En Londres, en 1969, en un cementerio de severas lápidas victorianas, por nombre Highgate, el alucinado David Farrant, infatigable buscador de espectros, se topó al fin con un fantasma. Al parecer, no fue el único. Durante las semanas siguientes, y ante una misiva que Farrant envió al diario Hampstead and Highgate Express, decenas de voluntariosos declararon haber visto ciclistas espectrales, grávidas mujeres en sus ajados vestidos de boda, rostros terroríficos y acechantes, pálidas figuras que caminaban sobre el agua y otras fantasmagorías tirando a inverosímiles. Un alucinado de mayor erudición, el autoproclamado exorcista Sean Manchester, identificó el origen de ese mosaico de ultratumba: las perturbaciones provocadas por un “rey de los muertos vivientes”, un legendario vampiro medieval arrojado allí en el siglo XVIII, antes de la construcción del moderno cementerio —hipótesis explotada por Fred Vargas en su novela Un lugar incierto—. Vaya por delante que ni Farrant ni Manchester, dos payasos turbulentos a los que la policía ha detenido en varias tentativas de profanación de tumbas — equipados, eso sí, con la inefable ristra de ajos— me interesan lo más mínimo. Son un cebo para improbables lectores, una excusa gótica. Los hechos que me interesan realmente transcurrieron casi cien años antes de sus lerdas incursiones en lo paranormal, en un 17 de marzo de 1883, en un cementerio de Highgate más o menos libre de supercherías, bajo la previsible lluvia londinense, durante el entierro de Karl Marx. Entre nueve y once personas —los historiadores no se ponen de acuerdo— asistieron a las exequias: amigos, familiares y líderes políticos presenciaron allí el grave discurso de Engels, que comienza así: “El 14 de marzo, a las tres menos cuarto de la tarde, dejó de pensar el más grande pensador de nuestros días”. Su dolor y admiración se prodigan en varios párrafos, de los que me interesa rescatar una frase de enorme fuerza: “Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana”. Es fácil tomar esto por un mero énfasis o aceptarlo como dogma de fe; resulta más complejo tratar de entenderlo.
Es evidente que, en 1883, Engels creía a pies juntillas en esta sentencia. Tanto él como Marx elogiaron la obra de Darwin —aunque es falso que este último llegara a considerar dedicarle El Capital— en la que veían tanto el poderío del ciencia frente a la superstición cristiana como una confirmación de sus propias teorías. En una carta de 1862, Marx escribió a Engels: “aunque está desarrollado al tosco modo inglés, este es el libro [se refiere, por supuesto, a El origen de las especies, que Marx había adquirido en 1859] que, en el campo de la historia natural, proporciona las bases para nuestros puntos de vista” —debe matizarse que Marx, como buen y contumaz hegeliano, ofreció resistencia ante la idea de que la evolución se basara en procesos aleatorios, si bien acabó aceptándola a regañadientes—. Sin embargo, resulta más bien ocioso preguntarse si Marx hubiera suscrito la sentencia de Engels —la altísima estima que tenía de sí mismo; estima que, por otra parte, no resulta extraña en un hombre que a los veinticuatro años fue descrito por Moses Hess como “Rousseau, Voltaire, Holbach, Lessing, Heine y Hegel fundidos en una sola persona”, unida a su fascinación por las ciencias naturales, parecen apuntar a que sí—: más vale dilucidar si su obra la justifica.
La ley del desarrollo de la historia humana que Engels menciona habría sido sintetizada por Marx en apenas un párrafo vertiginoso, considerado por muchos como la mejor exposición del llamado materialismo histórico —expresión que fue acuñada por el marxista ruso Plejánov, y bajo cuya amplia ala se han cobijado teorías de lo más diverso. Como la bestia apocalíptica, el materialismo histórico posee mil caras—. El célebre fragmento, tomado del prólogo de su Contribución a la crítica de la economía política de 1859, comienza así: “en la producción social de su existencia, los hombres contraen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales…”. Me resisto a copiar su totalidad, baste decir que lo que sigue es el consabido esquema estructura (las relaciones de producción, erigidas sobre un cierto nivel de desarrollo de las fuerzas productivas) — superestructura (las construcciones jurídicas, filosóficas y artísticas emanadas de la primera). En su imprescindible La teoría de la historia de Karl Marx: una defensa, el filósofo analítico Gerald A. Cohen, vindicador de lo que definió como Marx without bullshit; un Marx científico, despojado de sus oropeles hegelianos; defendió que puede esbozarse una teoría completa del desarrollo histórico a partir de tan somero párrafo. De acuerdo con Cohen, Marx habría postulado dos tesis a través de la interacción de tres elementos —fuerzas productivas, relaciones de producción y superestructura—:
- 1. Las fuerzas productivas —identificadas con el progreso tecnológico— tienden a desarrollarse a lo largo del tiempo.
