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Historias de la infamia: Dietrich Eckart

Con la sangre al borde de la cintura, con la sangre —algunas veces— al borde de la boca, como escribe Blas de Otero en Crecida, avanzaba Europa en 1918. En la Mitteleuropa y el Bósforo, los viejos imperios se derrumban; Francia, Italia y Gran Bretaña reciben a sus combatientes destrozados; la vieja Alemania se cae a pedazos. En Berlín, una revolución social hace huir al Káiser; desde Moscú y Petrogrado se levanta una aurora roja. En España se vive el Trienio bolchevique, los obreros de Turín toman las fábricas; un joven Gramsci observa. 

Los soldados alemanes —obreros con uniforme— habían puesto fin a una guerra inviable. En septiembre, la devastación social y económica llevan a los generales Hindenburg y Ludendorff a recomendar a su gobierno el armisticio; el lunático Scheer, dirigente del Marineleitung —alto mando de la Marina Real alemana— pretende enfrentarse una última vez a la Royal Navy; los soldados se niegan; un motín en Wilhemshaven socava la posibilidad de combatir; la represión del almirantazgo se ceba sobre ellos; los marineros responden al fuego; un oficial muere; la rebelión ha estallado. Organizados en consejos y unidos a los obreros metalúrgicos, los soldados deponen a sus oficiales, ocupan los barcos, liberan a sus prisioneros y toman el control de la base de Kiel. La chispa de la revolución se extiende por Alemania: las huelgas de solidaridad paralizan el país, los soldados se rebelan contra los oficiales, el hambre y la miseria aprietan y las reivindicaciones obreras resuenan desde las costas del Báltico hasta la frontera suiza. En Brunswick, una revolución social expulsa al Gran Duque y proclama la República Socialista; en Baviera, un consejo de soldados, obreros y campesinos proclama igualmente, huido el rey Luis III, la República Soviética. Cuando la ola roja llega a Berlín —en cuyas barricadas combatirá un joven Marcuse—, el Káiser abdica y huye, y un aterrorizado Von Baden, a la sazón canciller, inviste como sucesor al socialdemócrata Friedrich Ebert. Al poco, mientras el siniestro ministro imperial Scheidemann proclama desde el Reichtag la república burguesa, Karl Liebknecht anuncia desde el Palacio Real una República Libre y Socialista. No podrán parar la marcha de la historia: esto no es solamente un eslogan político o un acto de fe; sino, en ocasiones, una sensación imparable, cuando el viejo orden se resquebraja y el tiempo homogéneo y vacío —el tiempo de la burguesía, según Walter Benjamin— se abre al Acontecimiento. 

Pero esta no es toda la historia. Olvidemos, de momento, la traición de los socialdemócratas, su alianza con los siniestros Freikorps y otras fuerzas reaccionarias —la otra Alemania de la que hablaremos—, el cadáver de Rosa Luxemburgo arrojado al Landwehr Canal. Olvidemos también cómo las sensaciones imparables son a menudo espejismos. Debemos echar un vistazo a la otra Alemania. La Alemania de Göring, el tempestuoso héroe de guerra que, tras la rendición, se había negado a entregar su avión a los aliados. La Alemania del alucinado Ernst Jünger, que en Tempestades de acero describiría la contienda—una picadora de carne humana sin apenas resquicios para la poesía— como una gloriosa gesta medieval. Toda una Alemania ultranacionalista y antisemita, reaccionaria y romántica, enfebrecida y humillada, que veía en los soldados alemanes el resplandor lejano de los caballeros teutónicos, se enfrentaba ahora a la larga penitencia de la derrota —dramáticamente agravada, en 1919, por la vejación material y simbólica que supuso el Tratado de Versalles—. 

