Texto escrito por @volodia___
En los tiempos de la “Modernidad crepuscular” todos nos vemos asolados por la tentación de retornar a un cierto Origen. La nuestra es la época de mayor dominio técnico sobre cada uno de los campos de la experiencia. Esta, sin embargo, se ha vuelto insulsa, pobre, tediosa. Se nos ha perdido. La melancolía es la reacción espontánea a esa sensación de desamparo, que nos empuja a buscar la experiencia perdida en otro lugar. Nos lleva a creer que el reencuentro con ella es posible en la figura de una “Edad Dorada”. Esta es, por supuesto, una ilusión que proyectamos sobre el pasado a partir de las carencias del presente. El problema no es tanto que sea una ilusión, sino que, como ilusión íntimamente teológica, es ella misma un obstáculo para afrontar el problema de fondo con transparencia. Nos somete a una oscilación permanente entre nihilismo destructivo y reacción autoritaria. El mito de la Edad Dorada es, en ese sentido, un mecanismo de dominación. La nostalgia de un pasado mejor, la hibridación del espectro ideológico, el bloqueo de las perspectivas emancipatorias. Son todos síntomas de un problema subyacente: nuestra incapacidad para narrar una experiencia que se ha vuelto inenarrable. ¿Es posible encontrar la verdadera vida? Por una rendija asoma el resquicio de una posibilidad: la literatura. Sólo ella es capaz de dar la espalda al mito de la Edad Dorada y narrar la pérdida en tanto que pérdida, abriendo así un espacio para el encuentro original –y no simple reencuentro— con el tiempo y la experiencia.
Este podría ser el resumen del último libro de Clara Ramas San Miguel: El tiempo perdido. Contra la Edad Dorada. Una crítica del fantasma de la melancolía en política y filosofía[1]. No espere el lector encontrarse la precisión milimétrica o la severidad conceptual del tratado metafísico. Este es, ante todo, un ensayo, donde la reflexión filosófica se intercala constantemente con el comentario de algunos de los fenómenos culturales y políticos más recientes. El libro tiene, por otro lado, un claro protagonista. Marcel Proust y los siete volúmenes de su obra maestra, En busca del tiempo perdido, es de algún modo el punto de llegada de todo el argumento. La autora, inspirada por el novelista francés, dice haber encontrado una posible salida a la encrucijada del presente, una salida que pasa por responder a la pregunta crucial: ¿en torno a qué construimos una comunidad? (p. 108). Comunidad, narración y redención constituyen, en realidad, una y la misma cosa. El asunto se plantea, en el fondo, como una batalla por su fundamentación. El tiempo perdido concluye que debe buscarse en la literatura. Y esto –sostengo— es un grave error.
Reconstruyamos brevemente el camino que conduce a él. El tema del libro es el problema de “lo perdido”. Según afirma la autora, el problema de lo perdido no es uno que surge exclusivamente para aquel que resulte estar interesado en él. No es, pongamos por caso, como la polinización de alguna planta tropical, que compete si acaso a abejas y biólogos. No es, tampoco, como la lucha de clases, que sólo incumbe a proletarios y burgueses. Aquel es un problema más profundo, uno de carácter trascendental, que se impone como horizonte absoluto de la experiencia. Independientemente de si gobierna el PP o el PSOE; de si uno es siervo de la gleba o profesor de ontología en Tübingen; de si llueve, nieva o graniza: el problema de lo perdido seguirá ahí, con nosotros. Situarlo en alguna de aquellas instancias –como un problema psicológico, del modo de producción capitalista o de los valores predominantes en la sociedad— implica objetivarlo. Pero la idea de que el sujeto puede contemplar “lo perdido” como objeto sería ya síntoma de un ocultamiento del problema. Al pretender objetivarlo, medirlo y dominarlo, el sujeto se ciega ante las condiciones de su propio acontecer como sujeto, incapacitándose para lidiar con el problema. Por intentar reconstruir este argumento de la manera más sencilla que me es posible, la idea es que el sujeto ya presupone demasiado si cree que puede tratar cualquier cosa, especialmente el tiempo y el tiempo perdido, como un objeto disponible, cognoscible, instrumentalizable. Pues, ¿qué es lo que habilita, autoriza o legitima al sujeto para tratarlo como objeto? El sujeto moderno, como un narciso irredento, se inviste dogmáticamente con la potestad de objetivar, someter, juzgar. Omite así la cuestión de cómo ha podido llegar a alcanzar esa potestad en primera instancia.