- 2. Las relaciones de producción se modifican en función del desarrollo de las fuerzas productivas.
De ello se deriva una tercera tesis, a saber: que la superestructura es un andamiaje ideológico construido sobre lo anterior, intrínsecamente más voluble y totalmente condicionado por este. A pesar de que el pensamiento de Cohen, de cadencia elegante y gran claridad analítica, resulta cautivador, esta postura —que llamaremos, siguiendo a César Rendueles, materialismo estricto — posee importantes espacios de sombra — muy especialmente en el ámbito empírico—. El filósofo español plantea dos: la caracterización del Neolítico por parte de los científicos Jared Diamond y Colin Trudge como un escenario de desesperada adaptación, de ominosas consecuencias, a una serie de transformaciones climáticas de gran envergadura; y el hecho, destacado por Eric Hobsbawm, de que los avances tecnológicos que dieron origen a la Revolución Industrial fueron triviales en comparación con su auténtico motor: una virulenta y opresiva reconfiguración de la vida económica, especialmente de la organización del trabajo. Schumpeter, por su parte, añade que el origen del feudalismo en Francia debía más a la hegemonía militar de los nobles francos que a transformaciones en las fuerzas productivas.
Es probable que Cohen, un filósofo perspicaz cultivado en la mejor tradición analítica, hubiera rechazado la sentencia de Engels que nos ha llevado hasta aquí. Sin embargo, no cabe duda de que el colaborador de Marx —el historiador Jonathan Sperber destaca que Engels se hallaba en aquella época profundamente influido por un espíritu positivista y una fe desmesurada en las potencialidades de la ciencia. Uniendo esto a su fascinación por la capacidad explicativa de la dialéctica, resulta comprensible que llegara a afirmar, en un pasaje del Anti-Dühring, que su método buscaba nada menos que «una ciencia de las leyes generales del movimiento y la evolución de la naturaleza, la sociedad humana y el pensamiento»— se refería exactamente a esto cuando mencionaba la ley del desarrollo histórico descubierta por su amigo. Semejante interpretación estaba lejos de resultar extravagante a sus contemporáneos: en 1872, un autor ruso de nombre desconocido había reseñado el primer tomo de El Capital, recién traducido a su lengua, con las siguientes palabras: “Marx considera el movimiento social como un proceso histórico-natural dirigido por leyes que no solo son independientes de la voluntad, la consciencia y la intención de los hombres, sino que además, y a la inversa, determinan la voluntad y la conciencia de los hombres”. A esta última, señala, le corresponde un papel “tan subordinado” que apenas merece tenerse en consideración. Es difícil no sentirse abrumado ante tan asfixiante determinismo, ante esta ontología de los objetos —el materialismo más estricto puede caracterizarse como una suerte de “monismo objetual” (Rendueles) en el que estos (los objetos) poseen primacía ontológica— en que el ser humano es poco más que un marioneta con ínfulas, que se contonea espasmódicamente, ebria de falsa autonomía, mientras sigue los caminos trillados por unas “leyes independientes de la voluntad, la consciencia y la intención”. Parecería comprensible que Marx hubiera reaccionado ante este exceso. Lejos de hacerlo, escribió: “¿qué es lo que ha representado [el autor de la reseña] sino el método dialéctico?”.