Una consideración psicológica es pertinente aquí. Los tipos que tienden a verse a sí mismos como superhombres no aceptan fácilmente los hechos que apuntan contra esa imagen. Miren a Göring, furioso y desbocado, huyendo en su caza para escamotearles unos cuantos aviones a los aliados. Los grupos que sobreviven reproduciendo este tipo de ideas serán, asimismo, poco sensibles a la realidad. Entre los hechos brutos y el orgullo nacional incorrupto, que se jodan los hechos. Así nacería la llamada Dolchstosslegende (leyenda la puñalada por la espalda) —no sé alemán, solo lo copio por su fabulosa prolijidad— que resonaría con fuerza en la Alemania de entreguerras. Su esquema básico es el siguiente: el glorioso Ejército Alemán, cuerpo armado de la patria, no fue derrotado militarmente. Es más, iba ganando la guerra, entre el sudor y el heroísmo —al fin y al cabo, las tropas americanas, británicas, francesas, etc, todavía no habían puesto un pie en Alemania—. Sin embargo, un enemigo escurridizo y letal, una suerte de Antipatria, apuñaló su espalda descubierta. La Antipatria son, por supuesto, los judíos, los socialdemócratas y los comunistas. Esta es la versión más extrema del mito; y, si bien existen otras vagamente más realistas, todas coinciden en un hecho: la causa de la derrota no fue militar y exógena, sino política y endógena. El sabotaje interno —a menos de izquierdistas y judíos— impidió que Alemania respondiera a la llamada patriótica con la altura necesaria. Sirva para evaluar el grado de perturbación psicológica —negación, diría un psicoanalista— que el laureado general Ludendorff —sí, aquel que había recomendado el armisticio a su gobierno, dispuesto a aceptar las condiciones del presidente americano Wilson— llegó a suscribir plenamente esta teoría.

Asumiendo este contexto, la mayor parte de narraciones del origen del nazismo nos hablan de siniestras cervecerías bávaras, de soldados mutilados y con el orgullo en carne viva, de adolescentes embrutecidos y obreros desesperados. Una masa de fanáticos resentidos, efervescente y miserable. Sin embargo, a menudo olvidan el cristal de Bohemia y los licores caros, las lámparas suntuosas y la prosa sofisticada, los elegantes salones burgueses donde —también y decisivamente— se incubó la bestia. 

Entremos, pues, en uno de ellos. Se abre la puerta —de madera noble, por supuesto— y aparece en su estudio, frente a una máquina de escribir en hirviente actividad, un hombre de rostro porcino y ojos despiadados. Se llama Dietrich Eckart —no confundir con Meister (Maestro) Eckart (Eckhart, más habitualmente) de Hochheim, fascinante místico bajomedieval, profesor de la Universidad de París acusado de herejía—, poeta y dramaturgo; y es, al menos, una de las dos o tres figuras más importantes en el origen del nazismo. Y la más olvidada, sin duda. Los nombres de Göring, Röhm, Himmler, Goebbels, etc, toda la siniestra cofradía de jefazos nazis, nos resultan repugnantemente familiares. El de Eckart vive sin embargo en un olvido intermitente. Es cosa de académicos y entendidos —también, en ocasiones, de diletantes como yo—, escasamente popular. Y, como sin duda hubiera merecido un capítulo en la borgiana Historia universal de la Infamia, merece que saquemos a la luz su nombre y su vergüenza. 

