Mario Aguiriano (@AguirianoMario)
La propuesta política de Marx es esencialmente la emancipación del proletariado, y con ello la emancipación de la sociedad. Si el comunismo es un movimiento real es porque es el movimiento de esa emancipación. Pero la emancipación del proletariado solo puede ser su autoemancipación: solo puede ser obra de los y las trabajadores mismos. La forma política de esta última es lo que Marx llama “la asociación”. La asociación es la negación de la competencia. Esto es lo que iré elaborando a lo largo de la charla.
Por empezar resumiendo el tema en un par de puntos centrales: el proyecto político de Marx, como he dicho, es la auto-emancipación del proletariado, cuya forma es la asociación. Este proyecto pasa por la revolución política, esto, es, la toma del poder político por parte del proletariado organizado, pero la revolución política es solo un momento, o una “parte” de algo más amplio — la revolución social: la transformación revolucionaria de las relaciones de producción, que abole las clases al someter la producción al control consciente y colectivo de la asociación de productores libres.
A la hora de buscar “la propuesta política de Marx” el primer error que hay que evitar es el de creer que esta se encontraría únicamente en sus escritos sobre acontecimientos políticos concretos, relegando El Capital al estatus de un “tratado de economía”. Pero El Capital, como sabemos, no es un tratado de economía, por muy crítica que esta se crea, sino una crítica de la economía política, una teoría revolucionaria de la sociedad burguesa. Y esto es fundamental: la crítica de Marx ya contiene la propuesta política, ya contiene su proyecto. Si la crítica es realmente crítica, si se lleva realmente hasta el final, ya contiene la propuesta, que es una formulación que le debo a Ani Pérez. La comprensión vulgar de lo que es la crítica nos ciega ante esto, y separa dogmáticamente crítica y propuesta, en lo que supone un abandono efectivo de la idea de una unidad de teoría y praxis. La crítica de la economía política (que, por cierto, no se agota en Marx, sino que es el nombre de la tarea que, como comunistas, tenemos entre manos) no es una teoría contemplativa. Es, en tanto que crítica práctica, la organización concreta de la acción revolucionaria.
Si El Capital ha podido ser leído como un “tratado de economía” es porque contiene escasas referencias a la “política” en el sentido que la teoría burguesa entiende esta. No encontraremos en El Capital un manual de instrucciones del buen revolucionario, consignas específicas sobre cómo actuar con respecto a, pongamos, el parlamentarismo, o una exposición detallada de las características de la futura sociedad comunista (y ello no implica que algunas de las anteriores no sean importantes). La Política que encontramos en
El Capital es lo que Andrés Piqueras llama política metabólica o Política con mayúsculas, política al nivel más fundamental, que es el de cómo la sociedad organiza sus fuerzas para producir y reproducirse a sí misma. Ignorar esto es una vía directa hacia al subjetivismo político, que no es más que una forma de idealismo —esto se puede ver en la evolución de Alain Badiou, que ya en los 70 despreciaba El Capital como un “elefante” y afirmaba que “los textos centrales del marxismo son aquellos en los que se practica la política”.
Que la Política de Marx deba encontrarse en, o desprenderse de, su crítica de la economía política es precisamente lo que la hace singular. No tenemos, por un lado, un análisis de “la sociedad” que sería una teoría de la dominación social o de una especie de objeto externo, y, por otro, un análisis de cómo podríamos cambiarlo, sino que la teoría de la sociedad y la teoría de la revolución son una y la misma (recordemos lo de que la crítica ya contiene la propuesta, que no son dos cosas separadas, aunque la propuesta pueda detallarse más de lo que hace Marx, claro). Esto tiene consecuencias de calado, porque implica pensar conjuntantemente la política revolucionaria y el desarrollo social, estudiar ambos como parte del mismo proceso. Ello requiere demostrar que las formas sociales capitalistas, el objeto de análisis de El Capital, contienen en sí mismas la posibilidad de su superación. Una forma de explicar “de qué va” El Capital es decir que contiene una exposición de cómo y por qué el capitalismo apunta hacia su propia abolición. Lo que quiere decir que, para Marx, la determinación de la revolución debe ser social e histórica, estar inscrita en las tendencias y contradicciones del presente, en lugar de ser filosófica o antropológica (esto es, las potencias revolucionarias no vienen de conceptos metafísicos como “la contingencia” o “El Acontecimiento” y tampoco de una “esencia humana” —por ejemplo de que supuestamente seamos “cooperativos”, “libres”, o lo que se quiera por naturaleza). Esto es lo que significa que el comunismo sea un movimiento real, y no un acto de voluntad abstracta, no el deseo abstracto de “construir una sociedad mejor” o imponer sobre la realidad un ideal del gusto del teórico (un “mundo en el que le gustaría vivir”). Para Marx, como para todo materialista, lo que puede ser es una función de lo que es, no de lo que nos gustaría que fuera (ahora bien, lo que es tampoco es lo mismo que lo que reconocemos actualmente, algo que es importante recordar hoy, porque la misma posibilidad de “reconocerlo” es fruto de un trabajo activo de organización). Por ponerlo en un ejemplo sencillo, lo que interesa a Marx no es lanzar una serie de consignas vacías pidiendo la desaparición de las cosas que no nos gustan o nos hacen sufrir profundamente (aunque esto, por supuesto, no sea irrelevante), osea que no vale con limitarse a decir “¡Abolición del trabajo asalariado!” sino a preguntarse cómo y por qué puede abolirse el trabajo asalariado. Saber qué es el capital y saber cómo superarlo son, por así decirlo, dos partes de un mismo proceso dinámico.
