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La monotonía de la negritud. El afropesimismo y el borrado del pensamiento anticolonial

Kevin Ochieng Okoth

Traducción por Camila Necor

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Texto original: Salvage


I. Hegelianismo pop

Cuando el término ‘afropesimismo’ empezó a aparecer en libros, artículos de revistas y, curiosamente, en las redes sociales activistas, me encontré un poco perplejo, probablemente junto a otra gente familiarizada con los estudios sobre la historia y la política de África. Durante décadas, ‘afropesimismo’ se había referido a la cobertura incesantemente negativa de África por los medios de comunicación occidentales, especialmente en términos de su tendencia al atraso en el desarrollo. Este discurso, vagamente unido por un énfasis sobre la desesperanza del continente africano —y ejemplificado por el escandaloso titular de The Economist en el 2000 que describía África como ‘El continente sin esperanza’[1]— les proveyó su justificación a las políticas económicas imperialistas de los programas de ajuste estructural de los 1970s y 1980s. A día de hoy, reafirma las relaciones neocoloniales entre el Norte global y África y a menudo sirve como el argumento de confianza para justificar la presencia completamente innecesaria y contraproducente de la industria del desarrollo y sus profesionales en el continente.

               Si quisiéramos buscar trazas de afropesimismo en un titular o en un artículo académico, hay un conjunto de criterios bastante claro del que podríamos servirnos. Los discursos afropesimistas proyectan un modelo de desarrollo eurocéntrico sobre el continente y evalúan su progreso en relación a un conjunto de criterios arbitrarios —i.e. las democracias liberales occidentales como la última fase en el progreso de la historia mundial, ejemplificado por las ideas ‘hegelianas pop’ de Samuel Huntington y Francis Fukuyama. Dentro del discurso hay una tendencia a ver África como un gran enredo trágico: la corrupción, el nepotismo y el conflicto étnico se toman por las lógicas que gobiernan la política y otras experiencias cotidianas. Las representaciones afropesimistas nunca se refieren realmente al continente como un territorio geográfico. Cuando usan el término ‘Africa’, este no denota más que a quienes son (visiblemente) negros y viven en África. Como es de esperar, a todos los habitantes del continente que no son negros se les trata como si no fueran africanos.

               Un informe reciente sobre ‘África en los medios de comunicación’ muestra cómo de realmente tenaz es la lógica del afropesimismo. El informe recopilado por The Africa Narrative —un proyecto de investigación en la Universidad de California del Sur— sugiere que las representaciones de África y los africanos en los medios de comunicación y entretenimiento estadounidenses están ‘abrumadoramente centradas en historias negativas como Boko Haram, la corrupción, la pobreza, las crisis electorales, los migrantes y el terrorismo’. Por supuesto, se les presta poca atención a las complejas historias y experiencias de los sujetos africanos reales.  En la televisión guionizada estadounidense, por ejemplo, cinco países —Egipto, Sudáfrica, Kenia, Seychelles y Congo (sin referencia a cuál Congo)— supusieron casi la mitad de todas las menciones a países africanos. Seis de cada diez referencia a África en series de televisión de drama trataban de crimen, terrorismo y corrupción. Mientras que el uso inespecífico de ‘África’ como un país recibió el 27% de todas las menciones. Claramente, se ha progresado poco en nuestra comprensión colectiva de África. Especialmente en las industrias de medios y entretenimiento estadounidenses, las actitudes hacia el continente siguen mostrando una falta de compromiso o interés y una predilección por el sensacionalismo y las narrativas simplistas.

               Muchos académicos, incluyendo a Emmanuel Chukwudi Eze y V. Y. Mudimbe, han sostenido que la genealogía de este modo particular de pensar sobre África se remonta hasta la filosofía de la historia de Hegel, aunque no se trate en absoluto del primer ejemplo de los retratos exotizados de África como un ‘continente oscuro’, que existe completamente fuera de la trayectoria histórico-mundial del Geist. En el apéndice a sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Hegel discute brevemente el papel de África en el progreso histórico-mundial de la conciencia de la libertad; puesto que la historia se mueve de Oriente a Occidente (con un grado creciente de conciencia de la libertad), África no toma parte de ninguna manera en este proceso. Para Hegel, ‘el hombre tal y como lo encontramos en África no ha progresado más allá de su existencia inmediata’ y los africanos son ‘hombres animales’ que no tienen ningún concepto de la libertad, Dios o Espíritu (o de cualquier Ser absoluto, elevado por encima del yo individual). Es más, Hegel argumenta que no hay tal cosa como la entidad geográfica a la que llamamos ‘África’. Un movimiento teórico no muy sutil le permite dividir el continente en tres partes cultural e históricamente distintas: el África propiamente dicha (África subsahariana o negra), el África europea (norte de África) y la cuenca del Nilo (Egipto). Aunque Hegel reconoce que la cuenca del Nilo ha contribuido al progreso de la historia universal, afirma que es distinta del resto del continente y que ha tenido muy pocos lazos históricos o culturales con los ‘hombres en estado animal’ negros al sur del Sáhara.

               Esta división ha sido disputada por historiadores y teóricos como Cheikh Anta Diop, Théophile Obenga y George M. James, cuyas historias alternativas de África plantean una continuidad cultural e histórica entre Egipto y el ‘África Negra’. Han defendido que las raíces de la filosofía europea moderna se pueden encontrar, no en Grecia, sino en Egipto y que el legado de los orígenes de la filosofía le ha sido injustamente ‘robado’ al pueblo africano. Aunque tales teorías afrocéntricas pueden restaurar el orgullo de un pueblo africano cuyas historias han sido borradas o denegadas por la erudición eurocéntrica, tenemos que tener cuidado con abrazar acríticamente estas narrativas de la grandeza africana. Es en efecto posible comparar favorablemente los logros de las civilizaciones africanas —como la escultura de Ife/Benín, las iglesias de Lalibela o las peregrinaciones de Mansa Musa— con los de Europa en el mismo período histórico. Pero esto seguiría dejándonos midiendo el valor de la historia y la vida africana en términos de estándares eurocéntricos arbitrarios. Como Walter Rodney sostienen en The Groundings with my Brothers, debemos concentrar nuestros esfuerzos históricos en alentar una ‘comprensión de la vida cotidiana africana’ que nos muestre que tenía ‘sentido y valor’.

A pesar de las controversias que rodean a las historias afrocéntricas de Diop, Obenga y James, se está volviendo cada vez más inviable negar las realidades históricas de los vínculos culturales, filosóficos y comerciales entre Egipto y el ‘África Subsahariana’ o ‘África propiamente dicha’ frente al creciente volumen de investigaciones históricas sobre el tema. Como el filósofo senegalés Souleymane Bachir Diagne ha argumentado persuasivamente, no se puede entender la historia de la filosofía en África sin referencia a la erudición islámica (¡incluyendo la erudición islámica negra!) en el norte y el oeste de África. Su obra sobre la historia intelectual de Tombuctú es esclarecedora en este sentido: los manuscritos de Tombuctú muestran que el Islam y la escritura árabe se adoptaron en la región antes del colonialismo y que los intelectuales escribían poesía didáctica, prosa sobre jurisprudencia y textos teológicos tanto en árabe como en dialectos nativos (usando escritura árabe). De este modo, la historia intelectual de África, como entidad geográfica, no es una historia de aislamiento, sino una historia de interconexión cultural, política y económica.

               Por desgracia, tal evidencia sólo ha conducido a cambios superficiales en las maneras en que se percibe África desde el Norte global. El ‘fracaso a la hora de acomodar África […] en el concierto de la humanidad’ —tomando prestada la frase del filósofo nigeriano Olúfemi Táíwò— ‘ilustra el impacto continuado del alcance del fantasma de Hegel’. Para teóricos tan diversos como los afropesimistas y marxistas occidentales (o euromarxistas, o lo que se prefiera llamar a la rama eurocéntrica del marxismo), la gente africana o, en particular, la gente africana negra, sigue siendo algo esencialmente ‘otro’ que no juega ningún papel en la trayectoria de la historia mundial o en la historia de la filosofía.

II. La monotonía de la negritud

En su sentido original, el afropesimismo ha reflejado una aproximación desastrosa a África y sus habitantes con consecuencias desastrosas. Entonces, ¿cómo podemos entender el extraño uso de este término históricamente cargado (completo con su propia historia de explotación colonial e imperialista) que hacen numerosas figuras intelectuales y activistas afroamericanas? El uso del término ‘afropesimismo’ es sintomático de la ignorancia histórica del afropesimismo™ (o de lo que Greg Thomas ha llamado recientemente ‘afropesimismo 2.0), cuya comprensión de la historia africana es más o menos tan robusta como la de Hegel. En su iteración inicial, el afropesimismo 2.0 (de aquí en adelante, AP™) es un producto de la academia clasemediana, un marco consciente o subconscientemente creado para permitirles a académicos a los que les va relativamente bien verse como la gente más discriminada y oprimida del mundo. Caracterizadas por interpretaciones capciosas y apropiaciones inteligentes de radicales negros como Frantz Fanon y Silvia Wynter, las teorías del AP™ se han derramado sobre los círculos activistas, contaminando el discurso político global sobre la raza.

               La premisa central del AP™ es que la violencia antinegra es el régimen estructurante del mundo moderno. Tomando del concepto de ‘muerte social’ de Orlando Patterson, Frank Wilderson, discutiblemente el intelectual más prominente y controvertido del AP™, afirma que la condición negra no está caracterizada por la opresión o la explotación, como la del proletariado marxista o el sujeto (neo)colonial, sino por la distinción entre el Humano y el Esclavo. Para Wilderson, el negro es un esclavo a priori, de manera que no se puede hablar de negritud sin hacer referencia a la esclavitud que la constituye a un nivel ontológico. En su ensayo ‘Ante-Anti-Blackness: Afterthoughts’, su compañero profesor de la Universidad de California Jared Sexton argumenta que la condición del Negro/Esclavo es un estado de impotencia total, alienación congénita (‘la pérdida de lazos de nacimiento en generaciones tanto ascendentes como descendientes’) y deshonra generalizada. En resumen, la existencia negra es una especie de ausencia ontológica y el Negro/Esclavo es una no-entidad muerta viviente en el mundo moderno.