Hasta ahora hemos podido ver que, por un lado, la obra de Marx, como Cohen demuestra magistralmente, permite una interpretación muy próxima al aserto de Engels (1) y que el propio Marx llegó a identificar esta interpretación con el (auténtico) método dialéctico (2). Las resonancias de estos hechos son amplias; su contenido, en forma de unas leyes de acero de la historia, atraviesa las doctrinas de la Segunda Internacional —la influencia de Engels sobre sus principales líderes es inmensa—, es encumbrado en la URSS —esto no deja de ser extraño: el éxito de una revolución comunista en un país escasamente industrializado debería más bien haber enfatizado el poder de la subjetividad frente al sordo desarrollo de las fuerzas productivas — y, si bien parece languidecer en manos de los frankfurtianos y Gramsci, resurge en los 60, ajado y dogmático, en la obra de Althusser —quien, poco antes de morir, reconoció sin pudor desconocer las aportaciones fundamentales de la filosofía de la ciencia (Frege, Carnap, Russell, Whitehead, Wittgenstein, etc), algo sin duda desconcertante para el más adusto y dogmático defensor del marxismo como método científico, o, más bien, como el único método realmente científico—. Pero esta es solo la mitad de la historia. En primer lugar, suele olvidarse que el párrafo que supuestamente representa una síntesis preclara del materialismo histórico es parte de una obra fallida —la mencionada Contribución a la crítica de la economía política— y que su exposición atropellada, inverosímilmente sintética, es el fruto de una deliberada poda. Engels, siempre atento a las labores intelectuales de su colega, argumentó que los elementos hegelianos —y muy especialmente aquellos extraídos de una obra tan oscura como la Ciencia de la lógica—, tan caros a Marx a la hora de referirse a los procesos de desarrollo histórico, resultarían difícilmente comprensibles en la Inglaterra de mediados del siglo XIX. El resultado es un fragmento deslumbrante pero marginal, que Marx dudosamente hubiera considerado una parte central de su obra.
En segundo lugar, los intentos teóricos de describir el modo en que interactúan los tres elementos —fuerzas productivas, relaciones de producción y superestructura— incurren abundantemente en la falacia del funcionalismo. Esta consiste en imaginar que un conjunto de elementos forman una totalidad armónica en la que cada uno de ellos interactúa eficazmente con los demás en aras de promover determinados intereses compartidos. O, dicho de otro modo: que cada una de las partes resulta beneficiosa para el todo, y que este proceso es explicativo. Esto puede funcionar para la visión romántica del modo de estilo de combate espartano enunciada por Leónidas-Gerard Butler en 300, pero en la realidad social los jorobados que socavan la armonía aparecen constantemente bajo las formas del conflicto y la contingencia. Dicha postura funcionalista ha sido presentada bajo los ropajes de la dialéctica, pero a menudo no hay en ella más contradicción que la existente entre las manecillas de un reloj y sus mecanismos internos, o entre la composición molecular de un martillo y sus propiedades físicas —véanse, por ejemplo, las doctrinas althusserianas sobre la reproducción social—. Por otro lado, “también la segunda característica de la explicación funcional —la índole explicativa de sus funciones— es falsa” (Rendueles). Los efectos funcionales de un elemento no pueden ser al mismo tiempo su causa, por el sencillo motivo de que las causas anteceden a los efectos. Puede decirse que el control de las tierras francesas por parte de la nobleza militar franca tuvo como consecuencia el desarrollo del feudalismo, pero es ilegítimo inferir que el desarrollo del feudalismo fue la causa de la usurpación de las tierras por parte de los francos. Esto tiene infinitas variaciones: puede decirse que el puñetazo que X descargó violentamente sobre el desagradable rostro de Y tuviera como consecuencia el fin de su amistad, pero no puede decirse que el fin de su amistad fuera la causa de la agresión —posiblemente más relacionada con la susceptibilidad de X, su estúpida propensión a la violencia o su generoso uso de los estupefacientes, quizás con la insoportable tendencia de Y a soltar comentarios hirientes—. Cabe añadir que el abundante uso de este tipo de descripciones en el ámbito de la biología es igualmente falaz: puede que el efecto del surgimiento del pulgar oponible fuera —y de hecho fue— la mayor capacidad de adaptación de un organismo determinado, pero su causa estriba en una mutación genética aleatoria, no en el ambicioso plan de un demiurgo comprometido con la evolución. Tampoco se aprendió a manipular el fuego para deleite de unos futuros e improbables pirómanos gallegos.