Para entender el proyecto político de Marx como un todo tenemos que pasar ahora a analizar El Capital.
El primer capítulo de El Capital responde a la pregunta sobre unidad del trabajo social bajo el modo de producción capitalista. El trabajo, bajo el capitalismo, es trabajo privado e independiente. Los productores están en principio libres de vínculos de dependencia personal, y por lo tanto no están sometidos a la voluntad de otros a la hora de decidir qué y cómo producir etc. La producción no está sometida ni a estos vínculos de dependencia personal, pero tampoco a la voluntad consciente y colectiva de la sociedad. Sin embargo, este trabajo privado e independiente es también trabajo social. El trabajo de los individuos siempre será parte del trabajo social de la sociedad, pero aquí hablamos de individuos que producen esencialmente para otros y no para sí mismos. Es una producción para la sociedad, no una producción de subsistencia. Los productores necesitan producir para la sociedad para poder sobrevivir. Este trabajo, por lo tanto, es indirectamente social: se produce de forma privada pero para la sociedad. ¿Cómo puede organizarse, esto es, tomar una forma o unidad determinadas, los muchos trabajos privados e independientes, los productores desperdigados y en principio indiferentes entre sí? La respuesta es que para ello los productos del trabajo han de poder intercambiarse, y que para que el intercambio sea posible, para que los productos del trabajo puedan convertirse en mercancías, estos han de tomar necesariamente una forma objetiva, una forma que es, sin embargo, distinta a su mera forma natural. Esta “objetividad” de los productos del trabajo privado e independiente es el valor. Su sustancia, como sabemos, es el trabajo abstracto: el hecho de que todos sus productos sean productos del trabajo humano; y su magnitud, lo que permite que el intercambio se de en unas determinadas proporciones, el tiempo de trabajo socialmente necesario, blabla. La forma de mercancía de los productos del trabajo es el resultado necesario del hecho de que este sea privado e independiente.
Esto quiere decir que bajo el modo de producción capitalista los poderes sociales de la humanidad toman la forma de una cosa: la mercancía. Las mercancías no son algo “meramente exterior”. La cuestión es que nuestra relación social general misma, el modo en que producimos y nos reproducimos como sociedad, ha tomado una forma “exterior”, objetiva, la forma de una cosa. Esto no es una ilusión: la mercancía es realmente el nombre de nuestra relación social general. Como seres humanos, debemos relacionarse con otros para poder reproducir nuestra vida. Eso es lo que somos: somos nuestras relaciones sociales. Pero bajo el capitalismo nuestra relación social general, nuestra relación con el conjunto de la sociedad, no es directa sino que está mediada por cosas, toma la forma de una cosa.
Por ello Marx afirma que las relaciones materiales entre productores (las relaciones necesarias para reproducir materialemente nuestra vida) toman la forma de relaciones sociales entre cosas. La relación indirecta entre individuos toma la forma de una relación directa entre cosas. Esto da lugar a una forma de socialización que Michael Heinrich ha llamado “socialización retroactiva”: a la hora de realizar mi trabajo privado e independiente soy incapaz de saber si cuenta realmente como trabajo social (osea socialmente necesario). Solo a posteriori, solo una vez he conseguido intercambiar los productos, cuenta mi trabajo como trabajo social. Esto significa que el conjunto de los productores está dominado por el movimiento de sus productos. Es su movimiento, las leyes del mercado, lo que decide qué trabajo cuenta como trabajo social y cuál no, quién come mañana y quién no, quién se arruina y quién sobrevive, qué trabajo es válido y cuál es simplemente un gasto inútil de energía, y en última instancia qué necesidades cuentan como sociales y cuáles no, osea qué es socialmente necesario (porque desde el punto de vista del modo de producción capitalista, la única necesidad social que cuenta es la necesidad social solvente: aquella que puede dar lugar al intercambio de una mercancía por dinero. Si no tienes dinero, por mucha hambre que tengas, tu necesidad no cuenta para el capital como necesidad social). Este dominio de los productores por sus productos es estrictamente impersonal, y se reproduce a través de la competencia. La competencia, las leyes del mercado, es anárquica e impersonal, no está sometida al control consciente de los individuos o siquiera un grupo de individuos. La competencia es el modo de existencia del capitalismo, el mecanismo a través del cuál se afirman sus leyes. Por lo tanto, el paso desde modos de producción anteriores al capitalismo es el paso desde la dominación personal a la dominación impersonal. Los sujetos ya no “son” esclavos o campesinos, sino que para sobrevivir, para poder reproducir su vida, tienen que personificar categorías económicas: la de productores de mercancías en este caso, lo que significa someterse al movimiento de sus productos. Por lo tanto, el reverso de la “libertad” formal de los productores privados, de su independencia con respecto a vínculos de dominación directa, es su dependencia absoluta con respecto a la sociedad (al movimiento de las mercancías), la enajenación de sus poderes sociales en la mercancía. No somos “libres” por un lado y “dominados” por otro, sino que nuestra libertad individual es el modo de existencia de nuestra no-libertad general. El valor, por lo tanto, es una relación social que somete a todos los sujetos de la sociedad burguesa a una dominación impersonal.