               En ‘The Black Liberation Army and the Paradox of Political Engagement’, Wilderson ofrece algunas meditaciones más sobre el concepto de ‘muerte social’, explicando que ‘el sentido de la muerte social es una condición vacía, no de tierras, sino de una capacidad para asegurar su carácter relacional por medio de objetos transindividuales —sean estos objetos elaborados por la tierra, el trabajo o el amor’. Al contrario que los racismos coloniales perpetrados por los sistemas racionales de la supremacía blanca, el neocolonialismo o el imperialismo, o que la opresión y explotación de las mujeres animada por la necesidad de trabajo reproductivo del capital, la violencia antinegra sería el deseo irracional de violencia contra la gente negra de la humanidad. Como Wilderson declara en una entrevista con C. S. Soong, ‘la violencia contra la gente negra es un mecanismo para la usurpación de la subjetividad, de vida del ser’. Lo que los colonos querían de los indígenas era tierra, así que asesinaron a los indígenas ‘en general’ para conseguirla; mientras que lo que los no-negros quieren de los negros es, no tierra, sino ‘ser’. La antinegritud es de este modo cualitativamente diferente de los regímenes de violencia que afectarían al proletariado marxista o a las personas de color que no son negras o a las mujeres que no son negras o a las mujeres de color que no son negras o (como afirmó célebremente Wilderson) al pueblo palestino. El sufrimiento negro es incomparable y único: hablar de cualquier experiencia de opresión sin referencia a las disparidades ontológica entre la gente negra/no-negra sería en última instancia un acto de ‘antinegritud’.

               Pero, ¿qué hay exactamente en la conformación de la sociedad moderna que desplace al Negro/Esclavo del dominio de la política y excluya la articulación de demandas políticas concretas? Para Wilderson y Sexton, los fundamentos mismos del discurso político son inherentemente antinegros. O, planteándolo en los términos de la ontología política de Giorgio Agamben (muy queridos por el AP™), lo político —i.e. el carácter ontológico de la situación política que la separa de otras acciones sociales— o lo que él llama ‘el Orden Simbólico’ está sesgado contra el Negro/Esclavo. El Orden Simbólico se basa en el reconocimiento de la humanidad del ‘otro’, que le permite a este ‘otro’ desafiar al orden en base a, por ejemplo, la economía política. Puesto que el Negro es a priori un Esclavo y la Negritud y la Esclavitud son colindantes, el Negro/Esclavo no puede participar en el Orden Simbólico puesto que su estatuto no es el del Humano. Y, por que la categoría de humanidad se funda sobre la existencia del esclavo y depende de ella, el Negro/Esclavo jamás puede lograr de ningún modo el reconocimiento requerido para afirmar demandas e identidades políticas en el dominio del Orden Simbólico. Es por esta razón que, como señala Sexton en su ensayo ‘The Social Life of Social Death: On Afro-Pessimism and Black Optimism’, debemos postular una ‘ontología política, dividiendo al Esclavo respecto al mundo del Humano de manera constitutiva’ y tomarla como nuestro punto de partida analítico.

               La obra de Wilderson y Sexton contribuye a un debate más amplio en torno a la naturaleza de los Estudios Negros en Estados Unidos, que se vincula frecuentemente a discusiones sobre el arte performativo negro, tal y como se evidencia en los títulos de White and Black: Cinema and the Structure of US Antagonisms de Wilderson, The Witchs Flight: The Cinematic, the Black Femme, and the Image of Common Sense de Kara Keelingo de los ensayos de Moten sobre operaciones negras/optimismo negro en el espectáculo musical. A pesar de los diversos desacuerdos y diferencias entre estos académicos, están unidos por el interés común en ‘la vida póstuma de la esclavitud’ —descrita por primera vez por Saidiya Hartman en su memoria de 2006, Lose Your Mother. Para Hartman —cuyo proyecto no es el del AP™ y no debería confundirse con el objetivo de este artículo— la abolición oficial en Estados Unidos no dio lugar a una ruptura decisiva con la violencia racializada de la esclavitud. En la sociedad contemporánea, podemos ver trazas de tal violencia en las ‘oportunidades vitales sesgadas, el acceso limitado a la salud y la educación, la muerte prematura, el encarcelamiento y el empobrecimiento’ de la población afroamericana. La ‘vida póstuma de la esclavitud’ que describe constituye el objeto de los Estudios Negros y ata holgadamente a una variedad de académicos en un discurso coherente.

               Merece la pena que nos detengamos brevemente sobre la obra de Fred Moten para entender la habilidad del AP™ para cooptar o usurpar otras aproximaciones al activismo y los Estudios Negros. Moten intentó contrarrestar la concepción de la muerte social del AP™ destacando la agencia negra y afirmando que esta es ontológicamente previa a la omniabarcante antinegritud del mundo moderno. En un artículo inédito, ‘Black Optimism/Black Operation’, Moten intenta contrarrestar el ‘antiesencialismo’ de los discursos radicales que desestiman el objeto propio de los Estudios Negros, i.e. la Negritud. Para Moten, esta Negritud existe en lo que él (junto a su frecuente colaborador Stefano Harney) ha llamado ilustremente ‘los subcomunes’ —un espacio fuera de las estructuras sociales oficiales, donde la gente negra puede afirmar su ‘derecho al rechazo’.

               Pero, como Annie Olaloku-Teriba señala en su excelente crítica ‘Afro-Pessimism and the (Un)Logic of Anti-Blackness’, el AP™ encuentra un ‘antagonista cómodo’ en Moten, cuyas operaciones negraspueden reintegrarse perfectamente en el concepto de muerte social. También es revelador que Sexton, en ‘Anti-Anti-Blackness’, fusiona con bastante éxito la concepción de la muerte social del AP™ con las operaciones negrasde Moten argumentando que:

«Una muerte en vida es tanto una muerte como una vida. No hay nada en el afropesimismo que sugiera que no hay una vida (social) negra, sólo que la vida negra no es vida social en el universo formado por los códigos del Estado y la sociedad civil, de la ciudadanía y el sujeto, de la nación y la cultura, del pueblo y el lugar, de la historia y la herencia, de todas las cosas que la sociedad colonial tiene en común con la colonizada, de todas las cosas que el capital tiene en común con el trabajo —el moderno sistema-mundo.»

Sexton muestra que las operaciones negras de Moten no son más que lo he él, en su lugar, llama ‘la vida social de la muerte social’. No hay una disyunción entre la vida social y la muerte social: podemos pensarlas juntas postulando que la vida negra se vive bajo tierra. Moten reconoce incluso, en ‘Blackness and Nothingness (Mysticism and the Flesh)’, que el AP™ y las operaciones negras participan en el mismo proyecto teórico:

«Al final, aunque la vida y el optimismo son los términos en los que hablo, estoy de acuerdo con Sexton —por la más ligera inversión inmesurable de énfasis— en que el afropesimismo y el optimismo negro no son más que el uno para el otro. Seguiré prefiriendo el optimismo negro de su obra igual que, estoy seguro, él seguirá prefiriendo el afropesimismo de la mía.

Tanto para los afropesimistas como para los optimistas negros, la vida póstuma de la esclavitud se caracteriza por la muerte social del Negro/Esclavo y una versión gravemente distorsionada del concepto del ‘hecho de la negritud’ de Fanon. Esta asunción, sin embargo, excluye la participación de las operaciones negras en la política radical y confina la resistencia en espacios de arte performativo negro.»

               Al confinar la resistencia negra en espacios fueras de las estructuras antinegras de la sociedad civil y socavar la posibilidad de una solidaridad antiimperialista entre gente racializada a lo largo y ancho del mundo, las teorías del AP™ han abierto un espacio para la captura corporativa de la negritud. No tenemos más que recordar la campaña de Nike del año pasado, presentando de manera prominente el rostro del antiguo quarterback de la NFL Colin Kaepernick, que fue boicoteado por la liga por haberse arrodillado durante el himno nacional. Desde aquel incidente, ha asumido el papel de activista radical negro, con chaquetas de cuero al estilo de las Panteras y joyería afrocéntrica. Aunque la lucha de Kaepernick contra los propietarios y ejecutivos racistas y explotadores de la NFL es, por supuesto, legítima y necesaria, la cooptación de su lucha por una gran corporación es desde luego un motivo de preocupación. Nike es notoria por su uso de talleres clandestinos (incluyendo trabajo tanto forzado como infantil) y su historial de prácticas laborales explotadoras ha estado bien documentado a lo largo de los años. Al desvincular las luchas de la gente afroamerciana del proletariado racializado en el Sur global, Nike puede presentarse como un vehículo progresista para la política emancipatoria negra, al mismo tiempo que margina la situación crítica de ese proletariado no-blanco fuera de Estados Unidos. Aquí podríamos recordar una poderosa declaración que hizo Fred Hampton para ilustrar lo lejos que nos encontramos de una política negra revolucionaria:

«No pensamos que el fuego se combata con fuego; pensamos que el fuego se combate mejor con agua. Vamos a luchar contra el racismo, no con racismo, sino que vamos a luchar con solidaridad. Decimos que no vamos a luchar contra el capitalismo con un capitalismo negro, sino que vamos a luchar contra él con el socialismo. […] Vamos a luchar […] con toda nuestra gente uniéndose y teniendo una revolución proletaria internacional.»

