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El orgullo no basta: identidades LGBTIQ, obrerismo y comunismo

Escrito por Lucía Díaz Roces (@lucidiazroces en Twitter), estudiante de Filología Hispánica en la Universidad de Oviedo.

Resumen: Análisis sobre la marginalidad, crítica al orgullo (obrero y LGTB) y a las tendencias reaccionarias dentro de la izquierda y apología de la identidad como parte del proceso transitorio de toma de conciencia de clase que ha de desembocar en la necesidad de su desaparición. 

“La izquierda ha llegado a representar una política que busca proteger una serie de libertades y derechos que no confrontan ni las dominaciones contenidas en ellos ni tampoco su valor limitado en las configuraciones contemporáneas del capitalismo. Y cuando este tradicionalismo va de la mano con una pérdida de fe (…) en la visión emancipatoria fundamental para el desafío socialista al modo de producción capitalista, (…) lo que surge es una izquierda que opera sin una crítica profunda y radical del status quo, y sin una alternativa atractiva al orden de cosas existente” [1]. De este modo diagnostica Wendy Brown la “melancolía de izquierdas” que nos es ya tan tristemente familiar; remite a la cobardía de un movimiento socialdemócrata que, frente al avance del fascismo, se repliega hacia las estructuras de las que este surge y se alimenta, escudándose con papeles mojados que una vez tras otra han probado ser insuficientes para garantizarnos siquiera unas condiciones aceptables en las que transitar la existencia en el capitalismo, menos aún el fin de la opresión causada por este. Sumada a la melancolía, o tal vez precisamente debido a ella, encontramos una tendencia a la martirización, al regocijo en la certeza de la injusticia padecida y a la romantización de la miseria y de las comunidades que se generan para soportarla. El barrio, las facturas y las derrotas diarias nos permiten reconocernos como miembros de una misma clase y nos definen, desde luego; pero las penurias, aún compartidas, sin un proyecto futuro de mejora colectiva, un diálogo crítico e informado y un reparto de responsabilidades y deberes, no son más que eso, penurias compartidas. Esto es lo que diferencia la conciencia de clase de un “orgullo” vacío que no beneficia más que a la burguesía, en tanto que hace del obrerismo una identidad irrenunciable y no una condición histórica a trascender. No hemos venido a este mundo a trabajar para vivir y a vivir para trabajar. No tenemos por qué enorgullecernos de los momentos perdidos junto a los hijos para ponerles comida sobre la mesa; de comer las sobras de las sobras; de las horas extra sin cobrar; de haber permanecido junto a nuestro maltratador a falta de otro sitio a donde ir; de los temores no comunicados sobre un futuro cada vez más incierto; de que nuestras amistades, forzadas a convertirse en los últimos baluartes donde resistir los envites de un mundo que desprecia los cuidados y la fragilidad, se vean derruidos por la necesidad de seguir produciendo para que otros lo disfruten. Tampoco, ni mucho menos, ha de ser nada de esto motivo de vergüenza (son al fin y al cabo estrategias que desarrollamos para resistir al sistema y para dotar dicha resistencia de sentido), sino de hartazgo e indignación: por ser oprimidos, por tener que serlo de forma “respetable” a ojos de la  moral burguesa y para colmo, por tener que encontrar maneras de embellecer en estas vivencias cuando precisamente los breves destellos de cariño y solidaridad que somos capaces de atisbar aun en las etapas más oscuras de la existencia bajo el capitalismo constituyen la prueba de que hay algo por lo que luchar, un futuro que construir, placeres por ser sentidos a los que aún no tenemos acceso porque no nos lo permiten (y que se nos escapan). Como bien señala Holly Lewis en La política de todes [2], “la revolución es el proceso que destruye las relaciones sociales antiguas, y la solidaridad es el embrión de las nuevas relaciones que están contenidas en ella”. Es decir, que el afecto no puede ser un medio para prolongar el aguante sino que ha de ser enarbolado como arma revolucionaria: la fuerza oposicional de un proletariado consciente de si mismo contra la clase dominante, marchando no hacia la nada de la no-existencia, sino la de lo-todavía-por-existir, que conlleva necesariamente su propia destrucción al haber desaparecido, al fin, la sociedad de clases que la hizo posible. No podemos estar orgullosos de nuestras cadenas si de verdad queremos dejarlas atrás. 