La cuestión, entonces, es que “lo perdido” es anterior al sujeto y a cualquier forma de objetividad que este construya a partir del lenguaje. ¿Qué demonios es entonces “lo perdido”? Es la esencia más profunda del ser humano, que consiste en estar arrojado en una búsqueda insaciable de soluciones al problema de qué hacer con su vida. Es, en otras palabras, la necesidad de construir un sentido a partir del lenguaje, sin que podamos remitirnos para ello a ninguna autoridad primera, absoluta e incuestionable. Este sentido es siempre precario, insatisfactorio y parcial. Fracasa en virtud de su propia constitución lingüística. Lo que tenemos, entonces, son distintas formas de narrar la pérdida. El cristianismo, la Revolución, la ciencia. Son todas narraciones, mitos, que han sostenido la vida comunitaria de manera más o menos exitosa durante ciertos periodos de tiempo. Los mitos narran la realidad como si esta respondiese a un orden prelingüístico, permitiendo lidiar con la falta, el vacío, la angustia de la nada adecuándose a la ilusión de una autoridad impuesta por un orden preexistente.
Es fácil reconocer en el argumento, entre brotes esporádicos de idealismo alemán, el rastro de Martin Heidegger, que, junto a Jaques Lacan y algunos de sus discípulos, conforman la base filosófica del libro. Esta es esencialmente una “filosofía de la finitud”. Su tesis fundamental, sostenida de distintas maneras y con distintos grados de intensidad, afirma que la realidad es en última instancia incognoscible, ininteligible o carente de sentido. El conocimiento sería siempre finito, limitado, parcial, y la validez de sus sentencias contingente. En el caso de El tiempo perdido es “lo perdido”, la nada, la falta, lo absolutamente otro, aquello en relación con lo cual toda cognición teórica o práctica resulta finita o limitada. Y como todo concepto es en el fondo un intento de simbolizar esta nada más primaria, la simbolización mediante el lenguaje está condenada a fracasar. Una nada primaria y aconceptual, estrictamente hablando, no se puede conocer, porque no se puede determinar conceptualmente. Sólo se la puede invocar mediante alegorías.
De ahí que estemos condenados a errar en un estado de alienación, escisión y necesidad, que es la condición humana estructural (p. 69). La cultura, la política y la sociedad son sólo pantallas (p. 197), formas deficientes de simbolizar mediante el lenguaje una falta más fundamental. Todo ello implica una concepción de la vida como pérdida, para la que esta es intrínsecamente insatisfactoria. Por su propia constitución, no puede ser libre. Es en la literatura, por no estar sometida a los criterios cosificadores del pensamiento conceptual, donde la falta puede simbolizarse en tanto que falta. La literatura es el reino en el que el lenguaje puede plegarse completamente sobre sí y emanciparse de la vida y su alienación congénita, consiguiendo expresarla plenamente por primera vez. Pero no ya como algo disponible, no como un objeto o un conjunto de instituciones sociales. No como la realidad efectiva de la vida buena, autónoma y emancipada. Es en la figura del recuerdo, de la reminiscencia, que lo perdido aparece en toda su plenitud. Es ahí que nos topamos con “la presencia pura de la cosa, su estar como fuera del tiempo. Por eso es mágica, esa es su aura” (p. 187). Alcanzado el éxtasis de la epifanía mística, podemos sabernos fugazmente redimidos. Podemos denominar a esta la “vía de la redención estética”, que deriva de manera más o menos directa de la filosofía sobre la que se sostiene.