Wilderson y Sexton han quedado capturados por intereses corporativos de una manera parecida. En su caso, sin embargo, no es una gran corporación la que coopta la negritud, sino más bien la universidad neoliberal. ¿Es de verdad sorprendente que dos profesores que trabajan en el prestigioso sistema de la Universidad de California promuevan un marco teórico que no les exige ninguna acción política a los escritores y activistas negros, más allá de ser simplemente negros? No sólo es el AP™ un producto de la universidad neoliberal, sino que también promueve la supervivencia y la prosperidad de sus autores dentro de las estructuras corporativas de la educación superior. Cuando los presentadores de iMiXWHATiLike le preguntaron por su marco de resistencia psicológica y física, Wilderson esquivaba limpiamente cualquier compromiso con la política radical excusándose en que podría costarle su empleo académico.

«Esto es una gran parte de lo que significa ser un profesor. Tengo ganas de echar pestes sobre gente todo el rato. Pero, si lo hago, violo las normas de civismo de la Universidad de California. Tenga titularidad o no, me echan por la puerta, ¿verdad? Y esto templa mi habla. Así que pienso que lo que puedo ofrecer no es una salida. Lo que puedo ofrecer es un análisis del problema. Y no confío en mí tanto como en la gente negra sobre el terreno.»

Wilderson es consciente de que el AP™ depende de sus defensores activistas y su seguimiento en redes sociales para mantener su posición privilegiada dentro de la universidad —sin activistas y organizaciones sobre el terreno, el AP™ no podría probar el valor de mercado de su obra a ojos de la institución neoliberal. Al crear un marco para el análisis de la raza que se presta a la cooptación por intereses corporativos, el AP™ ha demostrado ciertamente que puede hacer ganancia de la negritud. Mientras tanto, estos teóricos se autoengañan contándose que son la punta de lanza de un auténtico movimiento radical negro. En la introducción a una recopilación de ensayos sobre el AP™, los editores (que suponemos que incluyen a Sexton y Wilderson) tienen hasta la audacia de afirmar que están ‘motivados por un deseo de contribuir […] a sacar estos escritos de las torres de marfil de la academia’ y que desean ‘retirar estos materiales de este asiento para verlos proliferar entre quienes están en las calles y las prisiones’. Cierto, han conseguido diseminar una versión descafeinada de sus cavilaciones entre activistas y organizaciones; pero lo que han legado no es nada menos que antinegro, en el sentido de que opera contra la verdadera liberación de la gente negra de todas las clases.

A día de hoy, tal Negritud (y la pseudopolítica adherida a ella) es más útil para las promociones académicas, los hashtags de Instagram y los anuncios de Nike que para cualquier política revolucionaria o emancipatoria que merezca el nombre. Quienes se benefician —o, más bien, sacan provecho— realmente de la marca del AP™ son los académicos y las diversas editoriales y revistas académicas que saltan sobre cada oportunidad de desatar una plétora de libros y artículos AP™ sobre el mercado editorial. Aunque el AP™ pueda parecer un discurso teórico de nicho, su influencia se extiende más allá de la universidad: como sostiene Olaloku-Teriba, el marco teórico del AP™ les proporciona ‘su lógica estructurante a varias formaciones políticas en la era del #BlackLivesMatter’. Lo que está en juego en el debate, entonces, no es nada menos que la posibilidad de una política negra revolucionaria. Las personas afroamericanas en las calles o en prisión harían bien en echar mano de Soledad Brother de George Jackson y mantenerse alejadas del AP™.

III. Las vidas póstumas de la esclavitud

La retirada del AP™ y el optimismo negro de la política les plantea un problema a las activistas e investigadoras que quieren involucrarse en luchas que se toman en serio la economía política de la raza y la necesidad de una solidaridad a través de las razas. Pero, ¿cómo han llegado a desaparecer de las teorías del AP™ estos temas cruciales de los movimientos radicales negros de los 1960s y 1970s, desde las Panteras Negras hasta las luchas anticoloniales africanas? El borrado de las luchas radicales negras y anticoloniales se basa casi completamente en una lectura errónea —o, en algunos casos, no lectura— de las contribuciones marxistas al estudio de la raza, el colonialismo y la esclavitud. Y este rechazo sin fundamento de toda la tradición marxista es el que le permite al AP™ matar dos pájaros de un tiro: por un lado, le hace posible posicionarse como una crítica radical de los discursos de izquierda eurocéntricos. Por otro lado, le permite desatender el vasto cuerpo de estudios marxistas que han rastreado la historia del capitalismo y elaborado un análisis detallado de la relación entre la ‘esclavitud en el Nuevo Mundo’ y la acumulación capitalista a escala global. De este modo, el AP™ puede ignorar las especificidades de cómo diferentes poblaciones negras son racializadas y desplazar el estudio de la crítica de la economía política (y, en particular, del imperialismo) en favor de preguntas ontológicas.

               En la entrevista ‘Estamos intentando destruir el mundo. Antinegritud y violencia policial después de Ferguson’, Wilderson hace la extraña afirmación de que ‘la esclavitud es algo que ha consumido la negritud y la africanidad, haciendo imposible separar la esclavitud de la negritud’. Si esta asunción resulta familiar, no hay que buscar más que en el afropesimismo de antaño, con su confusión de africanidad y negritud y su menosprecio por el continente africano y sus habitantes. Pero, ¿cómo puede ser que una aproximación que intenta habérselas con las complejidades del ser negro haya acabado repitiendo las asunciones y prejuicios del discurso eurocéntrico diseñado para deshumanizar a la gente negra del continente africano en primer lugar? La posición teórica del AP™ está atestada de contradicciones. ¿Cómo puede separarse la negritud del suprematismo blanco, del neocolonialismo o del imperialismo y del trabajo reproductivo de las mujeres, cuando estos son los mecanismos que estructuran la experiencia cotidiana de la mayoría de la gente racializada como negra a una escala global? Es más, si el Negro/Esclavo existe en un estado de impotencia y alienación natal —caracterizado por la pérdida de lazos de nacimiento con generaciones ascendentes y descendentes—, ¿cómo teorizamos la negritud de aquella gente cuyos ancestros han permanecido en África a lo largo del comercio transatlántico de esclavos?

               Hojeando las bibliografías del AP™, se le podría perdonar a cualquiera que pensara que el puro número de referencia a trabajos académicos radicales refleja una lectura y consideración detallada de los textos y argumentos en cuestión. Por desgracia, este no es el caso. En ‘The Avant-Garde of White Supremacy’, Steve Martinot y Jared Sexton afirman que las aproximaciones marxistas tratan el racismo como una mera estrategia de ‘divide y vencerás’ para la lucha de clases y la sobreexplotación y que no logran entender que el racismo —en particular, la antinegritud— no es una ideología que se pueda refutar, sino algo ‘fundamental en las relaciones de clase mismas’. El ensayo de Wilderon “Gramsci’s Black Marx: Whither the Slave in Civil Society?” avanza una crítica similar al argumentar que el Negro/Esclavo supone un problema irresoluble para el discurso gramsciano sobre la raza, puesto que no es la explotación del trabajo asalariado sino ‘el despotismo de la relación no asalariada’ el que anima el racismo antinegro. Para Wilderson, este discurso no logra pensar nada más que el capitalismo como la estructura ‘base’, del que otros fenómenos superestructurales como el racismo emergerían. Los marxistas no han logrado reconocer que ‘el Capital arrancó por la violación del continente africano’ ni que esto está ‘tan próximo al deseo primordial del capital como la explotación’. El Negro/Esclavo vuela por los aires asunciones clave del pensamiento marxista, lo que hace que se vuelva inútil para el análisis de las vidas póstumas de la esclavitud. Este es el ‘escándalo del materialismo histórico’.

               Pero la crítica del marxismo por Wilderson y Sexto es, como mucho, superficial. En el Libro Primero de El capital, Marx afirma claramente que ‘la transformación de África en un coto reservado para la caza comercial de pieles negras’ caracteriza ‘los albores de la era de la producción capitalista’. En una carta al crítico literario ruso Pavel Vasilyevich Annenkov, Marx también escribe que:

«No estamos tratando con la esclavitud indirecta, la esclavitud del proletariado, sino con la directa, la esclavitud de las razas negras en Surinam (Guayana), en Brasil, en los estados sureños de Norteamérica.»

Marx hace una distinción clara entre el trabajo esclavo y el trabajo asalariado, rechazando confundir ambos en la categoría del proletariado. En el caso específico de los Estados Unidos, él creía que el movimiento obrero se había paralizado por la existencia de trabajo esclavo y su incapacidad para abordarlo adecuadamente. En El capital, escribe que ‘el trabajo cuya piel es blanca no puede emanciparse allí donde estigmatiza el trabajo de piel negra’. La posibilidad de una revolución proletaria unificada depende de este modo de la abolición de la esclavitud. Aunque esto pueda sonar a que Marx está teorizando la raza como una mera estrategia de divide y vencerás, como muchas críticas le han acusado de haber hecho, hay todo un discurso dentro del marxismo que se ha tomado seriamente el papel que lo racial juega en la estructuración de las formaciones sociales en las Américas. En lugar de volver a lo que Marx dijera o dejara de decir sobre la esclavitud, no obstante, sería más constructivo preguntarnos de qué maneras la esclavitud transatlántica nos fuerza a repensar las categorías fundamentales de la crítica marxista de la economía política.