Soy consciente de que esta última argumentación parece guardar escasa relación con el objeto que nos ocupa. Probar las inconsistencias de una determinada teoría no demuestra en absoluto que Marx la defendiera o no, a menos que se participe de la piadosa opinión de que el filósofo de Tréveris tuvo la extraña virtud de acertar en todo, desde la elección de vestuario hasta la sentencia más discutible, pasando por las lecturas veraniegas. Si esta diatriba contra el funcionalismo resulta destacable es solamente porque Marx, si incurrió alguna vez en esta falacia, lo hizo con mucha menos frecuencia que algunos de sus voluntariosos discípulos. Sus escritos historiográficos —como El 18 de Brumario de Luis Bonaparte o La guerra civil en Francia— esbozan el fresco vibrante de una época rasgada por contradicciones y antagonismos, no los monótonos mecanismos de un engranaje perfecto, ni un juego de sombras contoneándose sobre una realidad mucho más sustancial. Los elementos ideológicos y culturales, y, más especialmente, los conflictos derivados de las contradicciones sociales, tienen un lugar central en su obra, que va mucho más allá del análisis del desarrollo tecnológico y sus —sin duda centrales — consecuencias. Es más: de acuerdo con el Manifiesto Comunista, el motor de la historia es la lucha de clases, no el progreso técnico.
Schumpeter —que escribió los dos tomos de su fascinante Capitalismo, socialismo y democracia en una época en que los grandes teóricos liberales se dedicaban a leer a Marx y tratar de refutarlo en lugar de convertirlo en una extraña mezcla de presunción, idiocia y radicalismo criminal— defendió que “la interpretación económica de la historia [desarrollada por Marx] no significa que los hombres actúen, consciente o inconscientemente, total o primordialmente por motivos económicos. Por el contrario, un elemento esencial en su teoría […] es la explicación del poder e influencia de los motivos no económicos […] Marx no sostenía que las religiones, la metafísica, las escuelas de arte, las ideas éticas y las voliciones políticas fuesen reducibles a motivos económicos ni que careciesen de importancia. Únicamente trató de describir las condiciones económicas que las configuran y que explican su orto y ocaso”. La ausencia de esclavismo en las sociedades de cazadores-recolectores se explica porque el estatus de esclavo era inconcebible en un estadio caracterizado por el nomadismo y la economía de subsistencia. Sin embargo, el advenimiento de las sociedades agrarias aumentó la cantidad de trabajo necesaria para asegurar la supervivencia, a la vez que creaba un excedente de producción y población. No es extraño que la propensión de los seres humanos —menor, es cierto, que la de otros primates— a la jerarquía (Singer) junto con la tendencia a deshumanizar al Otro (Lévi-Strauss) convergiesen en ese contexto para crear sociedades esclavistas. Elementos como el ardor aventurero serán más fácilmente localizables en sociedades que viven en un entorno de escasez crónica, como las vikingas. Su escatología del alma individual —en la que el guerrero caído en combate iría encontrarse con dioses y héroes en el Valhalla— es congruente con la necesidad de saquear y guerrear para asegurar la subsistencia —de forma análoga, el desarrollo particularmente exitoso del capitalismo escandinavo explica por qué los socialdemócratas suecos no organizan ambiciosas expediciones de pillaje contra las costas británicas, o por qúe los islandeses prefieren hoy en día la poética sobria del ajedrez a las beligerantes kennigar—. Sin embargo, los motivos económicos no pueden explicar que Hugin y Munin, los cuervos de Zeus, representasen el pensamiento y la memoria, ni que el dios se arrancara un ojo a cambio de conocimientos. El progreso técnico y la estructura feudalposibilitaron la construcción de catedrales, pero dicen poco sobre la tétrica morfología de las gárgolas. La llamada concepción materialista de la historia es epistemológicamente poderosa, pero no un sistema omniexplicativo. La lucha de clases y la capacidad de construir naves espaciales difícilmente explican mi compulsiva propensión a tocarme la oreja. Por otro lado, el ya trillado ejemplo de los nobles francos demuestra que las luchas de clases tienen un papel central en la reconfiguración de la vida productiva, y son, por lo tanto, un elemento fundamental de la concepción materialista. Tampoco cabe duda de que el imperativo de Yahvé “tomad la tierra y sojuzgadla” ha tenido una notable influencia en la relación de las sociedades judeocristianas con la naturaleza. De hecho, lo realmente singular del pensamiento marxista es “ligar esas dos ideas (la lucha de clases [con todos sus complejos componentes culturales e ideacionales] y el modo de producción) entre sí para producir un escenario histórico que resulta realmente novedoso” (Eagleton), por lo que no puede presentarse el pensamiento de Marx como determinismo tecnológico más o menos sofisticado.