Nacido en Neumarkt, Alto Palatinado, e hijo de notario, el joven Eckart cursó estudios de Medicina. Sin embargo, su vocación se hallaba en otro sitio, y pronto comenzó a trabajar como periodista en varios medios, hasta que la muerte de su padre y la consiguiente herencia le permitieron trasladarse a Leipzig, primero; y Ratisbona, después. Tras dilapidar el dinero paterno, en 1899 se mudará a Berlín, sin trabajo ni ahorros.  Allí, en una capital cuya vida cultural siempre fue efervescente, Eckart se hará un nombre como poeta y dramaturgo. Escribe obras de diverso tipo e interpreta a Ibsen —Peer Gynt— con tal atino que su versión se convierte en la preferida por directores de todo el país. Con una posición económica saneada —incluso boyante— y un cierto renombre, se muda a Múnich en los albores de la guerra: 1913. Allí, mientras sigue la guerra con entusiasmo febril, entabla relación con los círculos más reaccionarios de la burguesía bávara. Cinco años después, en 1918, algunos de estos personajes habrán de crear un grupo esotérico y fatal, por nombre Sociedad Thule. Olvídense de Sigfrid, la eterna novia del Capitán Trueno, oriunda del fantástico lugar: la única vinculación con lo nórdico es, en este caso, una delirante mitología. La Sociedad Thule fue creada por Rudolf Von Sebonttendorf —pseudónimo de Alfred Rudolf Gauer— un alemán con la mente devastada por rosacruces y alquimia, numerología y astrología, masonería y misticismo sufí —básicamente, un ávido consumidor de paridas ocultistas (lo que será habitual entre los nazis y tanto juego ha dado a Indiana Jones)—. La Sociedad estaba consagrada a la reivindicación de la raza aria, que dotaba a una nación joven —poco más cuarenta años en este momento— y humillada de una gloriosa legitimidad: la de los arquitectos de la civilización, ni más ni menos; pues todo lo que de ella consideraban destacable habría sido creado por los arios. “Thule” es un lugar mítico que los geógrafos grecorromanos situaron en las gélidas tierras del Norte. En su Eneida, Virgilio menciona la Última Thule, el rincón más septentrional de este enclave de fantasía. La ariosofía —una serie de demenciales divagaciones sobre la raza aria, de cariz etnocristiano, que nació en el siglo XIX de la mano de Guido Von List y Jörg Lanz von Liebenfels— la proclamó capital de Hiperbórea, el mítico y remoto Norte de la mitología griega, donde habitan los hijos de Bóreas, el dios-viento. Los hiperbóreos estaban asociados con la inmortalidad, y se decía que Apolo, ansioso por rejuvenecer, conducía periódicamente hasta sus tierras en su formidable carro. Un mapa urdido en 1597 por Abraham Ortelius presenta Hiperbórea como un inmenso continente, que ocuparía todo el área polar. Allí ubicaron estos obtusos muchachos el origen de la raza aria, —aunque en otras ocasiones la derivan de la extinta Atlántida (la claridad teórica abunda entre ellos tan poco como la claridad moral), localizada, eso sí, más o menos por allí —por Hiperbórea, tal vez un poco más acá, donde a mí me salga de…—. De todos modos, es incorrecto imaginar la sociedad Thule como un grupo de chiflados con veleidades místicas. En rigor, se trataba de una organización de tamaño nada despreciable —unos 1500 miembros en toda Baviera— y mucho más interesada en defender a una inmaculada raza aria —que habría llegado a Alemania desde no importa demasiado dónde, pero un sitio fabuloso seguro— frente a judíos y comunistas que en abstrusísimas genealogías. En febrero de 1919, uno de sus miembros asesinó a Kurt Eisner, ministro presidente de la República Soviética de Baviera. La mística ultranacionalista y la virulencia frente a las hordas rojas y judías harían las delicias de Eckart, quien, con la publicación Auf gut deutsch En buen alemán—, creada en 1919, alcanza una amplia notoriedad. En su panfleto, Eckart se dedicaría principalmente a disertar sobre música, poesía medieval y el incomparable paisaje de la Selva Negra… No, es broma. Se dedicaba a expandir su ideario, un repugnante amasijo de antisemitismo, nacionalismo y misticismo.

