Traducción de Gonzalo Bárcena
Texto original: Commune
El cambio climático ya está aquí. En medio de la tormenta, surge una oportunidad para romper con el capitalismo y su viciosa desigualdad. Aprovechémosla mientras podamos. Las alternativas son inimaginables.
«¿Qué es ese sentimiento que aflora durante tantas catástrofes?», se pregunta Rebecca Solnit en su libro de 2009 Un paraíso en el infierno. Examinando las respuestas humanas a terremotos, incendios, explosiones, atentados terroristas y huracanes a lo largo del último siglo, Solnit afirma que la idea generalizada de que las catástrofes revelan lo peor de la naturaleza humana es errónea. En su lugar, muestra cómo podemos ver en muchos de esos sucesos «una emoción más grave que la felicidad, pero profundamente positiva», una esperanza intencionada que galvaniza lo que ella denomina «comunidades del desastre». Cuando el orden social imperante fracasa temporalmente, surgen en respuesta multitud de «comunidades extraordinarias», constituidas mediante la colectividad y la ayuda mutua (los ejemplos de Solnit incluyen el huracán Katrina, el 11-S y el terremoto de Ciudad de México de 1985). Por momentos fugaces, olvidamos las diferencias sociales y nos ayudamos mutuamente. Pero cuando la catástrofe ha pasado, estas comunidades desaparecen. En los términos de Un paraíso en el infierno, la «gran tarea contemporánea» a la que nos enfrentamos es la prevención de ese hundimiento, «la recuperación de esta cercanía y propósito sin crisis ni presión». Dada la calamidad que supone el calentamiento de nuestro planeta, esta tarea se hace cada vez más urgente. ¿Cómo desmantelar los órdenes sociales que hacen que las catástrofes sean tan desastrosas y, al mismo tiempo, hacer ordinario el extraordinario comportamiento humano que suscitan?
El argumento de Solnit es válido incluso si uno es menos optimista que ella sobre el valor inherente de la comunidad. En los infiernos del presente encontramos las herramientas que necesitamos para construir otros mundos, así como tentadores atisbos de algo que a menudo se considera imposible. Esto no es motivo de celebración, ni siquiera de optimismo. Pero sí es motivo de esperanza.
Sin embargo, para que esta esperanza se haga realidad, debemos ir más allá del enfoque empírico de Solnit sobre lo que ocurre en respuesta a eventos catastróficos específicos y comprender el carácter del desastre capitalista. No se trata simplemente de una serie de fechas y nombres de lugares señalados ―Katrina, Harvey e Irma, 1755, 1906 y 1985―, sino de una condición permanente. Para muchos, lo ordinario es un desastre. Cualquier respuesta coherente a este desastre continuo tendrá que ser igualmente generalizada y duradera para tener éxito. No basta con construir el paraíso en el infierno: debemos trabajar contra el infierno e ir más allá. Más que comunidades del desastre, necesitamos comunismo del desastre.
Por supuesto, al abogar por un comunismo del desastre no estamos sugiriendo que la aparición de pesadillas ecosociales cada vez más frecuentes producirá inevitablemente condiciones cada vez más propicias para el comunismo. No podemos adoptar el fatalismo perverso del «cuanto peor, mejor», ni esperar a que algún huracán definitivo arrase con el viejo orden. Más bien, estamos observando que incluso el más grande y aterrador de estos desastres extraordinarios puede interrumpir el desastre ordinario que resulta, la mayoría de las veces, demasiado grande para comprenderlo plenamente. Son momentos de interrupción que, aunque horribles para la vida humana, también pueden significar un desastre para el capitalismo.
