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Salud mental: colectivización de nuestros dolores

Artículo escrito por Pepe Del Amo (@Faulkneriano_)

En el presente artículo realizaremos un breve recorrido sobre la evolución del discurso médico en su categorización de los cuerpos vivos, especialmente desde la patologización de las disidencias sexuales y de género, con el propósito de problematizar sus prácticas y violencias en perspectiva histórica. Es decir, trataremos de desmontar la idea de un cientificismo ahistórico y universalista desde una aproximación teórica a la concepción foucaltiana de “biopolítica”.

Asimismo, abordaremos el debate de la salud mental en la actualidad planteando cómo se ha construido el marco de discusión y qué elementos nuevos ha introducido y dejado fuera. Todo ello, con el fin de señalar sus potencialidades, limitaciones y algunas de las estrategias existentes (y aún por descubrir), tanto organizativas como discursivas, para la colectivización de la salud mental.

Discurso médico, abyección y biopolítica: una primera aproximación

Pese al triunfalismo de determinadas posiciones cientificistas, muy apegadas al biologicismo social, el discurso médico, así como sus prácticas y legitimaciones, no son inmutables en tanto que se inscriben en un marco social y un modelo de acumulación histórico. La medicina, como el resto de formas de gobierno sobre los cuerpos, es parte y consecuencia de un régimen de acumulación; no se trata, por tanto, de una disciplina impermutable, ahistórica o ajena a nuestro juicio crítico. En términos foucaultianos: “la biopolítica es una tecnología propia del capitalismo y a la vez una condición para su desarrollo”[i]. Decimos, por tanto, que el desarrollo de la modernidad capitalista está inexorablemente relacionado (pues uno depende del otro) con los avances médicos en materia de sofisticación y mejoría de tratamientos y desarrollo farmacológico, sí; pero también con sus formas de control de la población a nivel demográfico y de sometimiento sobre determinados cuerpos (el ejemplo más claro es el estrógeno, aplicada por primera vez en 1946, es la molécula farmacéutica más utilizada de toda la historia de la humanidad para la popularmente conocida como píldora anticonceptiva o antibaby).

La prueba más evidente de esta maleabilidad la encontramos en cómo las ediciones del DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría; caso equiparable al resto de manuales y prácticas), han ido, en sus actualizaciones, patologizando y despatologizando determinadas conductas en función de las luchas históricas de determinados colectivos. En 1973, tras la aparición organizada de las primeras resistencias gays y lesbianas, se decidió excluir la homosexualidad como trastorno mental. En la cuarta edición de dicho manual, en 1980, se introdujo el Trastorno de Identidad de Género (TIG), asociado a las personas trans (algo que generó un debate inmenso y acalorado dentro del propio movimiento[ii]),. La OMS, en su último manual del año 2018, dejó de considerar la transexualidad como un trastorno mental para pasar a definirla como “incongruencia de género”. La academia psicoanalítica, de gran importancia terapéutica en otros países, sigue incluyendo en la mayoría de sus diagnósticos a las personas trans como “un enfermo mental, en mayor o menor grado, o como un “disfórico de genero” (…) habiendo sido incapaz de resolver correctamente un complejo de Edipo o una envidia del pene”[iii].

Atendiendo a esta diferencias de criterio sobre los cuerpos en función de las circunstancias históricas, decimos que el régimen de la diferencia sexual es “un sistema histórico de representación, un conjunto de discursos, de instituciones, de convenciones y de acuerdos culturales (ya sean simbólicos, religiosos, científicos, técnicos o comerciales) que permiten decidir a una sociedad determinada aquello que es verdadero y distinguirlo de lo falso. Una epistemología que determina un orden de lo visible y lo invisible (…), la diferencia entre lo que existe y lo que no existe”[iv]. En términos butlerianos, ciertas vidas se deshumanizan, se “desrealizan”, colocándolas fuera de los marcos de comprensión que nos permiten concebir una vida como humana; es decir, se produce “un reparto diferencial del duelo”, producto de cómo entendemos la norma y sus límites, que hace que algunas vidas sean “más vivibles y, en el caso de ser perdidas, más llorables que otras” [v].

