Desde que los Estados-nación comenzaron a constituirse hace 200 años la identidad nacional ha sido una constante. Una identidad fuerte, con enorme capacidad de movilización, que a pesar de parecer inexistente en ciertas épocas, permea siempre sobre toda la ciudadanía. En la actualidad, aunque estemos inmersos en un proceso globalizador que traspasa y desborda lo estatal, y en contra de ciertas hipótesis que establecen una superación de dicha identidad, la identificación con la nación juega un papel primordial en la construcción de nuestra forma de entender, ver y ubicarnos en el mundo.
En el artículo presente, en un plano teórico, pero en contacto con ejemplos concretos, se tratarán de dar las claves, de manera sucinta y sintética, que nos permitan entender los procesos nacionalizadores, la lógica de las narrativas que lo sustentan, la reproducción de la identidad nacional, etc.
De manera introductoria definiremos algunos de los conceptos que se irán repitiendo a lo largo del trabajo. En primer lugar, la nación es un artefacto cultural inventado (Hobsbawm, Benedict Anderson), una realidad intersubjetiva, el sujeto colectivo de soberanía legítima formado por individuos de un grupo humano determinado. Es decir, es la comunidad política imaginada contemporánea inherente al sistema imperante actual, y, por lo tanto, temporal, limitada, en proceso y enmarcada en el cambio social. Esta subjetividad se trasluce en el carácter narrativo de la nación, como construcción discursiva, de relato (artificial). La nación, a su vez, se articula sobre una serie de símbolos, metáforas, relatos, mitos fundacionales, héroes, etc.
Otra categoría importante y que explica la asunción por parte del individuo de una idea de nación es el proceso nacionalizador. Se trata de aquel complejo proceso en el cuál se crea, se produce, se reproduce y se transmite un concepto de nación que el sujeto, el ciudadano, acaba asimilando. El objetivo es que el individuo acabe nacionalizado. En estrecha relación, encontramos también el término “national building”, que hace referencia a aquellas políticas de los gobiernos que recorren la sociedad entera y están destinadas a construir un fuerte sentimiento nacional.
El proceso comentado en el párrafo precedente es fundamental, pues es aquel que consigue que todos nosotros, inconscientemente, vayamos incorporando a nuestra propia identidad una identificación concreta con la nación. Y dicha nacionalización, el individuo al socializarse, la experimenta en tres esferas distintas. La primera, denominada esfera pública oficial, está constituida por aquellas instituciones oficiales, como el sistema educativo, encargadas de transferir la idea oficial de nación. En el caso español, la idea dominante de nación, hegemónica desde la victoria del bando sublevado tras la guerra civil, y articulada principalmente desde las derechas, presenta una serie de características: componente católico y tradicional, valores y costumbres conservadoras, contraposición a las tendencias progresistas, etc.
La segunda esfera, conformada por los partidos políticos, los sindicatos, las asociaciones culturales, etc., y catalogada como esfera semipública, bien reproduce la narrativa oficial, bien establece espacios de sociabilidad divergentes o contrapuestos al hegemónico (idea de nación progresista o regionalista, véase el F.C. Barcelona y el catalanismo). Y, por último, se encuentra la esfera privada, donde la familia o el grupo de amigos (es decir, lo más cotidiano) juega un papel preponderante. En este último espacio, dependiendo del caso, o se fortalece la idea oficial o se recrean identidades nacionales alternativas (por ejemplo, importancia de las “kuadrillas” en pueblos de Euskadi y el sentimiento nacional vasco).
Hay que tener presente que, como venimos perfilando, no existe una única idea de nación. Distintos actores pugnan en la arena política por afianzar sus respectivas interpretaciones y narrativas nacionales. Multiplicidad de proyectos nacionales convergen en la realidad y tratan de imponerse (desde sectores más progresistas, que en el caso español beberían de la Segunda República o de la constitución de 1812, hasta posturas más reaccionarias como la nacional-católica). En este sentido, y por ejemplificarlo, vemos cómo la corriente errejonista de Podemos pretende establecer un patriotismo popular contrapuesto a la idea nacional de las distintas derechas españolas. El si esto es posible, y más con unos símbolos (y una historia) tan cargados de significado, daría para otro artículo.
