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La separación entre economía y política en Ellen Meiksins Wood: notas sobre La democracia contra el capitalismo

Javier Moreno Zacarés

Ellen Meiksins Wood fue una de las pensadoras marxistas más importantes de su generación. Desde los años setenta hasta su muerte en el 2016, la autora desarrolló una obra polifacética. Su punto de partida fue la teoría política, aunque nunca se atuvo a los límites tradicionales que esta disciplina le impuso, sino que la desbordó y accedió a la sociología histórica, entrando así de lleno en el campo de la crítica social. Pese a todo, su proyecto teórico mantuvo siempre una sorprendente coherencia, la cual se aprecia en su obra más importante, el libro de reciente publicación La democracia contra el capitalismo (Verso Libros). 

El libro se publica en 1995, el punto álgido de su producción teórica, pero también en el marco del triunfalismo capitalista tras la caída de la Unión Soviética, y en medio de una profunda crisis del marxismo, tanto a nivel político como a nivel intelectual. Ante esta problemática, Wood despliega un proyecto con una misión clara: la renovación y el relanzamiento del materialismo histórico en un momento, los años noventa, que proclamaba la llegada del “fin de la historia”. 

La historia social del pensamiento político

A modo de síntesis, en la obra de Ellen Meiksins Wood en general, y en La democracia contra el capitalismo en particular, reaparecen constantemente tres temáticas distintas aunque entrelazadas entre sí. 

La primera es a lo que ella se refería como la historia social del pensamiento político. Meiksins Wood, junto a su primer marido, Neal Wood, desarrolla un enfoque particular sobre la teoría política. Esta abogaba por la necesidad de situar el pensamiento político y las expresiones culturales (el ejemplo más paradigmático sobre ello es el de Platón) en el contexto más amplio de las relaciones sociales que imperaban en aquella época. Para ello parte de una premisa básica en el materialismo histórico: en cualquier sociedad, los seres humanos establecen relaciones entre sí y con la naturaleza para garantizar su supervivencia y su reproducción social (eso son las relaciones sociales).

Dichas relaciones se tienden a articular en torno a relaciones de clase: existen personas que producen y otras que se apropian del excedente de lo que estas producen, lo que en el marxismo se conoce como la extracción de un plustrabajo. Las relaciones de clase se institucionalizan siempre dando lugar a formas de propiedad específicas, donde surgen pautas de conflicto y de resistencia. Así, concluye, cuando un pensador afronta una cuestión política lo hace siempre asumiendo formas sociales específicas. Esto no quiere decir que las tesis de Platón, por ejemplo, se pueden deducir de su posición de clase. Pero igualmente burdo es pretender que cuando Platón imagina la forma de estado ideal, lo hace fuera de un contexto social particular que plantea una serie de dilemas de gobierno. 

Para Wood, la teoría política –con sus meditaciones sobre la naturaleza del buen gobierno y del estado– nace en la Grecia clásica no por casualidad. En las ciudades de la época, el estado adquiere una forma peculiar que se separa de la pauta típica de los grandes imperios de oriente, como el Chino o el Persa, donde hay una distinción clara entre un estado tributo y una masa sometida, formada por campesinos autosuficientes. La clase dirigente se articulaba en torno a una monarquía y a un aparato de funcionarios que extraía un excedente de trabajo del campesinado mediante formas de coerción institucionalizadas en forma de tributo y sustentadas por desigualdades jurídicas y políticas.

Sin embargo, en la Grecia clásica se desdibuja la separación entre un estado tributario y una masa sometida. El ejemplo más claro es Atenas, donde una revuelta campesina institucionaliza la igualdad jurídico-política entre la aristocracia y el campesinado, dando lugar a una forma política asamblearia y participativa: la democracia. Y esto se traduce a su vez en una serie de dilemas que afronta el gobierno para la reproducción de las clases dirigentes ateniense, pues ahora ricos y pobres, campesinos y terratenientes pasan a integrar una única comunidad política, haciendo difícil la dominación del nuevo campesino-ciudadano. 