Los estudios históricos del comercio transatlántico de esclavos por Robin Blackburn nos ofrecen una perspectiva más matizada, completamente reñida con el marxismo de paja del AP™. Blackburn reconoce que la esclavitud del Nuevo Mundo fue más que una simple estrategia de divide y vencerás; supuso la intensificación y racialización de formas previas de esclavitud. Al igual que la esclavitud africana temprana y la romana, la esclavitud en régimen de propiedad personal [chattel slavery] se basaba en la idea de que una persona podía ser comprada y vendida. Pero, a diferencia de técnicas previas, la versión del Nuevo Mundo institucionalizó la esclavitud y la hizo hereditaria. Una vez que una persona era esclavizada, era muy probable que sus descendientes siguieran existiendo en una relación de servidumbre. Donde el análisis de Blackburn diverge del del AP™ es en su énfasis sobre la interrelación entre esclavitud, colonialismo y capitalismo; así como en sus esfuerzos por entender cómo lo racial estructura el modo de producción en cada caso. Para Blackburn, la esclavitud del Nuevo Mundo fue un producto central del auge del capitalismo, no una antinegritud a priori, de manera que no podía separase limpiamente de las fases tempranas de la acumulación capitalista y la expansión violenta del colonialismo europeo (tanto españolo como portugués y, más tarde, británico) en África, Asia y las Américas. Como Greg Thomas sostiene en ‘Afro-Blue Notes’, Walter Rodney ya había reconocido esto en ‘Slavery and Underdevelopment’ y ‘Plantation Society in Guyana’, cuando mostraba que la esclavitud de las plantaciones en América es una esclavitud colonial. En resumen, ‘no hay ningún sistema de esclavitud en ninguna parte de estas Américas que no siga siendo una esclavitud colonial de asentamientos; ni colonialismo de asentamientos sin esclavitud en régimen de propiedad personal o esclavitud racial y sus neoesclavitudes’.

Blackburn y otros historiadores radicales de la esclavitud toman del concepto de ‘capitalismo racial’ de Cedric Robinson, que se puede utilizar para refutar la afirmación de que esclavitud y africanidad son dos caras de la misma moneda. En Marxismo negro, Robinson argumenta que el racismo siempre estuvo presente en la civilización occidental desde antes de que floreciera el capitalismo. Así, capitalismo y racismo crecieron de la mano a partir del viejo orden para producir el ‘capitalismo racial’ característico del mundo moderno; un nuevo sistema mundial dependiente de la esclavitud, la violencia, el imperialismo y el genocidio para su expansión continuada. El valor de la obra de Robinson yace en su habilidad para descubrir la relación contingente entre esclavitud y negritud: argumenta que los primeros proletarios europeos fueron sujetos racializados de grupos oprimidos, tales como irlandeses, judíos, roma y eslavos, que fueron víctimas de desposesión, colonialismo y esclavitud dentro de Europa. Con el albor del comercio transatlántico de esclavos, emergieron nuevas nociones de diferencia, basadas en concepciones más agresivamente racializadas, que se usaron para justificar la economía política de la esclavitud. Para Robinson, la supremacía blanca se marcó a sí mismo como una racionalidad económica, que organizó a su vez jerarquías raciales, con la producción de algodón en su centro. Como escribe Chris Chen en ‘The Limit Points of Capitalist Equality’,

«la genealogía colonial y racial del capitalismo europeo se “codificó directamente en la ‘base’ económica por medio de una historia en curso de violencia racial que […] ata a las poblaciones excedentes a los mercados capitalistas.»

También hay numerosas omisiones sorprendentes en el abordaje de la esclavitud por el AP™ que apuntan hacia su excepcionalismo afroamericano recalcitrante, más notablemente al del comercio de esclavos en las Américas más ampliamente. Aunque la experiencia afroamericana de la esclavitud en régimen de propiedad personal está sobrerrepresentada en la narrativa del AP™, sólo un 4% de todos los africanos esclavizados, de entre los más de 10 millones que fueron llevados a las Américas entre los siglos XVI y XIX, fueron transportados a Norteamérica. Cerca de 5 millones de africanos esclavizados fueron llevados a la América portuguesa (Brasil) sólo entre 1501 y 1866, cuyo trabajo se volvió la fuerza motora de la economía azucarera a principios de los 1600s y de la minería de oro y diamante desde 1690 en adelante. Aunque el AP™ sigue estructurando su análisis de la negritud y la esclavitud en torno a la abolición oficial de la esclavitud en Estados Unidos en 1865, parecen olvidar que la esclavitud no fue abolida en Brasil hasta 1888. Pero en la ‘vida póstuma de la esclavitud’ del AP™, estas historias no juegan ningún papel. El legado de la esclavitud en régimen de propiedad personal estadounidense consume toda la experiencia negra, tanto histórica como contemporánea.

               Si el AP™ les prestara atención a las peculiaridades de la esclavitud brasileña, tendría que adaptar su concepto de negritud para elaborar un abordaje de cómo la raza estructura una formación social con la segunda mayor población negra del mundo. En Nigeria, el país con la mayor población negra del mundo, la ‘vida póstuma de la esclavitud’ asume un significado completamente diferente del que toma en Estados Unidos. Aunque la esclavitud había existido en la sociedad igbo antes de la colonización, se aceleró con la demanda creciente de esclavos en la otra orilla del Atlántico. Cuando la esclavitud fue oficialmente abolida en muchas partes de Occidente, escribe Adiele Afigbo en The Abolition of the Slave Trade in Southeastern Nigeria, 1885-1950, los mercados de esclavos igbo se llenaron de esclavos ohu y osu, cuyos descendientes a día de hoy retienen el estigma de sus ancestros —no pueden casarse con nacidos libres y están excluidos de importantes organizaciones comunitarias. En un artículo reciente del New Yorker, la novelista nigeriana Adaobi Tricia Nwaubani sostiene que:

«La discriminación igbo no se basa en la raza y no hay ningún marcador visual que diferencie a los descendentes esclavos y los nacidos libres. En lugar de ello, trata en creencias culturales sobre el linaje y la espiritualidad.»

La discriminación de los descendientes de la esclavitud se basa de este modo en su papel como forasteros, puesto que los ohu nunca llegaron realmente a perder su estatus de forasteros en una sociedad donde los lazos comunitarios son extremadamente importantes. La periodización de Afigbo también apunta hacia otro aspecto importante de la esclavitud en Nigeria: sólo llegó a ser abolida oficialmente por el imperio británico a principios de los 1900s, pero continuó informalmente durante al menos otros cuarenta o cincuenta años más. Lo que esto significa es que no podemos entender la esclavitud en Nigeria dentro del sistema igbo por referencia al concepto afroamericano de raza, condicionado por la experiencia a la esclavitud en régimen de propiedad personal en Estados Unidos. Para los descendientes de los esclavos ohu, la vida póstuma de la esclavitud no está caracterizada por la condición de Negro/Esclavo sino por algo bastante diferente. En este caso, la ecuación de Negro/Esclavo y africano no se sostiene.

               Entonces, ¿qué podemos aprender de estas diferentes historias de esclavitud y racialización? La académica brasileña Denise Ferreira da Silva extrae la siguiente conclusión en ‘Facts of Blackness’, su estudio comparativo de la raza en Estados Unidos y Brasil:

«Estaba convencida de que nuestra negritud compartida ha estado atravesada por los efectos particulares de condiciones de nación, género y clase específicas. La esclavitud y el colonialismo compusieron el terreno histórico sobre el que la raza, el género y la nacionalidad han inscrito las varias versiones de la subjetividad negra. […] Esa cualidad intrínsecamente múltiple de la subjetividad negra exige una atención a los desarrollos históricos y discursivos específicos que informan las estrategias de subordinación racial de una sociedad.»

En su libro más reciente, Toward a Global Idea of Race, da Silva va más allá arguyendo que no podemos comprender la ‘configuración global presente’ a menos que ‘desentrañemos cómo lo racial, lo cultural y lo nacional instituyen el sujeto moderno’ y analicemos el contexto en el que el sujeto moderno emergió y se produjo. Para da Silva, la diferencia racial no es una construcción ideológica o cultural, sino una categoría real responsable de haber estructurado la configuración global contemporánea. Y es precisamente porque la raza aporta la base discursiva para la subordinación de la gente no-blanca que, incluso lo estudios específicos sobre la negritud deben ponerse en el contexto histórico global en el que surgieron los sujetos racializados. De este modo, podemos evitar las concepciones ontológicas (presuntamente universales) centradas en Estados Unidos de la negritud al mismo tiempo que enfatizamos las historias de interconexión entre las poblaciones negras de todo el mundo. En resumen, el objeto de análisis no es la vida póstuma de la esclavitud, sino la multiplicidad de vidas póstumas de la esclavitud y el colonialismo. El objetivo es estudiar cómo estas existen dentro de un sistema global estructurado por el imperialismo.

               Esto no significa que no haya destellos de esperanza en la escena literaria y académica estadounidense. El nuevo relato en parte histórico, en parte ficticio (e indudablemente político) de la experiencia de la esclavitud por John Keene en Counternarratives les da el mismo peso a las especificidades de la esclavitud en Brasil bajo dominio portugués y en Norteamérica durante la época anterior a la guerra civil. Counternarratives entreteje estas historias divergentes pero interconectadas para sonsacarles la lógica subyacente que estructura el género, la raza y la clase bajo diferentes formas de esclavitud y colonización. Más importante aún, sin embargo, es que Keene juega con los prejuicios eurocéntricos arraigados que los colonizadores usaron para denigrar y ‘alterizar’ a los sujetos coloniales. La irracionalidad y la espiritualidad se vuelven fuentes de poder: los personajes de Keene poseen de verdad los poderes mágicos que los colonizadores les habían atribuido —los cuales se transforman a su vez en la base para una insurgencia negra. Aunque Keene abre la colección con una cita de Fred Moten sobre la relación entre filosofía y esclavitud (‘La situación social de la filosofía es la esclavitud’), su exposición de las historias vividas de los pueblos esclavizados en varias formaciones sociales se mueve más allá del reino del simple excepcionalismo afroamericano y su deconstrucción de los prejuicios eurocéntricos está más en línea con el despliegue ‘tenue’ y estratégico de esencialismo que con el ‘espeso’ esencialismo ontológico del AP™.