Para entender qué relación existe entre estas categorías binarias (visible/invisible, existente/inexistente…) y la salud mental, conviene que nos detengamos más detenidamente en ellas y profundicemos en otros nuevos conceptos. Es aquí donde juega un papel trascendental entender qué definimos como norma y qué se encuentra fuera de ella, pues, como hemos visto, esta delimitación provoca importantes consecuencias sobre cómo entendemos los cuerpos, sus experiencias y las distintas formas de dominación (económicas, médicas, legales, administrativas, etc.) que se ejercen sobre los mismos. La diferencia entre lo visible y lo invisible en la esfera pública (no olvidemos, por ejemplo, cómo los espacios de socialización de gays, lesbianas o transexuales han estado siempre, y siguen estado, fuera del espacio público) se debe a un “marco cognitivo que establece las fronteras entre lo normal y lo patológico”[vi] (así como tantos otros binarismos incapaces de aprehender la compleja y multiforme experiencia humana como el de hombre-mujer, blanco-negro, cuerdo-loco…; en general siempre el Yo frente a la Alteridad), convirtiendo lo patológico en sinónimo de “monstruoso”, “inviable”, “discapacitado”, “mutante”[vii] y un largo etcétera.

Decimos, por tanto, que la norma necesita de un afuera constitutivo (“aquello que es excluido de la norma constituye los límites de lo normativo”, en términos de Derrida) que pasa a ser considerado como “abyecto”. Es constitutivo porque no existe nada fuera de la cultura (nada fuera del poder en la concepción de Foucault), pero sí es necesario para la construcción de la norma que provoca la dominación. A aquellos cuerpos o experiencias que se encuentran fuera de sus límites de lo inteligible, los considera como abyectos. Los definimos aquí como abyectos, pero conocemos perfectamente sus usos: “maricas”, “barriobajeros”, “bolleras”, “locas”…todos esos términos que encuentra el lenguaje para petrificar la norma.

En el caso que nos ocupa, aunque el resto de subalternidades se hayan construido en buena medida gracias a considerar el resto de cuerpos como “degenerados” físicos y mentales (recordemos las investigaciones de Antonio Vallejo Nájera y Juan José López Ibor sobre las “raíces psicofísicas del marxismo”, el comúnmente conocido como “gen rojo”), el binarismo suele ser sano-enfermo, cuerdo-loco. Y lo es así porque, como dice Susan Stryker, “la enfermedad es la condición que tradicionalmente legitima la intervención médica”[viii]; dicho en su reverso: si no hay enfermedad, no hay paciente, no hay trastorno, no hay tratamiento, no hay, en su defecto, violencia psiquiátrica. A las prácticas de asistencia sanitaria y gestión médica sobre los enfermos, Foucault las definió, dentro de su concepción del “biopoder” y su “estatalización de lo biológico” , como formas de anatomopolítica: “una tecnología disciplinaria que se ejerce sobre los cuerpos de los sujetos individuales”[ix].

Estas prácticas han sido, evidentemente, cambiantes durante la historia del capitalismo, pero lo han sido con especial protagonismo tecno-farmacológico en su última fase tardocapitalista o de capitalismo tardío. Conforme se han ido menguando los antiguos derechos del mundo del trabajo, el consumo de antidepresivos (así como el gasto estatal destinado a incrementar y sofisticar la técnicas de coerción y represión) se ha disparado. Es así como la medicalización, el Prozac, el Lexatin, se han convertido en una realidad cotidiana cada vez más habitual en nuestras vidas. Por nombrar algunos ejemplos. Antes de eso fue el Secobarbital, un barbitúrico con propiedades anestésicas, sedativas e hipnóticas que comienza a comercializarse para el tratamiento de la epilepsia o el insomnio. O los primeros antidepresivos en 1966 que intervienen directamente en la síntesis del neurotransmisor serotonina, y que conducirán, en 1987, a la concepción de la molécula de Fluoxetine, que después pasará a comercializarse bajo distintos nombres, uno de ellos Prozac. Más tarde, en 1996, laboratorios estadounidenses comenzarán a producir oxintomodulina, una hormona que provoca pérdida de peso y sentido de la saciedad. A principios del siglo XX, cuatro millones de niños serán tratados con Ritalina por hiperactividad y el llamado TDA (Trastorno por Déficit de Atención) y más de dos millones consumirán psicotrópicos destinados a controlar la depresión infantil[x]. En la actualidad, según la OMS, la depresión es la principal causa de incapacidad a nivel mundial y se calcula que afecta a unas 350 millones de personas en el mundo. En Estados Unidos, solo entre 1999 y 2014, el consumo de antidepresivo aumentó en un 65% (según datos del Centro de Control y Prevención de Enfermedades). A finales de los años 90, la farmacéutica Lilly, productora del Prozac, alcanzó su pico de facturación con 2.500 millones de dólares anuales.