El comunismo del desastre no está divorciado de las luchas existentes. Más bien, hace hincapié en el proceso revolucionario de desarrollar nuestra capacidad colectiva para resistir y florecer: un movimiento dentro, contra y más allá de este desastre capitalista en curso. ¿Cómo pueden, los numerosos proyectos que crean miniparaísos en el infierno, cohesionarse en algo más que comunidades efímeras? El «comunismo del desastre» añade un epíteto clarificador al ya largo proyecto político que se enfrenta al Estado y al capital y desborda sus límites. Orienta el movimiento de un poder colectivo que, si bien se hace palpable durante las catástrofes extraordinarias, ha estado ahí todo el tiempo, especialmente en lugares y entre grupos que llevan cientos de años experimentando la situación de catástrofe ordinaria. El cambio climático pone de relieve las capacidades fundamentales de esas luchas.
Capitalismo del desastre, capital como catástrofe
El geógrafo Neil Smith argumentó de forma convincente que no existen las catástrofes naturales. Denominar «naturales» a las catástrofes oculta el hecho de que son tanto producto de divisiones políticas y sociales como de fuerzas climáticas o geológicas. Si un terremoto destruye las viviendas mal construidas y en mal estado de una ciudad, pero deja en pie las casas bien construidas de los ricos, culpar a la naturaleza simplemente libera de culpa a los Estados, los promotores inmobiliarios y los terratenientes (por no hablar de la economía capitalista que produce esa desigualdad en primer lugar). Las catástrofes son siempre coproducciones en las que fuerzas naturales como las placas tectónicas y los sistemas meteorológicos actúan junto con fuerzas sociales, políticas y económicas.
Así, la forma en que se desarrollan las catástrofes extraordinarias no puede separarse de las condiciones de catástrofe ordinarias en las que se producen. Fue el huracán María, de categoría 4, el que devastó la colonia estadounidense de Puerto Rico, dejando a sus habitantes sin agua potable: un acontecimiento desastroso. Pero abandonar la narrativa aquí oscurece el hecho de que, antes del huracán, «el 99,5 por ciento de la población de Puerto Rico era abastecida por sistemas de agua comunitarios que violaban la Safe Drinking Water Act (Ley de agua potable segura)», mientras que «el 69,4 por ciento de los habitantes de la isla eran abastecidos por fuentes de agua que violaban las normas sanitarias de la SDWA», según un informe del Natural Resources Defense Council (Consejo de Defensa de los Recursos Naturales). Estos devastadores sucesos tampoco deberían eclipsar catástrofes de evolución más lenta como la de Flint, en Michigan, donde décadas de abandono y contaminación industrial del río Flint y de los Grandes Lagos han dejado sin agua potable a comunidades de clase trabajadora, mayoritariamente negras y latinas. Estas catástrofes, que se pasan por alto fácilmente porque carecen de la fuerza espectacular de un huracán o un terremoto, desdibujan la frontera entre la catástrofe como acontecimiento y la catástrofe como condición. Lo que para muchos es una sacudida repentina e inesperada, para otros es una cuestión de realidad cotidiana intensificada.
El cambio climático aumenta significativamente la frecuencia y gravedad de las catástrofes, tanto las de evolución lenta como las de evolución rápida. El calentamiento global supone un aumento de la cantidad de energía que circula en la atmósfera y en la superficie de los océanos. Por ejemplo, cuando los océanos calientes crean zonas de baja presión, la energía térmica, bajo la influencia de la rotación de la Tierra, se convierte en la energía cinética característica de huracanes y tormentas tropicales. Las temperaturas más cálidas generan más energía, que tiene que expresarse de alguna manera (la energía no se puede destruir: sólo puede cambiar de forma). La física de este proceso es endiabladamente compleja y difícil de modelizar, pero es posible hacer previsiones. El último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU (IPCC, por sus siglas en inglés) sugiere que el cambio climático alterará el suministro de alimentos y agua, dañará viviendas e infraestructuras y provocará sequías e inundaciones, olas de calor y huracanes, mareas tormentosas e incendios forestales. Los avances en la ciencia de la atribución y los conocimientos obtenidos a partir del grado centígrado de calentamiento global ya en curso han permitido cuantificar la contribución del cambio climático a fenómenos meteorológicos extremos concretos. Ahora podemos relacionar el calentamiento global con calamidades como la ola de calor europea de 2003 y la rusa de 2010, que mataron a decenas de miles de personas cada una, por no hablar de innumerables tormentas, inundaciones y otros fenómenos meteorológicos.