No deja de resultar paradójico en eset sentido que la filosofía ateniense no haya producido grandes defensores de la democracia, sino pensadores que articularon el escepticismo de sus élites hacia ella. Mientras que Sócrates mostraba dudas por tener que escuchar la opinión del zapatero en materias de gobierno, su discípulo, el aristócrata Platón, optaba por restablecer una clara separación entre un Estado tributario y las clases productoras. De forma similar, Aristóteles describe la polis ideal como aquella que niega la ciudadanía del jornalero, del artesano y del campesino. 

La especificidad del capitalismo

Integrar el análisis social al pensamiento político, como hace Wood, nos permite también llevar a cabo una historia social del presente. Esta es la segunda temática que destacaba en su obra y en el libro La democracia contra el capitalismo: la importancia de entender la especificidad histórica del capitalismo, es decir, que tiene una forma muy concreta y pautas de desarrollo que lo separan de toda sociedad anterior.

Mientras que en las sociedades comerciales precapitalistas el mercado se presentaba como una «oportunidad» de tipo rentista, en el capitalismo el mercado se convierte en un «imperativo» determinado por la presión estructural que ejerce la competición en la esfera de la producción, que a su vez genera una compulsión autosostenida hacia el aumento de la productividad. En las relaciones sociales precapitalistas, incluso en las altamente comerciales, el mercado no ejercía este tipo de presión. Es por ello que la extracción de plustrabajo requería de la «coerción extraeconómica» , es decir, del uso de la violencia o su amenaza, institucionalizada posteriormente a través de mecanismos tributarios, o desigualdades jurídicas y políticas entre la clase dominante y las clases dominadas.

En la sociedad capitalista, nos dice Wood, esta realidad se invierte. La competición en el mercado se traduce en la concentración de capitales y en la desposesión del productor. A su vez, ello da lugar a una generalización del trabajo asalariado, a la extracción de plustrabajo (ahora en forma monetaria, una plusvalía), pero sin que la coerción extraeconómica sea realmente un requisito. Es entonces cuando la falta de acceso a los medios de subsistencia obliga a la clase trabajadora a ser «dependiente del mercado», forzándola a vivir de un salario y bajo la amenaza del despido. En esta peculiar forma social, los productores directos pasan a someterse a su explotación «voluntariamente» bajo la presión que la competición de mercado ejerce sobre su reproducción social. Así se crea un tipo de coerción “económica” que se extiende también al propio capitalista y poseedor de los medios de producción. Dado que los ritmos de explotación vienen impuestos por el estándar de productividad que el mercado exige, entonces este imperativo productivo –una forma de coerción estructural, abstracta, difusa– constituye la esencia misma del capitalismo, aquello que distingue a su peculiar forma social. 

Meiksins Wood está muy influenciada por el pensamiento del historiador Robert Brenner y su ampliamente debatida tesis sobre la transición del feudalismo al capitalismo, escrita en los años setenta contra las teorías dominantes sobre este asunto, especialmente lo que llama “el relato de la comercialización”. Según esta posición, el origen del capitalismo se debe a una difusión gradual del comercio y de las relaciones de intercambio que habrían, poco a poco, disuelto las estructuras de las sociedades feudales. El auge del comercio a larga distancia a finales de la Edad Media europea, y más tarde el expolio colonial en la época moderna, habrían expandido las economías urbanas y erosionado el poder de los señores feudales a medida que las oportunidades comerciales se extendían por el campo para dar lugar a una agricultura cada vez más comercializada. La culminación de este proceso habría sido la revolución industrial y la pauta de desarrollo típica de las economías capitalistas maduras: aumentos sistemáticos de productividad, urbanización masiva, sociedad de consumo, etc.