Contexto actual del debate, marco de discusión

Si bien la cuestión de la salud mental comienza a ser un asunto cada vez más presente en la discusión mediática, conviene señalar algunos de sus antecedentes con el fin de entender por qué los términos del debate han cambiado y cuáles son estos nuevos elementos. Hace más de una década, tomando el ejemplo del movimiento Mad Pride nacido en los años 90 en Cánada, surgieron en España numerosas experiencias que trataban de articular la salud mental como una forma de lucha. En 2010, en el día de la salud mental, la asociación Hierbabuena convocó en Asturias la primera manifestación del país con dicho objetivo. 8 años después, el Orgullo Loco organizó manifestaciones por toda España, desde la autonomía organizativa a nivel local, con un lema compartido en todas las convocatorias: “El orgullo lo cura”.

Desde entonces, el movimiento se ha estructurado en dos sentidos fundamentales: por un lado, las condiciones a las que son sometidas las personas psiquiatrizadas (tales como los ingresos involuntarios, las contenciones mecánicas, la medicación forzosa, los aislamientos y la sobremedicación) y, por otro, las causas u orígenes sociales que inducen, con una fuerte crítica al biologicismo, a vivir estas condiciones, donde los sujetos pierden todo tipo autonomía y ejercicio de sus derechos (como dicen en su manifiesto del 2020, “las políticas de salud mental deberían abordar los desequilibrios de poder en lugar de los desequilibrios químicos”[xi]). Esta tensión, entre lo corporativo y lo universal, entre la lucha particularizada de un colectivo y la impugnación de todo un orden sistémico que genera estas manifestaciones, ha sido el principal eje de articulación política del movimiento.

Después del confinamiento decretado el día 13 de marzo, la cuestión de la salud mental ha tomado un camino discursivo, con un impacto mediático hasta entonces no visto, distinto a algunas líneas de confrontación planteadas por los movimientos anteriormente nombrados. Lo ha hecho principalmente en dos direcciones. En primer lugar, una propuesta discursiva tendente a desprejuiciar la cuestión desde un relato personal y, en segundo lugar, la exigencia de cierto solucionismo tecnocrático (sumada a estas dos, pero con menor impacto, ha emergido también un discurso de los cuidados vaciado de sentido político). La primera de ellas, ha tratado de desmontar algunos de los estigmas y culpas que aun hoy pesan sobre las personas que los sufren, principalmente episodios de ansiedad y depresivos, desde el testimonio vivencial. El grado de repercusión de estos testimonios ha dependido, en buena medida, de la posición social que ostentaban las personas que, muy valientemente, han contado públicamente su caso. Algo que da cuenta de cómo, en la mayoría de ocasiones, todo orden de dominación simbólico se subvierte en los términos que produce y, al mismo tiempo, incumple; es decir, que la dominación se quiebra en la medida que infringe las propias demandas y deseos que genera. La segunda de las estrategias, muy relacionada con la mediatización de las demandas y su inclusión por parte de determinados agentes político-institucionales, tiene que ver con la reivindicación de recursos públicos orientados a un tratamiento terapéutico que se haga universal y accesible para todas las personas; una cierta “democratización” vía servicios de la salud mental.

Si bien muchos de los elementos que plantean estas dos perspectivas son imprescindibles, conviene señalar algunos de los peligros que entrañan. Todo relato personal que omita los causantes sociales de determinados sufrimientos opera bajo los marcos de lo que Mark Fisher definió como “privatización del estrés[xii]”. Esta propuesta, en muchas ocasiones vinculada a un discurso del éxito (del si quieres, puedes) se ancla en la creencia del voluntarismo mágico, “la noción de que con la ayuda experta de tu consejero o terapeuta, puedes cambiar el mundo, porque el mundo es cosa tuya en última instancia, para que ya no te provoque estrés”; pero “deja en las sombras algunas de las raíces sociales de la infelicidad, tales como el individualismo competitivo y la desigualdad en la redistribución del ingreso”.  La idea no es, o no debería ser, yo me salvo, se puede salir y ahora me he recuperado (pues eso depende en gran medida del acceso material a determinados recursos), sino o nos salvamos todas, o no se salva ninguna. Es esta, realmente, la contraposición a la privatización del estrés en pos de una colectivización de la salud mental que señale las causas sistémicas de tales experiencias.