La infraestructura filosófica de El tiempo perdido se enfrenta a un problema evidente: no hay manera de armonizarla con el pensamiento marcadamente racionalista y naturalista de Aristóteles, Hegel y Marx. Estos autores, al contrario que Heidegger o Lacan, entienden que la realidad es racional, que “lo que es” es lo que es inteligible, determinable mediante conceptos. Para Aristóteles, Hegel o Marx la idea de que el logos nos remite a una cierta “nada” (p. 74), anterior y más fundamental que los conceptos y la realidad que comprenden, no tendría demasiado sentido. No es la angustia ante la ausencia de fundamentos lo que fundamenta el espacio de la razón, los conceptos y las normas. Es la estructura racional del mundo la que ya está normativamente articulada. Las sustancias se determinan por su esfuerzo por llegar a ser lo que ya eran: su esencia o su forma. Si algo posee entidad, realidad y verdad, si algo “es” en sentido enfático, es esta esencia o forma, el fin que unifica el conjunto de manifestaciones de la cosa como manifestaciones de esa cosa determinada. Eso es para Hegel un concepto: no un símbolo que sublima la falta, sino el criterio interno al que se ajustan el conjunto de manifestaciones de una cosa. Un árbol es un árbol porque sus partes se desarrollan y funcionan en virtud del fin que las unifica como partes de un árbol. Se da a sí mismo las determinaciones de su contenido.
Sobre esa base filosófica estos autores construyen un concepto positivo de vida, que no es pérdida, sino autorrealización. La razón, norma o fin fundamental que nuestra especie se esfuerza por realizar es la comunidad, el bien común. Es su esencia o forma específica, aquello a la luz del cual “actúan todos en todos los actos” (Política, I, 1252a). El bien como contenido del “deber ser” no es algo que a veces resulta cumplirse y a veces no, porque no es un objetivo que subjetivamente proyectamos más allá de nuestro presente, ni una vara de medir que imponemos a partir de construcciones formales del lenguaje. Es la forma constitutiva de la vida específicamente humana, lo que ya somos de antemano. Traduciendo la sentencia de Sebastian Rödl, “la causalidad de acuerdo a fines no explica el presente a partir del futuro, ergo lo real por lo no-real, sino, más bien, lo particular por lo general, ergo lo real por lo real”[2]. En consecuencia, tampoco tendría para ellos demasiado sentido la vida entendida como pérdida, como un proceso de desplazamiento simbólico de esa nada, como un proceso de acercamiento siempre fracasado al bien y la verdad. La autorrealización de una vida autónoma es la actividad que obedece las normas institucionales que emanan del proceso material de vida específicamente humano – sus “relaciones de producción”.
La nutrición y reproducción puramente física del ser humano se da ya a través de cierta relación del individuo con sus semejantes, y es ella misma una forma de realización del bien, una manifestación de la forma de vida humana. Lo mismo sucede con el trabajo, que no es solo un medio de vida, “sino la primera necesidad vital”[3]. La primera necesidad, o sea, el primer fin o forma de realización de lo que significa ser miembro de la forma de vida humana. En este sentido, las distintas manifestaciones del proceso vital son para el ser humano intentos de expresar una cierta concepción de cómo debe vivirse, un intento de realizar las normas que dictan qué cuenta como ser humano bajo una cierta constelación histórica. Siguiendo a Christine Korsgaard, “es un error pensar que la vida es un gran espacio vacío en el que se pueden insertar cosas buenas o malas por igual. La vida es un bien, la existencia es un bien, excepto cuando es mala –y eso no es una tautología”[4]. La vida, en otras palabras, no es pérdida; no es el soporte material externo de la autonomía; no es un medio o instrumento de la libertad; no es, en definitiva, una “oportunidad” para acercarnos a objetivos que construimos en el espacio separado del lenguaje. Es realización de los fines que nos constituyen como especie. Podemos fracasar a la hora de realizarlos, o realizarlos bajo formas socialmente contradictorias. Pero estamos ya instalados en el esfuerzo por realizar aquellos fines.
En este sentido, Aristóteles, Hegel y Marx no creen que sea posible ni necesario construir ad hoc la dimensión normativa de la “segunda naturaleza” desde el reino separado del lenguaje, porque la forma de reproducción humana incorpora el indicio de su propio sentido. La “ciudad” y el “bien común” según Aristóteles; la “eticidad” y el “espíritu” según Hegel; el “ser genérico” y las “relaciones de producción” según Marx. Todos estos son conceptos que se refieren a la forma específicamente racional de actualizar la vida. Incorporan su propia dimensión normativa, estableciendo un criterio que mide lo que significa ser un individuo humano (padre de familia, trabajador asalariado, ciudadano con derechos, escritor, etc.). La relación de nuestra especie con la naturaleza y el resto de animales, la relación entre los sexos, entre padres e hijos, el proceso inmediato de trabajo, las formas de consumo individual, el derecho y las instituciones públicas, las expresiones culturales que narran este proceso vital artística o científicamente. Son todas instancias en las que se actualiza el fin de una vida autónoma. La libertad del ser humano consiste en reconocerse en las potencias de su especie, de las que cada uno es portador individual, obedeciendo las normas que emanan espontáneamente de su proceso material de vida. Es en la satisfacción de estas necesidades donde el ser humano realiza su concepto.