Hemos dicho que El Capital no es meramente una teoría de la dominación, sino teoría revolucionaria, escrita desde la perspectiva de la transformación interna de las relaciones sociales capitalistas, de su abolición. Ahora bien, ambas cosas, hay que insistir, son parte de un mismo objeto. Osea que la teoría revolucionaria ha de ser una teoría correcta de la dominación, ha de entender cuál es la auténtica naturaleza de la dominación. Porque de lo contrario nuestra práctica política consistirá en alancear molinos cuando creemos estar atacando gigantes (será simplemente un momento más en la reproducción del sistema). Por ello quedémonos con la idea de que entender que la dominación es, bajo el modo de producción capitalista, esencialmente impersonal, es una condición necesaria de toda teoría revolucionaria, porque su carácter científico, esto es, la exposición correcta de las formas sociales capitalistas, es un condición necesaria de la teoría y práctica revolucionarias, es ya un momento de la práctica revolucionaria. La dominación, en definitiva, proviene de una cierta organización de las relaciones sociales, del modo en que se organiza el trabajo social, y no de la maldad o el excesivo poder político de una serie de individuos.
Ahora vamos a saltarnos algunos pasos en la exposición de Marx en El Capital para llegar al momento en que se pregunta cómo es posible que el dinero funcione como capital. Antes ha demostrado que para que sea posible garantizar realmente la unidad de los trabajos privados, el valor tiene que tomar una forma autónoma en el dinero. No intercambiamos libros por batidoras, sino libros y batidoras por dinero. Ahora bien, el capital es valor que se valoriza, o, en términos más superficiales, dinero que hace más dinero. ¿Pero cómo es esto posible si el intercambio de mercancías es intercambio de equivalentes, de las mismas proporciones de tiempo de trabajo? Parece claro que el dinero no puede transformarse en capital es la esfera de la circulación: donde se intercambian equivalentes no emerge ningún “plusvalor” (nadie sale ganando nada en términos monetarios si intecambiamos magnitudes iguales). Pero tampoco puede transformarse en capital fuera de la esfera de la circulación, porque el trabajo individual de los productores produce valor, no plusvalor.
Para que este rompecabezas pueda ser resuelto es necesario que el plusvalor puede emerger en la producción pero a través de la circulación, osea que exista una mercancía cuyo consumo pueda producir valor, y que pueda por lo tanto producir valor por encima de su propio valor, osea del tiempo de trabajo socialmente necesario para su reproducción como mercancía. A producir plusvalor, en definitiva. Esta mercancía es la fuerza de trabajo, y su propietario es el “obrero doblemente libre”, libre de vínculos de dependencia personal y libre también de medios de producción, osea obligado a vender su propia fuerza de trabajo para poder reproducirse.
Los “personajes” que encontramos a estas alturas El Capital ya no son solamente propietarios de mercancías, ahora son también capitalistas y obreros. Este es el momento en que Marx pasa a investigar “la esfera oculta de la producción”, donde las apariencias de igualdad y liberad de la esfera de la circulación se muestran como una apariencia. Lo que descubrimos entonces es que la dominación impersonal de los pruductores por sus productos se sostiene sobre la explotación del trabajo, fuente del plusvalor y por ello del capital. El valor es una relación social, pero una relación de clase, lo que quiere decir una relación de lucha. A partir de ahora podemos ver que todas las categorías analizadas en El Capital (mercancía, dinero, capital, plusvalor, salariao, acumulación, ganancia, renta, etc), son modos de existencia de la lucha de clases.
No es solo que todo lo que sigue en El Capital sea la exposición de las dinámicas y formas, osea del despliegue y modos de existencia, de esa lucha, sino que también lo anterior es reescrito: descubrimos que una sociedad sostenida sobre el intercambio generalizado de mercancías es necesariamente una sociedad sostenida sobre la explotación del trabajo, que es posible gracias a la separación entre productores y medios de producción. Esta separación no es solo la precondición histórica del modo de producción capitalista sino también su resultado: la producción capitalista, como producción de mercancías para la producción de plusvalor, es también la reproducción de la relación social capitalista: al final del proceso la clase capitalista se ha apropiado de un plusvalor que le permite relanzar la acumulación —volver a comprar medios de trabajo y fuerza de trabajo— y la clase trabajadora, que solo ha recibido un salario, esto es, lo necesario para volver a reproducirse como mercancía fuerza de trabajo, debe volver a vender esta en el mercado.
Que la dominación se sostenga sobre la explotación no significa que deje de ser impersonal ni que la competencia sea abolida. Esto tiene dos consecuencias importantes: si la burguesía explota a los trabajadores no es porque sean malvados y poderosos. Independientemente de los atributos morales del capitalista en concreto, la explotación es un imperativo social que se le impone, en palabras de Marx, como una “ley extraña y coercitiva”. La producción capitalista es esencialmente producción de plusvalor, y los capitalistas meros agentes del capital: están obligados a conseguir un beneficio. En otras palabras: el poder directo de los capitalistas en los centros de trabajo, su tiranía, se deriva de leyes impersonales.
La segunda consecuencia es que la explotación no viene de una violación de las leyes del intercambio, sino de su estricta aplicación. El capitalista no “roba” a los trabajadores, no les extrae los frutos legítimos de su trabajo, porque los productos de su trabajo le pertenecen desde el momento en que ha comprado esa mercancía que es la fuerza de trabajo, junto con materias primas y medios de producción, para dar comienzo al proceso productivo. Si la explotación puede darse a través de la relación salarial es porque el salario no es el valor del trabajo —el valor de lo producido por el obrero— sino el valor de la fuerza de trabajo, el tiempo de trabajo socialmente necesario para la reproducción de esta. Por eso todo aquel que pretenda criticar el capitalismo pidiendo un “intercambio justo”, o una “competencia auténtica” está reproduciendo la propia ideología capitalista. La explotación es interna al intercambio de mercancías por dinero, esto es, a la competencia, no su distorsión. Por ello la sociedad comunista presupone la abolición de la competencia, y con ello del dinero y el intercambio.