IV. Anti-anticolonialismo

Wilderson, Sexton y sus seguidores activistas suelen borrar o hacer irreconocibles los diferentes movimientos de liberación negra que lucharon contra el racismo, el colonialismo y el imperialismo por todo el Sur global, en particular las luchas de liberación nacional africanas de los 1960s y 1970s. En su ‘Avant-Garde of White Supremacy’, Martinot y Sexton afirman por ejemplo que:

«Para el pensamiento anticolonialista, el racismo es una ideología social que se puede refutar, una estructura de privilegio a la que renunciar, otra vez al nivel local o individual. Mientras que el liberalismo subordina la cuestión del racismo a las presuntas potencialidades del desarrollo individual, el marxismo subordina la cuestión de la raza a relaciones de lucha de clases y el radicalismo anticolonial pretende que su mera existencia como un ‘movimiento’ sea el primer paso hacia la erradicación del racismo.»

Los discursos anticoloniales, en consecuencia, ‘subsumen la cuestión del racismo bajo la promesa de transformaciones futuras en las relaciones de poder a las que se difiere la racialización’ y asumen que desaparecerá si ‘ya no es útil para las relaciones de producción o la seguridad de las fronteras territoriales’. El diagnóstico erróneo del racismo por los movimientos anticoloniales (o poscoloniales, como se suele referir a ellos el AP™), según argumenta Wilderson en Red, White and Black, dimana de su posicionalidad fundamentalmente diferente en relación a la antinegritud: mientras que el sujeto ‘poscolonial’ puede expulsar literalmente al colono de su territorio, el Negro/Esclavo debe expulsar al Humano de su zona si es que va a sobreponerse a la condición de muerte social que caracteriza la vida negra. El sujeto poscolonial existe como Humano en el orden simbólico, mientras que el Negro/Esclavo jamás puede. Esta, según Wilderson, es también la diferencia entre el Fanon poscolonial de Los condenados de la tierra y el Fanon Negro/Esclavo de Piel negra, máscaras blancas.

El flagrante (ab)uso de Fanon es un ejemplo especialmente exasperante de cómo el AP™ distorsiona el pensamiento anticolonial. Al leer selectivamente ciertas partes de su obra temprana (Piel negra, máscaras blancas) y desatender casi todo lo demás, los académicos del AP™ intentan incorporar a Fanon en la genealogía de su intento equívoco de crear un discurso radical negro. Puesto que Piel negra, máscaras blancas es una lectura más cómoda que Los condenados de la tierra y Sociología de una revolución —los textos de Fanon más importantes para los movimientos de liberación del continente— el AP™ ha echado mano del joven Fanon y ha intentado aislarle del resto de su obra. Como arguye Wilderson: ‘Los condenados de la tierra de Frantz Fanon […] no retoma Piel negra, máscaras blancas’. Aunque el AP™ señala correctamente que hay una diferencia de aproximación entre la obra temprana y tardía de Fanon, esto no significa que debamos priorizar la primera sobre la segunda. Tampoco significa que la obra temprana de Fanon esté necesariamente basada en la asunción de una concepción ontológicamente monótona de la negritud. En la introducción a Piel negra, máscaras blancas Fanon concede que:

«Siendo yo de origen antillano, mis observaciones y conclusiones sólo son válidas para las Antillas, al menos en lo que concierne al negro en su tierra. Se tendría que dedicar un estudio a la explicación de las divergencias que existen entre los antillanos y los africanos.»

La apropiación de Fanon por algunos académicos y activistas afroamericanos —que reducen su pensamiento a una etiqueta y hacen proclamas con las que Fanon mismo habría estado en desacuerdo— también nos obliga a cuestionar por qué sólo a Fanon, escogido y aislado de todo otro pensamiento anticolonial, se le ha concedido un lugar acolchado en la Torre de Marfil. ¿Por qué sigue habiendo tan pocos estudios sobre revolucionarios negros como Amílcar Cabral, uno de los principales teóricos y revolucionarios anticoloniales del siglo XX?

               La aversión de la academia a Cabral dimana de su falta de interés por la labor cotidiana de la lucha revolucionaria y su fetichización de la revolución en abstracto. Cabral insistía en que no sólo tenemos que librar la batalla de las ideas, sino luchar por beneficios materiales y condiciones de vida mejoradas. La revolución jamás se puede separar de las necesidades cotidianas de la gente. Dada la naturaleza elitista y corporativa de la educación superior, en particular dentro del mundo angloamericano, no es ninguna sorpresa que la academia haya elegido a Fanon (‘el profeta de la revolución’) por encima del estratega anticolonial infatigable que fue Cabral. Esto, por supuesto, no hace de menos las contribuciones cruciales de Fanon al estudio de la psiquiatría y los movimientos anticoloniales. No es más que afirmar la insuficiencia de un único intelectual anticolonial. En lugar de descontextualizar a Fanon, debemos leerle en conjunto con otros intelectuales anticoloniales que ofrecieron conocimientos valiosos sobre campos —como el de la estrategia revolucionaria— en los que Fanon rara vez se adentraba.

               Aunque sea tentador culpar al AP™ por todo lo que está mal en los discursos políticos sobre la raza, tenemos que recordar que no es más que un síntoma de un problema mucho mayor. La asunción de que hay poca diferencia entre las realidades africanas y afroamericanas permea una gran parte de la escritura sobre la negritud y ya podemos encontrar una crítica sustanciada de estas aproximaciones en la obra tardía de Fanon. En Los condenados de la tierra, Fanon sostiene que hay una diferencia fundamental entre el Movimiento por los Derechos Civiles y la lucha anticolonial (armada) en el continente. Los problemas a los que se enfrentan el investigador/activista afroamericano y el revolucionario anticolonial no comparten más que un elemento: que están todos definidos como negros en relación a la blanquitud. La diferencia en las condiciones objetivas de lucha a las que se enfrentan estos movimientos no se puede superar afirmando simplemente la existencia de una cultura e historia negra unificadora. Pero la versión de Fanon del AP™ está despojada de tales observaciones y presentada como el intelectual diaspórico alienado por excelencia, cuyo anticolonialismo queda engullido por la esclavitud y la muerte social.

               El ensayo de Achille Mbembe de 2003, ‘Necropolítica’, se suele destacar como un texto fundacional para las cavilaciones del AP™ sobre la vida póstuma de la esclavitud. Pero este no es necesariamente el panorama completo y, contrariamente a la creencia popular, Mbembe no encaja fácilmente en el AP™. Por ejemplo, David Marriott, otro asociado al AP™, ha criticado a Mbembe por su concepto antinegro de la negritud, mientras que Mbembe ha rechazado a su vez el aparato teórico del AP™ por igualar la africanidad a la negritud. Aunque Mbembe sea un interlocutor relativamente incómodo para el AP™, ambas partes comparten una desconfianza hacia el marxismo y el pensamiento anticolonial. Lo más interesante de la posición de Mbembe, sin embargo, es que logra de algún modo confundir tres discursos distintos en uno único para rechazar cada aproximación con la afirmación de que es inadecuada para el estudio de la subjetividad africana. Dado el estatus de Mbembe como un intelectual público de cabecera, merece la pena examinar los discursos que rechaza para sacar por qué y con qué fin pretende apartarlos y cómo ha influido su crítica sobre el AP™.

               En ‘African Modes of Self-Writting’, Mbembe lanza un ataque contra lo que se refiere ‘afrorradicalismo’: una amalgama de dos discursos interrelacionados que tienen la misma disposición y emergieron de abordajes africanos del marxismo y el nacionalismo. Para las corrientes tanto nativistas como instrumentalistas, argumenta Mbembe, la historia está partida en tres acontecimientos históricos principales (esclavitud, colonialismo y apartheid) a través de los cuales el ‘yo africano ha quedado alienado de sí mismo’ y desgradado al estatus de no-ser y muerte social. Sólo por referencia a estos tres acontecimientos históricos fundamentales podrían los africanos unirse, recuperar su destino (soberanía) y pertenecerse a sí mismos en el mundo (autonomía). Mbembe, no obstante, nos advierte que este no es el caso: tanto el nativismo como el afromarxismo (‘el paradigma instrumentalista’) son ‘filosofías falseadas’, más dogma que métodos de interrogación. La afirmación por el afrorradicalismo de haber creado una política revolucionaria que rompe con el imperialismo y la dependencia es ilusoria; todo lo que el discurso ofrece es una ‘visión mecanicista de la historia, una fetichización del poder estatal, la descalificación de la democracia liberal y el sueño populista y autoritario de una sociedad de masas’.

               El argumento principal de Mbembe es que ambos discursos comparten la misma episteme: ambos ‘se suscriben al postulado de la diferencia’, a pesar de declarar estar distanciándose de las ideas occidentales sobre la alteridad. En esencia, la crítica de Mbembe se reduce a la afirmación de que las ‘narrativas nacionalistas y marxistas sobre el yo y el mundo africanos’ son superficiales y afilosóficas. Como armas políticas y sistemas de conocimiento, estos paradigmas estarían completamente obsoletos y deberían ser sustituidos por algún otro discurso filosófico que enfatice la importancia de lo universal y no caiga en la trampa del nativismo. Aunque sea crítico con el impulso nativista, Mbembe le reserva sus gestos más polémicos al afrorradicalismo. En un pasaje (melo)dramático, afirma que:

«Violencia expiatoria, sustitutiva o autosacrificial ha sido desplegada —y muerte liberada— en nombre del telos marxista. El asesinato mismo ha sido convalidado y velado por medio de la adscripción a una verdad moral final, mientras que las pruebas de la virtud y la moralidad yacen en el dolor y el sufrimiento.»

De acuerdo con esta narrativa de la lucha anticolonial, los movimientos de liberación no estuvieron preocupados más que por el poder y la captura de la maquinaria de Estado, habiendo dejando de lado otras cuestiones filosóficas. Una creencia destructiva en la violencia redentora como una fuerza de cohesión habría significado que estos movimientos no podían lograr crear un vínculo social en sus naciones y fracasaron en ‘rehacer’ al sujeto africano.