El hecho de que el propio cambio climático esté provocado por el hombre (o, mejor dicho, por el capitalismo) subraya aún más la imposibilidad de separar los acontecimientos desastrosos de las condiciones desastrosas. La relación entre ambas es bidireccional: las condiciones dan lugar a acontecimientos que, a su vez, consolidan aún más las condiciones. El objetivo del Estado-nación, durante e inmediatamente después de las catástrofes extraordinarias, suele ser imponer el orden en lugar de ayudar a los supervivientes, y por esta razón los acontecimientos catastróficos suelen exacerbar el desastre subyacente del capitalismo. En el terremoto de San Francisco de 1906 se envió al ejército. Entre 50 y 500 supervivientes fueron asesinados, y se interrumpieron los esfuerzos autoorganizados de búsqueda, rescate y extinción de incendios. Los intentos del Estado de gestionar el desastre demostraron ser una fuerza desordenadora que destruía las formas de autoorganización de abajo a arriba. La respuesta del Estado estadounidense al huracán Katrina en Nueva Orleans se caracterizó por una represión similar de los «saqueadores» (es decir, supervivientes). El 4 de septiembre de 2005, en el Danziger Bridge, siete policías abrieron fuego contra un grupo de personas negras que intentaban huir de la ciudad inundada, matando a dos e hiriendo gravemente a otros cuatro. El asesinato de supervivientes negros en busca de seguridad ilustra los medios por los que el Estado trata de anular las posibilidades de emancipación que podrían surgir durante tales catástrofes. En estas situaciones, el Estado no busca otra cosa que la vuelta a la normalidad desastrosa para los pobres, los inmigrantes y los negros. Tales acciones son contrarias incluso a las recomendaciones de los sociólogos mainstream del desastre. En la década de 1960, por ejemplo, el estratega militar reconvertido en sociólogo Charles Fritz, argumentó mordazmente que el estereotipo del individualismo antisocial generalizado y la agresividad que florecen durante las catástrofes no se basa en la realidad. También señaló astutamente que la distinción entre catástrofes y normalidad puede «pasar por alto convenientemente las numerosas fuentes de estrés, tensión, conflicto e insatisfacción que están incrustadas [sic] en la naturaleza de la vida cotidiana».
Sin embargo, las maquinaciones desastrosas del Estado y el capital no se limitan a sucesos localizados y puntuales, sino que se extienden desde el vecindario hasta el planeta. Como han demostrado escritores como Naomi Klein y Todd Miller, los desastres extraordinarios se utilizan para prolongar, renovar y ampliar los desastres ordinarios de la austeridad, la privatización, la militarización, la vigilancia policial y las fronteras. Esto es el capitalismo del desastre: un círculo vicioso en el que las condiciones de desastre ordinarias exacerban los acontecimientos de desastre extraordinarios, intensificando a su vez las condiciones originales. Los acontecimientos desastrosos permiten al Estado aplicar lo que Klein llama «doctrina del shock». Este proceso implica reconstruir las infraestructuras destruidas de vivienda, energía y distribución de acuerdo con los estándares neoliberales; privar a los pobres de electricidad o agua potable; obligarles a trasladarse a lugares aún más vulnerables al cambio climático; y encarcelarles cuando se resisten o intentan cruzar las fronteras para escapar de esta situación insostenible. En los meses posteriores al huracán María, Puerto Rico ha experimentado una mayor privatización, el empeoramiento de las condiciones laborales y la llegada de colonialistas verdes: supuestos benefactores, como Elon Musk, que ocultan sus más recientes empresas hipercapitalistas tras el más delgado barniz de la recuperación medioambiental. La historia de Flint es similar, hasta en las ofertas de Musk para resolver sus problemas de infraestructuras.