Al mismo tiempo, el solucionismo tecnocrático, si bien posee un potencial político innegable en la medida que un problema social se convierte en una prioridad pública (y ataja de una vez por todas la privación al acceso terapéutico) corre dos riesgos de importancia trascendental.  Por un lado, vaciarse de significado si no se cuestionan, de nuevo, las causas sistémicas que propician un reparto desigual de la salud mental. Y, por otro, como se produce en la actualidad, aumentar el número de personas que se ven sometidas a técnicas de violencia psiquiátrica donde la sobremedicalización es el primer paso para la cronificación. Toda reforma pública del sistema de salud mental es insuficiente (incluso más peligrosa en la medida que afecta a más cuerpos) sin un cuestionamiento de las prácticas médico-psiquiátricas y el impulso de medidas preventivas.

De lo particular a lo universal

Muchas de las demandas que hoy entendemos como exigibles o prioritarias, si no todas, han experimentado un proceso de articulación política que antes no estaba dado: la politización es un ejercicio de construcción de sentido concreto que problematiza lo que se encontraba naturalizado previamente. En palabras de Fisher, “ninguna posición ideológica puede ser realmente exitosa si no se la naturaliza”; “la politización requiere de un agente externo que transforme en un terreno de batalla, lo que se da por descontado[xiii]”.  Es así como, dependiendo del éxito que tengan, muchas de las luchas estratégicas o particularizadas se transforman en demandas “universalistas”; es decir, que las reivindicaciones de un colectivo superan sus propios límites y se convierten en reivindicaciones del conjunto o de una buena parte de la sociedad. Incluso, pueden llegar a generar una solidaridad de demandas dispersas que se agrupen en torno a una única, entendiendo esta como la articuladora del resto.

Exponiendo brevemente un ejemplo práctico español, si bien los desahucios son parte de una realidad aterradora (la última expresión de la violencia de la acumulación por desposesión[xiv]) no son, ni mucho menos, una experiencia que afecte a la mayoría social. De hecho, antes de que surgiese el movimiento por la vivienda (con la Plataforma de Afectados y Afectadas por la Hipoteca como principal actor), los desahucios se producían diariamente de forma clandestina, sin ningún tipo de indignación o de protesta que los cuestionase. Fue a partir del desarrollo de este movimiento cuando los desahucios se convirtieron, en buena medida, en una realidad abominable para el conjunto de la sociedad (ni incluso las posiciones más reaccionarias son capaces de justificarlos explícitamente, como sí hacen con otras cuestiones). No todo el mundo los vivía, ni siquiera estaba cerca de hacerlo, pero sí consideraban que les interpelaba de alguna manera, que afectaba a su sentido de la justicia[xv].

En el caso de la salud mental, el escenario es distinto. Como hemos señalado anteriormente, los límites potenciales de la colectivización de la salud mental no se circunscriben exclusivamente a un ámbito económico-corporativo[xvi] o de particulares; sino que, en su propia raíz, se encuentran muchos de los elementos que pueden ser leídos, dependiendo de su articulación, en clave universalista. Es decir, que la cuestión de la salud mental posee una serie de demandas atribuibles a un colectivo concreto (las personas psiquiatrizadas), pero también incluye demandas universalistas en la medida en que señala las causas sistémicas que provocan este tipo de situaciones y, ante las cuales, la gran mayoría no puede escapar.

Es por eso que decimos que la salud mental, o el concepto genérico de salud, posee importantes potencialidades más allá de los propios límites que han codificado esta lucha. Porque hablar de salud mental es hablar de cómo vivimos: de si tenemos acceso o no a la vivienda, de cómo son nuestras casas, de si tenemos o no trabajo, de cuáles son las condiciones de nuestros trabajos, de si podemos cuidar o no, de cómo nos cuidamos, de cómo concebimos nuestros cuerpos y nuestra sexualidad y cómo se nos trata por ello; de todas esas cuestiones que la ideología dominante petrifica, hace pasar como naturales, en sus distintas formas de dominación sobre los cuerpos vivos.