Cualquier alternativa al racionalismo-naturalismo resumido en estos párrafos se verá obligado a construir un “concepto” arbitrario, externo a las potencias materiales de la reproducción humana. Entre estas y la emancipación distará siempre un abismo. Por eso la alienación que nos incapacita para reconciliarnos con el presente sólo se puede medir desde la perspectiva de sus potencias realizadas. Es desde el punto de vista de una sociedad superior, o sea, racional, que la actual se muestra en todas sus imperfecciones y limitaciones internas. Y esta perspectiva es interna al propio presente capitalista. El comunismo no es más que lo que este último ya era en sí mismo: desarrollo pleno de las potencias vitales de la especie humana. Si, en cambio, la modernidad capitalista es en sí misma un vacío, la comunidad sólo se puede articular alrededor de un modelo lingüístico que se impone externamente sobre la sociedad, ya sea la República de Platón, el falansterio de Fourier o el Estado de Derecho de Fernández Liria. Todos son igualmente arbitrarios, igualmente legítimos e igualmente utópicos: ninguno se desprende de la forma de vida realmente existente, ante la que se contrapondrán siempre como un “más allá” inalcanzable.
Esa es la razón por la que El tiempo perdido debe renunciar implícitamente a otro concepto fundamental: el concepto de progreso histórico, que nos da la norma a partir de la cual puede medirse si una sociedad es todo lo libre que puede y debe ser. Este no es un modelo externo y formal, sino un fin que se modifica y determina mediante los intentos sucesivos de realizar su contenido. Marx llama a estos intentos “modos de producción”, especificaciones de la forma de vida humana sostenidas sobre los poderes productivos y la conciencia de la libertad acumuladas por todas las anteriores. Sujetarse a los imperativos de la historia equivale a desechar la pretensión de enseñar qué debe ser la Modernidad, para limitarse a mostrarle para sí lo que ya es en sí. Pero El tiempo perdido sostiene que en sí es sólo un vacío. Que los ideales de emancipación que un día simbolizaron este vacío fueron catastróficamente truncados por el capitalismo. Como si la historia, en vez del progreso de modos de producción sucesivos, consistiese en la sucesión caprichosa de configuraciones del lenguaje. Pero Marx tiene razón cuando señala que el capitalismo es una fase de desarrollo necesaria desde el punto de vista de su fin inmanente, que es la vida autónoma, la comunidad libre que denomina comunismo. Y es el propio capitalismo lo que posibilita una forma de vida que considere la naturaleza, el trabajo y el consumo como lo que ya eran en sí mismos: los momentos constitutivos de una vida libre, que se realiza a través de y no “en contra de” o “más allá de” ellos. El modo de producción capitalista no destruye la promesa de la Modernidad: pone las condiciones para realizarla.
Una de las condiciones decisivas es que exista una conciencia transparente de ese proceso. La narración que necesitamos es una que explicite conceptualmente el sentido de la historia, la misión que esta nos impone. Porque sí, efectivamente, somos seres narrativos. Vivimos y actuamos a la luz de razones que nos contamos a nosotros mismos, y la historia efectiva es distinguible pero inseparable de “la historia” que nos contamos para efectuarla. Marx, Engels, y el común de los socialistas revolucionarios, en el fondo, no hicieron más que narrar, inspirados en criterios científicos, el devenir histórico de la sociedad de clases, a la luz del fin de una sociedad que termine definitivamente con ellas. Es el futuro, tomado como fin interno del presente, la autoridad normativa de la que brota la poesía que alimenta la revolución, imponiendo desde el horizonte de la sociedad sin clases la misión de llegar a ella. Y sin conocimiento conceptual, fines, vida, ni progreso histórico, la narración sucumbe al mito de la redención estética.
