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El fin del amor

Artículo escrito por Javier Romero (@unromeroqueva)

Plantea Illouz al comienzo que la anomia, siguiendo la definición de Durkheim, ha sido entendida como la degradación de las relaciones sociales y la solidaridad social que toma la forma de aislamiento o falta de pertenencia “apropiada” a una comunidad, pero que en la actualidad, en cambio, observamos el aumento cuantitativo de las propias conexiones sociales, estimuladas por las redes sociales y demás tecnologías que acortan tiempo y espacio. Ello no es impedimento para que se produzcan situaciones de anomia, precisamente por la volatilidad de dichas relaciones, por la facilidad para romper las mismas. Eso es lo que la autora llama, intuitivamente, relaciones negativas; relaciones que están marcadas de forma clara por la espada de Damocles del abandono de las mismas.

En el libro, de gran minuciosidad y riqueza bibliográfica, se entremezclan temas y aproximaciones filosóficas y sociológicas, desde Hegel, Adorno o Fraser, pasando por Butler o Hochschild, hasta Bourdieu, Sennet o Giddens. También se incluyen multitud de referencias narrativas como las novelas de Michel Houllebecq o Sarah Dunn, además de revistas y foros de internet menos “académicos”. Por otro lado, se recogen muchos testimonios reales extraídos de entrevistas de la autora que vehiculan y ejemplifican la explicación de las nuevas formas de relacionarse sexoafectivamente (no diremos amorosamente). Como ella misma reconoce, dichos testimonios distan mucho de ser representativos, pero hemos de decir que aun así resulta algo obsceno ver sólo individuos de clases altas, cosmopolitas, miembros de la cultura híbrida desarraigada y transnacional que define Bauman en Vida líquida (Ed. Paidós): estudiantes de la Academia de las Artes, profesores universitarios, periodistas, diseñadoras gráficas en empresas de alta tecnología…El perfil se repite y es, además, manifiestamente occidental.

Plantea Illouz al comienzo que la anomia, siguiendo la definición de Durkheim, ha sido entendida como la degradación de las relaciones sociales y la solidaridad social que toma la forma de aislamiento o falta de pertenencia “apropiada” a una comunidad, pero que en la actualidad, en cambio, observamos el aumento cuantitativo de las propias conexiones sociales, estimuladas por las redes sociales y demás tecnologías que acortan tiempo y espacio. Ello no es impedimento para que se produzcan situaciones de anomia, precisamente por la volatilidad de dichas relaciones, por la facilidad para romper las mismas. Eso es lo que la autora llama, intuitivamente, relaciones negativas; relaciones que están marcadas de forma clara por la espada de Damocles del abandono de las mismas.

Por otro lado, resuenan los ecos de la pregunta sobre la cara oculta del progreso y los grandes ideales de la Ilustración que acompañó a los intelectuales de la Escuela de Frankfurt cuando la autora reflexiona sobre el concepto mismo de libertad humana. Illouz señala críticamente cómo esta se ha ligado desde la llegada de la modernidad tradicional (que culminaría en la liberación sexual del siglo XX) a la capacidad de elegir: Tener un yo moderno, o tardomoderno, equivale a ejercer la elección e incrementar la experiencia subjetiva de la elección. (p. 30) Así, si bien la afirmación de una voluntad que es capaz de elegir por sí misma contribuyó a derribar las viejas instituciones que, sin duda, tutelaban de forma paternalista la vida del ser humano (Iglesia, familia, comunidad opresiva como imposición de la tradición…), también ha significado que ella misma ha devenido institución, en forma de exhortación a la elección -entendiendo además que esta surge de una individualidad autónoma, independiente del mundo que la rodea- que, en el caso de la sexualidad, se ha erigido a lomos de la tecnología y la cultura de consumo.

Haciendo referencia a Axel Honneth, plantea que el reconocimiento del otro es imposible frente al tipo de relaciones actuales constituidas por “voluntades libres” que no se proyectan hacia el futuro y que separan un cuerpo espectacularizado y mercantilizado del resto de atributos de un “yo” que se ve desmoronado en este desdoblamiento. En resumen, los individuos serían reducidos a su valor orgásmico, entendiendo que en las relaciones sexoafectivas, como en tantas otras facetas de la vida, se han impuesto lógicas capitalistas que hacen que dichas interacciones sean gestionadas a través de mecanismos de mercado, precisamente porque es lo que acompaña “lógicamente” a la retórica de la libertad-como-elección, al igual que se asume el consumo como empoderamiento, como constatación y reafirmación de esta capacidad de elegir. Explicando que esto va más allá, que se remonta más en el tiempo del giro neoliberal de los ochenta o del propio capitalismo, plantea que La elección es un modo fundamental en que los sujetos modernos se relacionan con su entorno social y con su propio yo. (p. 33) Lo que vemos hoy en día, elección de sujetos-objetos sexuales en el mercado, sería la constatación funesta de una tendencia moderna, a la manera en que Adorno y Horkheimer veían barbarie en el futuro inmediato de la sociedad de consumo estadounidense de su tiempo.