               Si parece difícil encontrarle el sentido a esta crítica, puede ser porque Mbembe está mezclando un repertorio de diferentes movimientos y discursos bajo el epígrafe único de ‘afrorradicalismo’, teniendo algunos de estos bastante poco en común entre sí. ¿Qué es exactamente el afrorradicalismo? ¿Es el socialismo africano de Kwame Nkrumah o Julius Nyerere? ¿O es acaso la tradición afromarxista? ¿Y qué propiedades comparte un discurso ‘nativista’ como el de la Négritude con los movimientos afromarxistas? Las posiciones políticas de Mbembe suelen ser difíciles de captar y su afición a los hombres de paja no facilita en nada discernir cuál es el verdadero objetivo de sus críticas. Pero, desde luego, resulta absurdo afirmar que ni la Négritude ni el ‘afromarxismo’ han ofrecido ninguna reflexión filosófica y política digna de escrutinio teórico.

V. La négritude como esencialismo estratégico

Ningún discurso está sin historia o existe en un vacío y el AP™ no es, desde luego, la primera tradición de pensamiento negro en avanzar una concepción ontológicamente monótona de la negritud. En los 1930s, un grupo de jóvenes emigrados de diferentes partes del imperio colonial francés se propusieron desarrollar un marco estético diseñado para contrarrestar las narrativas históricas y culturales que sólo les adscribían propiedades de belleza y bondad a cualquier cosa blanca y europea. En París, el centro metropolitano del imperio colonial francés, estos intelectuales se vieron unidos por una experiencia común: como évolués educados y sofisticados, no esperaban haberse tenido que enfrentar al prejuicio racial. Para los franceses, sin embargo, seguían siendo sujetos coloniales, que pertenecían a una raza de gente considerada sin civilizar y necesitada de tutelaje. Una posición de clase privilegiada en las colonias no podía salvar a estos intelectuales de su visible ‘otredad’ en la metrópolis y, por primera vez, se dieron cuenta de lo que la ‘africanidad’ y la ‘negritud’ significaban realmente para los franceses.

               En su iteración inicial, la négritude fue una expresión artística que buscaba reapropiarse del término ‘art nègre’ librándolo de sus connotaciones racistas. Al apropiarse poéticamente de la lengua francesa, estos intelectuales y artistas estaban deconstruyendo la sociedad occidental desde dentro, volviendo su lengua (el francés) y sus conceptos (el surrealismo) contra ella con el objetivo de exponer las contradicciones en las mismas normas y valores que justificaban el colonialismo y la esclavitud. Como parte de un grupo de surrealistas no-blancos que incluía a Aimé y Suzanne Césaire, Étienne Léro, Yva Léro, Wilfredo Lam, Rémi Menil y más —todos incluidos en la antología Blanco, marrón y beige— los poetas de la négritude afirmaban el valor de una identidad distintivamente negra que se encontraba completamente enfrentada a la política colonial francesa del ‘asimilacionismo’. El objetivo era captar la belleza y la vitalidad de los cuerpos, la cultura y la historia de África para restregárselo en la cara a los franceses. La racionalidad occidental se yuxtaponía a la emoción africana y el élan vital bergsoniano de la gente africana se presentaba como la fuerza detrás de la producción cultural negra.

               Aunque los poetas de la négritude tenían diferentes interpretaciones de lo que significaba su movimiento, se lo suele leer a través del ensayo de Sartre ‘Orfeo negro’ y su caracterización de la négritude como un ‘racismo antirracista’. Los ensayos de Sartre han informado a menudo el modo en que los intelectuales africanos son percibidos tanto por la academia como por el discurso popular. Sin embargo, como su prefacio a Los condenados de la tierra de Fanon, su ensayo sobre la négritude debería cogerse con pinzas. En ‘Orfeo negro’, Sartre reduce esencialmente la totalidad del movimiento de la négritude a Senghor y su Anthologie de la nouvelle poésie nègre et malgache de langue française. Aunque es verdad que Senghor avanzó una ontología esencialista que confundía negritud y africanidad, postulando una visión del mundo singularmente africana que podía leerse en las culturas y religiones africanas; Suzanne y Aimé Césaire y Léon Damas rechazaban extender la negritud al dominio de la filosofía y, en lugar de ello, enfatizaban la dimensión poética de la lucha.

               En una conferencia que dio en la Universidad Internacional de Florida, Césaire denunciaba la confusión metafísica entre negritud y africanidad, al tiempo que clarificaba su papel como un poeta de la négritude:

«La négritude, a mis ojos, no es una filosofía. La négritude no es una metafísica. La négritude no es una concepción pretenciosa del universo. Es una manera de vivir la historia desde dentro de la historia: la historia de una comunidad cuya experiencia parece ser […] única, con su expulsión de antiguas creencias, sus fragmentos de culturas asesinadas. ¿Cómo podríamos dejar de creer que todo esto, que tiene su coherencia propia, constituye una herencia?»

Pero Césaire difícilmente se encontraba solo en su postulación de un esencialismo ‘tenue’ diseñado para combatir el racismo en Francia y el Caribe. En su ensayo de 1943, ‘El surrealismo y nosotros’, Suzanne Césaire escribía que:

De este modo, lejos de contradecir, diluir y desviar nuestra actitud revolucionaria frente a la vida, el surrealismo la fortalece. Alimenta una fuerza impaciente en nuestro interior que refuerza interminablemente un ejército inmenso de rechazos. El día de mañana, millones de manos negras izarán su terror a lo largo de los furiosos cielos de la guerra mundial. Liberados de un largo sueño entumecedor, los pueblos más desheredados se alzarán desde el clamor lastimero de las cenizas. Nuestro surrealismo le dará al pueblo en alza un empujón desde lo más hondo.  Nuestro surrealismo por fin nos permitirá trascender las antinomias sórdidas del presente: blancos/negros, europeos/africanos, civilizados/salvajes —redescubriendo por fin el poder mágico de los mahoulis, tomado directamente de sus fuentes vivientes. La idiotez colonial será purificada en la llama azul de la soldadura. Recuperaremos nuestro valor como metal, nuestro filo cortante de acero, nuestras comuniones sin precedentes.

Junto con Suzanne, Georges Gratiat, Aristide Maugé, Réné Menil y Lucie Thesée, Aimé Césaire también había fundado la revista Tropiques en Martinica en 1941. Sólo dos años después, el régimen de Vichy la censuró y prohibió por su contenido subversivo y por ser ‘una revista revolucionaria racial y sectaria’. Los editores respondieron a esta provocación en una infame carta abierta al Funcionario Superior de Información de Martinica con la polémica que sigue:

«Señor, hemos recibido su prohibición de Tropiques. ‘Racistas’, ‘sectarios’, ‘revolucionarios’, ‘ingratos y traidores al país’, envenenadores de almas’, ninguno de estos epítetos nos asquea. ‘Envenenadores de almas’, como Racine, ‘ingratos y traidores a nuestro buen país’, como Zola, […] ‘revolucionarios’ como el Hugo de ‘Châtiments’. ‘Sectarios’, apasionadamente, como Rimbaud y Lautréamont. Racistas, sí. Del racismo de Touissant Louverture, de Claude McKay y Langston Hughes contra el de Drumont y Hitler. Por lo demás, no espere que defendamos nuestro caso, las recriminaciones vanas o la discusión. No hablamos la misma lengua.»

Para Césaire y los demás miembros de Tropiques, la négritude era una revuelta poética que buscaba reclamar la herencia destruida por el colonialismo. Una historia común de esclavitud, sostenía Césaire, unía a la gente negra de todo el mundo —de ahí la necesidad de afirmar una identidad común para superar esta historia de opresión y explotación. En manos de Césaire, la négritude se transformaba de un marco para una visión del mundo mental y filosófica en un acto político orientado a la descolonización. ‘En otras palabras’, como lo plantea Souleymane Bachir Diagne, ‘hay algo en la négritude [de Césaire] que se desesencializa’, ‘algo que viene de abajo y deconstruye el lenguaje esencialista’.

               Pero, incluso si la recuperación de las tradiciones perdidas y las concepciones idealizadas de la cultura africana son un paso necesario hacia la liberación, nos advierte Fanon, este no es en absoluto el objetivo principal. La recuperación de una historia y una producción cultural suprimidas le llena al intelectual nativo de una confianza renovada; volviendo la mirada hacia la historia africana, el intelectual se encuentra con que no tiene nada de lo que avergonzarse y con que, de hecho, la historia y cultura africanas están por lo menos a la par con las civilizaciones europeas. Para contrarrestar la narrativa del salvaje africano, la négritude afirma incondicionalmente la cultura africana, del mismo modo que los intelectuales habían afirmado previamente la cultura europea. Pero la búsqueda frenética de representantes comparables a los de la civilización occidental es, como sostiene Fanon, una tarea fútil. La historia africana difícilmente puede ofrecer el tipo de figuras canónicas a las que el intelectual está acostumbrado y, como ha afirmado similarmente el marxista zanzibareño A. M. Babu,, buscar trazas de ‘genio’ en la historia africana sería una bofetada a toda la clase trabajadora y el campesinado africano, en su lucha por una sociedad más justa y sin clases. En muchos sentidos, ‘la existencia pasada de la civilización no cambia demasiado de la dieta del […] campesino de hoy día’.