Apenas un mes antes de que el panfleto de Eckart viera la luz, un hecho tan —aparentemente— anodino como —posteriormente— capital había sucedido. Se trata de la creación, el 5 de enero de 1919, del Partido Obrero Alemán (DAP) por Anton Drexler, miembro de la Sociedad Thule —sus miembros, pertenecientes en su mayoría a las clases dominantes, reconocen la necesidad de expandir sus mensajes entre las masas, y contribuyen decisivamente en la formación del DAP—. El Partido nace desde los escombros del Deutsche Vaterlandspartei—Partido de la Patria Alemana—, una efímera formación ultraderechista surgida en 1917 y que, en su momento álgido, llegó a tener 1.250.000 militantes, además de despertar poderosas simpatías —y algunas importantes adhesiones—en el muy reaccionario establishment militar alemán. Sus ideales eran idénticos a los de la Sociedad Thule —un nacionalismo völkisch obsesionado con la raza— solo que con menor carga esotérica. Las primeras reuniones del DAP, realizadas en tabernas, apenas contaban con unas decenas de miembros. Eran catarsis de cerveza y fervoroso racismo, aderezadas con un anticapitalismo primitivo y secundadas por pobres diablos que trataban de exorcizar sus penas con la mayor virulencia verbal posible. Sin embargo, Eckart no tardó en ver el potencial de este pequeño grupo de desesperados, cuyos ideales más extremos coincidían plenamente con los suyos. Empezó a acudir a las reuniones, y rápidamente se asentó como ideólogo y propagandista. Así y todo, algo lo mortificaba: a pesar de ser un panfletista afilado y temible, sus dotes oratorias dejaban mucho que desear. Acostumbrado a moverse en los elegantes salones de la burguesía; sus cultismos, su alemán refinado y ademanes graves no encajaban en las cervecerías proletarias. En un poema escrito durante la guerra, había dictaminado que la nación alemana necesitaría un Mesías —creencia que compartía con los miembros de la Sociedad Thule—, pero sabía perfectamente que ese no era su papel. Estaba esperando al redentor de la raza —“El Grande”, “El Innombrable”, “Aquel que todo el mundo puede sentir pero nadie ha visto”, así se expresaba en el poema, donde tambié especula en torno a que este Mesías sería un soldado corriente de mirada furiosa—, y acabaría por encontrarlo.

Lo que viene aquí es una macabra ironía de la historia. En mayo de 1919, el Ejército Alemán —cumpliendo las órdenes del ignominioso ministro socialdemócrata Gustav Noske— y los Freikorps derribaron el gobierno soviético de Baviera. Las nuevas autoridades, de corte reaccionario, pusieron rápidamente un marcha un plan de represión y vigilancia contra los grupos de izquierda. Y algún imbécil dio por hecho que un partido como el DAP, denominado obrero, sería a la fuerza un partido de izquierdas. Así, el 12 de septiembre de 1919, el Ejército envió a uno de sus mítines a un joven informante y pintor frustrado, por nombre Adolf Hitler. De pronto, este prodigio de odio, resentimiento y vigor que era el joven Hitler se encontró con un grupo que suscribía plenamente sus ideales. Aquella noche, el orador era Gottfried Feder, ingeniero que posteriormente desempeñaría importantes funciones en el Partido Nazi y sustituto de un enfermo Eckart. Tras su discurso se abrió un encendido debate, en el que uno de los asistentes, Baumann, argumentó en favor de la necesidad de que Baviera se separara de Alemania para unirse a Austria. Un ferviente pangermanista como Hitler no pudo contenerse ante semejante herejía, y saltó a la tribuna de los oradores. Allí desplegó todas las dotes que más tarde lo harían célebre: el verbo incendiario, los contoneos brutales y la mirada salvaje, ese aura de frustración y rencor acumulado que a tantos fascinaría… Impresionado, Drexler fue a su encuentro, animándolo a volver y unirse al partido, y regalándole incluso un ejemplar de su obra Mi despertar político, en la que ya se encuentran muchos elementos del Mein Kampf. Apenas diez días después, Hitler aceptó la sugerencia de Drexler, y sus discursos desaforados comenzaron a resonar en las reuniones del DAP. Sumido en una nube de cerveza, un fascinado Eckart —quien era, por cierto, uno de esos alcohólicos cuyo consumo diario deja a nuestro sábado más salvaje a la altura de un cumpleaños infantil— lo observaba. Había encontrado a su Mesías.