La mayoría de los seres humanos que han existido a lo largo de la historia no emularían las muchas tonterías que Robinson Crusoe, símbolo privilegiado del individualismo burgués, realiza a lo largo del libro. Si el imbécil de Robinson trata de poner en marcha descabellados proyectos en lugar de tumbarse a la bartola es porque su perturbada conciencia — enfermizamente productivista— le empuja a ello. Como Marx enfatizó en numerosas ocasiones — en términos más arduos, eso sí— no existe una suerte de individuo prepolítico instintivamente comprometido con los valores de la burguesía—como se asume habitualmente en la filosofía de, por ejemplo, Locke— sino seres sociales cuya conciencia ha sido configurada por la estructura de la sociedad burguesa—Aristóteles, por ejemplo, despreciaba la poiesis (el tipo de acción orientada a una finalidad, característica de la artesanía y la agricultura, esto es, lo que hoy conoceríamos como trabajo) en pro de la praxis el tipo de acto que encuentra en sí mismo su finalidad (telos). Esa posición, característica de los ciudadanos atenienses, no puede estar más alejada de la nuestra—. La potencia explicativa del materialismo histórico es, en aquí crucial, especialmente porque el capitalismo tardío obra este tipo de cortocircuito de forma particularmente sutil: el individuo atomístico y egoísta postulado como verdad antropológica eterna —ya presente en el Estado de Naturaleza— toma cuerpo en un mundo-mercado donde el individuo se redefine constantemente en su interacción con la vorágine imparable del consumo. Depués de disolver todo lo sólido en el aire, tras atomizar la vida social en la voracidad disolvente y lisérgica del mercado, el capitalismo tardío clama: “¿Lo veis? Os lo dije: el capitalismo no es más que el reflejo institucional de una naturaleza humana inmutable”. Como señala Daniel Bernabé en su reciente y polémico ensayo La trampa de la diversidad, “si todos somos una suma inacabable de especificidades [que se articularán en forma de una pluralidad demencial de identidades sociales que tiene su reflejo material en la pluralidad de preferencias consumistas y el carácter incremental de estas] entonces no puede haber un nosotros”. Más paradójicamente, el nosotros del capitalismo tardío es un proceso incrementativo de reificación que sentencia que no puede haber un nosotros.
Me gustaría acabar señalando que en este artículo he desarrollado, de forma más o menos libre, dos líneas teóricas disímiles aunque complementarias: la exágesis marxista y la filosofía de las ciencias sociales, cuya interacción ofrece tanto vastas y fecundas líneas de análisis como graves problemas —que aquí se han omitido y que intentaré describir, al menos parcialmente, en artículos posteriores—. En lo que a este respecta, confío en haber esbozado, más o menos acertadamente, ciertos argumentos pertinentes en defensa de las siguientes tesis: que concebir el materialismo como una ley del desarrollo histórico semejante a la teoría de la evolución es un exceso dogmático y desgarrado por contradicciones e insuficiencias (1) y que la obra de Marx, a pesar de parecer prestarse a ello en ciertos puntos, no justifica esta aproximación (2) —por lo que la teoría de la historia de Marx no es un determinismo tecnológico —. De hecho, algunos pasajes de Marx enfatizan que la revolución constante de las fuerzas productivas —lo que Schumpeter llamaría “destrucción creativa”— es una característica del capitalismo, no de cualquier sistema social; y otros destacan la importancia crucial de los factores ideacionales y culturales en el desarrollo del capitalismo —partiendo de esto, Schumpeter llega a postular la total compatibilidad entre los postulados marxistas y los desgranados por Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, tema espinoso que posiblemente merezca otro artículo al menos tan aburrido como este—. Por otro lado, no querría que la crítica al determinismo tecnológico desdibujara las diferencias entre una obra fundamental como la de Cohen, de enorme interés epistemológico, y la obsesión cientifista de obtusos como Plejánov, cuya obra de 1895 En defensa del materialismo. El desarrollo de la visión monista de la historia establece una —delirante— continuidad directa entre Marx y Darwin. Ni, por supuesto, despreciar la enorme potencia —heurística y política— de una de las ideas más brillantes de Marx, esto es, las fricciones y contradicciones derivadas del desarrollo de las fuerzas productivas y su decisiva influencia sobre las relaciones de producción (cuya dignidad teórica demuestra Cohen sobradamente, y que hoy en día resulta diáfana en los problemas relativos a la propiedad intelectual). Tampoco querría ser injusto con Engels, cuya humanidad incomparable —no conozco otra amistad con mayores muestras de afecto, entrega y devoción que la que lo unió con Marx— y altura intelectual merecen ser reivindicadas, y al que prácticamente he presentado como un tonto fervoroso. Créeme, Friedrich, no era mi intención.