Que esta no es la tentación de los estúpidos lo atestigua la fascinación con la que grandes filósofos se dejaron seducir por ella. Schelling, Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger. La lista podría extenderse varias líneas. Algo tiene que tener la épica homérica –o la ópera de Wagner, o la pintura de Picasso, o la novela de Proust— para que consiga embelesar a aquellos a los que presuponemos una especial capacidad para no perder el tiempo con estupideces. Tampoco la religión le pareció nunca a Marx una simple estupidez –esta es, en sus propios términos, una forma de protesta contra la alienación real—. La poesía, el arte o la literatura son por supuesto una expresión de la verdad y el bien común, pero no su expresión acabada; pretender que sí lo son es dar la espalda a la misión de construirla. Ni siquiera Adorno, en todo el esplendor de su esteticismo, sucumbió con la presteza de El tiempo perdido a la tentación de la redención estética. La persistencia del arte moderno no fue nunca para él la prueba de la emancipación realizada, sino la forma expresiva que anuncia la posibilidad de que acontezca. Por formularlo claramente: para Adorno la obra de arte moderna no podría compensar la barbarie de un mundo en el que millares de palestinos están muriendo masacrados.
Una redención remitida a la esfera de la literatura es una que presupone la imposibilidad de redimir el proceso de vida material. Este será siempre, desde aquel punto de vista, sólo un reino de la necesidad. Pero Marx, igual que los pensadores en los que se inspira, se esfuerza por demostrar que lo que debe ser redimido son las fuerzas productivas materiales, que hasta hoy se actualizan bajo formas sociales incoherentes con el fin de la autorrealización humana. Lo que debe mutar de forma, entonces, no es el lenguaje. Es el proceso de vida material. El tiempo perdido insinúa con timidez esta tarea (p. 109), pero, dadas sus premisas filosóficas, inevitablemente debe renunciar a ella –“no sabemos cómo se sale del capitalismo” (p. 108), ni es posible “delinear las estrategias políticas que podrían subvertir el modo de producción capitalista” (p. 33)—. Traiciona la afirmación de que la estética es incapaz de fundar programas políticos (p. 160), obligado él mismo a buscar la reconciliación en otro mundo, el mundo de la apariencia estética. Sólo la obra de arte es capaz de una perfecta autonomía, pues sólo ella produce espontáneamente, a partir de la nada primordial, los criterios formales (las leyes) a las que ha de someterse: “El éxtasis final es que la máquina-libro enuncia, así, su propio movimiento: el libro explica el movimiento del libro, el material del libro es la vida que el propio libro nos ha narrado ya. En un bucle sublime, el libro se escribe a sí mismo. La tercera persona acoge en sí a la primera. […] La literatura se produce a sí misma” (p. 193).
La obra de Proust es finalmente investida con el poder constituyente que entretanto se le ha tenido que retirar a la sociedad: produce la eticidad, la sustancia comunitaria, que esta última en el fondo nunca tuvo (“Forma creativamente la sustancia de nuestra eticidad compartida” (p. 189)). Aquella se ha elevado ya, literalmente, a demiurgo de la vida, de la que es continente a la vez que contenido. Proust se convierte para su lector en la medida de todas las cosas, ante la que palidecen el amor, la guerra o la mismísima revolución (p. 192). La vida real no es nada, porque no es vida, ni es real. Será, a lo sumo, una sombra a la que tan sólo lejanamente le llegan los destellos de la vida verdadera –que es, por supuesto, la de los lectores de Proust—. Así las cosas, es difícil que leyendo El tiempo perdido no irrumpa en uno la reminiscencia de esa “ideología alemana” que Marx y Engels premiaron con todo el vigor de su sarcasmo.
[1] Por ahorrar Ibids e Idems al lector, a lo largo de la reseña citaré la obra con el número de página entre paréntesis, según la edición original. Ramas, Clara. El tiempo perdido. Contra la Edad Dorada. Una crítica de la melancolía en política y filosofía. Arpa, Barcelona, 2024.
[2] Rödl, Sebastian, “Acting as internal End of Acting” en Reason and Normativity. Theories of Action and Morality, Marx Alznauer & José M. Torralba (ed.),OLMS Verlag, Zurich, 2016, pp. 37-54.
[3] Marx, Karl. “Crítica del programa de Gotha”. Marxists.org. 1875.
[4] Korsgaard, Christine. Fellow Creatures. Our obligations to the Other Animals. Oxford University Press, Oxford, 2018, p. 22.