Quedaba, sin embargo, pulirlo. Eckart no sería el Elegido, pero podría fungir como su mentor. Hasta ahora no he hecho demasiado honor a mi promesa de entrar en los salones burgueses en los que se gestó el nazismo. Eckart tendrá la delicadeza —es un decir— de introducirnos en ellos; junto con, por supuesto, el joven Hitler, a quien se ocupa de vestir adecuadamente, comprándole un traje elegante, zapatos y una gabardina —también se ocupará de iniciar a Hitler en el ocultismo, exacerbando su ya demenciada imaginación—.

Una parte importante de la alta sociedad alemana poseía profundas simpatías por los ideales de extrema derecha—de hecho, y como ha demostrado Christian Ingrao, la gran mayoría de mandos nazis eran universitarios, no obreros galvanizados—. El reaccionarismo romántico, el nacionalismo pangermánico, las mitologías etnocristianas y el biologismo racista eran entre ellos ampliamente populares. Y qué decir del anticomunismo, exacerbado por los sucesos posteriores a la guerra. Este era el círculo de Eckart, refinado y demencial, del todo ajeno a las cervecerías proletarias. Y no sería fácil —aunque, pensaba el dramaturgo, era de capital importancia— introducir en él a Hitler, un humilde cabo de origen austríaco, que abandonó la escuela a los dieciséis años, antes de conseguir ninguna titulación, y había vivido en los últimos años en penosas condiciones de escasez, rodeado de soldados rasos. Sus modales eran rudos; sus ademanes, bruscos; y, hambriento como estaba a menudo, se abalanzaba sobre las fuentes de comida como un jabalí menesteroso. Era nervudo y sanguíneo, abundantemente propenso a la cólera. Y estaba, por otro lado, su inquietante ascetismo: Hitler era vegetariano —aunque este punto ha sido cuestionado por algunos historiadores— y abstemio, y jamás fumaba. 

Sin embargo, los cuidados de Eckart parecieron dar sus frutos. Algunos círculos empresariales de Baviera y Berlín aceptaron financiar el joven DAP. Comenzaba así una larga historia de amor, que se prolongaría incluso hasta más allá de la muerte de Hitler, entre el primero e importantes facciones de la burguesía alemana —en los informes que elaboró para la OSS, el servicio americano de espionaje creado por Roosevelt en 1941, Marcuse destacó el papel prominente de los “criminales de guerra económica” (aquella burguesía que había financiado, aupado y ayudado a sostener a Hitler, mientras obtenía pingües beneficios y participaba en sus crímenes) en el entramado nazi; después de la guerra, y según comentó a Jürgen Habermas, “aquellos a quienes habíamos calificado como criminales de guerra económica pronto tornaron a ocupar los puestos decisivos de la economía alemana”—. La seducción de los grandes industriales —Krupp, Thyssen, etc— por el nazismo no comenzaría sino hasta mediados de la década de los 20 —el nazismo fue, por supuesto, una fase del capitalismo: véase a este respecto Behemoth: estructura y práctica del nacionalsocialismo, del frankfurtiano Franz Neumann—; sin embargo, y aunque el financiero Hjalmar Schacht resultara, años después, una alcahueta mucho más exitosa, Eckart había plantado una semilla decisiva. 

