malestares y construyen sus propias formas de lucha, sino que esa potencia se consume a sí misma ante la ausencia de mediaciones. No estamos lidiando, por tanto, con la ausencia de una capacidad, sino con la inhibición duradera de su ejercicio efectivo. El problema es que si nuestras potencias no son articuladas, se consumen en su autorreferencialidad, caen en su sobreabundancia corriendo el riesgo de estancarse y convertirse en el abarrotamiento opresivo y avasallador de capacidades, competencias, habilidades. Ser el motor que ruge frenéticamente con la marcha en punto muerto.
La inarticulación de esa potencia por parte de los movimientos, la incapacidad para hacer operativas bases organizativas de poderes autónomos efectivos, ha hecho que, en demasiadas ocasiones, nuestro chivo expiatorio hayan sido las fórmulas institucionales de la renovada socialdemocracia a costa de no analizar cómo la fragmentación es la semilla de la delegación política. La compartimentación de las luchas, sin un horizonte compartido de emancipación, deviene necesariamente en la delegación política de nuestras tareas o en el desinfle, la desilusión y el cinismo. Es por eso que no han de sorprendernos fenómenos como los del “asalto institucional”: bastaba con que algunos cuadros pasasen a hacer lo mismo en otro espacio de acción política distinto como el parlamentario para liquidar nuestra autonomía. De nuestra incapacidad organizativa para construir comunismo en el aquí y ahora, movimiento de lo real, nace la delegación en otros para el ejercicio diario de la política.
Límites de la autonomía actual
Una vez señalados los devenires que deja el anterior ciclo político, cabe destacar como una de las principales causas la falta de una cultura política que sea capaz de pensar en términos emancipatorios a partir de lo ya construido. La ausencia de mediaciones, de puntos de asociación más allá de la expresividad de los encuentros, ha obstaculizado que haya mecanismos de transmisibilidad de aprendizajes intergeneracionales, estrategias políticas compartidas más allá de lo programático, alimentando una sensación de eterno principio en nuestras experiencias militantes. Las prácticas vanguardia se han demostrado útiles como modelos de replicabilidad a geografías muy distintas, pero han impedido el mantenimiento continuado de las praxis.
Esta falta de cultura común, de lenguajes, maneras y horizontes revolucionarios compartidos nos ha hecho vivir en la inmediatez acelerada del movimientismo como vía de escape. La sectorialización, sin mediaciones que la integren y superen más allá de la coordinación en acciones, ha conducido a dos escenarios reiterados hasta la extenuación: la exigencia a la institución o el desinfle de las potencialidades. Si bien ha podido resultar útil para activar el conflicto en determinadas situaciones, no se han construido posos organizativos en los momentos álgidos de lucha; es decir, las bases infraestructurales que posibilitan ese mismo horizonte de emancipación. La agitación de la movilización, la construcción de conflictos antes normativizados, ha eclipsado la obligación de otras tareas igualmente urgentes. Es entonces cuando la falta de mediaciones, de incapacidad para construir una agencia revolucionaria, ha sobrevenido en el aislamiento de la ocurrencia genuina, en la permanente necesidad de priorizar cada lucha. No es la debilidad de las luchas lo que explica el desvanecimiento de toda perspectiva revolucionaria; es la ausencia de perspectiva revolucionaria creíble lo que explica la debilidad de las luchas.
La construcción de una perspectiva revolucionaria pasa por practicidades y cotidianidades revolucionarias, por la prefiguración incompleta del mundo a futuro en las ruinas del viejo; no como fetiches autocomplacientes ni identitarismos ensimismados, sino como herramientas de lucha que posibilitan un salto cualitativo, la construcción de comunes subversivos. Cualquier actor político que pretenda dar saltos de escala en su capacidad de transformación deberá mirar siempre hacia afuera, huyendo de sectarismos e idealismos que se muestran inseguros e incapaces de relacionarse con una realidad aceleradamente cambiante. Si precisamente hay algo que destacar del ciclo político que acaba, es su inconformismo con habitus militantes, debates y prácticas políticas incapaces de dirigirse más que a sí mismos, experimentando con nuevas formas de interpelación.
En lo que respecta a esas practicidades, el fetiche de la asamblea unitaria, en pos de acabar con el dirigismo, como única forma de entender la desburocratización y la horizontalidad de las relaciones militantes, ha impedido procesos de mayor dinamización organizativa, de construcción expansiva de poder autónomo contra el Estado y el capital (de hecho, el dirigismo se ejerce encubierto desde las informalidades). La desjerarquización de las decisiones políticas y la permeabilidad al afuera es parte de un proceso político, no una elección formal. El encuentro expresivo de la multitud revela potencia, pero si no es reorganizado, deviene en su propio anquilosamiento. Con la impotencia colectiva que confunde el espectáculo de las soledades congregadas con la invención de un colectivo activo. La asamblea es una herramienta más dentro de un repertorio de lucha mucho más amplio. El temor al dirigismo no puede convertirse en trauma, en incapacidad para pensar otras fórmulas políticas; sino en una desconfianza a cualquier forma que reproduzca estas lógicas, algo que las asambleas unitarias no resuelven sino, en ocasiones, propician.