Estrategias discursivas y organizativas para la colectivización de la salud mental

Una de las estrategias que, previsiblemente, tomarán las principales fuerzas dominantes, será justo la contraria: estrechar los límites, discursivos y de acción, de la salud mental para circunscribir sus reivindicaciones a las de un colectivo minoritario de personas, abriendo así la posibilidad de un solucionismo tecnocrático en forma de política pública. Esta ha sido la estrategia neoliberal para la disgregación de las luchas colectivas, cercar su potencialidad emancipatoria, no la pretensión de los movimientos que, como dice Butler, a pesar de dar vida y problematizar las prácticas de la izquierda, han sido acusados de dividirla por determinados sectores anclados en la derrota y la “ideología de la nostalgia”.[xvii]

Si, como hemos tratado anteriormente de forma sucinta, la abyección es el afuera constitutivo de la norma hegemónica, esta misma, por el proceso de iterabilidad[xviii] (de repetición incompleta), se puede reformular en términos positivos o aglutinadores contra el sentido que la propia norma quiso petrificar. Es decir, las categorías (y discursos en su sentido más amplio) que excluían a determinadas personas (tales como maricas, bolleras, queer o locas), pueden ser útiles para subvertir la norma que antes las dejaba fuera, considerándolas como abyectas.

Esta estrategia, que ha sido utilizada a semejanza de las luchas LGTBI por parte del Orgullo Loco, se ha revelado como una herramienta útil para la confrontación discursiva y simbólica (recientemente se produjo una experiencia parecida con la campaña #YoTambiénVoyAlMédico [xix]). Pero, de nuevo, corre el riesgo de particularizar las demandas si no se dibuja un itinerario compartido, un mapa de antagonismos entre los sujetos y las causas sistémicas que los someten, ya sean o no personificadas, que provocan la vivencia de estas realidades. De señalar únicamente lo ignominioso del estigma y no los mecanismos de poder que lo configuran y lo hacen carne.

Experiencias como los GAM (Grupos de Apoyo Mutuo) han sido enormemente interesantes para el ejercicio de esta articulación organizativa contra la “privatización del estrés”. Como bien decía Fisher, “basta con que dos o más personas se reúnan para poder comenzar a colectivizar las tensiones que el capitalismo generalmente privatiza. Los remordimientos personales se disuelven cuando sus causas estructurales son identificadas colectivamente”[xx]. De esa constatación, nacen este tipo de experiencias donde personas que experimentan o han experimentado cualquier tipo de sufrimiento psicosocial, se organizan y encuentran de forma asamblearia, sin la tutela ni la supervisión de profesionales médicos ni ninguna figura de autoridad. El propio desarrollo de estos grupos ha supuesto que muchas de las experiencias relacionadas con la salud mental sean inexplicables para estas personas sin una perspectiva de género, clase y raza que las atraviesa[xxi].

Cierre

Este artículo tiene como objetivo servir de iniciación para aquellas personas que hayan empezado a preocuparse por la salud mental a raíz del sufrimiento personal, del sufrimiento visto en otras personas o por mera preocupación social. Pese a su extensión, ha pretendido ser lo más accesible sin perder el rigor (siempre en peligro por el lugar en el que se escribe) de determinados conceptos teóricos importantes, o simplemente útiles, para poder abordar la cuestión. Como ya se ha dicho anteriormente, no pretende emitir un juicio categórico sobre si una estrategia es “buena” o “mala”, sino trata de problematizar las ya existentes y llevarlas hasta lugares que hoy son imposibles desde los límites que la codifican. Esa tarea colectiva, que no tiene comienzo ni final, es el camino que vayamos construyendo en común.

Notas y bibliografía


[i] Foucalt, Michel (1979). Nacimiento de la biopolítica: Curso del Collège de France (1978-1979).

[ii] La inclusión del Trastorno de Identidad de Género (TIG), basado en las experiencias de Harry Benjamin (endocrino precursor de las técnicas de “reasignación de género” y autor del importantísimo The Transsexual Phenomenon), abrió una acalorada discusión entre los distintos sectores de la comunidad trans. Por un lado, se defendía que etiquetar la percepción de género como enfermedad o trastorno, y la pronta medicalización para llevar a cabo el cambio, reforzaba la patologización del colectivo. Y, por otro, se aceptaba dicha inclusión ya que, gracias a considerarla como una enfermedad o trastorno, se abría la posibilidad al cambio de género, mediante intervenciones médicas, que a mucha personas le había sido negado.  

[iii] iv Preciado, Paul B. (2020). Yo soy el monstruo que os habla. Informe para una academia de psicoanalistas. Barcelona: Anagrama.