Por supuesto, las fuerzas que actúan en interés del Estado y el capital pueden adoptar diversas formas. Los activistas del Common Ground Colective que prestaban ayuda de emergencia tras el huracán Katrina fueron acosados intensamente no sólo por policías racistas, sino también por habitantes blancos armados que aprovecharon la oportunidad para representar un escenario postapocalíptico del fin de los tiempos, con la aprobación tácita, y a veces la colaboración activa, de la policía.
La supervivencia, pendiente de la revolución
Lo que nos enseña el estudio de los sucesos desastrosos y de las condiciones desastrosas es que el cambio climático no es simplemente una consecuencia no intencionada de la producción capitalista, sino una crisis de la reproducción social (término que hace referencia a las estructuras sociales que se autoperpetúan y que permiten la supervivencia diaria y generacional, al tiempo que mantienen la desigualdad). Reconocer esto no sólo nos da una nueva perspectiva del problema, sino que también apunta a una fuente de esperanza. Es importante recordar que la vida de los pobres, los desposeídos y los colonizados no está determinada únicamente por el desastre. Implican, en todo momento, formas de supervivencia y persistencia, a menudo en forma de conocimientos y habilidades transmitidos de generación en generación. Como insiste el filósofo potawatomi Kyle Powys Whyte, aunque los pueblos indígenas están bastante familiarizados con el desastre en forma de cientos de años de intento de dominación colonial, a lo largo de esos cientos de años han desarrollado las habilidades para resistir y sobrevivir a desastres ordinarios y extraordinarios. La académica marxista-feminista Silvia Federici, por su parte, ha demostrado que el capitalismo lleva mucho tiempo intentando, sin éxito, erradicar violentamente toda forma de supervivencia no capitalista. En su ensayo de 2001 «Mujeres, globalización y movimiento internacional de mujeres», sostiene que «si la destrucción de nuestros medios de subsistencia es indispensable para la supervivencia de las relaciones capitalistas, éste debe ser nuestro terreno de lucha».
Esta lucha se produjo tras el terremoto de 1985 en Ciudad de México, cuando los terratenientes y especuladores inmobiliarios vieron la oportunidad de desalojar por fin a la gente de la que llevaban mucho tiempo queriendo deshacerse. Sus intentos de derribar las viviendas que ofrecían bajos rendimientos de alquiler y sustituirlas por costosos condominios de gran altura es un claro ejemplo del capitalismo de catástrofe en acción. Sin embargo, los residentes de la clase trabajadora se defendieron con gran éxito. Miles de inquilinos se manifestaron ante el Palacio Nacional para exigir al gobierno que tomara posesión de las viviendas dañadas y las vendiera a sus arrendatarios. En respuesta, se confiscaron unas 7.000 propiedades. Aquí, por tanto, vemos que los desastres extraordinarios no sólo crean espacio para que el Estado y el capital afiancen su poder, sino para la resistencia a estas mismas formas: una «doctrina del shock de izquierda», por adoptar la frase de Graham Jones. El desastre ordinario que es el capitalismo puede, de hecho, ser interrumpido por estos incidentes que, aunque horribles para la vida humana, también significan la ruina momentánea para el capitalismo. En un ensayo de 1988 titulado «The Uses of an Earthquake» (Los usos de un terremoto), Harry Cleaver sugiere que esto es particularmente probable en el colapso de la capacidad administrativa y de la autoridad gubernamental tras desastres extraordinarios. Este colapso es quizás aún más probable en lugares donde la gobernanza depende de la vigilancia, los datos y las tecnologías de la información.
Cleaver también señala la importancia de las historias de organización colectiva en los barrios afectados por el terremoto. Los supervivientes tenían vínculos organizativos, una cultura de ayuda mutua y expectativas de solidaridad. Los inquilinos sabían que se cubrían las espaldas mutuamente gracias a las relaciones que habían mantenido en el pasado. Este punto es crucial, ya que nos permite entender la comunidad del desastre no simplemente como una respuesta espontánea a desastres extraordinarios, sino más bien como el afloramiento de luchas cotidianas por la supervivencia y prácticas subterráneas de ayuda mutua. La experiencia de organizarse contra las catástrofes ordinarias del capitalismo dejó a los residentes bien equipados para hacer frente a una catástrofe extraordinaria.