Volvemos pues a su miserable compañía. La bebida lo está matando poco a poco, pero aun podrá hacer otra importante contribución a la historia de la infamia: ayudar a Hitler en su ascenso hacia el liderazgo del Partido. Este cambiará su nombre en 1920 para transformarse en el trágicamente célebre Nationalsozialistische Deutsche Arbeiter Partei—Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán—. La bestia ha comenzado a crecer, y, en febrero de 1920, 5000 personas se agolparán en los salones de la mítica cervecería Hofbräuhaus para escuchar un discurso de Hitler. Allí se desgranarían los 25 puntos del programa del partido —inalterables hasta su prohibición— redactados por el propio Hitler y, principalmente, Drexler. Aunque algo suavizado, los veinticinco puntos condensaban lo esperable: pangermanismo, expansionismo militar, extranjerización de los “no-ciudadanos”, chovinismo del bienestar, expulsión de los foráneos, culto al trabajo y estigmatización de los “ociosos” y “los que tienen la vida fácil”, dureza frente a la criminalidad, nacionalización de ciertos conglomerados, participación del Estado en la economía, extensión de la protección social —solo para auténticos alemanes, se entiende—, creación de un poderoso Ejército Nacional, censura de la prensa no afín, revigorización del Reich-Estado. A pesar de su continuidad en el tiempo —o precisamente por ello— el interés de los veinticinco puntos es testimonial, como buena parte de las declaraciones de intención. Más interesante resulta la siguiente frase, con la que Hitler cerraría el discurso: “los dirigentes del Partido prometen hacer todo lo posible por la realización de los puntos arriba enumerados, entregando su propia vida por ellos si fuera necesario”, y que dice mucho de su agónica visión de la política, evidente por lo demás —el auténtico ideario del Partido aparece, más bien, en la noción de “misión nacional” que Hitler desarrolla durante los años posteriores: nacionalización de las masas, toma del Estado, destrucción del enemigo interno (judíos e izquierdistas) y expansionismo militar (orientado a conquistar el famoso Lebensraum)—. Tras la transformación, en abril, del nombre del Partido, Hitler promoverá la creación de los escuadrones de asalto nazis, —la Sturmabteilung (SA), también conocidos como camisas pardas, para quienes Eckart creará un himno, el Sturm Lied o canción de asalto, donde aparece la popular expresión Deutschland, erwache (¡Despierta, Alemania!)— y adoptará tanto saludo a la romana de los fascistas italianos como el emblema de la esvástica, de origen indio —la palabra esvástica proviene del sánscrito suastíka, término de sorprendente polisemia— y muy caro a los miembros de la Sociedad Thule, que lo consideraban un símbolo ario. Otro miembro de esta, Alfred Rosenberg, antiguo combatiente de los Ejércitos Blancos y decisivo ideólogo nazi, obnubilado por el racismo pangermanista de H. S Chamberlain; creará, junto a Eckart, su futuro editor, el que sería el órgano oficial del partido, el Völkischer Beobachter o “VB” —”El Observador del Pueblo”—, resultado de la compra, a instancias de Eckart, del Münchner Beobachter —“El Observador de Múnich”—, propiedad de la dichosa Sociedad Thule (Eckart avalará personalmente esta transacción, y se encargará de reunir los fondos necesarios para llevarla a cabo).

Durante los meses siguientes al discurso en Hofbräuhaus la popularidad del histriónico Hitler —todavía portavoz de un partido liderado por Drexler— no cesa de aumentar: a él le deben los nazis su imparable crecimiento. Forma, junto a su mentor Eckart, un tándem temible: el dramaturgo pule algunos de los excesos más patológicos de Hitler, y transforma sus tormentas verbales en frases de la contundencia de un disparo.

Sin embargo, la creciente influencia de futuro Führer—debida también a su capacidad de conseguir fondos para la causa, fruto de la red de contactos que Eckart había creado—, unida a su talante incendiario, comenzó a causar resquemor entre otros figurones del Partido. No así en Eckart, por supuesto. Hitler era, para él, el Mesías; y los Mesías no negocian. Autoritario y brutal, el Innombrable seguía el camino correcto. Pero aún quedaban por vencer las reticencias de otros dirigentes: Hitler debía ocupar el poder absoluto. Así comenzó a gestarse el juego de manos que lo convertiría en líder indiscutible del Partido Nazi; gracias, en parte, a la idiocia de sus rivales.