[v] Butler, Judith (2020). Sin miedo. Barcelona: Taurus. En relación a la obra de Butler, y para toda aquella persona que haya frecuentado o no sus textos, recomendamos el libro de Mónica Cano Abadía Judith Butler. Performatividad y vulnerabilidad (2021) de la editorial Shackleton books, para una primera lectura más accesible a los postulados teóricos y estrategias identitarias que plantea la autora, a veces de tortuosa lectura original.

[vi] Preciado, Paul B. (2019). Un apartamento en Urano. Crónicas del cruce. Barcelona: Anagrama.

[vii] Tal y como dijo Lidia Falcón, presidenta del Partido Feminista, en una reciente entrevista: “el ‘lobby trans’ es una secta mutante”.

[viii] Stryker, Susan (2017). Historia de lo trans. Madrid: Continta Me Tienes.

[ix] Para más una primera lectura sobre la cuestión, recomendamos SALINAS  ARAYA,  Adán.  «Biopolítica.  Sinopsis de  un  concepto».  HYBRIS.  Revista  de Filosofía,  Vol.  6 N°  2.  ISSN 0718-8382,  Noviembre 2015,  pp.  101-137.

[x] Datos extraídos del clásico libro Testo yonki. Sexo, drogas y biopolítica de Paul B. Preciado (2008) reeditado por Anagrama.

[xi] Véase el vídeo manifiesto en: https://youtu.be/XmMwL9G_X98

[xii] [xii] Fisher, Mark (2016). Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?. Buenos Aires: Caja Negra.

[xiv] Para mayor información al respecto del modelo de acumulación por desposesión leáse: Harvey, David (2004). El nuevo imperialismo. Madrid: Akal y Harvey, David (2013). Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución urbana. Madrid: Akal.

[xv] Por señalar otro breve ejemplo, con especial cariño, léase en el libro Mujeres, editado por Siglo XXI, de Eduardo Galeano (1995), la historia titulada Cinco mujeres sobre cómo empezó la revolución contra la dictadura militar boliviana: “El enemigo principal, ¿cuál es ?¿La dictadura militar ?¿La burguesía boliviana ?¿El imperialismo ? No, compañeros. Yo quiero decirles estito : nuestro enemigo principal es el miedo. Lo tenemos adentro.”

[xvi] Como interés tardío en la obra de Gramsci, en su última etapa, cuando trata de clarificar su concepción de lo político como esfera autónoma no predeterminada por el resto (en general, la infraestructura económica y por contraposición al marxismo más economicista o mecanicista), define lo económico-corporativo como los intereses o demandas de un grupo concreto. En su estudio de la experiencia revolucionaria soviética, trata de entender cómo los intereses de un grupo minoritario (como lo era la clase obrera en la Rusia zarista desindustrializada) pasan a ser intereses que el resto de sectores defiende como propios (ejemplo, la clase campesina o el propio ejército ruso). Es ahí donde llega a su famosa concepción de “hegemonía” y “bloque histórico”. Para una primera aproximación, recomendamos el paper “Gramsci y el concepto de bloque histórico” de Carlos Emilio Betancourt; y, para una lectura en mayor profundidad, la Antología de Manuel Sacristán (Akal) o César Rendueles (Alianza Editorial) con textos seleccionados del propio autor.

[xvii] El libro que recopila la famosa controversia entre Butler y Fraser con artículos cruzados en la New Left Review en el año 1997. Butler, Judith; Fraser, Nancy (2016). ¿Reconocimiento o redistribución? Un debate entre marxismo y feminismo. Madrid: Traficantes de sueños. Sobre qué definimos como “ideología de la nostalgia”, véase el podcast de Café Marx titulado La jerga de la posmodernidad. Ecos de una derrota #HerriUni.

[xviii] Para un estudio más pormenorizado del concepto, léase: Derrida, Jacques (1998). Márgenes de la filosofía. Madrid: Cátedra o Butler, Judith (2007). El género en disputa. Barcelona: Paidós Studio 168.

[xix] La campaña surgió a raíz de que un diputado del Partido Popular, en pleno discurso sobre la salud mental de Iñigo Errejón en el hemiciclo, gritase: “Vete al médico”. Y sirvió para que, algunas personas, tratasen de desmontar el prejuicio sobre acudir a servicios de asistencia terapéutica desde su experiencia personal.

[xx] Fisher, Mark (2018). Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos. Buenos Aires: Caja Negra.

[xxi] Para más información sobre este tipo de grupos y sus dinámicas, véase el documental, de libre acceso en la plataforma Vimeo, Estado del malestar de María Ruido.

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