De hecho, las relaciones de apoyo preexistentes han sido muy eficaces para sostener a las comunidades tras el paso del huracán María. Centros de Apoyo Mutuo es una red descentralizada de ayuda mutua basada en grupos, centros y prácticas ya establecidos, que ha distribuido alimentos, limpiado escombros y reconstruido las infraestructuras de la isla. Lo ha hecho más rápidamente y con mayor atención a las necesidades de los residentes que las redes de ayuda internacional y logística. Mediante una especie de bricolaje o «arte de arreglárselas con lo que se tiene a mano», los centros de ayuda mutua demuestran que los no especialistas pueden adquirir y compartir rápidamente herramientas y técnicas de supervivencia. Al hacerlo, también crean nuevas formas de solidaridad y vida colectiva que van más allá de la supervivencia.
«Esas tormentas han arrasado y destruido muchas cosas», afirma Ricchi, miembro de la red estadounidense Mutual Aid Disaster Relief. «Al derribar la red energética y cortar el acceso a alimentos y agua, dejaron a oscuras la isla de Borikén (nombre indígena taíno de Puerto Rico). Pero en esa oscuridad han despertado innumerables boricuas, que se quedan despiertos hasta tarde y vuelven a levantarse temprano, trabajando en reproducir la vida».
Esa vida no es sólo mundana: los grupos organizan fiestas, clases de baile y sesiones de cocina colectiva, para que los horizontes comunitarios se abran más allá de la desesperación.
En un sentido convencional y estrechamente económico, en estas situaciones hay escasez, aunque la escasez se ve cuestionada por la abundancia de vínculos sociales. Sin embargo, las catástrofes extraordinarias también pueden empujarnos a reconocer que la escasez es una relación social más que un simple hecho numérico: la forma en que se distribuyen los bienes y recursos determina quién puede utilizarlos. Tras el huracán Sandy, la «escasez» de herramientas se superó, no mediante la producción o adquisición de más, sino a través de una nueva organización. Las bibliotecas de herramientas se crearon como alternativa a las relaciones sociales individualizadas y mercantilizadas que dominan la sociedad capitalista. Nos muestran que no debemos precipitarnos al asociar el cambio climático con una mayor escasez.
Migración por catástrofes
A menudo, las comunidades se definen por su confinamiento en un lugar geográfico concreto, y las que hemos citado anteriormente sin duda encajan en esta categoría: responden a catástrofes extraordinarias en los lugares de esas catástrofes. Sin embargo, el cambio climático obliga a las personas a desplazarse de un lugar a otro, por lo que organizarse contra sus desastrosos efectos también requiere comunidades solidarias más amplias. El número de personas clasificadas actualmente como «desplazadas forzosas» asciende, según cifras de la ONU, a 68,5 millones. La aceleración de esta ola de desplazamientos es imposible de ignorar. Para 2050 se prevé que habrá 200 millones de personas «desplazadas por motivos medioambientales»: obligadas a desplazarse a causa de los desastres, tanto ordinarios como extraordinarios, que trae consigo un mundo que se calienta. Es decir, 1 de cada 50 habitantes del planeta.
En la actualidad, muchas personas se desplazan internamente, y sólo una pequeña parte viaja a Europa, Norteamérica o Australia. Sin embargo, a medida que el clima se desestabilice y las condiciones empeoren, muchos de los lugares que actualmente sirven de refugio se volverán inhabitables. Viajar a zonas de mayor latitud y cruzar las fronteras de las naciones más ricas que las ocupan se convertirá en algo cada vez más esencial para la gente. Vivir allí hace que uno sea menos vulnerable a las catástrofes, entre otras cosas porque los Estados-nación ricos están mejor equipados ―al menos financieramente― para mitigarlas. Es probable que la tendencia al desplazamiento global hacia el norte intensifique los esfuerzos para defender estas zonas: el asombrosamente autodenominado «complejo militar-medioambiental-industrial» ya está tramando nuevas formas de violencia para defender las fronteras. Los esfuerzos comunales para combatir esa violencia constituirán algunas de las luchas más importantes contra el desastre climático.