La impulsividad del movimientismo ha devenido en la permanente confusión entre táctica y estrategia, sin que ésta última sea pensada en términos emancipadores. Conduciéndonos a la necesidad de permanente agregación, de encontrarnos en la lucha y no en las tareas organizativas, haciendo que aquello que aglutinamos no sea traducido en continuidad política y en formas de permanencia que frenen una vuelta a casa personal y colectiva, un perpetuo volver a empezar de cero. El deseo de agregación se marchita si no es capaz de cohesionar la potencia interna de las luchas. Los movimientos autónomos nos han mostrado que el despliegue de la negatividad no es el «prefacio» del futuro.
El problema de la organización nos remite, de nuevo, a la tarea histórica del Partido, en nuestro caso el partido que se opone al partido del orden. El Partido entendido como la realización de la clase, aquel que recompone transversalmente aquello que aparece como escindido (más aún ante el constante proceso de reestructuración productiva del capitalismo actual), el poder organizado de los desposeídos, no como una estructura organizativa única que sistematiza una cadena de mando – justo lo contrario de quienes se atribuyen hoy dicha función histórica y aglutinan en alguna de sus siglas un homenaje póstumo a dicha tarea. La autonomía, que da comienzo en los años 70, se expresa como una experiencia antipartido muy concreta: el enfrentamiento salvaje contra las organizaciones estatalizadas que se atribuían la representación del movimiento obrero y que habían dejado de ser la fuente activa de los procesos revolucionarios, algo que se confirma en cada episodio histórico de nuestro tiempo. Pero nunca ha obviado el problema del partido, pues esta es su principal tarea histórica: procurar la reelaboración incesante de la cuestión del partido revolucionario en cuanto problema de cómo nos organizamos a partir de la multiplicidad de lo existente. La renovación constante del comunismo, movimiento de lo real. Autonomía significa, por tanto, la expresión y organización de los anhelos de emancipación por parte de los sujetos contra y más allá del Estado.
Conclusiones
Salir de antiguas inercias, mantenidas por nosotras mismas, supone un ejercicio de desidentificación con el presente en donde la crítica es el primer paso para salir de lo traumático y del enquistamiento de las posiciones. La ruptura con las peores herencias del anterior ciclo de movilización es el principal punto de articulación política para un nuevo ciclo de organización, pero nos haremos un flaco favor si renunciamos a victorias, aprendizajes y símbolos surgidos de uno de los ciclos de lucha más fértiles de las últimas décadas.
En ese sentido, no hay dilema alguno entre movilización y organización, siendo ambas parte de un mismo movimiento dialéctico en el interior de las luchas. No se trata, por tanto, de priorizar una vuelta al territorio o activar el conflicto social mediante la protesta. No existe ningún territorio que prescinda de la capacidad de lucha, así como no existe capacidad de ofensiva sin la presencia de bases materiales. No es un problema de escalas o de niveles de intervención (local, regional, nacional, internacional, etc.) sino de una acumulación de fuerzas que pueda confrontar con la totalidad capitalista que no se concentra en un espacio de poder económico o político concreto. Es esa tarea estratégica la que el movimientismo ha sido incapaz de convocar, no sabiendo traducir los momentos álgidos de la movilización en organizaciones del común que se hagan cargo de una doble tarea: encarnar en su interior formas-de-vida superadoras de la totalidad capitalista al mismo tiempo que amplificar las luchas y sus contradicciones históricas internas para que, en un momento revolucionario de poder dual frente al gobierno del capital, venzan las organizaciones del común.
Aún con todo, creemos que desde el tejido autónomo construido en la ciudad es desde donde se puede impulsar un salto cualitativo, pues es donde están inscritas las mayores potencialidades organizativas que han de devenir en revolucionarias; es decir, en poder serlo y no solo desearlo. La fragmentación de las luchas da cuenta de la constante deslegitimación de la relación capital-trabajo como conflicto totalizante de la realidad capitalista, de las rupturas con la forma de gobierno capitalista que se muestran desde el feminismo, el antirracismo y las disidencias sexuales y de género hasta las resistencias locales. La tarea más urgente, por tanto, es incluir y poner a discutir a las fuerzas más disruptivas de cada movimiento para construir un horizonte estratégico compartido que, por propia necesidad, devenga en un salto cualitativo a nivel organizativo. Alternar una táctica dual: construir desde lo ya construido después de un proceso que clarifique las rupturas y potencialidades mientras, desde fuera, se actúa de forma revulsiva. No confiar en un efecto desplazamiento (algo que puede devenir en la nostalgia de antiguas fórmulas o en un fetiche rupturista sin comprender las potencias inscritas en lo ya constituido) ni preestablecer moldes u organigramas a la discusión del movimiento tanto dentro como fuera de las organizaciones. Encontrar colectivamente, desde la compleja realidad que deja el desarrollo espontáneo de las luchas, la organización que mejor se amolde a su contexto, sólo desde ahí se podrá llegar a construir una fuerza organizativa que sepa adaptarse y potenciar la multiplicidad de lo existente para no caer, de nuevo, en el abarrotamiento de nuestras capacidades.