Y por ello, por supuesto, la idea de un “socialismo de mercado” es una contradicción en los términos. Al preservarse la competencia mercantil se preservaría la dominación de los productores a manos de sus productos, y con ella la necesidad de producir plusvalor, lo que implica la necesidad de explotar el trabajo y todo lo que ello implica.
Vamos a deternos un poco en las implicaciones de la explotación. Hemos dicho que la explotación, o apropiación del plusvalor, no es una cuestión meramente individual, una relación uno a uno por así decirlo, sino una relación de clase. Y hay básicamente dos tipos de plusvalor, dos formas de extraer plusvalor. La primera es el plusvalor absoluto, que se extrae a través del alargamiento de la jornada de trabajo. Pero el plusvalor absoluto encuentra sus límites en los límites físicos del obrero: el excesivo alargamiento de la jornada de trabajo no solo atrofia la fuerza de trabajo, sino que además genera su resistencia. Existe, sin embargo, un segundo tipo: el plusvalor relativo. Este se deriva de la posibilidad de que el aumento de la productividad permita reducir el valor de la fuerza de trabajo al reducir el valor de las mercancías que el obrero necesita para reproducirse. Esto es posible no como fruto de un plan consiente por parte de la clase capitalista, sino porque la competencia entre capitalistas les impone la necesidad de revolucionar constantemente el proceso productivo para poder producir más y más barato y ocupar así mayor parte del mercado. El resultado de la revolución constante del proceso productivo es que el obrero tiende a convertirse cada vez más en un apéndice de la máquina, que tiene cada vez menos control sobre su proceso de trabajo individual.
La clase obrera, sin embargo, no es un mero objeto pasivo de este proceso, sino que se resiste al control de su tiempo, su actividad y su vida por parte del capital. La primera mención de la lucha de clases en El Capital se da precisamente en el capítulo sobre la jornada de trabajo, en el que se explica la lucha del proletariado por la reducción de esta (por imponer la jornada de diez horas). Es una lucha entre dos tipos de propietarios diferentes: los propietarios de los medios de producción, empujados a tratar de exprimir al máximo lo que han comprado, y los propietarios de la fuerza de trabajo, al ser la fuerza de trabajo una mercancía peculiar que no puede separarse del cuerpo y el gasto de energía de su productor, intentando reivindicar sus derechos como vendedores, vendiendo en las mejores condiciones posibles. Y, nos dice Marx, entre derechos iguales “la fuerza decide”.
¿Pero de dónde nace la fuerza del proletariado? Aquí empezamos a encontrarnos con las cuestiones que nos van a ocupar el resto de la charla. El trabajador aislado se caracteriza por su impotencia social. No pertenece a un capitalista concreto u otro, pero sí a la clase capitalista como un todo. La clase trabajadora está formada por productores privados e independientes de una mercancía concreta: la fuerza de trabajo. Su existencia solo cuenta como existencia social en la medida en que personifiquen tiempo de trabajo disponible para el capital, independientemente de que este lo use o no. En otras palabras, su separación con respecto a los medios de producción los hace absolutamente dependientes del capital para su supervivencia. Lo que caracteriza, por lo tanto, la vida proletaria, es la radical separación entre su vida misma y las capacidades para reproducirla autónomanente: por ello depende del capital para poder reproducirse. Así, y esto es muy importante, el proletariado incluye no solo a aquellos que tienen éxito a la hora de vender esa mercancía, esto es, quienes consiguen entrar en la relación salarial, sino también a quienes no lo consiguen (los parados, que forman el “ejército de reserva” del capital) y también a quienes participan de las necesidades de la reproducción de esa mercancía especial, aunque su trabajo no tenga que ser intercambiado en el mercado al no ser privado e independiente, y por ello no tenga un precio: este es el ámbito de la reproducción, históricamente legado a las mujeres. El capital destruye los vínculos tradicionales que ataban a los individuos a sus comunidades y crea por lo tanto la clase trabajadora, uniendo a los trabajadores en centros de trabajo, en las ciudades, etc y conectándolos globalmente a través de la mediación del mercado mundial.
La impotencia del trabajador individual es una realidad social objetiva. No depende de las ideas que el trabajador tenga sobre sí mismo. Si no la percibía ya desde el momento en que se ve obligado a vender su fuerza de trabajo para poder sobrevivir, el trabajador descubrirá su impotencia en cuanto intente, por ejemplo, negarse a que le bajen el salario o a que le aumenten la jornada de trabajo. Dado que la impotencia es la incapacidad de tener un mínimo de control sobre la propia vida, los trabajadores tienen un interés objetivo en reducir esta impotencia. Y la única forma de hacerlo, de aumentar su poder social, es asociarse con otros. La asociación, en su versión más germinal, se deriva de la necesidad mutua, y del mutuo reconocimiento de esta. Es la negación de la competencia. Como dicen los escritos de la Primera Internacional, el único poder social de la clase obrera es su número, y este poder se ve bloqueado por su desunión, derivada de su competencia entre sí. Esta necesidad mutua es lo que determina el carácter de clase de la asociación: unidad de intereses por estar sometidos a las mismas leyes. A lo que Marx llama asociación no es, por lo tanto, a cualquier forma de unión entre individuos, sino la auto-organización del proletariado. Osea no es simplemente la idea de que la unión hace la fuerza (aunque esta sea, en un sentido, cierta), sino de insistir en qué tipo de unión puede representar una fuerza contra el capital, y convertirse en la forma política de la emancipación universal.