Brenner disputa este relato, negando que la comercialización (ni la urbanización) puedan explicar dicho proceso, pues las economías urbanas, incluso con un alto grado de comercialización, más incluso que en la edad media, habrían existido en épocas anteriores sin que ello diese lugar al crecimiento económico moderno. Para Brenner, además, la transición capitalista no era un proceso paneuropeo, sino que se había dado primero en Inglaterra, una economía poco urbanizada y comercializada si la comparamos, por ejemplo, con la España de la era moderna. La transición inglesa, entonces, habría tenido lugar como resultado involuntario de la luchas de clase agrarias tardomedievales, que en ese país se saldaron con la desposesión del campesinado, es decir, la expropiación de sus medios de subsistencia, y la formación de grandes explotaciones agrarias competitivas, trabajadas por una masa laboral proletarizada, dependiente del mercado, y bajo lugar a una presión competitiva constante. No es por casualidad, por lo tanto, que la cuna de la revolución industrial fuese Inglaterra. 

Ante la polémica levantada por la tesis de Brenner, Wood se erige como su principal defensora; y juntos pasan a dar forma a un enfoque particular a la sociología histórica del capitalismo: el llamado marxismo político (político por su énfasis en las luchas de clase como elemento determinante en el curso de la historia). Según Wood, los teóricos de la comercialización –en los que incluía a marxistas como Immanuel Wallerstein– heredaron una visión teleológica de ilustración, un mito del progreso bajo el cual la «modernización» era la realización de la naturaleza intrínsecamente comercial de los seres humanos. La tendencia a trocar, permutar, e intercambiar, como decía Adam Smith, era universal, pero se manifestaba sobre todo en las economías urbanas y en las actividades (y mentalidades) de la burguesía. Estas tendencias capitalistas habían estado siempre latentes, pero por un motivo u otro no había acabado de desarrollarse hasta el auge del comercio a larga distancia en la época moderna.

Si bien los motivos que habrían impedido el desarrollo de la burguesía comercial con anterioridad varían en función del autor (la persistencia de costumbres irracionales, de derechos de propiedad «imperfecta», de cuellos de botella geográficos), la estructura del relato es siempre la misma. La pregunta que se plantea no es ‘¿por qué se produjo la transición capitalista?’, sino, ‘¿por qué no se produjo antes?’ Es por tanto un relato tautológico: el advenimiento del capitalismo se explica por medio de su existencia previa, lo cual supone, de forma implícita, una naturalización de la lógica del capitalismo capitalismo. 

Para Wood, el principal logro de la tesis de Brenner era desnaturalizar el capitalismo. Él niega la racionalidad capitalista, ese origen casi mítico que le dan los teóricos de la comercialización, y que también hace muy difícil de imaginar una ruptura con el sistema. Por el contrario, Brenner nos presenta el origen del capitalismo como una mutación accidental: no como una consecuencia lógica del desarrollo del comercio, sino un desvío del curso de la historia que se produjo como resultado de la lucha de clases en un contexto bien específico. Para Wood, esta posición también abre la puerta a un asalto en toda regla al “paradigma burgués” de la modernidad. En otras palabras, si el capitalismo no es una expresión de la naturaleza humana, sino una forma social específica, con un comienzo determinado y relativamente tardío en la historia, entonces también puede tener un final.

La democracia contra el capitalismo

A menudo se acusa a Ellen Wood de tener una visión del capitalismo excesivamente academicista. Ahora bien, una vista a la totalidad de su obra demuestra que es todo lo contrario: una demarcación clara de lo que capitalismo es y no es resulta fundamental para entender las luchas políticas en activo. Y esto nos lleva a la tercera temática de su obra, y que aparece de forma muy prominente en este libro: la incompatibilidad entre una democracia real o sustancial y la economía capitalista. 

Para Wood, la especificidad del capitalismo, aquello que lo distingue de toda sociedad anterior, es que la competición en el mercado provoca que la relaciones económicas adquieran una lógica autónoma. Esto deforma la relación institucional e ideológica entre «lo económico y lo político», cuyas manifestaciones asumen una apariencia cada vez más separada entre sí, hasta el punto que se empieza a imaginar «la economía» en términos abstractos, como si fuera una esfera de la realidad en la que operan leyes propias, y donde la política no debe entrometerse. Esta idea era literalmente impensable en épocas anteriores, en las que no había una separación nítida entre lo político y lo económico. Es en este contexto que la economía política de Adam Smith y sus seguidores fue ganando peso, contribuyendo así a la articulación de las primeras expresiones intelectuales de la perspectiva que utilizan los teóricos de la comercialización, y que incluso naturalizan sus vertientes marxistas.