En esta necesidad de autopercepción de la clase obrera como producto transitorio de la sociedad material de la que emerge es necesario hablar de las identidades LGTBIQ, más todavía dada la tendencia reaccionaria que encontramos en determinados sectores de la autodenominada izquierda. Es cierto que la mera condición de ser queer no hace un sujeto revolucionario: tampoco la de ser obrero. Hacer antagónicos lo queer y lo revolucionario implica ya no solo el no reconocimiento de la heterogeneidad del proletariado, sino también del modo en que la acumulación primitiva supuso también una de divisiones y jerarquías (basadas en el género, la edad y la raza) en el seno de la clase trabajadora [3], impuestas, reforzadas y reproducidas por la institución de la familia nuclear monógama. Dado el carácter soluble del resto de relaciones presentadas este presente neoliberal del desafecto y la indiferencia, las relaciones de interdependencia (que persisten una vez derrumbada la presunción de autosuficiencia económica) generadas en el seno de la esta institución son difícilmente renunciables: ante estos temores, no del todo infundados, cabe señalar varias cosas. De la misma forma en que la (necesarísima) crítica al amor romántico no aboga por el fin de la ternura, sino precisamente por su ejercicio basado en la horizontalidad del afecto, la llamada comunista a abolir la familia no tiene que ver con poner fin al amor entre parientes, contrariamente a esto, lo que se busca es la extensión de estas redes de amor y responsabilidad a la comunidad. Nadie tendrá que permanecer junto a quien no le hace bien por falta del alternativas, y puesto que serán productos de la voluntad y no de la desesperación, los lazos se verán robustecidos. Por otro lado, hace décadas que el propio capitalismo en desarrollo liquidó el modo en que la familia fue ideada (basándose en el sexismo oposicional, universalizado a través del proceso de colonización y toda la violencia que esta conllevó y que continúa a día de hoy) para dar paso a su función verdadera: la de mantener el control de la propiedad privada en manos de unos pocos, fuera del alcance del conjunto de la sociedad. En este sentido las familias encontradas formadas por disidentes queer y obreras forzadas al exilio de la institución familiar, demuestran en primer lugar que son posibles formas de comunidad más allá de la misma (como lo fueron antes, como volverán a serlo) y formas de reproducción basadas en la solidaridad de clase y no en la (re)producción de plusvalía. Aun con todo, estas solo han servido (hasta el momento) como vía para soportar el sistema, no para derrocarlo, a falta de un proyecto común. Y parte de la culpa la tiene la asimilación de la propaganda burguesa por parte del proletariado, que lo divide y lo reduce: es tarea del colectivo LGTBIQ comprender la dimensión política de su existencia y el hecho de que solo la abolición del sistema de producción capitalista supondrá su liberación, sí; como lo es también del conjunto del proletariado, unido y cooperando, hacia una revolución que resolverá sus contradicciones internas.  Sin embargo, para asegurarnos un futuro comunista, un horizonte hacia el que caminar, es necesario tener claro hacia dónde nos dirigimos. 