Toda forma de asociación puede reproducir relaciones de dominación. Que los trabajadores se unan no da lugar inmediatamente a una comunidad de amor y armonía, en absoluto. La opresión de raza y género, por ejemplo, son dos mediaciones sociales internas a la relación de clase —modos de existencia de la competencia— que dividen internamente a la clase trabajadora. Toda forma de dominación lo hace, de hecho. Sin embargo, la cuestión, para Marx, es que esta división interna no solo no es necesaria en una organización construida en términos de clase, sino que es objetivamente nociva. Ambos puntos son fundamentales. Osea la pregunta a la que Marx responde es ¿qué forma de asociación puede ser la negación determinada de la competencia, y por ello la forma política de la emancipación general de la sociedad? La asociación en términos interclasistas simplemente no puede hacer esto. ¿Por qué? Porque la asociación en términos interclasistas encuentra un límite absoluto a su despliegue en las diferentes categorías económicas que personifican sus miembros. Puede, por lo tanto, combatir diferentes formas de opresión y dominación, pero es impotente ante la dominación impersonal del capital. Imaginemos, por ejemplo, una asociación construida bajo principios interclasistas; construida, por ejemplo, en términos nacionales. Esto puede dar lugar a cambios loables, por supuesto. Pero ¿qué pasa, por poner el caso a una escala muy mínima, cuando uno de los miembros del grupo es el jefe de una empresa en la que ha metido a otros miembros, y llega una crisis? ¿Qué pasa cuando algunos miembros del grupo deciden que la dominación que sufren no se deriva única o esencialmente de la nación a la que pertenecen? Pues que la competencia hace su aparición como negación de la asociación. Y como la competencia en este caso se deriva necesariamente de las diferentes categorías económicas que personifican unos y otros, se convierte como he dicho en un límite absoluto, impidiendo que la asociación sea una asociación contra el capital (podría darse que un capitalista individual decidera sumarse a la lucha del proletariado, véase Engels, pero no la clase capitalista en su conjunto), impidendo que se convierta en Política al nivel metabólico: al nivel de cómo la sociedad produce y se reproduce. Todas las estrategias de unidad popular se chocan inevitablemente contra este escollo: el límite infranqueable de la política interclasista (solo puede superarlo negándose a sí misma como tal, yendo más allá de sí misma, osea negando precisamente su interclasismo, en este caso bajo la forma de su nacionalismo)
En el caso de la asociación en términos de clase la cosa toma un cariz diferente. Quiero insistir en un punto: asociación en términos de clase no significa unirse repitiendo un millón de veces “todos somos obreros”, no significa tampoco “unidad de los asalariados” (porque va más allá de eso), sino que es toda forma de asociación que no cuente con estos límites absolutos. No excluye a nadie en virtud de sus atributos naturales o individuales, sino solo en virtud de su función social, de lo que ciertos individuos hacen (personificar el capital, por ejemplo, o asegurar el cumplimiento de sus leyes a través de la represión del proletariado, etc) y no porque sean mujeres, personas racializadas, etc. Por esto a la clase en lucha puede llamársele “la comunidad real”. El machismo, el racismo, la homofobia y otros muchos males no desaparecen directamente, por supuesto. Se convierten, eso sí, en barreras internas a su despliegue, por ser formas de competencia. Y estas barreras pueden ser terribles, y el capital las utilizará con gusto para dividir al proletariado, lanzando a unos explotados contra otros. A Engels y a Marx, por ejemplo, el racismo contra los trabajadores irlandeses por parte de partes del proletariado inglés les ponía de una mala hostia increíble: no solo porque fuera abyecto en sí mismo, sino porque su abyección era una forma del poder del capital, una barrera para la emancipación. Sin embargo, la asociación en términos de clase tiene un interés objetivo en la superación de estas barreras, al tratarse precisamente de barreras a su poder, o formas de su impotencia (1); la asociación se convierte en el ámbito en que esas cuestiones pueden resolverse colectivamente, al crear un espacio democrático de autoorganización, un espacio que dota a los individuos de auténtico poder social (2). Por eso Marx insiste en que los comunistas, “deben convencer al mundo entero de que sus esfuerzos, lejos de ser estrechos y egoístas, van orientados hacia la emancipación de los millones de oprimidos”. O como afirma Simon Clarke: “Marx no argumentó que la prioridad de la conciencia de clase y la organización de clase estuviera basada en la prioridad de los intereses materiales sobre los espirituales, sino que la única base social sobre la que la humanidad podría realizar sus aspiraciones tanto materiales como espirituales era aquella constituida por la socialización del trabajo y la organización colectiva de la clase trabajadora, porque se trataba del único modo en que la humanidad podría ir más allá de las formas alienadas e ilusorias de comunidad religiosa o política [esto es, el Estado]”.
Vamos a recapitular para poder explicar esto mejor. La clase trabajadora es la contradicción interna al capital, que necesita de esta para poder existir. Lo que hace específica a la asociación en términos de clase es que se sitúa desde el principio en el núcleo de las relaciones sociales capitalistas, al nivel “metabólico”. Se sitúa en el nivel del dominio del metabolismo social por parte del capital, y por ello debe apunta hacia el ámbito de lo que es necesario para el modo de producción capitalista: la producción de plusvalor, fundamento de la dominación impersonal de toda la sociedad por el movimiento del capital. Es lo que hemos llamado Política metabólica, aquella que se sitúa al nivel del modo en que la sociedad produce y se reproduce. La dominación impersonal se deriva en última instancia de la enajenación de nuestros poderes sociales en la mercancía. Por lo tanto, solo la apropiación de esos poderes sociales —de nuestros poderes productivos, esto es la capacidad de decidir qué y cómo producir y reproducirnos— por parte de la sociedad puede acabar con la dominación.