               Aunque la crítica de Babu pueda resultar un poco severa, pero plantea una cuestión que también ha sido un problema recurrente para la tradición marxista occidental: la alienación de los intelectuales radicales o revolucionarios respecto a las masas. Esto se exacerba de algún modo en el caso de los intelectuales diaspóricos negros, ya que tienen el elemento adicional de una ‘alienación diaspórica’ respecto a un ‘hogar romantizado’. La négritude —por admisión propia— tiene una gran deuda con el Renacimiento de Harlem, lo cual en principio no es ningún problema en absoluto. Pero, cuando entramos a considerar la afirmación por Damas de que la négritude se fundó sobre ‘un viento que se levanta desde la América Negra’, que expresa ‘el amor africano por la vida, el goce africano del amor [y] el sueño africano de la muerte’, podemos empezar a apreciar cómo una gran parte de nuestra visión de la raza en África está moldeada por punto de vista diaspórico. En sus fases más temprana, el pensamiento de la négritude sobre la negritud estaba condicionado tanto por la alienación respecto a la lucha revolucionaria (expresada por su énfasis en la revuelta poética y artística) como por una alienación diaspórica (como intelectuales en la metrópolis colonial). Se puede apreciar fácilmente una doble alienación así en el AP™ y su énfasis en la ‘alienación natal’ como una característica inherente a la negritud. Pero esta perspectiva doblemente alienada a menudo ha ahogado y silenciado los análisis de la raza que se han tomado en serio las realidades y condiciones materiales de la gente negra en el continente africano. Siguiendo a Ali Mazouri, tenemos que ‘preguntarnos por qué esta visión diaspórica particular de la negritud [Orientalismo negro] siempre se aplica globalmente y no se les presta atención a las particularidades de las relaciones raciales en el continente’.

               Por otro lado, el ataque de Aimé Césaire sobre Roger Callois en Discurso sobre el colonialismo ilustra hasta qué extremo estaba (está) el excepcionalismo cultural de Europa incrustado en las mentes de muchos intelectuales y cuán necesario era (es) contrarrestar tal excepcionalismo con un esencialismo ‘tenue’ de cuño propio —incluso si su expresión no es más que poética. Mientras que el esencialismo del AP™ se bate en retirada del dominio de la política, el esencialismo del surrealismo de Césaire se enfrenta de cara al racismo y el colonialismo. Este ‘esencialismo estratégico’ —un esencialismo positivista que sea crítico con la idea ontológica, al tiempo que hace uso de ella para fines políticos específicos— representa algo bastante diferente de la ‘espesa’ negritud ontológica del AP™, ¡que no tiene ninguna estrategia política! No obstante, tenemos que recordar que el énfasis del esencialismo estratégico está sobre la acción política; aunque que Césaire se centró en lograr la deconstrucción del esencialismo por medio de la poesía y el arte, debemos ir más allá del dominio de la expresión artística y postular un concepto de negritud orientado a la transformación revolucionaria de las relaciones sociales existentes.

VI. Recordando un África roja

Por razones discutidas más arriba, los movimientos anticoloniales socialistas de los 1960s y 1970s o bien están fuera del foco histórico del AP™, o bien se los despacha rápidamente junto con todos los otros discursos marxistas y feministas. Pero el rechazo y borrado del pensamiento anticolonial por el AP™ es aún más extraño cuando tomamos en cuenta la biografía de Wilderson. ¿Cómo pudo alguien que fue miembro del brazo armado del Congreso Nacional Africano, Umkhonto we Sizwe [‘La Lanza de la Nación’], y un fiero crítico de izquierdas de Nelson Mandela llegar a crear un aparato teórico incapaz de lidiar con las realidades del imperialismo y el neocolonialismo en el continente africano? En la configuración global contemporánea, caracterizada por la sobreexplotación de trabajadores racializados en el Sur global, no deberíamos descartar tan rápidamente un discurso que se tomó en serio la necesidad de la solidaridad entre razas en la lucha contra el imperialismo y el neocolonialismo.

               El término ‘socialismo africano’ surgió por primera vez tras las luchas por la independencia de los 1950s y 1960s, cuando los gobiernos recién independizados buscaron crear las bases para un nuevo futuro africano y romper de una vez por todas con los legados raciales, económicos y políticos del colonialismo. Hay mucho debate en torno a la definición del socialismo africano y todavía hay muchos que sostienen —como hicieron los editores del Socialism in Sub-Saharan Africa de 1979 en su introducción al recopilatorio— que ‘el paso del tiempo no ha llevado a una definición precisa’ o a ‘un consenso general sobre su naturaleza’. Sin embargo, hay algo de acuerdo en que el socialismo africano —como una tradición política e intelectual— puede partirse en dos fases relativamente distintas: la primera ola de socialismo africano humanista y una segunda ola más radical de afromarxismo basado en los principios del socialismo científico. Aunque no todos los movimientos anticoloniales socialistas encajan fácilmente en esta categorización, puede ayudarnos a elaborar algunos temas amplios en ambas olas de socialismo africano para lograr una mejor comprensión de sus objetivos y limitaciones.

               Es de algún modo poco sorprendente que la ola humanista del socialismo africano domine tanto el discurso académico como el imaginario popular. Los experimentos socialistas de Kwame Nkrumah en Ghana, de Julius Nyerere en Tanzania, de Sékou Touré en Guinea, de Kenneth Kauda en Zambia, de Léopold Senghor en Senegal y de Madibo Keïta en Mali nos ofrecen los ejemplos más prominentes de un discurso anticolonial irónicamente vaciado de cualquier análisis de clase exhaustivo. Aunque es imposible deducir una doctrina cohesiva de esta primera ola de socialismo africano, se pueden apreciar numerosos solapamientos entre sus diversas manifestaciones. Uno de estos solapamientos es el argumento de que los elementos comunales tradicionales de la cultura africana son inherentemente socialistas y pueden servir como base para un programa socialista mayor. Como Robin D. G. Kelley apunta en su introducción al Discurso sobre el colonialismo,

«La insistencia de Césaire en que las culturas africanas y asiáticas precoloniales no sólo eran ante-capitalistas […] sino también anti-capitalistas anticipaba las afirmaciones románticas hechas por los líderes nacionalista africanos como Julius Nyerere, Kenneth Kaunda y Senghor mismo, respecto a que la África moderna puede establecer el socialismo en base a la vida de aldea precolonial.»

En su panfleto de 1962, Ujaama: base del socialismo africano, Nyerere argumentaba que: “Nosotros, en África, no tenemos más necesidad de que se nos ‘convierta’ al socialismo de la que tenemos de que se nos ‘enseñe’ la democracia. Ambos están arraigados en nuestro pasado —en la sociedad tradicional que nos ha producido”.

               Pero la primera ola de socialismo africano se quedó corta a la hora de cumplir las promesas radicales de independencia. Los intentos de crear humanismos idealistas —como el conciencismo de Nkrumah y el humanismo zambiano de Kaunda— y su apelación a una cultura pasada idealizada (o a la unicidad cultural de África) sólo sirvieron para enmascarar las relaciones de clase en sus naciones recientemente independizadas. Lo que los socialistas africanos no lograron entender es que esta tercera vía no era posible y que la elección entre auténtico socialismo y neocolonialismo era entonces, como es ahora, de suma cero. Como A. M. Babu sostiene en African Socialismo or Socialist Africa, ‘no basta con vender retórica socialista o simplemente nacionalizar los medios de producción para después recostarse, creyendo que se ha puesto en movimiento una tendencia socialista’. Para Babu, el socialismo africano oficial sólo podía reproducir la dependencia, la explotación y las relaciones neocoloniales. No bastaba con simplemente postular la naturaleza inherentemente socialista de la cultura africana. Más bien, habría sido más útil mantener aquellas partes de la cultura tradicional que eran emancipatorias para forjar una nueva cultura basada en los principios del socialismo revolucionario.

               Esta narrativa se complica de algún modo con las posiciones contradictorias de muchos de los líderes socialistas africanos, particularmente respecto a la no-alineación y la necesidad del análisis de clase. Tomemos a Nkrumah de ejemplo. Por un lado, había defendido una posición de no-alineación afirmando que ‘no debemos enfrentarnos ni a Occidente ni a Oriente; debemos mirar hacia delante’. Pero en Revolutionary Path, por otro lado, argumenta que: “Si queremos lograr el socialismo revolucionario, tenemos que evitar cualquier sugerencia que implique que hay cualquier separación entre el Mundo Socialista y un ‘Tercer Mundo’”.

               Class Struggle in Africa de 1970 también muestra a un Nkrumah profundamente preocupado por analizar ‘los lazos estrechos entre clase y raza que se han desarrollado en África junto a la explotación capitalista’. Escribe:

«La esclavitud, la relación amo-sirviente y el trabajo barato eran elementos básicos. El ejemplo clásico es Sudáfrica, donde los africanos experimentan una explotación doble —en base tanto al color como a la clase. En EEUU, en el Caribe, en Latinoamérica y en otras partes del mundo existen condiciones similares en las que la naturaleza del desarrollo ha resultado en una estructura de clases racista. En estas áreas, cuentan incluso la tonalidad de los colores —siendo el grado de negritud un baremo por el que se mide el estatus social.»

En la situación colonial, una estructura social racista no puede pensarse aparte de la explotación capitalista y la estructura de poder racista-capitalista. Para el Nkrumah de Class Struggle in Africa, la explotación capitalista y el racismo son complementarios —‘allí donde hay un problema racial, se ha acabado vinculando a la lucha de clases’. El auténtico progreso en la lucha contra el imperialismo sólo se puede lograr si los intelectuales adoptan el marxismo y se involucran en organizaciones comunistas que animen un contacto más estrecho entre trabajadores y campesinos. Los socialistas africanos, entonces, deben alinearse con las masas oprimidas y volverse conscientes de la lucha de clases en África.