Mientras escribimos estas líneas, varias instalaciones del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas en Estados Unidos están siendo bloqueadas, en el marco de un intento a escala nacional de interrumpir sus operaciones de redada y deportación. En el Reino Unido, los activistas han logrado hacer retroceder los intentos del gobierno de extender la aplicación de las leyes de inmigración a las escuelas, en el marco de su política de «entorno hostil». En Glasgow, en la década de 1990, un programa de amistad que emparejaba a inmigrantes recién llegados con la población local tuvo tanto éxito que las comunidades de clase trabajadora se movilizaron para obstruir las redadas de madrugada destinadas a deportar a sus nuevos amigos y vecinos. En nuestra opinión, éstas también son comunidades del desastre, y no son menos importantes que las de Ciudad de México después de 1985 y Nueva Orleans después del huracán Katrina.
Estas comunidades catastróficas son, pues, atisbos de esperanza: microcosmos de un mundo configurado de otro modo. Una reproducción social orquestada no a través del trabajo asalariado, las mercancías, la propiedad privada y toda su violencia asociada, sino a través del cuidado, la solidaridad y la pasión por la libertad. Lo ordinario, insisten, no es un hecho.
El paraíso contra el infierno
Esta esperanza es vital, pero con demasiada frecuencia nos mata. Necesitamos algo más que microcosmos, entre otras cosas porque tales experimentos también pueden ser valiosos para el capital. Aquí es importante señalar que el capital no es homogéneo: lo que es bueno para algunos capitalistas es malo para otros, y lo que es malo para los capitalistas individuales durante un corto período de tiempo puede ser bueno para el capital a largo plazo. Así, mientras que las comunidades afectadas por catástrofes pueden suponer malas noticias para algunos capitalistas y agentes estatales, otros tratarán de explotarlas en busca de valor. Como nos recuerda Ashley Dawson, el Departamento de Seguridad Nacional de EE. UU. elogió los esfuerzos de socorro de influencia anarquista de Occupy Sandy después de que el huracán de 2012 arrasara Nueva York. Al hacer tan bien lo que las fuerzas del Estado y del mercado no podían hacer, los proyectos de Occupy mantuvieron la vida social, dando a estas fuerzas algo que recuperar una vez que se restableció el statu quo. Y lo hicieron sin coste directo para el Estado.
Esta visión es parcial, por supuesto, y no tiene en cuenta el valor pedagógico de las comunidades del desastre. En su forma más poderosa, este valor es simultáneamente negativo y positivo: el «sí» rotundo a esas otras formas de vida grita «no» al desastre ordinario del capital. La reproducción social fomentada es un cambio de dirección: un intento de reproducirnos de otro modo y de resistirnos a una vuelta a lo de siempre que dejaría exhaustos nuestros cuerpos y nuestro ecosistema.
Esto lo vemos claramente en muchas de las comunidades de damnificados que surgen en respuesta a las fronteras. Como tan brillantemente demuestra Harsha Walia en Undoing Border Imperialism, estas comunidades no se limitan a ayudar a la gente a mitigar la violencia de la frontera, sino que se oponen al propio concepto de frontera, tal y como se expresa sucintamente en la demanda generalizada de No Borders. De hecho, esta misma frase evoca la afirmación y negación simultáneas en las que insistimos: oponerse a una faceta de este mundo mientras se describen características del siguiente. Es una operación contra el infierno y en el infierno.