Ahora imaginemos un caso muy burdo y esquemático del despliegue de la asociación. Es importante insistir que esto no es una descripción realista o rigurosa de cómo podría darse proceso: solo un esquema simplista que nos permite entender cosas. Hay que insistir, sobre todo, en que nada de lo que sigue es un proceso meramente mecánico o automático, sino que está mediado por profundos conflictos políticos ante los que los comunistas se encontrarán inevitablemente. Pero vamos con el ejemplo, que es útil para entender cómo y por qué la emancipación del proletariado ha de ser para Marx obra del proletariado mismo.
Empecemos al nivel de un centro de trabajo concreto, protestando contra un aumento de la jornada laboral o contra el despido de unos compañeros. Ojo, no es necesario que sea en un centro de trabajo: podría empezarse, por ejemplo, por querer parar un deshaucio, pero sigamos con este caso. Imaginemos que los trabajadores tienen éxito y consiguen imponerse. Eso crea una motivación para seguir asociados. Imaginemos también que, en principio, los trabajadores atribuían el deseo de la empresa de alargar la jornada a que el jefe era un cabrón y un miserable. Ahora bien, en unos meses se cambia de jefe y el nuevo, que es infinitamente más majo, acaba por implementar unas medidas aun más duras. Los trabajadores van a la huelga, pero no cede. En este punto, los trabajadores descubren dos cosas: que el problema no reside en el jefe en sí, y que a pesar de estar unidos siguen siendo impotentes. Este descubrimiento es teórico y práctico al mismo tiempo. Demuestra la capacidad de penetrar las apariencias, de ir más allá de estas. Este es el papel de la teoría revolucionaria: saberse a sí misma como un momento de la praxis, e iluminar las relaciones sociales sin dejarse cegar por sus apariencias inmediatas —y sin esto no hay nada que hacer.
Pero sigamos con nuestra historia: se impone, por tanto, la necesidad de asociarse con otros, más allá de los confines de la empresa, con otros sujetos en una situación similar, inmersos en procesos similares. La asociación es ahora, por ejemplo, sectorial, y comienza a incluir (a asociarse con) otras luchas de la clase contra el control de sus vidas por parte del Capital: en el ámbito de la vivienda, por ejemplo. Pero pronto descubre de nuevo su impotencia, lo que crea el impulso de ir más allá. Y con ello el enemigo va perfilándose, a la vez que la asociación va fortaleciéndose en la lucha: ya no es el jefe, ni tampoco la patronal del sector o los bancos, y más tarde ya no es tampoco la patronal como tal, sino el Estado como fuerza organizada de la sociedad o el representante político del Capital. El aumento en el poder de la asociación es a su vez e inseparablemente la expansión de la conciencia revolucionaria: el conocer las propias relaciones sociales y saber cómo transformarlas (por poner un ejemplo: el desafío al poder del Estado hace que este tenga que quitarse su máscara de neutralidad, apareciendo como lo que es: una forma de poder de clase). La conciencia revolucionaria, y esto es importante, no puede desligarse de la capacidad de transformar las relaciones sociales: no se conoce plenamente algo hasta que se sabe cómo transformarlo. En ese proceso el proletariado se convierte en lo que Marx y Engels llamaban Partido, la forma política del movimiento real de la clase en lucha. El proceso de despliegue de la asociación se convierte, como digo, en el despliegue de la conciencia revolucionaria: el incremento del poder de clase contra el capital va aumentando el poder de controlar las propias relaciones sociales, se van creando espacios de contrapoder que restan al capital control sobre la vida social, a la vez que hace más claro qué es lo que todavía impide que podamos controlarlas plenamente. Pero al estar atado a un determinado territorio, incluso la conquista del poder político y la consiguiente victoria contra el Estado capitalista no consigue abolir la dominación impersonal, porque la acumulación capitalista es nacional en su forma pero global en su contenido. La competencia persiste al nivel internacional, y nos seguimos viendo sujetos a la dominación impersonal. La asociación se ve entonces empujada a trascender sus barreras nacionales, a convertirse en una Internacional. El poder social de la clase trabajadora viene de su unidad, pero de una unidad “sostenida sobre sus esfuerzos combinados y guiada por el conocimiento”, como dice uno de los primeros documentos de la Internacional. Y sigo con la cita “la experiencia pasada nos ha demostrado que la indiferencia ante los lazos de fraternidad que deberían existir entre los trabajadores de diferentes países, e incitarlos a la lucha común por la emancipación, será castigada por el fracaso de sus esfuerzos incoherentes”.
Este esquema, como he dicho, es muy burdo, y se deja muchas cosas fuera, y elude el millón de cosas que puede salir mal, el poder de los enemigos de clase, etc. Pero lo importante es que nos permite captar, aunque sea de forma muy mecanicista, la idea de movimiento real. Los trabajadores no comienzan a asociarse porque compartan una idea de un modelo ideal de sociedad. Tampoco porque sean absolutamente idénticos entre sí, ni porque hayan decidido que sus diferencias internas son irrelevantes, o porque hayan sido convencidos por un ideólogo. Es el propio movimiento del capital el que les da los motivos para asociarse, y es la propia naturaleza del capital la que determina las condiciones que una asociación exitosa ha de cumplir. Este modelo es todo menos idealista precisamente porque no requiere que los individuos asociados sean ángeles comprometidos desde el minuto uno con la emancipación universal y porque entiende la organización política en unidad con el desarrollo social. Los individuos pueden empezar por querer comer, o querer tener pausas en el trabajo, o que no les desahucien, o tener espacios para que jueguen sus niños sin tener que pagar por ello, o no tener que trabajar 10 horas al día, o lo que se quiera. Ahora bien, la emancipación universal se convierte tanto en el medio como en el fin de la asociación, porque todo lo contrario es simplemente un fracaso político. Es cierto que los trabajadores pueden aumentar su bienestar material a costa de otros, por medio de la competencia. Pero solo pueden superar el capital, y con él la explotación y todas sus consecuencias, negando la competencia (esto es, el carácter privado e independiente del trabajo de la que esta se sigue necesariamente).