               El filósofo beninés Paulin Hountondji ha mostrado de manera convincente en su comparación entre las ediciones de 1964 y 1970 de Consciencism que su pensamiento se desarrolló hacia el análisis de clase después del golpe militar respaldado por EEUU de 1966, en el que su gobierno fue depuesto mientras estaba de viaje oficial a Vietnam del Norte y China. En la edición de 1964, Nkrumah todavía enfatizaba los elementos socialistas inherentes a la cultura tradicional africana. En la edición de 1970, era mucho más cauteloso con esa afirmación. Este desplazamiento del énfasis también es claro en su artículo de 1967 ‘African Socialism Revisited’, en el que critica agudamente a los socialistas africanos que la habían asociado ‘mucho más con la antropología que con la economía política’ y habían fetichizado la vida comunal africana engañándose con que estaba libre de toda jerarquía social. Después del golpe militar, Ghana cultivó una relación mucho más cercana con EEUU (y organizaciones ‘internacionales’ asociadas como el FMI y el Banco Mundial), cortando vínculos con el Bloque Soviético. El golpe fue, por supuesto, llevado a cabo por fuerzas neocoloniales respaldadas por EEUU —y la segunda ola de socialismo africano puede ayudarnos a entender aún mejor las fuerzas internas y externas que impulsaron este proceso.

               La segunda ola de socialismo africano —o lo que se suele llamar ‘afromarxismo’— surgió a medidados de los 1970s, aunque la fase preparatoria para la lucha revolucionaria comenzó mucho antes. Esta segunda fase del socialismo en el continente estuvo caracterizada por la adherencia a los principios del marxismo-leninismo oficial, con su focalización de un Partido de vanguarda que lleva las riendas en una revolución socialista, en países como Burkina Faso, Somalia, Congo-Brazzaville, Madagascar, Libia, Beníni y Etiopía (aunque este último tenía un carácter más militar que revolucionario). Los más radicales de esta ola, sin embargo, eran los movimientos de liberación en las colonias portuguesas en África, que no fueron movimientos nacionalistas constitucionales —como lo habían sido los socialistas africanos anteriores— sino movimientos revolucionarios que buscaban derribar las estructuras sociales existentes y rehacerlas en una línea socialista. Entre los proponentes más influyentes del afromarxismo están Amílcar Cabral en Guinea-Bissau y Cabo Verde, Agostinho Neto en Angola, Samora Machel en Mozambique y Thomas Sankara en Burkina Faso. Los afromarxistas lusófonos se enfrentaron a condicione mucho más duras que las de la ola de socialistas africanos anterior: no hay más que considerar la guerra civil de una década librada por el Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA) contra los rebeldes de la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA), o la lucha armada del Frente de Liberación de Mozambique (FRELIMO) contra la Resistencia Nacional Mozambiqueña (RENAMO), con ambos grupos rebeldes habiendo recibido financiación y apoyos significativos de EEUU y la Sudáfrica de apartheid.

               Puesto que los socialistas africanos de la segunda ola habían estudiado los errores de la primera, sus líderes eran agudamente conscientes de los peligros de la oposición interna y la naturaleza de las relaciones de clase dentro de sus respectivos países. En Unity and Struggle, Amílcar Cabral arroja algo de luz sobre las dinámicas que animaban este proceso de oposición interna. Su teoría del neocolonialismo puede ayudarnos a entender por qué los experimentos socialistas africanos como el de Nkrumah fracasaron. En la constelación neocolonial, sostiene Cabral, la acción imperialista a menudo toma la forma de la creación de una burguesía nativa leal a la burguesía de las naciones imperialistas. Esta clase de agentes nativos surge de la pequeña burguesía de burócratas e intermediarios en el sistema comercial. Su lealtad a la burguesía imperialista ahoga el desarrollo de las fuerzas productivas nacionales y conduce inevitablemente al subdesarrollo. Así, esta clase no puede en absoluto guiar el desarrollo de las fuerzas productivas ni ser una auténtica burguesía nacional. Bajo el neocolonialismo, la lucha por el Estado ‘independiente’ (y el poder político) se da entre la clase trabajadora nativa y el capital imperialista. A medida que surgen distinciones de clase tajantes que desmovilizan a las fuerzas nacionalista, otros lazos como la solidaridad tribal llegan a la primera plana de la política. La única salida para este atolladero es la destrucción de las estructuras capitalistas e imperialistas ‘implantadas en el territorio nacional’.

               Lo que el análisis de Cabral nos permite entender mejor es por qué los movimientos anticoloniales estaban más preocupados por las relaciones de producción o la seguridad de las fronteras territoriales que por la erradicación de algún racismo antinegro. Al contrario que Mbembe o el AP™, estos movimientos cayeron en la cuenta de que la soberanía nacional era un aspecto indispensable de la lucha contra el racismo (no la antinegritud) a escala global. Cabral argumentaba que el neocolonialismo (como forma de dominación imperialista) funciona a dos niveles diferentes: tanto en Europa como en los países subdesarrollados. En Europa, la clase trabajadora había sido pacificada por medio del desarrollo de un proletariado privilegiado que podía rebajar el nivel revolucionario de las clases trabajadoras (i.e. la aristocracia obrera). De manera parecida, el difunto economista egipcio Amir Samin sostenía que los privilegios de quienes están en el Norte global, mantenidos por su control sobre monopolios clave como la tecnología, las finanzas globales y los medios de comunicación, volvían más difícil la emergencia de una izquierda internacionalista. Para no ser eurocéntricas, arguye Amin, tenemos que abordar cómo las clases dominantes del Norte global ejercen control sobre el Sur.

               Por desgracia, esto no ha ocurrido. El declive de una izquierda antiimperialista y la creciente susceptibilidad tanto de académicos como de activistas a la quimera de una democracia social que no dependa del racismo ni la sobreexplotación de trabajadores en el Sur global —i.e. lo que Sandro Mezzadra y Mario Neuman llaman ‘Wohlfahrsstaat-Populismus’ (populismo del Estado del bienestar) en Jenseits con Interesse und Identität— apuntan a tal fracaso. En los días de las revoluciones anticoloniales, la explotación de clase y la opresión racial o nacional estaban fusionadas en el orden imperialista. Hoy día, sigue siendo el caso. El racismo juega un papel significativo en la estructuración del imperialismo. Deberíamos tomarnos en serio a quienes intentan analizar esta interconexión, dejando a un lado las teorías ontológicas y monótonas sobre la negritud que excluyen cualquier lucha contra el imperialismo al cortar todos los lazos entre quienes son racializados como negros y otros trabajadores no-blancos.

               En ‘Racial Formation in an Age of Permanent War’, Nikhil Pal Singh argumenta que los grupos racializados en EEUU son incorporados en un sistema de diferenciales raciales racializados y trabajo precario, representando a la población relativamente excedente en EEUU. El Estado securitario administra las ‘amenazas civilizatorias a la nación’ (i.e. su población excedente) deportando a la mano de obra migrante, alentando la encarcelación masiva y militarizando la frontera estadounidense, haciendo a toda persona racializada más vulnerable a la violencia estatal. Pero, en la configuración imperialista contemporánea, el valor creado por la sobreexplotación de trabajadores racializados sigue fluyendo del Sur global al Norte global, siendo apropiado por empresas multinacionales, los Estados-nación en los que tienen sede y la gente que reside en estos Estados-nación, como muestran Tony Norfield en The City y John Smith en Imperialism in the Twenty-First Century. Así que tenemos que pensar seriamente en cómo el Estado-nación estructura el proceso de racialización en el núcleo y la periferia, en cómo las diferentes formas nacionales de racialización existen en un sistema imperialista mundial.

               Dadas estas realidades político-económicas, el estudio de la raza (y, en consecuencia, también de la negritud) siempre está enredado en una lucha política: esto nos fuerza a considerar las implicaciones políticas de nuestros análisis teóricos. Es verdad, podemos reconocer que el racismo está inscrito en la ‘base’ del capitalismo. Y, como con el esencialismo estratégico de Césaire, hay lugar para la afirmación de una negritud positiva orientada a cuestionar los prejuicios coloniales que siguen trabados en el tejido de los Estados en el Norte global. No obstante, también tenemos que reconocer la necesidad acuciante de una cooperación antiimperialista Sur-Sur. Es fácil olvidar que el discurso global de la izquierda estuvo una vez moldeado por tales debates: los ejemplos de las Panteras en Argelia, las visitas de Cabral a Cuba, el apoyo cubano al MPLA en Angola y más ilustran cuánta gente negra (incluyendo organizaciones afroamericanas como las Panteras y el Congreso del Pueblo Africano de Amiri Baraka) sintió la necesidad de un empujón interracial contra el colonialismo, el neocolonialismo y el imperialismo.

               Existe una tradición política e intelectual que ha intentado traer la interconexión de la raza, el neocolonialismo y el imperialismo a la primera plana de la política radical. El borrado de esta tradición —remontándose de Sankara y Cabral hasta Samir Amin— sólo ha servido para envalentonar a las teorías ontológicas de la negritud y la racialización que toman la perspectiva diaspórica y alienada afroamericana como una verdad a priori, sin tener ningún sentido ni significado para quienes luchan contra las realidades de la sobreexplotación imperialista y la opresión nacional en la práctica. Como Thomas Sankara lo planteó forzosamente en su discurso ante la Asamblea General de la ONU: ‘¡Abajo el imperialismo! ¡Abajo el neocolonialismo! […] ¡Victoria eterna para los pueblos de África, Latinoamérica y Asia en su lucha! Patria o muerte: venceremos.’


[1] [N. de la trad.] Respetando el criterio antiacademicista de Salvage (‘Salvage anima a una escritura lúdica, polémica y provocativa, más bien que a la voz cauta, más seca, de gran parte de la prosa académica. Cualquier referencia bibliográfica necesaria debería incorporarse al texto’), mantengo sin anotar todas las referencias bibliográficas incorporadas al texto. A efectos de traducción, salvo en contadas excepciones, me he limitado a verterlas directamente al castellano sin consultar las pocas traducciones disponibles de gran parte de ellas. En cualquier caso, he mantenido en inglés la mayoría de títulos originales para facilitar su búsqueda a quienes puedan interesarles.

En cualquier caso, recomiendo encarecidamente acudir al libro completo de África roja. Recuperando la política Negra revolucionaria, en el que se encuentran ampliados los argumentos esbozados en este artículo.

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