La autora detalla pormenorizadamente la forma como el mercado entra en las relaciones humanas, en sustitución de las instituciones tradicionales que son erosionadas por el mismo. Por ejemplo, el cortejo prematrimonial en las parejas, que era un momento que se insertaba en una narrativa y una promesa de continuidad, es decir, de mantenimiento en el tiempo de la relación y que, por estar ritualizado, ofrecía seguridad a los actores que intervenían o eran afectados por él. Nombra al menos cuatro industrias que florecen al calor de la necesidad de buscar certezas cuando esos ritos caen y nos dejan a solas con nuestra capacidad de decidir ante un mundo volátil en el que la voluntad (¿inescrutable?) de las demás es percibida como amenaza a nuestros propios planes a futuro: la industria de los servicios terapéutico-farmacológicos (provistos en forma de terapia, sexología y fármacos); la segunda fue la industria de los juguetes sexuales como asistencia para un supuesto mejoramiento del desempeño sexual; la tercera fue el complejo industrial del cine y la publicidad, que proveyó una guía orientativa para los modales, la seducción, los comportamientos y las interacciones. La cuarta industria es la de la pornografía, cuyo uso de la sexualidad de los cuerpos desnudos de hombres y mujeres no podría ser más obvio. (p. 77)

Esto nos lleva a otra de las tesis fuertes del texto, que es la que defiende que, en un capitalismo que crea un valor económico formidable con la exhibición de cuerpos y la sexualidad, con su transformación en imágenes que circulan en distintos mercados […] lo económico y lo sexual se constituyen mutuamente sin solución de continuidad. (p. 160) Llama a esta formación económica “capitalismo escópico”, en referencia al célebre libro La sociedad del espectáculo de Guy Debord (Ed. Pre-textos) y plantea que también se da en él la extracción de plusvalía de una clase (las mujeres) por parte de otra (los hombres) mediante la conversión del cuerpo atractivo en una fuente de valor (p. 160). En la sociedad civil del capitalismo industrial, los hombres demandaban que el cuerpo de las mujeres se vendiera “solo” por las vías del matrimonio y la prostitución-plantea Illouz, citando a Carole Pateman (El contrato sexual, Ed. Antrophos)-En la estructura económica y social que organiza la sexualidad, el cuerpo femenino ya no está regulado por la familia y ha atravesado un proceso generalizado de mercantilización que lo hace circular en mercados que son al mismo tiempo económicos y sexuales, sexuales y matrimoniales. (p. 161) En general, la cultura de las relaciones negativas o de los encuentros casuales refuerza las posiciones de dominio de los hombres sobre las mujeres, que ahora se ejercerían en mercados en vez de en casa, por resumirlo visualmente.

La mercantilización se da a través de proceso de valoración y (d)evaluación que forman parte de la manera de “tomar la decisión” con respecto a aceptar o no una relación-cita o a una persona. En plataformas como Tinder este proceso se da de forma veloz, binaria y unilateral. Esto último implica que el individuo elige sin la mediación del reconocimiento de la otra persona, sin la experiencia relacional que se deriva del contacto con el otro, yendo en dirección contraria, por ejemplo, a la libertad hegeliana que se da en ese encuentro enriquecedor (para bien o para mal) con la alteridad. La evaluación, no obstante, no es exclusivamente “física”, sino que también se ve influida por la identificación de la otra persona con objetos o hábitos de consumo similares a los propios.

Volviendo a la problemática de la anomia que comentábamos al comienzo, esta se hace patente durante todo el libro en la forma de lo que se denomina “incertidumbre ontológica” que resulta de la dificultad para mantener en pie un sentido de la estima y la identidad que “se resista” a la disponibilidad para la mirada de los otros y a la apropiación sexual de los demás a través del sexo (p. 205). Frente a la mirada evaluativa que acompaña a una voluntad libre (de abandonar la relación), el individuo crea estrategias de reforzamiento interno, como podrían ser los manuales de autoayuda o incluso a través de la decisión de no exponerse a relaciones que le generen esa incertidumbre. Como lo explica Illouz, La libertad de abordar y abandonar las relaciones a voluntad crea condiciones de incertidumbre, que a su vez explican por qué la gente se desentiende pronto de las relaciones. (p. 216), resultando en una especie de espiral que orienta la acción de los individuos, a la larga: el famoso “No quiero nada serio porque ya me han hecho mucho daño”.

En definitiva, la propuesta de Eva Illouz es un estudio de las condiciones en las que se dan las relaciones en el capitalismo contemporáneo, cuestionando la raíz de los presupuestos culturales de las mismas, sin decantar necesariamente, esto es verdad, una propuesta concreta. Sin embargo, tomando el consejo de Kant, conviene valorar el poder constructivo de la crítica como desmantelamiento de artefactos epistemológicos y de verdad que no hacían sino cegarnos. Hay valor en el darse cuenta de que el camino que estamos siguiendo nos lleva a un destino peligroso.

Eva Illouz es profesora del Departamento de Sociología y Antropología en la Universidad de Jerusalén, aunque ha sido profesora visitante en Princeton y en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Ha escrito, entre otros, El consumo de la utopía romántica. El amor y las contradicciones culturales del capitalismo y La salvación del alma moderna. Terapia, emociones y la cultura de la autoayuda (Ed. Katz, ambos) y el libro del que aquí nos ocuparemos: El fin del amor. Una sociología de las relaciones negativas, también en Katz. Quedan claros, pues sus temas de estudio e interés.Eva Illouz es profesora del Departamento de Sociología y Antropología en la Universidad de Jerusalén, aunque ha sido profesora visitante en Princeton y en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Ha escrito, entre otros, El consumo de la utopía romántica. El amor y las contradicciones culturales del capitalismo y La salvación del alma moderna. Terapia, emociones y la cultura de la autoayuda (Ed. Katz, ambos) y el libro del que aquí nos hemos ocupado: El fin del amor. Una sociología de las relaciones negativas, también en Katz.

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