Fue Marx quien afirmó que el ser social determina la conciencia, queriendo decir con ello que son las relaciones establecidas en  el proceso material de producción (la base) las que determinan nuestra propia percepción de nosotros mismos dentro de la misma. La necesidad de reconocernos es fundamental, en la medida en que solo a través de esta podemos tomar conciencia de nuestra opresión y trazar un horizonte para nuestra liberación, precisamente, de dichas relaciones. En este proceso orgullo desempeña una función (estacionaria) de colectivización del dolor, la generalización más allá de la especificidad de los eventos concretos de la experiencia de cada individuo (por ello es necesaria, por otra parte, la crítica al impulso de crear más y más categorías de identidad, que solo puede entenderse como un proyecto político liberador si entendemos el proyecto de colocar a las personas en categorías de identidad sobre la base del género y la sexualidad como un acto políticamente liberador en primer lugar) [4]  Cada quién experimenta en mayor o menor grado, en función del momento y la localización geográfica, sus opresiones de un modo u otro, pero precisamente porque estas tienen un origen común, podemos diseñar las estrategias para asaltarlo: “la clase social no es solo un vector más de opresión, sino la mistificación de todas las relaciones sociales puestas al servicio de la plusvalía”. [5] Hablar del género en términos materialistas supone, a grandes rasgos, entenderlo como constructo social generado por la base material de la sociedad capitalista, una característica de la superestructura que es impuesto, reforzado y reproducido en espacios públicos y privados a través de la familia, la violencia sexual, el mercado laboral y por supuesto, la familia. Afirmar que hablar de género, de raza o de sexualidad es reaccionario o idealista simplemente porque “refiere a una relación no corpórea” supone varias cosas. Primero, ignorar completamente la relación entre base y superestructura. Segundo, y a consecuencia de esto mismo, hacer lo propio con la forma en la que el género, inscrito sobre la base del sexo biológico (que no es una realidad invariable, siendo la mutilación de los bebés intersex la prueba más flagrante, aunque no la única), genera unas consecuencias materiales que dividen al mundo en el absoluto y la otredad necesaria para sostener la economía capitalista. Por último, esta afirmación lleva implícita una desvirtualización absoluta de los conceptos marxistas, que remite más al materialismo mecanicista que al dialéctico e histórico en tanto que constituye una negación de la realidad dinámica de la materia, que “no es únicamente tosco movimiento mecánico, mero cambio de lugar; es calor y luz, tensión eléctrica y magnética, combinación química y disociación, vida y, finalmente, conciencia” [6]. El rechazo a considerar a las personas queer como parte de la clase obrera (aun cuando  estas lo son por su condición socioeconómica) demuestra también una concepción presentista e inmutable del género, que presenta problemas a la hora de imaginar cómo será un mundo posterior a la globalización capitalista[7]: no se trata de que no podamos cuestionar la identidad como concepto, sino de plantear por qué unas si y otras no. El amor, el deseo, el polimorfismo y la transexualidad de la experiencia humana han existido (y seguirán existiendo, le pese a quien le pese, mientras lo hagamos nosotros); lo que no ha existido siempre es la categorización de estas condiciones como otredad marginal. No hay que defender la existencia de las personas queer desde el bienintencionado pero inocuo “born this way” y lapresunta inevitabilidad, que extiende anacrónicamente el conjunto de relaciones sociales previas al capitalismo a todas las sociedades y supone caer en esencialismos reaccionarios, sino desde la existenciamisma de una identidad como deseo infligido políticamente: es decir, como contradicción de todo el entramado de relaciones sociopolíticas del sistema capitalista. No justificaremos nuestra disidencia más que por la necesidad que nos empuja a ella: la cuestión no es integrarnos en la sociedad de clases y que nos acepte, sino desintegrarla y con ella los parámetros que nos hacían inaceptables.  No solo las LGBTIQ, sino todas las identidades que damos por sentadas (hombre y mujeres, blanquitud y negritud) no pueden entenderse desligadas del modo de producción capitalista, en tanto que son su causa y origen. Naturalizarlas trae consigo la legitimación del argumentario de nuestros opresores para llevar a cabo la violencia que refuerza la normatividad: la potencialidad revolucionaria (y de nuevo, necesariamente transitoria) de lo queer es la de poner de manifiesto el carácter socialmente construido de todo aquello que se nos presenta como eterno; y la promesa de recuperación de nuestra corporalidad, el  acto sexual y la expresión estética de nuestra individualidad como algo más que espacios institucionalizados de reproducción social o biológica, sino como fuentes de placer en sí mismos: placer del que solo podremos gozar en su plenitud (como todas las demás alegrías de la vida) libres del yugo del capital.  