Volviendo a lo anterior, la cuestión es que mientras la competencia —esto es, el dominio del capital— siga en pie, toda conquista de los trabajadores, tanto como todo beneficio que unos trabajadores consigan a costa de otros, será frágil y precaria. Por poner un ejemplo: unos esquiroles que decidan beneficiarse de ciertas mejoras laborales a costa de sus compañeros en huelga estarán desamparados cuando les toque a ellos el turno de ser despedidos, de que se les baje el salario o lo que se quiera. Pero también la conversión de los sindicatos en grupos de interés de ciertas capas de la clase trabajadora en busca de mejoras materiales para sus miembros es la negación de la asociación, y no hace sino mantener a los trabajadores confinados bajo el poder del Estado y la relación salarial. Todo lo que no sea la emancipación universal implica sucumbir ante la competencia y es, de nuevo, el capital mismo quien dicta esto, no lo que los caprichos de los revolucionarios.
Esto, de nuevo, no es creer que en una sociedad comunista se instaurará inmediatamente la armonía absoluta, o que no habría conflictos. Significa que para que la emancipación universal, entendida como superación del capital, sea posible, las principales barreras internas a la emancipación, las formas de la competencia en el seno de la clase trabajadora, han tenido que ser abolidas en el transcurso de la lucha, y que la asociación de productores libres, esto es, la sociedad comunista, es la forma política en la que los conflictos entre humanos pueden resolverse democráticamente sin enquistarse en relaciones sistémicas de dominación.
Lo importante en este punto es insistir en que la necesidad de este proceso viene dictada por la naturaleza misma del capital. Es interna al capital, por así decirlo. Necesidad aquí no implica fatalismo, no significa que este proceso se vaya a dar automática o mecánicamente. Al contrario. Significa que la superación del capital pasa necesariamente por ahí, y que el despliegue mismo del capital crea la potencia colectiva, o la posibilidad material (como unidad de medios y motivos), que podría actualizar esta transformación.
Sin embargo, aun nos faltan algunas de las determinaciones del proletariado como clase revolucionaria, relacionadas con esto último. Pensarla requiere entender la unidad de motivaciones subjetivas y medios objetivos. La emancipación no requiere que digamos “ya somos libres” sino que la libertad pasa por la no-libertad, por reconocer que nuestros poderes sociales están realmente alienados en la mercancía y ver en consecuencia cómo la producción mercantil contiene internamente la posibilidad de su superación bajo la forma de la asociación de productores libres. La socialización del trabajo privado, la característica central del capitalismo, permite en su despliegue su superación por un modo de producción en el que el trabajo pase a ser directamente social, colectivamente regulado por la comunidad. Esto supone hacer explícita, y por ello someter a control colectivo y consciente, la interdependencia común que bajo el capitalismo es solo implícita, o indirecta, y por eso debe estar mediada por cosas (por la mercancía) y se nos enfrenta como un poder ciego y extraño. Es, por decirlo con otras palabras, el reconocimiento mutuo y consciente de nuestra interdependencia como seres sociales, que se convierte así en la condición para el libre desarrollo de cada uno.
En el despliegue histórico de la acumulación capitalista la contradicción entre producción socializada y apropiación privada (por parte de la clase capitalista) se va haciendo cada vez más aguda. Esto es importante para entender la unidad de motivos y medios para la revolución, como unidad concreta de lo objetivo y lo subjetivo. Por un lado, la tendencia de la acumulación capitalista —que es un proceso intrínsicamente vinculado con las crisis, impulsado por las crisis— dificulta crecientemente la satisfacción de las necesidades de los trabajadores. Por otro, la clase capitalista es crecientemente superflua ante el desarrollo de lo que los JICers llaman “la subjetividad productiva de la clase obrera”. El proletariado como un todo (que no los proletariados individuales —de hecho, muchos de ellos son expulsados del proceso productivo) va ganando cada vez mayor control sobre el proceso productivo. Esto implica, por ejemplo, el aumento del conocimiento científico del proletariado. El papel del capital se convierte crecientemente en lo que Rob Lucas, de Endnotes, ha llamado “infantilizar el proletariado”, bloquear su autonomía, impedirle controlar por sí mismo el proceso productivo. El capital fragmenta constantemente esa capacidad colectiva que su mismo despliegue crea. Al impedirnos gobernar colectivamente nuestras vidas, el capital nos infantiliza.
Este último punto nos permite entender la idea marxista de que el tránsito a un nuevo modo de producción se deriva de la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción, de que en algun momento las segundas quedan obsoletas ante el desarrollo de las primeras. Esta es una de las ideas más manipuladas de la historia del marxismo, tanto por presuntos marxistas como por furibundos antimarxistas (es curioso que a menudo los supuestos defensores de Marx y sus enemigos más feroces estén sorprendentemente de acuerdo en qué es lo que dijo Marx, aunque a unos les parezca bien y otros mal). En su versión marxista vulgar, que es la de un Marx leído desde las lentes de la ideología burguesa, se coincibe que las fuerzas productivas son simplemente entidades técnicas abstractas, exteriores a nosotros, y con una tendencia interna a desarrollarse. La producción se presenta como una base técnico-natural a la que se le superimpondrían unas determinadas relaciones sociales de distribución, diferentes organizaciones políticas en las que la riqueza se reparte de una determinada manera entre las diferentes clases sociales. La cuestión sería entonces que llegado un determinado momento esa base técnico-natural se ha desarrollado tanto que deja obsoletas ciertas formas de distribución, y que ahí vendría, de forma más o menos automática, la revolución.