Esa negación tendrá que ir, sin duda, más allá de la comodidad asociada a las nociones dominantes de comunidad. Cuando se hizo frente a esos policías racistas tras el huracán Katrina, el Common Ground Collective recurrió a la autodefensa armada inspirándose en los Panteras Negras y otros grupos radicales. Los conflictos tampoco serán sólo externos: el CGC también tuvo que lidiar con simpatizantes que parecían más interesados en el turismo de catástrofes que en sus esfuerzos de ayuda. Las comunidades afectadas por catástrofes no estarán libres del cúmulo de violencia que constituye la catástrofe cotidiana: la misoginia, la supremacía blanca, el clasismo, el capacitismo, el racismo y las numerosas formas de opresión que se entrecruzan se filtrarán, lamentablemente, en su organización. Las comunidades afectadas por catástrofes tendrán que aprender a resolver las cosas de otro modo, movilizando herramientas sociales y procesos de rendición de cuentas que muchos activistas ya están desarrollando en la actualidad.
El paraíso más allá del infierno
El capitalismo se siente cómodo con la comunidad. Con demasiada frecuencia, el término se utiliza para etiquetar la resistencia que el propio capitalismo necesita para sobrevivir a los desastres ordinarios y extraordinarios. Comunidad define a la colectividad despojada de todo poder transformador.
No podemos abandonar por completo el concepto de comunidad: tal propuesta sería inútilmente idealista, dado el uso generalizado del término. Pero referirse a comunidades del desastre como las comentadas anteriormente simplemente como «comunidades» es negar su potencial, atándolas a un presente en el que siempre son admirables, pero nunca transformadoras.
Y por eso insistimos en el comunismo.
Mientras que el comunismo suele apoyarse en la abundancia material creada por la producción capitalista, el comunismo del desastre se basa en la abundancia colectiva de las comunidades del desastre. Es una apropiación de los medios de reproducción social. No podemos esperar, por supuesto, que todos y cada uno de los resultados sean inmediatamente comunistas (la propiedad privada no fue abolida en aquellas comunidades de Ciudad de México en 1985, por ejemplo). Nuestro uso del término señala la amplia ambición y funcionamiento de un movimiento más allá de manifestaciones y resultados específicos, su extensión por el espacio y su existencia continuada más allá de desastres extraordinarios. Nombra la ambición de cimentar nada menos que el mundo entero en la abundancia que se encuentra en la reproducción social de la comunidad del desastre. Como tal, cumple la definición de comunismo que nos ofrece Marx: «el movimiento real que suprime el actual estado de cosas».
El comunismo del comunismo del desastre, por tanto, es una movilización transgresora y transformadora sin la cual la catástrofe del calentamiento global no se detendrá. Es, al mismo tiempo, una forma de deshacer las múltiples injusticias estructurales que perpetúan el desastre y sacan fuerzas de él, y una puesta en práctica de la capacidad colectiva generalizada de resistir y prosperar en un planeta que cambia rápidamente. Es enormemente ambiciosa, ya que requiere la redistribución de los recursos a varias escalas, reparaciones por el colonialismo y la esclavitud, la expropiación de la propiedad privada de los pueblos indígenas y la abolición de los combustibles fósiles, entre otros proyectos monumentales. Está claro que aún no hemos llegado a ese punto. Pero, como señaló Ernst Bloch, ese «todavía no» también está en nuestro presente. En las respuestas colectivas al desastre descubrimos que muchas de las herramientas para construir ese nuevo mundo ya existen. Cuando Solnit habla de esa emoción «más grave que la felicidad» que anima a la gente tras la catástrofe, vislumbra «quiénes podemos ser y en qué otra cosa podría convertirse nuestra sociedad». En medio de las ruinas, dentro de la terrible apertura de la interrupción, enfrentados a las condiciones que producen y tratan de capitalizar esa interrupción, estamos cerca del cambio completo, de la generalización del conocimiento de que todo ―y todos― podría aún transformarse. En otras palabras, en la respuesta colectiva al desastre vislumbramos un movimiento real que aún podría abolir el actual estado de cosas.