La impregnación del discurso nacionalista oficial y hegemónico en la totalidad de la sociedad favorece la perpetuación del statu quo, en la medida en que ancla y refuerza la armonización de clases. Impide al individuo adquirir conciencia de la situación material que vive y le rodea, de la posición que ocupa en el sistema estratificado contemporáneo, pues la identidad nacional exige máxima lealtad y compromiso político. Le hace creer que los intereses de las clases dominantes y/o dirigentes de su propio territorio son los mismos que los suyos, y que, por lo tanto, debe encuadrarse en la defensa de estos. De esta forma, aunque de manera inconsciente, quien asume el nacionalismo más puramente excluyente se está alineando con los sectores que le explotan, y a su vez, posicionándose en contra y enfrentándose con otras facciones de las clases populares.
En momento críticos, de mayor inestabilidad, de crisis económica y/o social, de cambios estructurales, sectores dominantes que ven tambalear su hegemonía (o tratan de arrebatarla), activan un discurso en clave nacional (diferenciador y dicotómico) que recoge los frutos del proceso de nacionalización permanente. No podemos olvidar que dentro de las clases dominantes también hay divisiones y disputas internas por lograr la dirección (convertirse en vanguardia), lo que en palabras de Mao serían contradicciones no antagónicas.
La identidad nacional, aunque dé la sensación de estar dormida, ha estado todo el tiempo latente (debido al proceso de nacionalización analizado previamente), y despierta (o resurge) cuando es activada con el tipo de narrativas comentadas. Un ejemplo cercano, que nos permite concretizar esto, lo encontramos en el partido político VOX. A través de la articulación de un relato político cuyo punto central es la identidad nacional movilizan a una parte considerable de la población. Y si llegasen a fusionar esta retórica nacional con un discurso antiestablishment y obrerista (no confundir con el de clase) podrían atraer a más espectros sociales. Tendencia, esta última, a la que han ido recurriendo diversos movimientos de extrema-derecha.
Y este culto a la nación y a sus símbolos, al cual hace referencia VOX en cada intervención, es uno de los factores que nos permite entender los 12 escaños logrados en las últimas elecciones andaluzas (factor que converge junto al ethos tradicionalista, el rechazo a la inmigración, el posicionamiento en contra de la independencia catalana, etc.). El contacto de la retórica de este partido con la identidad nacional oficial ya configurada y, como hemos analizado a lo largo del artículo, asentada en nuestra personalidad, es la que explica su aumento en apoyo en tan poco tiempo.
En otro orden de ideas, la identidad nacional emerge y se consolida en la modernidad, y es su tensión y contraposición con los aspectos inherentes a la posmodernidad (entendida como la lógica cultural del capitalismo tardío posterior a 1960-70) la que le aporta ese carácter de enorme atracción. Frente a aquellas características propias de la época posmoderna que nos rodea (instantaneidad, fragmentación del sujeto, personalidad fluida, dúctil y abierta, etc.) la integración de la nación en nuestra conformación de la identidad personal nos aporta solidez, arraigo, perspectiva y continuidad histórica, relato totalizante de la realidad, etc. Mientras que en la posmodernidad la historicidad se resiente (destacan la suma de presentes carentes de toda relación en el tiempo y la imposibilidad de experimentar la historia de un modo activo), la identidad nacional, como otras identidades colectivas (véase la de clase o religiosa), interpreta el presente a través del pasado y se proyecta hacia el futuro (aportando continuidad). Y, es posible, que esta hipótesis que lanzamos, sea otra de las aristas que explica la cada vez mayor importancia del nacionalismo.
Tener en cuenta lo comentado en párrafos precedentes no implica perder de vista (o rechazar) la perspectiva nacional. No se pueden olvidar las particularidades históricas del lugar en el que quiere disputarse el poder de cara a conquistar las estructuras políticas y económicas. Es necesario recordar y adoptar todos aquellos componentes históricos más populares que presentan un carácter progresista, porque la construcción del análisis histórico también es un elemento en disputa, utilizado en múltiples ocasiones para legitimar proyectos políticos.
En definitiva, frente a la radiografía perfilada a lo largo del texto sobre la identidad nacional, únicamente nos queda la insistencia en desentrañar y desenmascarar los posicionamientos chauvinistas. Es importante dejar claro que el nacionalismo en sus diversas formas reaccionarias actúa como cortina de humo de los choques interclasistas intentando no mostrar las desigualdades sociales e impidiendo a la gente adquirir conciencia de clase y de su realidad material. A todo esto, desde posiciones de izquierdas no debemos obviar la importancia que la identidad nacional presenta en la configuración de la personalidad de la población, y por ello, tenemos que estar abiertos al estudio, análisis y debate de la cuestión.