Pero Marx no separa producción y distribución, sino que muestra cómo forman una unidad contradictoria. Por ello insiste en que la principal fuerza productiva es el proletariado mismo. No hay “leyes de la historia” independientes de nuestra actividad: esto es puro fetichismo (creer que las “cosas” tienen poderes sociales por sí mismas). Las fuerzas productivas no están ahí fuera, moviéndose por su cuenta: somos nosotros. Y esta es una idea fundamental, porque afirmar que la revolución es el resultado del desarrollo de las fuerzas productivas es afirmar que la revolución es el resultado del desarollo de la subjetividad productiva del proletariado —de su capacidad para someter la producción a un control colectivo, lo que requiere a su vez de su unidad política. Si por “fuerzas productivas” entendemos solo “cosas”, como la maquinaria, nos perdemos el centro del argumento. Porque analizada con independencia a la acción política del proletariado y sus posibilidades, el desarrollo de la maquinaria no hace sino reforzar el poder del capital, punto. Por decirlo de otra forma: el desarrollo tecnológico solo se puede convertir en la base material de la sociedad comunista una vez ha sido apropiado y reformado por el proletariado (y digo lo de reformado porque algunas de estas fuerzas productivas son simplemente fuerzas de destrucción derivadas de las lógicas ciegas del capital y merecen pasar al basurero de la historia). Solo así pueden estas subordinarse a una sociedad que, habiendo abolido el valor y su dominación impersonal, y con ella las clases sociales, ya no mide la riqueza por el tiempo de trabajo socialmente necesario, sino por el tiempo libre disponible, el tiempo para el florecimiento humano; una sociedad en la que el libre desarrollo de cada uno es la condición de la libertad de todos.
Me gustaría acabar con tres puntos interrelacionados:
1. El primero es que para Marx, en un sentido, el capitalismo es necesario: no porque esté inscrito en la naturaleza humana, porque sea un dictado divino o un estadio en un plan cósmico del desarrollo de la humanidad, sino porque las formas sociales capitalistas son la expresión necesaria de una cierta forma de organizar la sociedad, que es la nuestra. Por ello su superación solo puede ser “interna”, inmanente, actuar desde dentro, desde las posibilidades contenidas en esas mismas formas, porque esas formas son nuestro ser social, la forma de nuestra relación social general. Estas formas somos nosotros, en definitiva. Esto implica que no hay un “afuera” del capitalismo. El capitalismo no puede superarse “desertando de él”, creando comunidades aisladas, supuestas “islas fuera de la lógica del sistema”. Porque no existe ese afuera, y por motivos muy simples: el más obvio es la naturaleza del Estado. El Estado no es una cosa, sino también una relación social. La “fuerza organizada” de la sociedad burguesa, la forma política de la sociedad capitalista. La acumulación capitalista es la base material del Estado capitalista, que depende de ella para su misma existencia. Por eso es imposible que el Estado capitalista introduzca el socialismo a golpe de decreto —pedirle que destruya su base material es como pedirle a alguien que se saque de un pantano estirando de sus propios pelos. Y esto demuestra también que todo intento de organizarse fuera del Estado (como relación social, no solamente como aparato), de crear esas islas de las que hablábamos antes, será destruido brutalmente por este en cuanto empiece a ser una amenaza para su poder o al de la propiedad privada sobre la que se sostiene. Por eso también la revolución política, la transformación revolucionaria del Estado —a lo que Marx se refiriera como dictadura del proletariado—, es un momento absolutamente crucial de la revolución social, en el sentido más amplio de la transformación revolucionaria de las relaciones sociales. Hasta que el proletariado no pueda someter la producción a un control libre y consciente, convirtiendo el trabajo en trabajo social, las formas sociales capitalistas seguirán existiendo, y con ellas la dominación.
2. El segundo es el papel de las reformas, o la relación entre reforma y revolución. Aquí la perspectiva de Marx nos permite lanzar una crítica radical a la lógica reformista del “mientras tanto”, que contiene una separación radical entre medios y fines. La idea del mientras tanto es “ya que una revolución global es imposible, trabajemos en lo que se pueda hoy en día para mejorar la vida de la gente, a esperas de que llegue mágicamente la oportunidad”. Lo que Marx nos permite es criticar esta idea sin por ello caer en la condena abstracta de toda reforma, entendiendo, por un lado, el agotamiento histórico del proyecto reformista como resultado de la crisis de la valorización y, por otro, entendiendo que la cuestión no es rechazar abstractamente las reformas, sino evaluar cada una de ellas desde la perspectiva de la transformación de la sociedad. Esta es la auténtica unidad de medios y fines. Nos obliga a preguntarnos: ¿ayuda esta reforma a la organización del proletariado? ¿Facilita su acción política al, por ejemplo, disminuir su sufrimiento? ¿Refuerza o debilita al Estado?
3. El tercero es cómo el rechazo de Marx a proveer “recetas de cocina para el futuro” se sigue directamente de su tesis política central: la emancipación del proletariado solo puede ser obra del proletariado mismo. Una vez se entiende esto, dar planes detallados para el futuro carece de sentido. Cabe delimitar las determinaciones necesarias del comunismo: abolición del capital, la familia y el Estado, asociación de productores libres en un sistema de cooperativas, control consciente del metabolismo con la naturaleza. Pero sus formas concretas solo pueden ser el producto de la autorganización y la voluntad de los individuos asociados. Esta es, por lo tanto, como comunistas, nuestra tarea.