Contra las visiones que abogan por la “separación entre lo económico y lo político”, Wood argumenta que no se trata de un fenómeno transhistórico, sino que es la expresión de las relaciones sociales capitalistas. La asignación del trabajo y la distribución de su producto no responden, al menos no fundamentalmente, a dictámenes políticos, sino a una compulsión estructural que tiene lugar en la esfera privada de la reproducción. En las sociedades precapitalistas, reflejando un proceso de acumulación generalmente de carácter tributario, cuestiones relativas a quién produce y quién se apropia de lo que otros producen tendían a estar muy vinculadas a la cuestión en torno a quién ostenta el poder en la sociedad, cómo, y por qué. Es decir, «lo económico» tenía un carácter inmediatamente «político». Por el contrario, en la sociedad capitalista la lógica del imperativo de mercado opera independientemente de quién ostente el poder público. En condiciones «normales», sin grandes disturbios, la explotación se autosostiene por el propio contexto estructural, a saber, las presiones del mercado. 

En este tipo de sociedad la dominación de una clase por otra se hace perfectamente compatible con la incorporación de los explotados al proceso político o democrático. Al fin y al cabo, la lógica del mercado y la propiedad privada se encuentran blindadas por mecanismos constitucionales. También se de un marco institucional donde ocurra la igualdad legal entre individuos, e incluso la práctica del sufragio universal deja de suponer una amenaza para las élites económicas, quienes acaban por tolerar la integración de las masas dentro del estado, dando lugar a la llamada “democracia liberal”. A este respecto, Wood argumenta que la democracia tenía un significado mucho más sustancial en la Atenas precapitalista que en las democracia liberales. Allí, donde las masas de campesinos-ciudadanos aún mantenían el control sobre su subsistencia, la igualdad y la libertad jurídica que garantizaba la democracia se traducía en un mayor nivel de poder político real, y por lo tanto permitía un mayor grado de autogobierno popular. 

Es desde esta perspectiva que los escritos de Wood se erigen como herramientas para criticar ferozmente ciertas corrientes marxistas a las que ella acusaba de estar, de forma tácita, haciendo las paces con el capitalismo en un momento, los años noventa, en el que su dominio parecía inescapable. Nos referimos al socialismo de mercado, pero también al posmarxismo de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, que desplazaba la política de clase para apostar en su lugar por un proyecto de radicalización de la democracia liberal para hacerla representativa y ensanchar así las libertades civiles. Lo que Wood dice es que lo hacen postergando la conquista del socialismo de forma indefinida. La sociedad capitalista es la primera con tan alto grado de compatibilidad con las libertades civiles extraeconómicas, precisamente porque la dominación adquiere un carácter impersonal, y esta se ejecuta, precisamente, a través de la sociedad civil. Para nuestra autora, cambiar la lucha anticapitalista por un ensanchamiento o perfeccionamiento de la democracia liberal es no entender lo que está pasando, en buena medida fruto de la ausencia de una comprensión profunda sobre la especificidad histórica del capitalismo. 

La democracia no se puede reducir a una serie de garantías civiles es insuficiente. Es por ello que insistía en la necesidad de resignificarla en sentido ateniense, como una como una forma de autogobierno popular real, lo cual implica, además de la libertad e igualdad política, la independencia del mercado. El autogobierno popular requiere de cortar de raíz la dominación impersonal que el imperativo del mercado impone sobre nuestras vidas, sustituyéndolo por una nueva racionalidad solidaria y participativa. Mientras el capitalismo exista, nos diría Ellen Meiksins Wood, la conquista de la democracia continuará siendo un proyecto inacabado. 

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