Aprovechando que Hitler estaba de viaje en el norte de Alemania; Drexler —uno de esos tipos que serían muy listos si los demás fuesen imbéciles— urde un plan para minar su influencia: diluir el Partido Nazi en una coalición con otros grupúsculos de ultraderecha. En este punto Eckart vuelve a resultar crucial, pues el plan llega a sus oídos y se apresura a informar a su discípulo; quien, como era de esperar, monta en cólera. Pero esta no es la cólera demenciada que exhibirá al final de la guerra, desplegando regimientos fantasmales; sino un furor lúcido, cargado de estrategia. Vuelve a Múnich y prepara su jugada con una grave amenaza: si el Partido persiste en su política de alianzas, dimitirá; de lo contrario, habrán de nombrarle líder plenipotenciario. Y, en sibilina sintonía con Eckart, da un paso más allá: dimite, dejando sus condiciones encima de la mesa. En reacción, Drexler publica una carta en el periódico denunciando su autoritarismo y su enfebrecida lógica de “todo o nada”. Pero ya ha sido derrotado. En la próxima reunión del Partido, Eckart se encarga de representar a su protegido y expone sus demandas. Una votación resolverá el cisma: o todo para Hitler; o proseguir sin él, su figura más prominente. La primera opción recibe 543 adhesiones, frente al solitario voto de Drexler. El asalto a los infiernos se ha consumado: Drexler cae en la desgracia, Hitler es nombrado Führer, y se instaura el llamado “principio de autoridad”; esto es, la primacía absoluta del jefe, la jerarquización vertical del Partido —y, años después, del conjunto de la sociedad alemana— bajo una cúspide todopoderosa.

Después de este hecho crucial, la figura de Eckart comienza a diluirse en el whisky y el olvido. Hitler comienza a despreciarlo: lo considera un fatalista, un pedante y un cenizo; un borracho sofisticado y obtuso, derrotado y falto de espíritu. Rechaza su compañía y la sustituye por otras figuras ascendentes: Hess, Röhm, Göring, etc. En 1922, puede decirse que la importancia de Eckart es ya testimonial. Sigue fungiendo como editor del Völkischer Beobachter, pero es poco más que un escriba con ajados laureles. Su incorregible alcoholismo se agrava, y las puertas del hermético círculo del Führer se cierran ante sus narices.

Tan secundario es su papel que no sabe nada sobre los preparativos del célebre putsch de Múnich —gestados en 1923, a raíz de la terrible crisis económica y la ocupación aliada del Ruhr— hasta el que este ya está en marcha. Y tal vez debieran haberle consultado, pues intuyó velozmente que el gesto de Ludendorff —el espadón prusiano había acudido a la llamada de los nazis; necesitados, si querían tener éxito, de una figura de renombre nacional, y, una vez ejecutado el golpe, había dejado marchar al ministro presidente de Baviera (y a los otros dos mandos principales del gobierno), Gustav Von Kahr con la fútil promesa de que sería fiel a los golpistas—, resultaría fatal. En efecto, Von Kahr traicionó a los nazis, y convocó al Ejército para defender la legalidad. Mientras tanto, un desconcertado Eckart se dirigía a la sede del partido en busca de información, topándose, en su deambular, con las fuerzas nazis. Herido por la traición del presidente Von Kahr, Ludendorff había decidido marchar sobre el centro de Múnich, a lo que Hitler accedió. Subido en un vehículo, el Führer ve a su antiguo mentor, y con un gesto brusco le indica que se monte en el siguiente automóvil para acompañarlos. La comitiva golpista avanza hacia la Odeonsplatz cuando un grupo de policías fuertemente armados les hace frente. La balacera que se desata acabará con la vida de 16 nazis; Göring resultará gravemente herido y Hitler se verá obligado a huir. El golpe ha fracasado. Eckart acabará siendo arrestado por las autoridades, pero el estremecedor tiroteo ha sido demasiado para su maltrecha salud. Enfermo del corazón y ya moribundo, le permiten salir de la cárcel, desde donde irá a Berchtesgaden, un hermosa localidad de los Alpes bávaros. Allí morirá, no sin antes pronunciar unas palabras oscuramente proféticas: “Seguid a Hitler. Él bailará, pero yo he compuesto la música […] No me lloréis: yo habré influido en la Historia más que ningún alemán”. El 26 de diciembre de 1923, un ataque al corazón acaba con su vida, y es enterrado en el cementerio antiguo de Berchtesgaden. Ahí se pudra.

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