Pese a esto habrá quien siga señalando a nuestros camaradas queer como idealistas y traidores a la clase obrera. En el mejor de los casos, nos encontramos ante un conjunto de individuos que no han comprendido algunos de los aspectos más esenciales del marxismo del que se proclaman defensores a ultranza; en el peor, ante un ídem que se niega a hacerlo, y que lleva a cabo un ejercicio de oportunismo descarado que reviste con la legitimidad de nuestro proyecto común de revolución social las viejas y manidas estructuras que este aspira precisamente a demoler. En cualquiera de ellos, podemos decir que somos compañeros de yugo, pero no de lucha. No del todo. Quienquiera que se haga llamar marxista sin la disposición de destruir la sociedad burguesa, y con ella los beneficios que esta le procurase, no es otra cosa que un lobo con piel de cordero. Y como dijo Rosa Luxemburgo “la lealtad me impide correr con nadie dispuesto a hacer la carrera de espaldas a la meta[8]. A quien llaman creación de la izquierda posmo se ha pasado la infancia pidiendo en navidades no juguetes sino alivios, enlazando en la adultez miseria tras miseria, y teniendo que soportar, en adición a esto, el desprecio de sus supuestos camaradas: ¿qué hay más reaccionario que, aun siendo aplastados por la misma bota, coger aliento no para darlo al otro sino para llamarlo maricón? ¿Traiciona uno a la clase obrera al hormonarse, o al reír las gracias al fascismo añorando un pasado que nunca fue?  ¿Cómo va a trascender sus limitaciones quien no es, ni quiere ser, consciente de ellas?

El capitalismo hace de nuestras existencias momentos fragmentados sin un hilo biográfico de fondo; de la historia, solo el momento presente, que se extiende presuntamente ad eternum, un relato del que ya conocemos su fin inalterable. Pero no ha sido siempre así, no tiene por qué serlo, y en consecuencia, no lo será. El problema no es el arcoíris (es decir, la heterogeneidad de la experiencia humana), sino su compartimentalización para beneficio del capital. La renuncia a todos los beneficios obtenidos del estado previo de las cosas en pos de un mundo nuevo, más justo, y mejor para la mayoría no se trata (solo) de deconstruir nuestros roles de género, sino de reconstruirnos como seres humanos completos, desprendernos de todas las cadenas que nos mantenían unidos al sistema que nos oprimía. Será una revolución disruptiva, perturbadora e incómoda: es la única manera. De otro modo, solamente tendremos la complacencia de estar teóricamente en el lado correcto de la historia, pero no el valor de tomar las medidas para aplicar estos conocimientos y que estos desplieguen su potencialidad revolucionaria. No la deelegir en qué molde encajarnos, la de romperlos todos: esa es la verdadera libertad, una que no puede venderse, tampoco comprarse. Si de verdad la queremos, habremos de conquistarla unidos. Y esto solo puede lograrse llevando a término la amenaza que supone para el capitalismo la mera existencia del arcoíris humano. El orgullo no basta.


[1] Brown, W. (1999). Resisting left melancholy. Boundary 2, 26(3), 19-27. 

[2] Lewis, H. (2016). The politics of everybody: Feminism, queer theory, and marxism at the intersection. Bloomsbury Publishing. 

[3] Federici, S. (2016). Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Editorial Abya-Yala. 

[4] Escalante, A. (2018). Beyond Negativity: What Comes After Gender Nihilism?. The Anarchist Library.

[5] Lewis, H. (2016). Ibid

[6] Engels, F. (2018). Dialéctica de la naturaleza.

[7] Gabriel, K. (2020). Gender as Accumulation Strategy. Invert Journal, (1). 

[8] Luxemburgo, R. (2015). Reforma o revolución (Vol. 304). Ediciones Akal. 

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